Blackthorne esperaba en el jardín. Ahora vestía el uniforme Pardo que le había regalado Toranaga, con sables al cinto y una pistola oculta debajo de éste. De las apresuradas explicaciones de Fujiko y, después, de los sirvientes, había deducido que tenía que recibir a Buntaro con toda ceremonia, pues el samurai era un general importante, un hatamoto, y el primer invitado de la casa. Por consiguiente, se había bañado y cambiado rápidamente, y dirigido al lugar que le habían preparado.

Vio que Mariko salió de la casa y cruzaba el jardín. Parecía una estatuilla de porcelana, siguiendo a Buntaro a medio paso de distancia. La acompañaban Fujiko y las doncellas.

Blackthorne hizo una reverencia.

–Yokoso oide kudasareta, Buntaro-san. (Bien venido a mi casa, Buntaro-san.)

Todos correspondieron a su saludo. Buntaro y Mariko se sentaron en sendos cojines frente a él. Fujiko se sentó detrás de él. Nigatsu y la doncella Koi empezaron a servirles té y saké. Buntaro y Blackthorne tomaron saké.

–Domo, Anjín-san. ¿Ikaga desu ka.?

–¿Ikaga desu ka?

–Kowajozuni shabereru yoni natta na. (Bueno, empiezas a hablar muy bien el japonés.)

Pronto se perdió Blackthorne en la conversación, pues Buntaro se comía las palabras y hablaba descuidadamente y muy de prisa.

–Perdón, Mariko-san, no he comprendido esto.

–Mi esposo desea darte las gracias por haber intentado salvarlo. Con el remo. ¿Te acuerdas? Cuando escapamos de Osaka.

–¡Ah, so desu! Domo. Dile, por favor, que todavía creo que habríamos podido acercarnos al muelle. Sobraba tiempo. Aquella doncella se ahogó innecesariamente.

–Él dice que fue karma.

–Fue una muerte inútil -replicó Blackthorne, lamentando en seguida su rudeza.

Pero advirtió que ella no lo traducía.

–Mi marido dice que la estrategia de ataque es muy buena. Realmente buena.

–Domo. Dile que me alegro de que se pusiera a salvo, y de que se ponga al mando del regimiento y, naturalmente, de que permanezca aquí.

–Domo, Anjín-san. Buntaro-sama dice que, efectivamente, el plan de ataque es muy bueno, pero que él llevará siempre su arco y sus sables. Puede matar a mayor distancia, con gran puntería y más rápidamente que con un mosquete.

–Si quiere, mañana dispararé contra él, y ya veremos.

–Perderías, Anjín-san. Me permito aconsejarte que no lo intentes -dijo Mariko-san.

Blackthorne vio que Buntaro los miraba sucesivamente.

–Gracias, Mariko-san. Dile que me gustaría verle disparar.

–Él pregunta si tú sabes manejar el arco.

–Sí, pero no como un buen arquero. Los arcos están anticuados en mi país. Salvo la ballesta. Yo me instruí para el mar. Y allí sólo usamos cañones, mosquetes y cuchillos. A veces empleamos flechas incendiarias, pero sólo contra las velas enemigas y a poca distancia.

–Él pregunta cómo hacéis y cómo empleáis esas flechas. ¿Son diferentes de las nuestras, de las que lanzaron contra la galera en Osaka?

Blackthorne empezó a explicárselo y hubo las acostumbradas y fatigosas interrupciones y repeticiones. Ahora estaba ya habituado a su increíble curiosidad por todos los aspectos de la guerra, pero le resultaba agotador tener que hablar por medio de un intérprete.

Sin embargo, sabía que, sin Mariko, jamás habría podido ser tan valioso. «Sólo mis conocimientos me libran del pozo -se dijo-. Pero esto no es problema, porque todavía tengo mucho que decir y hay una batalla por ganar. Una verdadera batalla. Hasta entonces, estoy a salvo. Tengo un plan para una flota. Y después, ¡a casa! Sano y salvo.»

Entonces vio los sables de Buntaro y de los guardias, y palpó el suyo y sintió el calor de su pistola, y pensó, a fuer de sincero, que nunca estaría a salvo en este país. Nadie estaba a salvo, ni siquiera Toranaga.

–Anjín-san, Buntaro-sama pregunta si podrías enseñar mañana a sus hombres a hacer esas flechas.

–¿Dónde puede conseguirse brea?

–No lo sé.

Mariko le interrogó sobre los sitios donde solía encontrarse, sobre su aspecto y olor, y sobre posibles alternativas. Después, habló largamente con Buntaro. Fujiko había guardado silencio todo el rato, captándolo todo con la mirada y los oídos. Las doncellas, obedeciendo a ligeros movimientos del abanico de Fujiko, llenaban continuamente de saké las tazas vacías.

–Mi esposo dice que discutirá esto con el señor Toranaga. Tal vez exista brea en algún lugar del Kwanto. Yo nunca oí hablar de ella. Pero tenemos aceites espesos, de ballena, que podrían emplearse como sucedáneos. Él pregunta si usáis a veces cohetes de guerra, como los chinos.

–Sí. Pero no se consideran de mucho valor, salvo en los asedios. Los turcos los emplearon contra los caballeros de San Juan, en Malta. Principalmente, se usan para producir incendios y pánico.

–Él pide que hagas el favor de explicarle detalles de esta batalla.

–Fue hace cuarenta años, el más grande…

Blackthorne se interrumpió, porque su mente había empezado a galopar. Había sido el asedio más vital para Europa. Seis mil turcos islámicos, la flor y nata del Imperio otomano, contra seiscientos caballeros cristianos apoyados por unos pocos millares de auxiliares malteses y recluidos en el enorme castillo de San Telmo, en la pequeña isla mediterránea de Malta. Los caballeros habían resistido un sitio de seis meses y obligado, increíblemente, al enemigo, a emprender una vergonzosa retirada.

Y, de pronto, Blackthorne se había dado cuenta de que esta batalla le daba una de las llaves del castillo de Osaka: cómo ponerle sitio, hostigarlo, forzar sus puertas y conquistarlo.

–¿Decías, señor…?

–Fue hace cuarenta años, en el mar interior más grande que tenemos en Europa: el Mediterráneo. Fue un asedio, un asedio como tantos otros, no vale la pena hablar de él -mintió, convencido de que su conocimiento era inestimable y no debía revelarlo a la ligera, y menos ahora.

Mariko le había dicho muchas veces que el castillo de Osaka se levantaba inexorablemente entre Toranaga y la victoria. Blackthorne estaba seguro de que la solución del problema de Osaka podía ser muy bien su visado de salida del Imperio, con todas las riquezas que pudiese necesitar para el resto de su vida.

Advirtió que Mariko parecía turbada.

–¿Señora…?

–Nada, señor.

Y empezó a traducir lo que él había dicho. Pero él comprendió que ella sabía que ocultaba algo. El olor del guiso le distrajo.

–¡Fujiko-san!

–¿Shokuji wa madaka? Kyaku wa… sazo kufuku de oro, ¿neh? (¿Cuándo vamos a cenar? Los invitados deben de estar hambrientos.)

–Ah, gomen nasai, hi ga kurete kara in itaskimasu.

Blackthorne vio que ella señalaba el sol y comprendió que había querido decir: «Cuando se ponga el sol.»

Mariko se volvió de nuevo a Blackthorne.

–Mi esposo quisiera que le contases alguna batalla en la que hayas estado.

–Están todas en el Manual de Guerra, Mariko-san.

–Dice que lo ha leído con gran interés, pero que sólo contiene breves detalles. En los próximos días, desea saberlo todo. Cuéntale una ahora, por favor.

Blackthorne percibió el matiz suplicante de su voz y accedió.

–Está bien. ¿Cuál crees que le gustaría oír?

–Aquella de los Países Bajos.

–Sí -dijo él.

Empezó a contar la historia de esta batalla, que era como casi todas las batallas en que morían hombres, casi siempre por los errores y la estupidez de los oficiales que tenían el mando.

–Mi esposo dice que esto no ocurre aquí, Anjín-san. Aquí, los oficiales son muy buenos, o mueren muy pronto.

–Mi crítica se refería únicamente a los jefes europeos.

–Buntaro-sama dice que algún día te hablará de nuestras guerras y de nuestros caudillos. En justa correspondencia a tu información -dijo ella, con naturalidad.

–Domo -dijo Blackthorne, con una ligera reverencia, y tuvo la impresión de que los ojos de Buntaro le taladraban.

«¿Qué quieres realmente de mí, hijo de perra?», pensó.

La cena fue un desastre. Para todos.

Incluso antes de abandonar el jardín para ir a comer a la galería, se habían torcido las cosas.

–Discúlpame, Anjín-san, pero, ¿qué es aquello? – dijo Mariko, señalando algo-. Allí. Mi esposo pregunta qué es.

–¿Dónde? ¡Oh, aquello! Es un faisán -dijo Blackthorne-. El señor Toranaga me lo regaló, junto con la liebre. Esta la comeremos esta noche, al estilo inglés. Al menos yo, aunque hay bastante para todos.

–Gracias, pero… mi esposo y yo no comemos carne. Y ahora dime: ¿por qué has colgado allí el faisán? Con este calor, ¿no sería mejor quitarlo de allí y prepararlo?

–Así es como lo preparamos nosotros. Lo colgamos para que la carne se ablande.

–¿Qué? Discúlpame, Anjín-san -dijo ella, confusa-, pero se corromperá rápidamente. No ha sido desplumado ni… limpiado.

–La carne del faisán es seca, Mariko-san, por esto se cuelga durante unos días, incluso un par de semanas, según el estado del tiempo. Después, se despluma, se limpia y se cuece.

–Y…, ¿lo dejáis al aire libre? ¿Para que se pudra?

–¿Nan ja? – preguntó Buntaro, impacientándose.

Ella le habló en tono humilde, y él se quedó boquiabierto y, después, se levantó, se acercó al faisán y lo tocó con un dedo. Zumbaron unas moscas y volvieron a posarse. Fujiko dijo algo a Buntaro, en tono vacilante, y éste enrojeció.

–Tu consorte dice que ordenaste que nadie lo tocase, salvo tú mismo. ¿Es así? – preguntó Mariko.

–Sí. Pero, ¿no colgáis vosotros la caza? No todo el mundo es budista.

–No, Anjín-san. Creo que no.

Por fin se dirigieron a la estancia de la galería y, después de las acostumbradas e interminables reverencias y de charlar un poco y tomar cha y saké, empezó a llegar la comida. Pequeñas fuentes de clara sopa de pescado, y de arroz y de pescado crudo, como siempre. Y después, su guiso.

Él levantó la tapa de la olla. Salió una nube de vapor, y dorados glóbulos de grasa bailaron sobre la brillante superficie. El rico y apetitoso caldo estaba cargado de jugo y de trocitos de carne. Él les ofreció el guisado, con orgullo, pero todos movieron la cabeza y le pidieron que comiese.

–Domo -dijo.

La urbanidad exigía que se sorbiese directamente el caldo de las pequeñas tazas barnizadas y que se comiesen las porciones sólidas con palillos. Había un cucharón en la bandeja. Ansioso de mitigar su hambre, Blackthorne llenó la taza y empezó a comer. Entonces advirtió las miradas de los otros.

Todos lo observaban, con una asqueada fascinación que trataban en vano de disimular. Su apetito empezó a menguar. Intentó prescindir de ellos, pero no pudo, aunque su estómago seguía roncando. Ocultando su irritación, dejó la taza, tapó la olla y dijo, malhumorado, que no le gustaba tal como había quedado. Ordenó a Nigatsu que se lo llevase.

–Fujiko pregunta si deben tirarlo -preguntó Mariko, esperanzada.

–Sí.

Fujiko y Buntaro respiraron aliviados.

–¿Quieres más arroz? – preguntó Fujiko.

–No, gracias.

Mariko agitó su abanico, sonrió animosamente y volvió a llenarle la taza de saké. Pero Blackthorne no se apaciguó y resolvió que, en el futuro, cocinaría en el monte, en privado, y comería en privado y cazaría por su cuenta.

«¡Al diablo con ellos! – pensó-. Si Toranaga puede cazar, también puedo hacerlo yo. ¿Cuándo veré a Toranaga? ¿Cuánto tendré que esperar?.»

–¡Maldita sea la espera y maldito sea Toranaga! – dijo en voz alta, en inglés, y se sintió mejor.

–¿Qué dices, Anjín-san? – preguntó Mariko, en portugués.

–Nada -respondió él-. Sólo me preguntaba cuándo veré al señor Toranaga.

–No me lo dijo. Supongo que pronto.

Buntaro sorbía cuidadosamente el saké y la sopa, según lo acostumbrado. Esto empezó a irritar a Blackthorne. Mariko hablaba animadamente a su esposo, el cual gruñía, sin hacerle mucho caso. Ella no comía y a Blackthorne le fastidiaba que tanto Mariko como Fujiko parecían estar adulando a Buntaro, mientras él no tenía más remedio que aguantar al inoportuno invitado.

–Dile a Buntaro-sama que, en mi país, el anfitrión suele brindar por su honorable invitado. – Llenó su copa, sonriendo amargamente. – ¡Por muchos años de felicidad! – Y bebió.

Buntaro escuchó la explicación de Mariko. Asintió con la cabeza, levantó su taza, sonrió entre dientes y bebió de un trago.

–¡Salud! – brindó de nuevo Blackthorne. Y otra vez.

Y otra vez.

–¡Salud!

Ahora, Buntaro no bebió. Dejó la taza llena y miró a Blackthorne con sus ojos menudos. Después, llamó a alguien de fuera. El shoji se abrió al momento. Su guardaespaldas, siempre presente, se inclinó y le entregó el enorme arco y el carcaj. Buntaro los asió y habló enérgica y rápidamente a Blackthorne.

–Mi esposo… mi esposo dice que querías verlo disparar, Anjín-san. Cree que mañana está demasiado lejos. Ahora es un buen momento. El portal de tu casa, Anjín-san. ¿Qué poste eliges?

–No lo entiendo – dijo Blackthorne, pues la puerta de entrada estaba a unos cuarenta pasos, al otro lado del jardín, pero ahora completamente oculta por el shoji cerrado a su derecha.

–¿El poste derecho o el izquierdo? Por favor, elige -dijo ella, y su tono era apremiante.

Él lo advirtió y miró a Buntaro. El hombre parecía indiferente, olvidado de ellos, un enano feo y achaparrado, mirando a la lejanía.

–El izquierdo -dijo, fascinado.

–¡Hidari! – dijo ella.

Inmediatamente, Buntaro sacó una flecha del carcaj, levantó el arco, estiró la cuerda hasta el nivel del ojo y lanzó la saeta con una facilidad salvaje y casi poética. La flecha pasó junto a la cara de Mariko, tocando un mechón de cabellos, y desapareció a través del shoji de papel. Otra flecha partió casi antes de que desapareciese la primera, y después otra, pasando todas ellas a una pulgada de Mariko. Esta permaneció tranquila e inmóvil, arrodillada como siempre.

Una cuarta flecha y una quinta. El zumbido de la cuerda llenaba el silencio. Buntaro suspiró y pareció despertar poco a poco. Dejó el arco sobre sus rodillas. Mariko y Fujiko contuvieron el aliento, sonrieron, se inclinaron y felicitaron a Buntaro, y éste asintió con la cabeza y correspondió con una breve inclinación. Después, miraron a Blackthorne. Este sabía que lo que acababa de ver era casi arte de magia. Todas las flechas habían pasado por el mismo agujero del shoji.

Buntaro devolvió el arco a su guardia y levantó la tacita. La contempló un momento, la levantó en dirección a Blackthorne, la apuró de un trago y habló con voz ronca.

–Él… mi esposo te pide amablemente que vayas a ver.

Blackthorne pensó un momento, tratando de calmar su corazón.

–No hace falta. Sé que ha dado en el blanco.

–Él dice que le gustaría que te asegurases.

–Estoy seguro.

–Por favor, Anjín-san. Yo también te lo pido.

Las flechas estaban a una pulgada las unas de las otras, en el centro del poste izquierdo. Blackthorne miró hacia la casa y pudo ver, a cuarenta pasos de distancia, el pequeño y limpio agujero en el papel, que era como una chispa de luz en la oscuridad.

Pensó que era casi imposible tener tanta puntería. Desde donde estaba sentado, Buntaro no podía ver el jardín ni la puerta, y era noche cerrada en el exterior. Blackthorne se volvió de nuevo al poste y levantó el farolillo. Trató de arrancar una flecha con una mano. El acero se había hundido demasiado. Podía haber roto el asta, pero no quiso hacerlo.

El guardia lo observaba.

Blackthorne vaciló. El guardia se acercó para ayudarlo, pero él movió la cabeza.

–Iyé, domo -dijo, y volvió a la casa.

–Mariko-san, te ruego que digas a mi consorte que quisiera que las saetas permaneciesen en el poste para siempre. Todas ellas. Como recordatorio de su maestría con el arco. Nunca había visto nada semejante.

–Gracias, Anjín-san.

Mariko tradujo, y Buntaro se inclinó y dio las gracias a Blackthorne por el cumplido.

–¡Saké! – ordenó Blackthorne.

Bebieron más. Mucho más. Buntaro lo hacía ahora copiosamente, y el vino empezaba a producirle efecto, Blackthorne lo observaba disimuladamente, preguntándose cómo podía aquel hombre haber disparado sus saetas con tan increíble puntería. «Es imposible -pensó – y, sin embargo, lo he presenciado.»

Miró a Mariko, la cual estaba diciendo algo a su marido. Buntaro la escuchaba, después, para sorpresa de Blackthorne, éste vio que su rostro se contraía de asco. Antes de que pudiese apartar la mirada, Buntaro lo miró.

–¿Nan desu ka? – preguntó éste, y sus palabras sonaron como una acusación.

–Nani-mo (nada), Buntaro-san.

Blackthorne sirvió saké a todos, para disimular su desliz. Las mujeres aceptaron de nuevo, pero sólo sorbieron un poco de licor. Buntaro apuró su taza de un solo trago. Después, habló a Mariko, largamente y a grandes voces.

–¿Qué le pasa? ¿Qué está diciendo? – preguntó Blackthorne, a pesar suyo.

–¡Oh! Disculpa, Anjín-san. Mi marido me preguntaba acerca de ti de tu esposa y de tus consortes. Y acerca de lo que ocurrió desde que salimos de Osaka. Él… -Pero se interrumpió, cambió de idea y dijo, en un tono diferente. – Le interesa mucho tu persona y tus puntos de vista.

–También a mí me interesan él y sus puntos de vista, Mariko-san ¿Cómo os conocisteis? ¿Cuándo os casasteis? ¿Qué…?

Buntaro le interrumpió, impaciente, con un chorro de palabras en japonés.

Mariko tradujo al punto lo que había dicho Blackthorne. Buntaro alargó la mano y llenó con saké dos tazas de té. Ofreció una a Blackthorne e indicó a las mujeres que tomasen las otras.

–Él… mi esposo dice que las tazas de saké son a veces demasiado pequeñas.

Mariko llenó las otras tazas de té. Sorbió de una de ellas, y Fujiko, de la otra. Buntaro lanzó otro discurso aún más belicoso, y las sonrisas de Mariko y de Fujiko se helaron en sus rostros.

–Iyé, dozo gomen nasai, Buntaro-sama -empezó a decir Mariko.

–¡Ima! – ordenó Buntaro.

Fujiko rompió a hablar nerviosamente, pero Buntaro la hizo callar con una mirada.

–Gomen nasai -murmuró Fujiko, disculpándose-. Dozo, gomen nasai.

–¿Qué ha dicho, Mariko-san?

Ella pareció no oír a Blackthorne.

–Dozo gomen nasai, Buntaro-sama, watashi…

La cara de su marido enrojeció.

–¡IMA!

–Lo siento, Anjín-san, pero mi esposo me ordena que te diga…, que conteste tus preguntas… y te hable de mí. Yo le he dicho que no creía que los asuntos de familia debiesen discutirse a estas horas de la noche, pero él ordena que lo haga. Por favor, ten paciencia. – Tomó un largo trago de saké y, después, otro. Apuró la taza y la dejó. – Mi nombre de soltera es Akechi. Soy hija del general señor Akechi Jinsai, el asesino. Mi padre asesinó traidoramente a su señor feudal, el dictador señor Goroda.

–¡Santo Dios! ¿Por qué lo hizo?

–Fuesen cuales fueren sus razones, Anjín-san, son insuficientes. Mi padre cometió el peor crimen en nuestro país. Mi sangre está manchada, y también la de mi hijo.

–Comprendo, desde luego, lo que esto significa. Matar al señor feudal… Me sorprende que respetaran tu vida.

–Mi marido me hizo el honor de enviarme lejos. Yo le supliqué que me permitiese hacerme el harakiri, pero él me negó este privilegio. Debo aclarar que el harakiri es un privilegio que sólo él y el señor Toranaga pueden otorgarme. Todavía se lo pido humildemente una vez al año, el día del aniversario de la traición. Pero mi esposo, en su sabiduría, siempre me lo ha negado. – Su sonrisa era adorable.– Mi esposo me honra cada día, en cada momento, Anjín-san. Si yo estuviese en su lugar, no podría hablar siquiera con… una persona tan indigna.

–¿Por esto… por esto eres la última de tu estirpe? – preguntó él, recordando lo que ella le había dicho sobre una catástrofe, cuando escapaban del castillo de Osaka.

Mariko tradujo la pregunta a Buntaro y prosiguió:

–Hai, Anjín-san. Pero no fue una catástrofe, al menos para ellos. Mi padre y su familia fueron atrapados en los montes por Nakamura, el general que había de convertirse en Taiko. Este mandaba el ejército vengador y mató a todos los soldados de mi padre, veinte mil hombres en total. Pero mi padre tuvo tiempo de ayudar a toda su familia, a mis cuatro hermanos y a mis tres hermanas, a mi madre y a las dos consortes. Después, se hizo el harakiri. En esto, él y ellos se portaron como samurais que eran -dijo-. Ellos se arrodillaron valientemente delante de él, uno a uno, y uno a uno los mató. Murieron con honor. Y también él. Los dos hermanos y un tío de mi padre se habían coaligado con él para traicionar a su señor feudal. También fueron atrapados y murieron con honor. No quedó un Akechi vivo para soportar el odio y las burlas, salvo yo. Yo soy el único testigo vivo de la sucia traición. Yo, Akechi Mariko, pude vivir, porque estaba casada y, por tanto, pertenecía a la familia de mi marido. Entonces vivíamos en Kioto. Yo estaba en Kioto cuando murió mi padre. Su traición y su rebelión duraron trece días, Anjín-san. Pero, mientras vivan hombres en estas islas, el nombre de Akechi será infamante.

–¿Cuánto tiempo llevabas de casada al ocurrir esto?

–Dos meses y tres días, Anjín-san.

–¿Y tenías entonces quince años?

–Sí. Mi esposo me hizo el honor de no divorciarse de mí ni arrojarme a la calle, como habría debido. Me envió lejos. A una aldea del Norte, en la provincia de Shonai. Allí hacía mucho frío, Anjín-san.

–¿Cuánto tiempo estuviste allí?

–Ocho años. De esto hace casi dieciséis, Anjín-san, y…

Buntaro la interrumpió, y su lengua era como un látigo.

–Discúlpame, Anjín-san -dijo Mariko-. Mi esposo dice, con razón, que debía limitarme a decir que soy hija de un traidor, y que las largas explicaciones son innecesarias. – Y añadió cautelosamente:- Te suplico que no olvides lo que te dije sobre los oídos para oír. Y ahora perdóname, Anjín-san, pero me ha ordenado que me marche. Tú no debes marcharte hasta que lo haga él o hasta que se duerma a causa del vino. No te metas en nada. – Saludó a Fujiko.– Dozo gomen nasai.

–Do itashimashité.

Mariko inclinó la cabeza ante Buntaro y se marchó. Su perfume quedó flotando en el aire.

Durante más de una hora, Blackthorne siguió brindando con Buntaro hasta que sintió que le daba vueltas la cabeza. Entonces, Buntaro se durmió y se derrumbó entre las tazas rotas. El shoji se abrió instantáneamente. Entró el guardia con Mariko. Levantaron a Buntaro ayudados por servidores que parecían surgir de la nada, y lo llevaron a la habitación de Mariko.

Fujiko esperaba, observando a Blackthorne. Este se levantó y salió a la galería, seguido de su consorte.

El aire olía bien y despejó su cabeza. Pero no del todo. Blackthorne se sentó pesadamente sobre la pila y bebió en la noche.

–Gomen nasai, Anjín-san -murmuró Fujiko, señalando la casa-. ¿Wakarimasu ka? (¿Comprendes?)

–Wakarimasu, shigata ga nai -dijo él, y, percibiendo su miedo, le acarició los cabellos.

–Arigato, arigato, Anjín-sama.

–Anatawa suimin ima, Fujiko-san (Vete a dormir ahora, Fujiko-san) -dijo él, recordando difícilmente las palabras.

–Dozo gomen nasai, Anjín-sama, saimirí, ¿neh? – dijo ella, señalándole su habitación y con ojos suplicantes.

–Iyé. Watashi oyogu ima. (No. Voy a nadar.) Ella se volvió, sumisa, y llamó. Dos criados llegaron corriendo. Ambos eran jóvenes de la aldea, vigorosos y buenos nadadores.

Blackthorne no se opuso. Sabía que, esta noche, sus objeciones no servirían para nada.

–Bueno -dijo en voz alta, mientras bajaba la cuesta seguido de los dos hombres, todavía turbia la cabeza por el vino-, en todo caso, he hecho que se durmiese. Ahora no podrá hacerle a ella ningún daño.

Blackthorne nadó durante una hora y se sintió mejor. Cuando volvió a casa, Fujiko lo esperaba en la galería con una jarra de cha recién hecho. Bebió un poco, se acostó y se durmió inmediatamente.

El ruido de la voz de Buntaro, llena de malicia, lo despertó. Su mano asió la culata de la pistola cargada que tenía siempre debajo de la almohada, y su corazón palpitó furiosamente a causa de la brusquedad de su despertar.

Calló la voz de Buntaro. Mariko empezó a hablar. Blackthorne sólo podía captar algunas palabras, pero percibía el tono razonable y suplicante de ella, no abyecto o gemebundo o lagrimoso, sino lleno de serenidad. Buntaro rugió de nuevo.

Blackthorne trató de no escuchar.

«No te entremetas -le había dicho ella, con razón. Él no tenía ningún derecho, y Buntaro tenía muchos-. Te pido que tengas cuidado, Anjín-san. Recuerda lo que te dije sobre los oídos para oír y sobre las Ocho Vallas.»

Obedeció, pues, y se tumbó, sudorosa la piel y obligándose a pensar en lo que ella le había dicho cierta tarde, cuando acababan de beber el último de varios frascos de saké y él había estado bromeando sobre la falta de intimidad que se advertía en todas partes, con las paredes de papel y la gente rondando por ahí, con los ojos y los oídos siempre alerta:

–Aquí tienes que aprender a crear tu propia intimidad. A nosotros nos enseñan, desde la infancia, a recluirnos dentro de nosotros mismos, a levantar muros impenetrables detrás de los cuales vivimos. Si no pudiésemos hacerlo, ciertamente nos volveríamos locos y nos mataríamos los unos a los otros.

–¿Qué muros? – había preguntado él.

–¡Oh! Tenemos un laberinto infinito donde ocultarnos. Ritos y costumbres, tabúes de todas clases. Incluso nuestra lengua tiene matices que no tienen las vuestras y que nos permiten eludir, con toda cortesía, cualquier pregunta a la que no queremos responder. Uno de nuestros más antiguos poemas, que figura en el Kojiko, nuestro primer libro de Historia, escrito hace unos mil años, tal vez te ayudará a comprender lo que estoy diciendo:

Ocho cúmulos surgen

para que se oculten en ellos los amantes.

Las Ocho Vallas de la Provincia de Izumo

encierran estas ocho nubes…

¡Qué maravilla, esas Ocho Vallas!

Desde luego, nos volveríamos locos si no tuviésemos Ocho Vallas, ¡puedes estar seguro!

«Recuerda las Ocho Vallas -se dijo, mientras seguía la furia sibilante de Buntaro-. No sé nada acerca de ella. Y, en realidad, tampoco acerca de él. Piensa en el Regimiento de Mosquetes, en tu casa, en Felicity, en cómo conseguir el barco, o en Baccus o Toranaga u Omi-san. ¿Qué hay de Omi? ¿Necesito vengarme? Él quiere ser amigo mío y se ha mostrado bueno y amable desde lo de las pistolas…»

El ruido del golpe taladró su cabeza. Después, se oyó de nuevo la voz de Mariko y sonó un segundo golpe, y Blackthorne se puso en pie al instante y abrió el shoji. El guardia estaba plantado en el pasillo, frente a la puerta de Mariko, y tenía lúgubre aspecto y el sable a punto.

Blackthorne se disponía a lanzarse contra el samurai, cuando se abrió la puerta del fondo del pasillo. Fujiko, con el cabello suelto sobre su quimono de dormir, se acercó, al parecer indiferente al ruido de ropa rasgada y de otro golpe. Se inclinó ceremoniosamente ante el guardián y se plantó entre los dos hombres, después, saludó humildemente a Blackthorne, le asió del brazo y lo empujó hacia la habitación de éste. Él vio que el samurai estaba apercibido y tenso. En aquel momento, sólo tenía una pistola y una bala, y optó por retirarse. Fujiko lo siguió y cerró el shoji. Después, muy asustada, movió la cabeza en señal de advertencia, se llevó un dedo a los labios y volvió a negar con la cabeza, poniendo ojos suplicantes.

–Gomen nasai, ¿wakarimasu ka? – jadeó.

Pero él contemplaba la pared de la estancia contigua, que podía romper con toda facilidad.

Ella miró también la pared, se interpuso entre ésta y Blackthorne y se sentó, invitándole a hacer lo mismo.

–¡Iyé! – exclamó, aterrorizada.

Él le indicó que se apartase.

–Iyé, iyé -suplicó ella de nuevo.

–¡IMA!

Fujiko se levantó al momento, le hizo ademán de que esperase y corrió silenciosamente en busca de los sables que yacían en la takonama, la pequeña alcoba de honor. Asió el sable largo, con manos temblorosas, lo desenvainó y se dispuso a seguir a Blackthorne a través de la pared. En aquel momento, se oyó un último golpe y un torrente de palabras iracundas. El otro shoji se abrió de golpe y, sin que ellos le viesen, Buntaro se alejó precipitadamente, seguido por el guardia. Hubo un silencio momentáneo y, después, se oyó la puerta del jardín al ser cerrada bruscamente.

Mariko estaba de rodillas en su habitación, con un lívido verdugón en la mejilla, desgreñada, hecho trizas el quimono y con fuertes equimosis en los muslos y la parte de la espalda.

Él corrió para asistirla, pero ella le gritó:

–¡Vete! ¡Vete, por favor, Anjín-san!

Él vio un poco de sangre en la comisura de sus labios.

–¡Jesús! ¡Estás malherida…!

–Te dije que no te entremetieses. Vete, por favor. Tu presencia aquí atenta a mi dignidad, no me tranquiliza ni consuela, y me llena de vergüenza. ¡Márchate!

–Quiero ayudarte. ¿No lo comprendes?

–Eres tú quien no lo comprende. No tienes ningún derecho en esto. Ha sido una riña privada entre marido y mujer.

–Pero él no puede pegarte…

–¿Por qué no me escuchas, Anjín-san? Él puede pegarme hasta matarme, si así lo desea. Tiene derecho, ¡y ojalá lo hiciese! Entonces no tendría que soportar mi vergüenza. ¿Crees que es fácil vivir con esta vergüenza? ¿No oíste lo que te dije? ¡Soy la hija de Akechi Jinsai!

–No fue culpa tuya. Tú no hiciste nada.

–Soy hija de mi padre.

Mariko se habría detenido aquí. Pero, al mirarle y ver su preocupación, su compasión y su amor, y sabedora de lo mucho que él apreciaba la verdad, dejó caer alguno de los velos en que se envolvía.

–Y hoy ha sido también culpa mía, Anjín-san -dijo-. Si me hubiese portado con él como una mujer, él habría sido como un niño en mis manos. Pero no lo hice ni lo haré.

–¿Por qué?

–Porque ésta es mi venganza. Nunca volveré a entregarme a él. Antaño lo hice, libremente, aunque lo detesté desde el primer momento en que lo vi.

–Entonces, ¿por qué te casaste con él? Me dijiste que las mujeres tienen aquí el derecho a negarse, que no están obligadas a casarse contra su voluntad.

–Me casé con él para complacer al señor Goroda y a mi padre. Era muy joven y todavía no conocía al señor Goroda, pero, si quieres saber la verdad, Goroda era el hombre más cruel y más aborrecible que jamás haya existido. Él indujo a mi padre a traicionarlo. ¡Esta es la pura verdad! ¡Goroda! – Y pareció escupir el nombre.– De no haber sido por él, todos viviríamos y seríamos felices. Ruego a Dios que le tenga en el infierno por toda la eternidad.

Sintió un fuerte dolor en el costado e hizo una mueca. Blackthorne se arrodilló a su lado para acunarla. Pero ella le empujó, tratando de dominarse. Fujiko, en la puerta, los observaba estoicamente.

–Estoy bien, Anjín-san. Por favor, déjame sola. No debes… Debes tener cuidado.

–No le temo.

Ella se apartó cansadamente un mechón de cabellos que le cubría los ojos y le dirigió una mirada interrogadora.

«¿Por qué no dejar que Anjín-san vaya al encuentro de su karma -se preguntó -. No es de nuestro mundo. Buntaro lo mataría con toda facilidad. Hasta ahora, sólo la protección personal de Toranaga lo ha salvado. Yabú, Omi, Naga, Buntaro… Cualquiera de ellos lo mataría a la menor provocación.

«Desde que llegó, sólo ha causado disturbios, ¿neh? Él y sus conocimientos. Naga tiene razón: Anjín-san es capaz de destruir nuestro mundo si no se le tiene bien atado.

–¿Y si Buntaro supiese la verdad? ¿O Toranaga? Sobre lo de la almohada…

–¿Te has vuelto loca? – le había dicho Fujiko aquella primera noche.

–No.

–Entonces, ¿por qué vas a ocupar el sitio de la doncella?

–Por culpa del saké, para pasar un buen rato, Fujiko-san, y por curiosidad -había mentido ella, ocultándole la verdadera razón: porque él la enardecía, porque lo deseaba y porque nunca había tenido un amante.

–Si no lo hago esta noche, no lo haré nunca, se había dicho, y tenía que ser con Anjín-san y sólo con Anjín-san. «Había ido a él, y ayer, al llegar la galera, Fujiko le había dicho en privado: – ¿Habrías ido si hubieses sabido que tu esposo vivía?

–No, claro que no -había mentido ella. – Pero ahora lo contarás a Buntaro-sama, ¿neh?

–¿Por qué habría de hacerlo?

–Pensé que podías tener este propósito. Si se lo dijeses a Buntaro-sama en el momento oportuno, estallaría su furor y te mataría, tal como deseas, sin pensarlo siquiera.

–No, Fujiko-san, no me mataría. Desgraciadamente para mí. Si le diese motivo para ello y obtuviese el permiso del señor Toranaga, me enviaría con los eta, pero nunca me mataría.

–De todos modos, si algún día piensas que Buntaro-sama sospecha lo ocurrido, avísame, por favor. Mientras yo sea consorte de Anjín-san, tengo el deber de protegerlo.

Así es, Fujiko – había pensado Mariko-. Y esto te daría una excusa para vengarte del que acusó a tu padre. Pero lo cierto es que tu padre fue un cobarde, mi pobre Fujiko. Hiro-matsu estaba allí. Incluso los sables que tanto aprecias, no los recibió como premio en el combate, sino que fueron comprados a un samurai herido. «Bueno, yo nunca te lo diré, aunque sea la verdad.»

–No le temo -repitió ahora Blackthorne. – Lo sé -dijo Mariko, acometida de nuevo por el dolor-. Pero, te lo ruego, témelo por mí.

Blackthorne se dirigió a la puerta. Buntaro lo esperaba a cien pasos de la casa, en medio del camino que conducía a la aldea. El guardia estaba a su lado.

Blackthorne vio el arco en las manos de Buntaro, y sus sables y, los sables del guardia. Buntaro se tambaleaba ligeramente, y esto le hizo confiar en que fallase su puntería y le diese tiempo de acercarse lo bastante. No había ningún sitio donde refugiarse en el camino. Sin el menor disimulo, amartilló las dos pistolas y apuntó a los dos hombres. Sin embargo, sabía que lo que estaba haciendo era una locura, que no tenía ninguna posibilidad contra los dos samurais y contra el arco de largo alcance, y que no tenía derecho a entremeterse. Y entonces, cuando aún no estaba a tiro de pistola, Buntaro se inclinó profundamente, y lo propio hizo el guardia. Blackthorne se detuvo sospechando una trampa. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Como en sueños, contempló cómo Buntaro se hincaba pesadamente de rodillas, dejaba el arco a un lado y, apoyando las manos en el suelo, tocaba éste con la frente, como habría hecho un campesino frente a su señor. El guardia lo imitó.

Blackthorne los miró, confuso. Cuando estuvo seguro de que sus ojos no le engañaban, avanzó despacio, con las pistolas preparadas, pero sin apuntar con ellas. Cuando los tuvo a tiro, se detuvo. Buntaro no se había movido.

–¡Levántate, hijo de perra! – exclamó Blackthorne, dispuesto a apretar los dos gatillos.

Buntaro no respondió, no hizo nada, siguió con la cabeza baja y las manos apoyadas en el suelo. La espalda de su quimono estaba empapada en sudor.

Entonces, consciente de que era una grosería permanecer de pie, estando ellos arrodillados, Blackthorne se arrodilló a su vez, sin soltar las pistolas, tocó el suelo con las manos, correspondió a su reverencia y se sentó sobre los talones.

–¿Hai? – preguntó, con forzada cortesía.

Al momento, Buntaro empezó a farfullar. Humildemente. Disculpándose. Blackthorne sólo podía captar alguna palabra suelta de vez en cuando, aunque oyó repetir el vocablo «saké». Buntaro continuó durante un buen rato. Después, calló y volvió a tocar el polvo con la cabeza.

La rabia furiosa de Blackthorne se había desvanecido.

–Shigata ga nai -dijo con voz ronca.

Esto quería decir «déjalo» o «no hay nada que hacer» o «¿qué podías hacer?», y la vaguedad de la frase se debía a que todavía ignoraba si se trataba de una disculpa puramente ritual, precursora del ataque.

–Sbigata ga nai, Hakkiri wakaranu ga shinpai surukotowanai. (Déjalo. No comprendo exactamente, pero no te preocupes.) Buntaro levantó la mirada y se sentó.

–Arigato, arigato, Anjín-sama. Domo gomen nasai.

–Shigata ga nai -repitió Blackthorne, y, viendo ahora que la disculpa era sincera, dio gracias a Dios por esta milagrosa oportunidad de cancelar el duelo.

«Pero, ¿por qué la disculpa? – se preguntaba frenéticamente-. ¡Piensa! Tienes que aprender a pensar como ellos.»

Entonces, dio con la solución. «Debe de ser porque soy hatamoto, y Buntaro, el invitado, trastornó el wa, la armonía de mi casa. Al reñir violentamente con su esposa en mi casa, me insultó a mí, por consiguiente, obró mal y tiene que disculparse, tanto si le gusta como si no. ¡Espera! No olvides que, según sus costumbres, todos los hombres tienen derecho a emborracharse, y, cuando están borrachos, no son responsables de sus actos. Además, ¿no tuve yo realmente la culpa? ¿No fui yo quien empezó a beber, quien lo desafió a beber?»

–Sí -dijo en voz alta.

–¿Nan desu ka, Anjín-san? – preguntó Buntaro, que tenía los ojos enrojecidos.

–Nani mo. Watashi no kaskitsu desu. (Nada. Yo tuve la culpa.)

Buntaro movió la cabeza y dijo que no, que la culpa había sido sólo suya, y se inclinó y pidió perdón de nuevo.

–Saké -dijo Blackthorne, rotundamente, y se encogió de hombros-. Shigato ganai. ¡Saké!

Buntaro saludó y le dio las gracias. Blackthorne le devolvió el saludo y se levantó.

Al fin, Buntaro dio media vuelta y se alejó. Blackthorne se preguntó si estaba tan borracho como parecía. Después, volvió a su casa.

Fujiko estaba en la galería, encerrada de nuevo en su cortés y sonriente cáscara.

La puerta de Mariko estaba cerrada. Su doncella estaba en pie delante de ella.

–¿Mariko-san?

–¿Sí, Anjín-san?

Él esperó, pero la puerta continuó cerrada.

–¿Estás bien?

–Sí, gracias. – Carraspeó y prosiguió con voz débil:- Fujiko envió recado a Yabú-san y al señor Toranaga, diciéndoles que hoy me siento indispuesta y no podré hacer de intérprete.

–Debería verte un médico.

–No, gracias, Suwo será bastante. He mandado que vayan en su busca. Yo… sólo tengo una torcedura en el costado. De veras que estoy bien, no debes preocuparte.

–Escucha, yo sé un poco de medicina. No escupes sangre, ¿verdad?

–¡Oh, no! Sólo me di un golpe en la mejilla al resbalar. Estoy perfectamente, de verdad.

Después de una pausa, dijo él:

–Buntaro me pidió disculpas.

–Sí. Fujiko os observó desde el portal. Te agradezco humildemente que hayas aceptado sus disculpas. Gracias. Y lamento las molestias que has sufrido… Es imperdonable que tu armonía… Por favor, acepta también mis excusas.

–¿Por haber recibido una paliza?

–Por haber desobedecido a mi esposo, por no haber hecho que durmiese tranquilamente, por haber causado molestias a mi anfitrión. Y también por lo que dije.

–¿Estás segura de que no puedo hacer nada por ti?

–No, no, gracias, Anjín-san. Mañana habrá pasado todo.

Pero Blackthorne no la vio en ocho días.

CAPITULO XXXVI

–Te he invitado a cazar, Naga-san, no a repetir opiniones que ya conozco -dijo Toranaga.

–Te lo suplico, padre, por última vez: suspende la instrucción, prohíbe las armas de fuego, destruye al bárbaro, declara que el experimento ha fracasado y acaba con esa indecencia.

–Por última vez: ¡no!

El halcón encapuchado se agitó inquieto sobre la enguantada mano de Toranaga, ante la voz desacostumbradamente amenazadora de su amo, y silbó con irritación.

Naga levantó el mentón.

–Muy bien -dijo-. Pero tengo el deber de recordarte que aquí estás en peligro, y de pedirte de nuevo, con el debido respeto y por última vez, que te marches hoy mismo de Anjiro.

–¡No! También por última vez.

–Entonces, ¡córtame la cabeza!

–¡Puedo hacerlo cuando quiera!

–Hazlo hoy, ahora, o deja que me quite la vida, ya que no aceptas mis buenos consejos.

–Aprende a tener paciencia, mocito.

–¿Cómo puedo tener paciencia, si veo que te estás destruyendo? Estás aquí cazando y perdiendo el tiempo, mientras tus enemigos levantan a todo el mundo contra ti. Mañana se reúnen los regentes. Las cuatro quintas partes de todos los daimíos del Japón están ya en Osaka o a punto de llegar. Tú eres el único importante que se niega a ir. Mañana te inculparán. Y nada podrá salvarte. Al menos deberías estar en Yedo, rodeado de tus legiones. Aquí, apenas tenemos un millar de hombres, ¿y acaso no ha movilizado Yabú-san toda Izú? Tiene más de ocho mil hombres en veinte ri, y otros seis mil cerca de sus fronteras. Según dicen los espías, tiene una flota apostada hacia el Norte, para hundirte si tratas de escapar en una galera. ¿Y cómo sabes que no está planeando una traición con Ishido?

–Estoy seguro de que piensa en ello. Yo lo haría, si estuviese en su lugar. ¿Y tú?

–No, yo no lo haría.

–Entonces, no tardarías en morir, y lo tendrías bien merecido. No empleas la cabeza, no quieres escuchar, no quieres aprender, no quieres morderte la lengua ni dominar tu temperamento. Te dejas manejar del modo más infantil y crees que todo puede resolverse con el filo de la espada. Sé que tus faltas no son deliberadas y que tu lealtad es indiscutible. Pero si no aprendes rápidamente a tener paciencia y a dominarte, te quitaré el rango de samurai y te enviaré con los campesinos, con todos tus descendientes. ¿Lo has comprendido?

Naga estaba impresionado. Nunca había visto a su padre enfurecerse o perder los estribos. Muchas veces le había zaherido de palabra, pero con razón. Naga sabía que había cometido muchos errores, pero su padre le daba siempre vueltas al asunto de manera que no pareciese tan estúpido como al principio. Por ejemplo, cuando Toranaga le había demostrado que cayó en la trampa preparada por Omi -o por Yabú- en el caso de Jozen, había añadido: «Lo que hiciste estuvo muy bien. Pero debes aprender a conocer lo que piensan los demás, si quieres beneficiarte y ser útil a tu señor. Necesito caudillos. Me sobran fanáticos.»

Su padre había sido siempre razonable e indulgente. En cambio, hoy… Naga desmontó y se arrodilló humildemente.

–Te ruego que me perdones, padre. No quise irritarte… Pero es que me preocupa terriblemente tu seguridad.

–¡Cierra el pico! – rugió Toranaga, y su caballo se espantó.

Toranaga apretó furiosamente las rodillas y tiró fuertemente de las riendas con la diestra, para dominar los respingos de su montura. El halcón, perdido el equilibrio, saltó de su puño, aleteó y chilló desaforadamente, irritado por aquella desacostumbrada y molesta agitación. «Calma, calma, bonito», decía Toranaga, tratando desesperadamente de calmarlo y de dominar el caballo. Naga saltó y agarró la brida del animal, consiguiendo impedir que saliese desbocado. El halcón siguió chillando furiosamente, hasta que al fin, y de mala gana, volvió a posarse sobre el experto puño de su amo, sujeto por las correas. Pero sus alas siguieron vibrando nerviosamente, y las campanillas de sus patas repicaron estridentes.

En aquel momento, uno de los batidores dio la voz de aviso. Inmediatamente, Toranaga quitó el capirote al halcón con la mano derecha, lo retuvo un momento para que se adaptase al medio y lo soltó.

Era un halcón peregrino hembra, de largas alas, llamado Tetsu-ko (dama de Acero). Se remontó en el cielo, describiendo círculos hasta situarse a una altura de seiscientos pies sobre la cabeza de Toranaga. Entonces vio correr los perros y desparramarse la bandada de faisanes, con un alocado batir de alas. Eligió su presa, dobló el cuerpo, plegó las alas y se lanzó en un picado vertiginoso, con las garras prestas para el ataque.

Bajó con la rapidez del rayo, pero el viejo faisán, que lo doblaba en tamaño, lo esquivó y voló recto hacia el refugio de una arboleda situada a doscientos pasos de distancia. Tetsu-ko se recuperó, abrió las alas voló en dirección a su presa. Ganó altura y, cuando estuvo otra vez sobre el faisán, volvió a plegar las alas, se lanzó furiosamente y falló de nuevo. Toranaga lo animaba con sus gritos, sin pensar ya en Naga.

El faisán, aleteando frenéticamente, buscaba la protección de los árboles. El halcón se elevó y se lanzó por tercera vez. Pero era demasiado tarde. El astuto faisán había desaparecido. Desdeñando su propia seguridad, el halcón se zambulló entre las ramas y la fronda, buscando ferozmente a su víctima. Después se serenó y volvió al campo raso, chillando de furor, y se elevó sobre la arboleda.

En el mismo instante, los perros levantaron una bandada de perdices, que salieron volando cerca del suelo, para mayor seguridad, cambiando de dirección y siguiendo astutamente los relieves del terreno. Tetsu-ko eligió una, cerró las alas y se dejó caer como una piedra. Esta vez no falló. Una cruel cuchillada con las garras traseras quebró el cuello de la perdiz al cruzarse con ella el halcón. Aquélla se estrelló en el suelo, entre una nube de plumas. Pero, en vez de seguir a su presa, el halcón se elevó de nuevo, a mayor altura.

Toranaga, inquieto, sacó su señuelo, un pajarillo muerto, atado a un fino cordel, y lo hizo girar alrededor de su cabeza. Pero Tetsu-ko no tenía ganas de volver. Ya era sólo una pequeña mota en el cielo, y Toranaga estuvo seguro de que lo había perdido, de que había decidido dejarlo para volver a la vida salvaje.

Entonces, el viejo faisán salió tranquilamente de entre los árboles para seguir comiendo. Y Tetsu-ko se dejó caer desde lo alto, como un arma afilada y mortífera, con las garras a punto para el golpe de gracia.

El faisán murió instantáneamente, y volaron plumas a causa del impacto, pero el halcón siguió aferrado a su presa, cayendo con ella y aleteando vigorosamente para frenar en el último instante. Luego plegó las alas y se plantó sobre su víctima.

Sosteniéndola con las garras, empezó a desplumarla con el pico para iniciar su ágape. Pero antes de que pudiese hacerlo, llegó Toranaga. El ave se interrumpió, distraída. Sus implacables ojos pardos, ribeteados de amarillo, lo observaron mientras desmontaba y alababa mimosamente su destreza y su bravura, y, como tenía hambre y él era quien siempre la alimentaba y era también paciente y no hizo ningún movimiento brusco, sino que se arrodilló delicadamente, le dejó acercarse.

Toranaga le prodigó sus cumplidos. Sacando su cuchillo de caza, partió la cabeza del faisán para que Tetsu-ko se comiese los sesos y, al empezar el ave a despachar el exquisito bocado, que él le había ofrecido, cercenó la cabeza de la víctima, y el halcón se posó en su puño, que era donde solía alimentarse.

Como Tetsu-ko había volado muy bien, Toranaga decidió dejar que comiese a sus anchas y no hacerla volar más aquel día. Le dio un pajarillo, que había desplumado y abierto para ella. A mitad del ágape, le puso el capirote, y el halcón siguió comiendo con gran satisfacción.

Cuando hubo terminado y empezó a componerse las plumas, Toranaga recogió el faisán, lo metió en el zurrón y llamó a su halconero, que esperaba con los batidores. Comentaron, entusiasmados, el éxito de la caza y contaron las piezas. Había una liebre, unas cuantas codornices y el faisán. Toranaga despidió al halconero y a los batidores, enviándolos al campamento con todos los halcones. Sus guardias esperaban contra el viento. Se volvió a Naga.

–¿Y bien?

Naga se arrodilló junto a su caballo e hizo una profunda inclinación.

–Tienes toda la razón, señor. Te pido perdón por haberte ofendido.

–¿Pero no por darme un mal consejo?

–Te… te suplico que me pongas junto a alguien que me enseñe a no hacerlo jamás. No quiero darte ningún mal consejo. Nunca.

–Bien. Todos los días hablarás un rato con Anjín-san, para aprender lo que él sabe. Puede ser uno de tus maestros.

–¿Él?

–Sí. Así aprenderás un poco de disciplina. Y, si sabes escuchar, sin duda aprenderás cosas que te servirán de mucho y que tal vez me servirán también a mí.

Naga miró hacia el suelo, malhumorado.

–Quiero que aprendas todo lo que sabe él sobre cañones, sobre mosquetes y sobre el arte de la guerra. Serás mi experto. Sí. Y quiero que lo seas mucho.

Naga no replicó.

–Y quiero que te hagas amigo de él.

–¿Cómo puedo lograrlo, señor?

–Piensa tú en la manera. Emplea tu cabeza.

–Lo intentaré. Juro que lo intentaré.

–Quiero que hagas algo más. Quiero que lo consigas. Emplea un poco de «caridad cristiana». Tienes que haber aprendido algo de esto, ¿neh?

Naga rió entre dientes.

–Esto es imposible de aprender, aunque lo he intentado. ¡Es la verdad! Tsukku-san sólo me hablaba de dogmas y de tonterías. El cristianismo es bueno para los campesinos, no para los samurais. Entonces te obedecí, y te obedeceré ahora. ¡Siempre! Pero, ¿por qué no dejas que haga solamente lo que puedo hacer, señor? Bueno…, disculpa mis palabras. Me haré amigo de Anjín-san. Sí.

–Bien. Y recuerda que vale veinte mil veces su peso en oro y que tiene más conocimientos de los que tú tendrás en veinte vidas.

Naga se contuvo y asintió con la cabeza.

–Bien. Mandarás dos batallones, Omi-san mandará otros dos, y Buntaro el de reserva.

–¿Y los otros cuatro, señor?

–No tenemos bastantes mosquetes para ellos. Fue una finta para despistar a Yabú -dijo Toranaga-, una excusa para traer otros mil hombres. ¿No llegarán mañana? Con dos mil hombres puedo hacer frente a Anjiro y escapar, en caso necesario. ¿Neh?

–Pero Yabú puede… -Naga se mordió la lengua, pensando en que volvería a emitir un juicio equivocado.– ¿Por qué soy tan estúpido? – preguntó, amargamente-. ¿Por qué no puedo ver las cosas como tú? ¿O como Sudara-san? Quiero servir de algo, serte útil. No quiero provocarte continuamente.

–Entonces, aprende a tener paciencia, hijo mío, y a dominar tu temperamento. Pronto llegará tu ocasión. – Miró al cielo.– Creo que ahora voy a dormir un rato.

Naga bajó al punto la silla y la manta del caballo y las dispuso en el suelo como una cama de samurai. Toranaga le dio las gracias y lo observó mientras colocaba centinelas a su alrededor. Cuando estuvo seguro de que todo estaba en orden, se tumbó y cerró los ojos.

Pero no tenía ganas de dormir, y sí de pensar.

«¿Qué está pasando en Osaka? Erré en mi cálculo acerca de los daimíos, de los que aceptarían y de los que rechazarían la convocatoria. ¿Cómo no me enteré? ¿Hay alguien que me traiciona? ¡Son tantos los peligros a mi alrededor…!

»¿Y qué pensar de Anjín-san? También él es un halcón. Pero no está domado, como pretenden Yabú y Mariko. ¿Cuál es su presa? Su presa es el Buque Negro, y el anjín Rodrigues, y el pequeño y feo capitán general, que no durará mucho en este mundo, y los curas de negra sotana, y los curas apestosos y barbudos, y los portugueses y los españoles, y los turcos, sean éstos quienes fueren, y los islámicos, sean también quienes fueren, sin olvidar a Omi, a Yabú, a Buntaro, a Ishido y a mí mismo.»

Toranaga se volvió para acomodarse mejor y sonrió para sus adentros. «Pero Anjín-san es un halcón de alas cortas, de los que van directamente del puño a la presa y no aceptan el capirote, sino que permanecen posados en la muñeca, arrogantes, peligrosos, implacables.

»Pero, ¿contra quién voy a lanzarlo? ¿Contra Omi? Todavía no. ¿Contra Yabú? Todavía no. ¿Contra Buntaro? En realidad, ¿por qué persiguió Anjín-san a Buntaro con sus pistolas? A causa de Mariko, desde luego. Pero, ¿se habrán acostado juntos? No les han faltado oportunidades. Creo que sí. En fin, no hay nada de malo en ello -ya que daban por muerto a Buntaro-, con tal de que se guarde eterno secreto. Pero Anjín-san fue un estúpido al arriesgarse tanto por la mujer de otro. Actuó como un bárbaro estúpido y celoso. Pero, ¿no recuerdas al anjín Rodrigues? ¿Acaso no mató en duelo a otro bárbaro, según su costumbre, sólo para conseguir a la hija de un mercader de baja estofa, con la que se casó después en Nagasaki? ¿Y no dejó el Taiko impune este asesinato, contra mi consejo, porque sólo había muerto un bárbaro y no uno de los nuestros? Es una estupidez tener dos leyes: una, para nosotros, y otra, para ellos. Sólo debería haber una ley. Una ley para todos.

»No, no lanzaré a Anjín-san contra Buntaro, pues necesito a ese loco. Sólo espero que a Buntaro no se le ocurra pensar que aquellos dos se acostaron juntos, sea o no verdad. Entonces, yo tendría que matar en seguida a Buntaro, pues ningún poder de este mundo podría impedir que matase a Anjín-san y a Mariko, y estos dos me hacen más falta que él. ¿O sería mejor eliminar a Buntaro ahora mismo?.»

En el momento en que Buntaro se había serenado, Toranaga le había enviado a buscar.

–¿Cómo te atreves a anteponer tus intereses a los míos? ¿Cuánto tiempo estará Mariko incapacitada para hacer de intérprete?

–El médico ha dicho que sólo unos días, señor. ¡Pido perdón por lo ocurrido!

–Dije claramente que necesitaba sus servicios durante veinte días más. ¿No te acuerdas?

–Sí. Lo siento.

–Si te disgustó, unos cuantos azotes en las nalgas habrían sido suficientes. Todas las mujeres los necesitan de vez en cuando, pero pasar de ahí es una barbaridad. Con tu egoísmo has perjudicado la instrucción de las tropas y te has portado como un tosco campesino. Sin ella, ¡no puedo hablar con Anjín-san!

–Lo sé, señor, y lo siento. Es la primera vez que le he pegado. A veces…, a veces me hace perder los estribos y no sé lo que hago.

–¿Por qué no te divorcias de ella? ¿O la envías lejos? ¿O la matas, o le ordenas que se corte el cuello, cuando ya no me haga falta a mí?

–No puedo. No puedo, señor -había dicho Buntaro-. Ella… Yo la deseé desde el primer momento que la vi. Cuando nos casamos, encontré en ella todo lo que puede desear un hombre. Me consideré dichoso. Luego… la envié lejos, para protegerla después de aquel inicuo asesinato, fingí que estaba enojado con ella, pero lo hice por su seguridad, y entonces, cuando, unos años más tarde, me dijo el Taiko que la trajese, me sentí aún más atraído por ella. La verdad es que esperaba que se mostrase agradecida, y la tomé como toman los hombres, sin preocuparme de esas pequeñeces que tanto gustan a las mujeres, como poesías y flores. Pero ella había cambiado. Me era tan fiel como antes, pero se mostraba fría pidiéndome siempre que la matase. – Buntaro estaba frenético.– No puedo matarla ni permitirle que se mate. Ha manchado a mi hijo y hecho que deteste a todas las mujeres, pero soy incapaz de librarme de ella… Cuando volví de Corea y me enteré de que se había convertido a esa estúpida religión cristiana, me pareció divertido, y sólo para incordiarla, acerqué el cuchillo a su cuello y juré que se lo cortaría si no abjuraba inmediatamente. Desde luego, ella no quiso abjurar, ¿qué samurai lo haría bajo una amenaza así? Se limitó a mirarme con sus ojos serenos y a decirme que siguiese adelante.

«Por favor, degüéllame, señor -me dijo-. Mira, echaré la cabeza atrás, y ruego a Dios que me desangre hasta morir.» No la degollé, señor, sino que la poseí. Pero hice cortar el cabello y las orejas a varias de sus damas que la habían animado a hacerse cristiana, y las arrojé del castillo. Y lo propio hice con su madre adoptiva, la vieja regañona, y además le hice cortar la nariz. Entonces me dijo Mariko que…, dado que había castigado a sus damas, se suicidaría la próxima vez que me acercase a ella sin previa invitación, y que lo haría de cualquier manera y en el acto…, a pesar de su deber para contigo y para su familia, ¡y a pesar de los Diez Mandamientos de su Dios cristiano! – Lágrimas de furor corrían ahora libremente por sus mejillas.– No puedo matarla, por mucho que lo desee. No puedo matar a la hija de Akechi Jinsai, por mucho que lo tenga merecido…

Toranaga, tras dejarlo desahogarse, lo despidió y le ordenó que permaneciese completamente apartado de Mariko hasta que él decidiese lo que había que hacer. Luego envió a su propio médico para que la reconociera. El informe había sido favorable: magulladuras, pero ninguna lesión interna.

En atención a su propia seguridad -pues siempre había que esperar una traición, y porque el tiempo se agotaba-, Toranaga decidió aumentar la presión sobre todos ellos. Ordenó que Mariko se trasladase a la casa de Omi, con instrucciones de descansar, permanecer en el interior del recinto de la casa y apartarse por completo de Anjín-san. Después llamó a Anjín-san, simuló irritación por la casi total imposibilidad de sostener una conversación con él, y lo despidió rápidamente. Había intensificado la instrucción, dispuesto una marcha forzada y ordenado a Naga que llevase consigo a Anjín-san y que lo hiciese caminar hasta que se derrumbase. Pero Naga no lo consiguió.

Entonces lo intentó él personalmente. Condujo un batallón por los montes, durante once horas. Anjín-san aguantó, no en primera fila, pero aguantó. De regreso en Anjiro, Anjín-san le dijo, en su jerga casi incomprensible:

–Toranaga-sama, yo puedo andar. Yo puedo instrucción. Perdona, no posible dos cosas a la vez, ¿neh?

Toranaga sonreía ahora, tumbado bajo el nublado cielo, esperando la lluvia y excitado por el juego de domar a Blackthorne, que era un halcón de alas cortas. «Todos son halcones -pensó-. Mariko, Buntaro, Yabú, Omi, Fujiko, Ochiba, Naga y todos mis hijos e hijas, mujeres y vasallos, y todos mis enemigos. Todos son halcones o presas para los halcones. Debo situar a Naga sobre la presa y dejar que se lance en picado. ¿Quién será la presa? ¿Omi o Yabú?»

Lo que Naga había dicho de Yabú era verdad.

–Bueno, Yabú-san -le había preguntado, el segundo día-, ¿qué has decidido?

–No iré a Osaka hasta que vayas tú, señor. He movilizado toda la provincia de Izú.

–Ishido te inculpará.

–Antes te inculpará a ti, señor, y, si cae el Kwanto, caerá Izú. Hice un trato solemne. Estoy contigo. Y los Kasigi hacen honor a su palabra.

Al día siguiente, Yabú reunió una hueste, le pidió que la revistara, y, en presencia de todos sus hombres, se arrodilló y se ofreció como vasallo.

–¿Me reconoces como tu señor feudal? – le preguntó Toranaga.

–Sí. Y en nombre de todos los hombres de Izú. Ahora, señor, dígnate aceptar este obsequio, como prenda de mi fidelidad. – Y, todavía de rodillas, le ofreció su sable Muramasa.– Este es el sable que mató a tu abuelo.

–¡No es posible!

Yabú le contó la historia del sable, cómo había llegado éste a su poder y cómo, recientemente, se había enterado de su identidad. Toranaga envió a alguien en busca de Suwo, y el viejo le contó lo que había visto cuando era poco más que un niño.

–Es verdad, señor -dijo, con orgullo-. Nadie vio al padre de Obata romper el sable ni arrojarlo al mar. Y juro por mi esperanza de renacer samurai, que serví a tu abuelo, el señor Chikitada. Yo estaba allí, lo juro.

Toranaga aceptó el sable, que pareció temblar pérfidamente entre sus manos. Siempre se había burlado de la leyenda según la cual había espadas que necesitaban matar por propio impulso, pero ahora lo creía.

Se estremeció, recordando aquel día. «¿Por qué nos odian los sables Muramasa? Uno mató a mi abuelo. Otro casi me cortó un brazo cuando tenía seis años, un accidente inexplicable. Y un tercero decapitó a mi hijo primogénito.»

–Señor -dijo Yabú-, un arma tan maldita no debería existir, ¿neh? Permíteme que la arroje al mar, para que nunca pueda amenazaros, ni a ti ni a tus descendientes.

–Sí…, sí… -murmuró él, contento de que Yabú lo hubiese sugerido-. ¡Hazlo ahora mismo!

Y sólo cuando el sable se hubo perdido de vista, sumergiéndose en el agua, en presencia de sus hombres, su corazón volvió a latir normalmente. Dio las gracias a Yabú, ordenó que se estabilizasen los impuestos, a razón de un cuarenta por ciento para el señor feudal, y le otorgó Izú como feudo. Por consiguiente, todo volvía a ser como antes, salvo que el poder sobre Izú correspondía a Toranaga, si quería recuperar la provincia.

«El sable ha desaparecido para siempre -pensó-. Bien. Pero recuerda lo que anunció aquel adivino chino: morirás por la espada. Pero la espada ¿de quién? ¿Y será por mi propia mano o por la de otro? Lo sabré cuando llegue el momento. Ahora, duerme. Karma es karma. Tú perteneces al Zen. El Absoluto, el Tao, está dentro de ti. Piensa que el Bien y el Mal carecen de importancia, Yo y Tú carecemos de importancia, Dentro y Fuera son cosas indiferentes, como lo son la Vida y la Muerte. Entra en la Esfera donde no existen el miedo a la muerte ni la esperanza en otra vida, donde estás libre de los impedimentos de la vida y de las necesidades de salvación. Tú mismo eres el Tao. Sé tú, ahora, la roca contra la que se estrellan en vano las olas de la vida…»

Un débil grito sacó a Toranaga de su meditación. Se puso en pie de un salto. Naga, muy excitado, señalaba hacia el Oeste. Todos los ojos miraron hacia aquel punto.

La paloma mensajera volaba en línea recta hacia Anjiro, desde el Oeste. Se posó en un árbol lejano para descansar un momento, y reemprendió su vuelo cuando empezó a llover.

Y al Oeste estaba Osaka.

CAPITULO XXXVII

El mozo del palomar sostuvo al ave delicada, pero firmemente, mientras Toranaga se quitaba la empapada ropa. Había regresado galopando bajo el aguacero. Naga y otros samurais se apretujaban, excitados, junto al pequeño portal, indiferentes a la cálida lluvia que seguía cayendo torrencialmente, repicando sobre el tejado.

Toranaga se secó cuidadosamente las manos. El hombre le tendió el ave. Dos cilindros diminutos de plata estaban sujetos a sus patas. Lo normal habría sido que hubiese sólo uno. Toranaga tuvo que esforzarse por dominar el temblor nervioso de sus dedos. Desprendió los cilindros y los acercó a la luz del ventanuco, para examinar los pequeñísimos sellos. Reconoció el signo secreto de Kiri. Naga y los otros lo observaban con los nervios en tensión. Su rostro permaneció hermético.

Toranaga no rompió los sellos en seguida, aunque ardía en deseos de hacerlo. Esperó pacientemente a que le trajesen un quimono seco, y se dirigió a sus habitaciones en la fortaleza. La sopa y el cha lo estaban esperando. Los sorbió y escuchó el ruido de la lluvia. Cuando se sintió tranquilo, apostó unos guardias y se encerró en una habitación interior. Entonces, ya a solas, rompió los sellos. El papel de los cuatro rollos era muy fino, los caracteres, diminutos, el mensaje, largo y cifrado. Su interpretación fue laboriosa. Cuando la hubo terminado, leyó el mensaje y luego lo releyó dos veces. Después se sumió en honda reflexión.

–¡Naga! ¡Naga-san!

Su hijo acudió corriendo.

–Di, padre.

–A primera hora, después del alba, convoca a Yabú-san y a sus principales consejeros en la meseta. También a Buntaro y a nuestros primeros capitanes. Y a Mariko-san. Esta podrá servirnos cha. Y quiero que Anjín-san esté en el campamento. Aposta guardias a nuestro alrededor, a una distancia de doscientos pasos.

–Sí, padre. – Naga se volvió, dispuesto a obedecer, pero no pudo contenerse y preguntó:- ¿Es la guerra?

Como Toranaga quería crear cierto ambiente de optimismo en la fortaleza, no regañó a su hijo por su indisciplinada impertinencia.

–Sí -dijo-. Sí…, pero yo impondré las condiciones.

Naga cerró el shoji y salió corriendo. Toranaga sabía que Naga conservaría exteriormente serenos el semblante y la actitud, pero que nada podría disimular su excitada manera de andar y el fuego de sus ojos. De este modo, circularían rumores y contrarrumores en Anjiro, que se extenderían rápidamente a toda Izú y más allá, si se atizaba el fuego como era debido.

–Ahora estoy comprometido -dijo en voz alta.

Kiri había escrito:

Señor, ruego a Buda que estés bien y en seguridad. Esta es nuestra última paloma mensajera, y ruego también a Buda que la guíe hasta ti. Unos traidores mataron anoche a todas las demás, prendiendo fuego al palomar, y, si ésta escapó, fue porque estaba enferma y yo la cuidaba en privado.

Ayer por la mañana, el señor Sugiyama dimitió, según lo planeado. Pero antes de que pudiese escapar, fue atrapado en las afueras de Osaka por los ronín de Ishido. Por desgracia, varios miembros de la familia de Sugiyama fueron apresados con él. Según rumores, Ishido le propuso una transacción: si el señor Sugiyama aplazaba su dimisión hasta después de la reunión del Consejo de Regencia (mañana), de modo que pudiesen inculparte legalmente, Ishido le garantizaba que el Consejo le cedería oficialmente todo el Kwanto, y, en prueba de buena fe, lo pondría inmediatamente en libertad, así como a su familia. Sugiyama se negó a traicionarte. Inmediatamente, Ishido ordenó a los eta que lo convenciesen. Estos torturaron a los hijos de Sugiyama y después a su consorte, en su presencia, pero él siguió negándose a hacerte traición. Todos murieron como perros. Y la muerte de Sugiyama fue la peor.

Desde luego, no hubo testigos y todo son rumores, pero yo los creo. Desde luego, Ishido negó todo conocimiento o participación en los asesinatos y juró descubrir a los «asesinos». Al principio, sostuvo que Sugiyama no había dimitido y que, por consiguiente, el Consejo podía reunirse. Pero yo envié copias de la dimisión de Sugiyama a los otros regentes, Kiyama, Ito y Onoshi, y al propio Ishido, y distribuí otras entre los daimíos. Por consiguiente, desde ayer, y tal como planeaste con Sugiyama, el Consejo no existe legalmente. En esto, tu éxito ha sido completo.

Buenas noticias: El señor Mogami se volvió atrás, con su familia y todos sus samurais, antes de entrar en la ciudad. Ahora es tu aliado declarado, y tienes seguro el flanco del lejano Norte. Los señores Maeda, Kukushima, Asano, Ikeda, Oda, y una docena de otros daimíos importantes, salieron secretamente de Osaka la noche pasada y están a salvo, y también Oda, el señor cristiano.

Mala noticia: las familias de Maeda, Ikeda y Oda, y una docena de daimíos importantes, no escaparon y ahora son rehenes, lo mismo que cincuenta o sesenta señores no comprometidos.

Mala noticia: ayer, tu medio hermano Zataki, señor de Shinamo, se declaró públicamente partidario del Heredero, Yaemón, y adversario tuyo, acusándote de confabularte con Sugiyama para derribar al Consejo de Regencia, creando el caos, por tanto, tu frontera Nororiental está en peligro, y Zataki y sus cincuenta mil fanáticos estarán en contra tuya.

Mala noticia: casi todos los daimíos aceptaron la «invitación» del emperador.

Mala noticia: bastantes amigos y aliados tuyos están ofendidos, porque no les diste conocimiento de tu estrategia, para que pudiesen preparar un plan de retirada. Entre ellos está tu viejo amigo, el gran señor Shimazu.

Mala noticia: dama Ochiba está tejiendo brillantemente su red, prometiendo feudos, títulos y cargos en la corte a los no comprometidos. Quiere precipitar la guerra, ahora que piensa que eres débil y estás aislado.

Lo peor de todo es que ahora los regentes cristianos, Kiyama y Onoshi, se han unido y están violentamente contra ti. Han publicado una declaración conjunta deplorando la «deserción» de Sugiyama y diciendo que «debemos estar dispuestos a aplastar a cualquier señor o grupo de señores que quieran anular la voluntad del Taiko o su sucesión legal». (¿Quiere esto decir que piensan reunirse como Consejo de cuatro regentes?) Uno de nuestros espías en el Cuartel General de las Sotanas dijo que el cura Tsukku-san salió en secreto de Osaka, hace cinco días, pero no sabemos si fue a Yedo o a Nagasaki, donde se espera la llegada del Buque Negro. ¿Sabías que esta vez vendrá muy pronto, quizá dentro de veinte o treinta días?

Señor: siempre he vacilado en dar opiniones precipitadas, fundadas en chismes, rumores, declaraciones espías o intuición femenina., pero el tiempo apremia y tal vez no podré volver a hablarte. Primero: temo que muchos se pasen al bando de Ishido, aunque de mala gana, a causa de los rehenes. Segundo: creo que Maeda te traicionará, y, probablemente, también Asano. Calculo que, de los doscientos sesenta y cuatro daimíos de nuestro país, sólo tienes veinticuatro seguros y cincuenta posibles. Te aconsejo que declares «Cielo Carmesí» al instante y que te lances sobre Kioto. Es nuestra única esperanza.

En cuanto a dama, Sazuko y yo, estamos bien y seguras en nuestro rincón del castillo, con la puerta bien cerrada y echado el rastrillo. Nuestros samurais te son absolutamente fieles, a ti y a tu causa, y, si nuestro karma es abandonar esta vida, lo haremos serenamente. Tu dama te añora mucho, muchísimo. En cuanto a mí, Tora-chan, ardo en andas de verte, de reír contigo y de ver tu sonrisa. Sólo lamentaría morir, porque no podría seguir cuidando de ti.

Te envío mi carcajada. Que Buda os bendiga, a ti y a los tuyos.

Toranaga les leyó el mensaje, omitiendo lo referente a Kiri y a dama Sazuko. Cuando hubo terminado, todos lo miraron y se miraron con incredulidad, no sólo por lo que decía el mensaje, sino también por el hecho de que él les mostrase tanta confianza al leérselo.

Estaban sentados sobre unas esterillas colocadas en semicírculo a su alrededor, en el centro de la meseta, sin guardias y lejos de todo oído indiscreto. Buntaro, Yabú, Igurashi, Omi, Naga, los capitanes y Mariko. Los centinelas estaban a doscientos pasos de distancia.

–Necesito consejo -dijo Toranaga-. Mis consejeros están en Yedo. Este asunto es urgente, y quiero que vosotros actuéis en el lugar de aquéllos. ¿Qué va a pasar y qué debo hacer? Habla, Yabú-san.

Yabú se agitaba en un mar de confusiones. Todos los caminos parecían conducir al desastre.

–Ante todo, señor, ¿qué es exactamente «Cielo Carmesí»?

–Es el nombre en clave de mi plan de ataque decisivo: una sola y violenta marcha sobre Kioto con todas mis legiones, a base de movilidad y de sorpresa, para arrebatar la capital a las fuerzas del mal que ahora la rodean, y arrancar al Emperador de las sucias manos de aquellos que, guiados por Ishido, le han tenido engañado. Una vez libre de sus garras el Hijo del Cielo, le pediré la formación de un nuevo Consejo que ponga los intereses del reino y del Heredero por encima de las ambiciones personales. Marcharé al frente de ochenta o cien mil hombres, dejando mis tierras sin protección, desguarnecidos los flancos e insegura la retirada.

Toranaga vio que todos lo miraban asombrados. No había mencionado los cuadros de samurais escogidos que, en el curso de los años, había introducido furtivamente en muchos castillos importantes y provincias y que se sublevarían simultáneamente a fin de crear el caos esencial para el plan.

–Pero tendrás que combatir a cada paso -saltó Yabú-. Ikawa Jikkyu domina cien ri alrededor del Tokaido. Y más fortalezas de Ishido controlan el resto.

–Sí. Pero yo pienso marchar hacia el Noroeste a lo largo del Koshu-kaido y después, bajar sobre Kioto, manteniéndome alejado de las tierras costeras.

Muchos movieron la cabeza y empezaron a hablar, pero Yabú se impuso a ellos:

–Señor, el mensaje dice que tu pariente Zataki-san se ha pasado ya al enemigo. Esto te cierra el camino del Norte, pues su provincia está a caballo sobre el Koshu-kaido.

–Es mi único camino, mi única oportunidad. Sé que hay demasiados enemigos en la ruta de la costa.

Yabú miró a Omi, lamentando no poder consultarle, ya que por consejo de éste había rendido vasallaje a Toranaga.

–Es lo único que puedes hacer, Yabú-sama -le había dicho Omi-. La única manera de evitar la trampa de Toranaga y de tener espacio para maniobrar…

Igurashi lo había interrumpido furiosamente.

–Lo mejor es caer hoy mismo sobre Toranaga, ya que tiene aquí pocos hombres. Hay que matarlo y llevar su cabeza a Ishido, ahora que estamos a tiempo.

–Es mejor esperar, tener paciencia…

–¿Y qué pasará si Toranaga ordena a nuestro señor que entregue Izú? – gritó Igurashi.

–No lo hará. Hoy necesita más que nunca a nuestro señor. Izú guarda su puerta del Sur. ¡No puede permitir que Izú le sea hostil! Debe tener a nuestro señor a su…

–¿Y si despide al señor Yabú?

–¡Nos rebelaremos! Mataremos a Toranaga, si está aquí, o lucharemos contra las tropas que nos lance. Pero no lo hará, ¿no lo comprendes? Toranaga debe protegerle, como vasallo que…

Yabú los dejó discutir hasta quedar convencido de que Omi tenía razón.

–Muy bien ¡De acuerdo! Le regalaré mi sable Muramasa para cerrar el trato, Omi-san -dijo, entusiasmado por la astucia del plan-. Omi tiene razón, Igurashi. No tengo alternativa. Desde ahora estaré al lado de Toranaga. ¡Seré su vasallo!

–Hasta que estalle la guerra -deslizó Omi.

–Desde luego. ¡Hasta que estalle la guerra! Entonces podré cambiar de bando o hacer lo que me parezca. Una vez más, tienes razón, Omi-san.

«Omi es el mejor consejero que jamás he tenido -se dijo-. Pero también el más peligroso. Omi es lo bastante astuto para apoderarse de Izú, si yo muero. Pero, ¡qué importa! Todos estamos muertos.»

–Estás completamente bloqueado -dijo a Toranaga-. Estas aislado.

–¿Hay alguna alternativa? – preguntó Toranaga.

–Discúlpame, señor -dijo Omi -, pero, ¿cuándo estarás a punto para el ataque?

–Ahora mismo.

–Izú está también a punto, señor -dijo Yabú-. ¿Serán bastantes tus cien mil, mis dieciséis mil y el Regimiento de Mosquetes?

–No. «Cielo Carmesí» es un plan desesperado: nos lo jugamos todo en un ataque.

–Tienes que arriesgarte, en cuanto cesen las lluvias y podamos guerrear -insistió Yabú -. ¿Puedes hacer otra cosa? Ishido formará inmediatamente otro Consejo. Y te inculparán, hoy, mañana o pasado mañana. ¿Por qué esperar a que te destruyan? ¡Adelante con «Cielo Carmesí»! Todos los hombres lanzados a un gran ataque. Es el Camino del Guerrero, es algo digno de un samurai, Toranaga-sama. Los mosquetes, nuestros mosquetes, barrerán a Zataki de nuestro camino. Y, ¿qué importa que triunfes o fracases? ¡El intento te valdrá una fama eterna!

–Sí, pero triunfaremos -dijo Naga-, ¡triunfaremos!

Algunos capitanes asintieron con la cabeza, contentos de que, al fin, llegase la guerra. Omi no dijo nada.

Toranaga miró a Buntaro.

–¿Y bien?

–Señor, te pido que me excuses de dar mi opinión. Yo y mis hombres haremos lo que tú mandes. Este es mi único deber. Mi opinión no tiene ningún valor, porque haré lo que tú decidas.

–Normalmente, te complacería, pero no hoy.

–Entonces, me pronuncio por la guerra. Yabú tiene razón. Y yo estoy cansado de esperar.

–¿Omi-san? – preguntó Toranaga.

–Yabú-sama está en lo cierto. Ishido interpretará a su manera el testamento del Taiko para constituir muy pronto un nuevo Consejo. Este tendrá el mandato del Emperador. Tus enemigos aplaudirán, y la mayoría de tus amigos vacilarán y te harán traición. El nuevo Consejo te inculpará en seguida. Por consiguiente…

–¡Pues a por «Cielo Carmesí»! – terminó Yabú, dando su voto.

–Si el señor Toranaga lo ordena, sí. Pero no creo que la orden de inculpación tenga el menor valor. ¡Olvidaos de ella!

–¿Por qué? – preguntó Toranaga, mientras todos centraban la atención en Omi.

–Ishido es un malvado, ¿neh? Y todos los daimíos que se avienen a servirlo lo son también. Los hombres de verdad saben lo que Ishido es, y saben que ha vuelto a engañar al Emperador. – Omi pasaba con prudencia entre las arenas movedizas que sabía que podían engullirlo. – Creo que cometió un tremendo error al asesinar al señor Sugiyama. Ahora, todos los daimíos sospecharán la traición de Ishido, y serán muy pocos los que, aparte sus inmediatos seguidores, acatarán las órdenes de su «Consejo». Estás a salvo, señor, durante un tiempo.

–¿Cuánto tiempo?

–Las lluvias durarán unos dos meses. Cuando termine, Ishido enviará simultáneamente a Ikawa Jikkyu y a Zataki contra ti, en un movimiento de tenaza, y el grueso del ejército de Ishido los apoyará en la ruta de Tokaido. Pero tú, señor, junto con Yabú-sama y con un poco de suerte, tendrás fuerza suficiente para defender los pasos del Kwanto y de Izú contra la primera oleada de atacantes, y los vencerás. No creo que Ishido pueda montar otro ataque, al menos un ataque importante. Cuando Ishido y los otros hayan gastado sus energías, tú y el señor Yabú podréis salir de detrás de nuestras montañas y apoderaros gradualmente del Imperio.

–¿Aconsejas una batalla defensiva? – preguntó desdeñosamente Yabú.

–Creo que, juntos, estaréis a salvo detrás de las montañas. Espera, Toranaga-sama. Espera hasta tener más aliados y dominar los puertos. ¡Esto puede hacerse! El general Ishido es un malvado, pero no lo bastante estúpido como para comprometer todas sus fuerzas en una sola batalla. Remoloneará dentro de Osaka. Por consiguiente, no debemos emplear de momento nuestro regimiento. Debemos tenerlo como un arma secreta, preparada y a punto, hasta que salgas de tus montañas, aunque no creo que tengamos que emplearla. – Omi advirtió los ojos que lo observaban. Hizo una reverencia a Toranaga.– Por favor, disculpa mi prolijidad, señor.

Toranaga lo escudriñó y, después, miró a su hijo. Vio la excitación del joven y pensó que había llegado el momento de lanzarlo sobre su presa.

–¿Naga-san?

–Lo que ha dicho Omi-san es verdad -dijo al punto Naga, rebosante de satisfacción-. En su mayor parte. Pero yo digo que emplees estos dos meses en conseguir aliados, en aislar todavía más a Ishido, y que, cuando acaben las lluvias, ataques sin previo aviso. ¡«Cielo Carmesí»!

–¿Disientes de la opinión de Omi-san sobre una guerra larga? – preguntó Toranaga.

–No. Pero, ¿no es ésta…? – y Naga se interrumpió.

–Adelante, Naga-san. ¡Habla francamente!

Naga calló, pálido el semblante.

–¡Te ordeno que prosigas!

–Bueno, señor, se me ocurrió pensar que… -Se interrumpió de nuevo y, después, dijo de un tirón:- ¿No es ésta tu gran oportunidad de convertirte en shogún? Si consigues apoderarte de Kioto y recibir el mandato, ¿por qué formar un Consejo? ¿Por qué no pedir al Emperador que te nombre shogún? Sería lo mejor para ti y lo mejor para el Reino. – Naga trataba de disimular el miedo que sentía, porque su propuesta era una traición contra Yaemón, y la mayoría de los samurais presentes, Yabú, Omi, Igurashi y Buntaro en particular. Se volvió, defensivamente, a los otros.– Si se deja escapar esta oportunidad…, tendrás razón, Omi-san, en lo de una guerra larga, pero yo digo que el señor Toranaga debe tomar el poder, ¡para dar poder! Una guerra larga arruinaría el Imperio y volvería a dividirlo en mil fragmentos. ¿Quién quiere una cosa igual? El señor Toranaga debe ser shogún. Para dar el imperio a Yaemón, al señor Yaemón, ¡hay que asegurar primero el Reino. No habrá otra oportunidad…

Toranaga suspiró.

–Nunca he deseado ser shogún. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Defiendo a mi sobrino Yaemón y la voluntad del Taiko. – Los miró uno a uno y, finalmente, a Naga. El joven se estremeció. Pero Toranaga le dijo amablemente, atrayéndole de nuevo al cebo.– Sólo tu celo y tu juventud excusan tus palabras. Desgraciadamente, otros mucho más viejos e inteligentes que tú, me atribuyen aquella ambición. No es cierto. Sólo hay una manera de acabar con esta estupidez, y es poner al señor Yaemón en el poder. Y esto es lo que intento hacer.

–Sí, padre. Gracias. Gracias -dijo Naga, desalentado.

Toranaga miró a Igurashi.

–¿Cuál es tu consejo?

El samurai tuerto se rascó la cabeza.

–Yo sólo soy un soldado, no un consejero, pero no aconsejaría «Cielo Carmesí», si podemos luchar en nuestras propias condiciones, como dice Omi-san. El señor Ishido lanzará doscientos o trescientos mil hombres contra ti, dejando otros cien mil en Osaka para la defensa. Aún contando con las armas de fuego, no tendríamos bastantes hombres para atacar. En cambio, detrás de las montañas, y empleando aquellas armas, podrás aguantar indefinidamente, si todo ocurre como dice Omi-san. Podríamos conservar los puertos. No te faltará el arroz, pues, ¿acaso no abastece el Kwanto a la mitad del Imperio? Bueno, al menos a un tercio…, y te podríamos enviar todo el pescado que te hiciese falta. Estarías seguro. Deja que el señor Ishido y ese diablo de Jikkyu vengan contra nosotros, si todo ocurre como ha dicho Omi-san, pronto se matarán entre ellos. Si no es así, ten preparado «Cielo Carmesí». Un hombre sólo muere una vez por su señor.

–¿Mariko-san? – preguntó Toranaga.

–Yo no tengo voz aquí, señor -respondió ella-. Estoy segura de que se ha dicho todo lo que se tenía que decir. Pero, ¿puedo preguntarte, en nombre de tus consejeros presentes, qué crees tú que ocurrirá?

Toranaga escogió minuciosamente sus palabras:

–Creo que ocurrirá lo que ha predicho Omi-san. Con una excepción: el Consejo no será impotente. El consejo tendrá influencia suficiente para reunir una fuerza aliada invencible. Cuando cesen las lluvias, será arrojada contra el Kwanto, dejando atrás a Izú. El Kwanto será conquistado y, después Izú. Sólo después de mi muerte, lucharán los daimíos entre sí.

–Pero, ¿por qué, señor? – se atrevió a preguntar Omi.

–Porque tengo demasiados enemigos. Poseo el Kwanto, he combatido durante más de cuarenta años y no he perdido una batalla. Todos me temen. Sé que, primero, los buitres se unirán para destruirme. Después, se destruirán entre ellos.

–Entonces, ¿qué vas a hacer, señor? – preguntó Naga.

–«Cielo Carmesí», naturalmente -respondió Toranaga.

–Pero dijiste que nos aplastarían, ¿no?

–Lo harían… si yo les diese tiempo. Pero no se lo daré. ¡Iremos a la guerra inmediatamente!

–Pero, las lluvias…, ¿qué dices de las lluvias?

–Llegaremos a Kioto mojados. Acalorados, oliendo mal y mojados. La sorpresa, la movilidad, la audacia y la oportunidad, ganan las guerras, ¿neh? Yabú-san tiene razón. Los mosquetes abrirán camino en las montañas.

Durante una hora, discutieron los planes y la posibilidad de una guerra en gran escala en la estación de las lluvias, estrategia hasta entonces inaudita. Después, Toranaga los despidió, salvo a Mariko, y dijo a Naga que llamase a Anjín-san. Los observó mientras salían. Se habían mostrado francamente entusiastas, una vez tomada la decisión, en particular, Naga y Buntaro. Sólo Omi parecía reservado, pensativo y poco convencido. Toranaga prescindió de Igurashi, pues sabía que, como soldado, sólo haría lo que le ordenase Yabú, y, en cuanto a éste, no era más que un peón, desde luego traidor, pero un peón al fin y al cabo. «Omi es el único que vale la pena -pensó-. Me pregunto si ha descubierto ya lo que me propongo hacer.»

–Mariko-san, averigua, con discreción, cuánto costaría contratar a la cortesana.

Mariko pestañeó.

–¿Kiku-san, señor?

–Sí.

–¿Ahora, señor? ¿En seguida?

–Convendría para esta noche. – Le dirigió una mirada inexpresiva. – Aunque el interesado puede que no sea yo, sino uno de mis oficiales.

–Supongo que el precio dependerá de quien sea éste, señor.

–Me lo imagino. Pero dile a su ama-san que espero que la niña no tendrá la descortesía de desconfiar de la persona a quien yo elija para ella. Y dile también que espero pagar el precio de Mishima, y no los de Yedo o Kioto u Osaka.

–Sí, señor, desde luego.

Toranaga movió un hombro para aliviar el dolor, y cambió de sitio sus sables.

–¿Quieres que te dé un masaje, señor? ¿O mando a buscar a Suwo?

–No, gracias. Veré a Suwo más tarde.

Toranaga se levantó, se alivió con satisfacción y se sentó de nuevo. El sol estaba bajo, y se empezaban a formar espesas nubes. – Vivir es importante -dijo, satisfecho-. Me parece oír la lluvia a punto de nacer.

–Sí -dijo ella.

Toranaga pensó un momento. Después, compuso una poesía:

El cielo

abrasado por el sol

llora

fecundas lágrimas.

Mariko, obediente, se dispuso a seguir con él el juego de la poesía, muy popular entre los samurais, consistente en retorcer palabras de la primera y adaptarlas a una nueva concepción poética. Al cabo de un momento, replicó:

Pero bosque

herido por el viento

llora

hojas muertas.

–¡Muy bien! ¡Muy bien! – exclamó Toranaga, mirándola satisfecho y gozando con lo que veía.

Recordó, con nostalgia, cómo la habían deseado todos -incluso el propio dictador Goroda- cuando tenía ella trece años, y su padre, Akechi Jinsay, la había presentado, como su hija mayor, en la Corte de Goroda. Por fin se la habían dado a Buntaro, para fortalecer la alianza entre Goroda y Toda Hiro-matsu. Si Buntaro muriese, se preguntó Toranaga con malignidad, ¿consentiría en ser una de mis consortes? Él había preferido siempre las mujeres experimentadas, viudas o divorciadas, nunca demasiado bonitas o inteligentes, así como tampoco jóvenes o distinguidas, pues, de este modo, no le creaban problemas y se mostraban siempre agradecidas.

Rió para sus adentros. «Nunca se lo pedí, porque tiene todo lo que yo no quiero en una consorte…, salvo que su edad es perfecta.»

–¿Señor? – preguntó ella.

–Estaba pensando en tu poesía, Mariko-san -dijo él, delicadamente, y añadió:

–¿Por qué tan invernal? El verano llegará, y la caída del glorioso otoño.

Ella dijo, a modo de respuesta:

–Si yo pudiese emplear las palabras como las hojas muertas, ¡qué hoguera podría hacer con mis poemas!

Él se echó a reír y se inclinó con fingida humildad.

–Has ganado, Mariko-sama. ¿Qué premio quieres? ¿Un abanico? ¿Un pañuelo para cubrir tus cabellos?

–Gracias, señor -respondió ella-. Lo que tú prefieras.

–Diez mil kokú al año para tu hijo.

–¡Oh, señor! ¡No merecemos tanta largueza!

–Has salido victoriosa. La victoria y la fidelidad deben ser recompensadas. ¿Qué edad tiene Saruji?

–Quince años…, a punto de cumplir.

–¡Ah, sí! Le prometisteis recientemente a una de las nietas del señor Kiyama, ¿no es cierto?

–Sí, señor. Fue en el undécimo mes del año pasado, el mes de la Escarcha Blanca. Ahora está en Osaka con el señor Kiyama.

–Bien. Diez mil kokú, empezando ahora mismo. Mañana enviaré la orden. Y ahora basta de poesía y dame tu opinión.

–Mi opinión, señor, es que estamos seguros en tus manos, tan seguros como lo está la tierra.

–Bien está. Pero dime lo que piensas.

Ella le respondió, sin la menor preocupación, de igual a igual.

–En primer lugar, deberías atraer secretamente al señor Zataki a tu bando. Supongo que sabes cómo hacerlo o, más probablemente, que tienes un acuerdo secreto con tu medio hermano, cuya fingida «deserción» provocaste para engañar a Ishido. Segundo: no serás el primero en atacar. Nunca lo has hecho, siempre has aconsejado paciencia, y sólo atacas cuando estás seguro de vencer. Por consiguiente, el público anuncio del inmediato «Cielo Carmesí» es otra maniobra de diversión. Esto confundirá a Ishido, que se enterará por los espías que tiene aquí y en Yedo, y que se verá obligado a dispersar sus fuerzas, con mal tiempo, para defenderse de una amenaza que no llegará a materializarse. Entre tanto, buscarás aliados, debilitarás las alianzas de Ishido y quebrantarás su coalición. Y, desde luego, procurarás que Ishido salga del castillo de Osaka. En otro caso, señor, él triunfará, o, al menos, tú perderás el shogunado. Tú…

–He dejado bien clara mi posición a este respecto -saltó Toranaga, de nuevo serio-. ¡Y te pasas de la raya!

Mariko replicó, tranquilamente:

–Disculpa mi atrevimiento. Pero estoy convencida de que Naga-san tiene razón. Debes convertirte en shogún, o faltarás a tu deber con el Imperio y con los Minowara.

–¿Cómo te atreves a hablar así?

Mariko permaneció absolutamente serena, sin dejarse impresionar por la indignación de Toranaga.

–Te aconsejo que te cases con dama Ochiba. Faltan ocho años para que Yaemón pueda heredar legalmente. ¡Una eternidad! Si pueden pasar tantas cosas en ocho meses, ¿qué no será en ocho años?

–¡Toda tu familia puede ser eliminada en ocho días!

–Sí, señor, pero esto no tiene nada que ver con tu deber ni con el Reino. Naga-san tiene razón. Y ahora -añadió con burlona gravedad-, ¿puede tu fiel consejera hacerse el harakiri, o debe dejarlo para más tarde?

Mariko-san fingió que se desmayaba.

Toranaga se quedó boquiabierto ante tan increíble desfachatez. Después, lanzó una carcajada y golpeó el suelo con el puño.

–Nunca te comprenderé, Mariko-san.

–Sí que me comprendes, señor -dijo ella, enjugándose el sudor de la frente-. Eres muy bueno al permitir que tu devota sierva te haga reír y te diga lo que debe decirte. Perdona mi impertinencia, por favor.

–¿Por qué he de hacerlo? ¿Por qué? – preguntó Toranaga, sonriendo.

–A causa de los rehenes, señor -respondió simplemente ella.

–¡Ah, los rehenes! – exclamó él, serio de nuevo.

–Sí. Debo ir a Osaka.

–Sí -dijo él-. Lo sé.

CAPITULO XXXVIII

Acompañado de Naga, Blackthorne bajaba tristemente la cuesta, en dirección a las dos figuras sentadas sobre sendas esterillas, en el centro del círculo de guardias. Al reconocer a Mariko, se desvaneció en parte su tristeza.

Había ido muchas veces a casa de Omi, a ver a Mariko o preguntar por ella. Pero los samurais le habían impedido entrar, cortésmente pero con firmeza. Omi le había dicho, como tomodashi, como amigo, que ella estaba perfectamente.

Fujiko había ido varias veces a visitar a Mariko. Y, al volver, siempre decía que ésta se encontraba bien, y añadía el inevitable «Shinpai suruna, Anjín-san. ¿Wakarimasu? (No debes preocuparte, ¿comprendes?)»

Con Buntaro, era como si nada hubiese ocurrido. Se saludaban cortésmente cuando se encontraban durante el día. Aparte que utilizaba en ocasiones la caseta del baño, Buntaro se portaba como cualquier samurai de Anjiro, ni amistosamente, ni con hostilidad.

El acelerado adiestramiento, desde el amanecer hasta la noche, destrozaba a Blackthorne. Tenía que dominar sus frustraciones como instructor y esforzarse en aprender el lenguaje. Al terminar la jornada, estaba siempre rendido. Y se sentía solo, solo en un mundo extraño.

Por si esto fuera poco, se había producido algo horrible, tres días atrás. Había sido una jornada muy larga y muy húmeda. Al ponerse el sol, había llegado a casa muy cansado e, inmediatamente, había comprendido que ocurría algo. Fujiko lo había saludado nerviosamente.

–¿Nan desu ka?

Ella le había respondido a media voz, prolijamente, con los ojos bajos.

–Wakarimasen. (No comprendo.) Entonces, ella lo había conducido al jardín y señalado el sitio donde él había colgado el faisán.

–¡Oh! Me había olvidado de eso. Watashi… -Pero no podía recordar las palabras y se encogió de hombros.– Wakarimasu ¿han desu kiji ka? (Comprendo. ¿Qué ha sido del faisán?)

Los criados los observaban, petrificados, desde las puertas y las ventanas. Fujiko volvió a hablar. Él prestó atención, pero no pudo captar el sentido de las palabras.

–Wakarimasen, Fujiko-san.

Ella suspiró profundamente. Después, imitó nerviosamente a alguien que descolgase el faisán, se lo llevase y lo enterrase.

–¡Aaaah! Wakarimasu, Fujiko-san. ¿Olía mal? – preguntó, y, como no sabía la frase japonesa, se tapó la nariz con los dedos.

–Hai, hai, Anjín-san. Dozo gomen nasai, gomen nasai.

Imitó el zumbido de las moscas y describió con las manos una nube de insectos.

–¡Ah so desu! Wakarimasu. – Se encogió de hombros, para aliviar el dolor dé la espalda y murmuró:- Shigata ga nai -deseoso de tomar un baño y de que le diesen masaje, únicas satisfacciones que hacían posible la vida-. ¡Al diablo con ello! – dijo en inglés, dando media vuelta.

–Dozo, Anjín-san.

–Shigata ga nai -repitió él, en voz más fuerte.

–Ah so desu, arigato gaziemashita.

–¿Tare toru desu ka? (¿Quién lo cogió?)

–Ueki-ya.

–¡Oh, ese viejo pillín! – Ueki-ya, el jardinero, el amable y desdentado viejo que cuidaba las plantas con manos amorosas y daba belleza al jardín.– Yoi, Motte kuru Ueki-ya. (Ve a buscarlo.)

Fujiko movió la cabeza. Su cara tenía la palidez del yeso.

–Ueki-ya shinda desu, ¡shinda desu! – murmuró.

–¿Ueki-ya shindato? ¿Donoyoni? ¿Doshité? ¿Dosbité shindanoda? (¿Cómo? ¿Por qué? ¿Cómo murió?)

Ella señaló el sitio donde había estado el faisán y dijo muchas palabras suaves e incomprensibles. Después, imitó el movimiento de descargar un sablazo.

–¡Santo Dios! ¿Mataste a ese viejo por un apestoso y maldito faisán?

Inmediatamente, todos los criados corrieron al jardín y se hincaron de rodillas. Fujiko esperó estoicamente a que todos estuviesen allí, y, después, se arrodilló también y se inclinó, pero como una samurai, no como los campesinos.

–Gomen nasai, dozo gomen na…

¡Al diablo con vuestros gomen nasai! ¿Qué derecho tenías a hacer una cosa así? ¿Eeeeh? – y empezó a maldecir furiosamente-. Por el amor de Dios, ¿por qué no me lo preguntaste? ¿Eh?

Fujiko levantó despacio la cabeza. Vio su dedo acusador y la ira pintada en su semblante. Murmuró una orden a Nigatsu, su doncella.

Nigatsu movió la cabeza y empezó a suplicar.

–¡Ima!

La doncella echó a correr. Volvió con el sable largo, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Fujiko tomó el sable y lo ofreció a Blackthorne con ambas manos. Habló, y, aunque él no comprendió todas sus palabras, supo lo que le decía.

–¡Iye! – gritó, agarrando el sable y arrojándolo lejos-. ¿Crees que con esto devolverías la vida a Ueki-ya?

Se alejó de allí, desesperado, se dirigió a la colina que dominaba el pueblo, cerca del santuario que estaba junto al viejo ciprés, y lloró.

Lloró porque un hombre había muerto innecesariamente y porque ahora sabía que era él quien lo había matado.

–Perdóname, Dios mío. Soy yo el responsable…, no Fujiko. Yo lo maté. Ordené que nadie tocase el faisán. Yo di la orden, conociendo sus leyes y sus costumbres.

Al cabo de un rato, se agotaron sus lágrimas. Era noche cerrada. Volvió a su casa.

Fujiko lo estaba esperando, como siempre, pero sola. Tenía el sable sobre las rodillas. Se lo ofreció.

–Dozo, dozo, Anjín-san.

–Iyé -dijo él, tomando el sable como era debido-. Iyé, Fujiko-san. Shigata ga nai, ¿neh? Karma, ¿neh?

La tocó, como disculpándose. Sabía que ella pagaba las consecuencias de su propia estupidez. Y Fujiko lloró.

–Arigato, arigato go… goziemashita, Anjín-san. Y él se sintió profundamente conmovido.

–¡Anjín-san! – dijo ahora Naga.

–¿Sí? ¿Sí, Naga-san? – Trató de olvidar su arrepentimiento y se volvió al joven que caminaba a su lado.– Pero, ¿qué decías?

–Decía que deseo ser amigo tuyo.

–¡Oh! Gracias.

–Sí, y tal vez tú querrías…

Soltó un chorro de palabras que Blackthorne no comprendió.

–¿Perdón…?

–Enseñar, ¿neh? Enseñar sobre el mundo…

–¡Ah, sí! Perdona. Enseñarte, ¿qué?

–Sobre tierras extranjeras, tierras remotas. El mundo, ¿neh?

–Sí, ya comprendo. Lo intentaré.

–Bien -dijo Naga, muy satisfecho.

Cuando llegaron cerca de los samurais, Naga les ordenó que dejasen libre el paso e hizo un ademán a Blackthorne para que avanzase él solo. Blackthorne obedeció, sintiéndose muy solo en aquel círculo de hombres.

–Ohayo, Toranaga-sama. Ohayo, Mariko-san -dijo, al reunirse con éstos.

–Ohayo, Anjín-san. Dozo suwa ru. (Buenos días, Anjín-san. Siéntate, por favor.)

Mariko le sonrió.

–Ohayo, Anjín-san. ¿Ikaga desu ka?

–Yoi, domo -dijo Blackthorne, mirándola y alegrándose de verla- Tu presencia me llena de gran alegría -añadió, en latín.

–También yo me alegro de verte. Pero estás sombrío. ¿Por qué?

–¿Nan ja? – preguntó Toranaga.

Ella le tradujo lo que habían dicho. Toranaga gruñó y habló.

–Mi señor dice que pareces preocupado, Anjín-san. Y lo mismo creo yo. Pregunta cuál es la causa de tu preocupación.

–No es nada. Domo, Toranaga-sama. Na ne mo. (No es nada.)

–¿Nan ja? – le preguntó directamente Toranaga-. ¿Nan ja?

Blackthorne obedeció y se apresuró a responder.

–Ueki-ya -dijo, afligido -, Hai, Ueki-ya.

–¡Ah so desu! – dijo Toranaga, y habló largamente a Mariko.

–Mi señor dice que no debes entristecerte por el viejo jardinero. Me pide que te diga que todo se resolvió oficialmente. El viejo jardinero supo perfectamente lo que hacía.

–No comprendo.

–El faisán se estaba pudriendo al sol. Había un enjambre de moscas. Tu salud, la de tu consorte y la de toda tu casa estaban amenazadas. Y también había habido algunas quejas, reservadas y muy discretas, por parte del jefe de los criados de Omi-san… y de otras personas.

–Pero, ¿por qué no me avisaron? ¿Por qué no me lo dijo alguien? El faisán no significaba nada para mí.

–¿Qué había que decirte? Habías dado una orden. Ellos no conocen tus costumbres y no sabían qué hacer. – Habló unos momentos con Toranaga, explicándole lo que había dicho Blackthorne, y se volvió de nuevo a éste.– ¿Te aflige esto? ¿Quieres que continúe?

–Sí, por favor, Mariko-san.

–Bueno, tu primer criado, el cocinero, convocó una reunión de tus servidores, Anjín-san. También asistió oficialmente Mura, el jefe de la aldea. Decidieron que no podía pedirse a los eta del pueblo que se llevasen el faisán, pues era un problema que sólo incumbía a la casa. El viejo jardinero pidió que se le permitiese hacerlo, últimamente tenía continuos dolores en el vientre, y padecía mucho al sembrar y plantar, y no podía hacer su trabajo como hubiese querido. El tercer cocinero se ofreció también, diciendo que era muy joven y muy estúpido, y que su vida no valía nada, comparada con un asunto tan grave. Por fin, se concedió el honor al viejo jardinero. Realmente, fue un gran honor, Anjín-san. Todos lo saludaron ceremoniosamente, y él correspondió a sus saludos y se llevó aquella cosa y la enterró, para gran alivio de todos.

«Cuando volvió, fue directamente al encuentro de Fujiko-san y le dijo lo que había hecho, que había desobedecido tu ley, ¿neh? Ella le dio las gracias por haber eliminado aquel peligro y le dijo que esperase. Vino a pedirme consejo y me preguntó qué debía hacer. Le respondí que no lo sabía, Anjín-san. Pregunté a Buntaro-san, pero él tampoco lo sabía. Era complicado, debido a tu situación. Por consiguiente, preguntó al señor Toranaga. Y el señor Toranaga habló personalmente con tu consorte.

Mariko se volvió a Toranaga y le dijo lo que acababa de explicar, siguiendo sus instrucciones.

Toranaga habló rápidamente, y Blackthorne les observó a los dos.

–Hai, Toranaga-sama. Hai. – Mariko miró a Blackthorne y dijo, en el mismo tono oficial: – Mi señor me pide que te diga que lo siente, que, si hubieses sido japonés, no habría habido ninguna dificultad, Anjín- san. El viejo jardinero habría ido sencillamente al campo de enterramientos, para recibir su liberación. Pero, y disculpa que lo diga, tú eres extranjero, aunque el señor Toranaga te haya hecho hatamoto, y había que decidir si eras legalmente samurai, o no. Celebro decirte que él resolvió que eras samurai y tenías los derechos de tal. Con esto quedó todo resuelto. La ley es clara. No había alternativa. – Su voz se volvió grave.– Pero el señor Toranaga sabe que te repugna matar, y por esto, para ahorrarte un sufrimiento, ordenó a uno de sus samurais que enviase al viejo jardinero al Gran Vacío.

–Pero, ¿por qué no me consultaron? Aquel faisán me tenía sin cuidado.

–El faisán no tiene nada que ver con esto, Anjín-san -le explicó ella-. Tú eres jefe de una casa. La ley dice que ningún miembro de tu casa puede desobedecerte. El viejo jardinero quebrantó deliberadamente la ley. Y todo el mundo se caería en pedazos si se permitiese a la gente violar la ley. Tu…

Toranaga la interrumpió y le habló. Ella le escuchó y le hizo algunas preguntas, y él le hizo ademán de que continuase.

–Hai. El señor Toranaga quiere que te diga que cuidó él personalmente de que el viejo jardinero tuviese la muerte rápida, indolora y honrosa que se merecía. Incluso prestó al samurai su propio sable, que es muy afilado. Y yo debo decirte que el viejo jardinero se sintió muy orgulloso de que, en sus días de decrepitud, pudiese ayudar a tu casa, Anjín-san, contribuyendo a confirmar tu condición de samurai delante de todo el mundo. Sobre todo, estuvo orgulloso del honor que se le hacía al no emplearse con él verdugos públicos, Anjín-san. El señor Toranaga quiere que esto quede bien claro.

–Gracias, Mariko-san. Gracias por habérmelo aclarado. – Blackthorne se volvió a Toranaga y le dedicó su más correcta reverencia.– Domo, Toranaga-sama, domo arigato. Wakarimasu. Domo.

Fujiko y todos los demás habían hecho lo que debían.

«Fujiko es inocente. Todos son inocentes. Menos yo -se dijo-. No puedo deshacer lo que está hecho. ¿Cómo podré vivir con esta vergüenza?.»

Permaneció sentado, con las piernas cruzadas, frente a Toranaga, sintiendo que la ligera brisa del mar sacudía su quimono y los sables que llevaba al cinto. Escuchaba dócilmente, y respondía, y nada tenía importancia. La guerra era inminente, decía Mariko. ¿Cuándo?, preguntaba él. Muy pronto, decía ella.

–Partirás conmigo, Anjín-san, y me acompañarás durante una parte del viaje, porque yo voy a Osaka y tú irás a Yedo por tierra, para preparar tu barco para la guerra…

De pronto, se hizo un silencio colosal.

Después, la tierra empezó a temblar.

Blackthorne sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar, y todas las fibras de su ser se estremecieron de pánico. Trató de mantenerse en pie, pero no pudo, y vio que todos los guardias eran igualmente impotentes. Toranaga y Mariko se agarraban al suelo con manos y pies. Un rugido, retumbante y catastrófico, pareció surgir de la tierra y del cielo, envolviéndoles, aumentando hasta que sus oídos estuvieron a punto de estallar. El sintió que iba a vomitar, mientras su incrédula mente le decía que estaba en tierra firme y no en el mar, donde el mundo se movía a cada instante.

Un alud de rocas se desprendió de las montañas del Norte y rodó hacia el valle, aumentando el estruendo. Parte del campamento de samurais desapareció.

Cesó el temblor.

La tierra era de nuevo firme, como siempre había sido, como siempre hubiese debido ser. Blackthorne sintió que le temblaban las manos, las rodillas y todo el cuerpo. Trató de dominar el temblor y de recobrar aliento.

Entonces, la tierra lanzó un nuevo alarido. Empezó el segundo terremoto. Más violento. Esta vez, el suelo se abrió al otro lado de la meseta. La grieta corrió en su dirección a velocidad increíble, pasó a cinco pasos de ellos y siguió adelante. Los ojos incrédulos de Blackthorne vieron que Toranaga y Mariko se tambaleaban en el borde de la hendidura. Como en una pesadilla, vio que Toranaga, que era el que estaba más cerca de la grieta, iba a caer en ella. Saliendo de su estupor, saltó hacia delante. Agarró con la diestra el cinto de Toranaga, mientras temblaba la tierra como una hoja agitada por el viento.

La grieta tenía veinte pasos de profundidad y diez de anchura, y olía a muerte. Piedras y barro se desprendían de sus paredes, arrastrando a Toranaga y, con él, a Blackthorne. Este pugnaba por agarrarse con las manos y los pies, gritando a Toranaga que lo ayudase. Todavía medio aturdido, Toranaga apoyó los pies en la pared y, medio a rastras, medio izado por Blackthorne, consiguió salir. Ambos yacieron jadeando en terreno firme.

Entonces, hubo otra sacudida.

La tierra se abrió de nuevo. Mariko chilló. Trató de huir, pero la nueva fisura la engulló. Blackthorne se arrastró frenéticamente hasta el borde y miró hacia abajo. Ella estaba temblando en una cornisa, a pocos metros debajo de él. La hendidura tenía unos nueve metros de profundidad y tres de anchura. El borde cedió bajo el peso de él, y Blackthorne resbaló, casi cegado por el barro y las piedras, y consiguió agarrar a Mariko y ponerla a salvo en otra cornisa. Ambos se esforzaron en recobrar el equilibrio. Una nueva sacudida. La mayor parte de la cornisa cedió. Estaban perdidos. Entonces, el puño de hierro de Toranaga agarró el cinto de Blackthorne, interrumpiendo el descenso a los infiernos.

Toranaga tiró de él hasta que volvieron a estar en una estrecha cornisa, y entonces, se rompió el cinto. Una momentánea pausa de los temblores dio tiempo a Blackthorne de izar a Mariko, mientras llovían piedras sobre ambos. Toranaga saltó para ponerse a salvo, gritándole que se diese prisa. La sima gruñó y empezó a cerrarse. Blackthorne y Mariko estaban todavía en sus fauces, y Toranaga ya no podía ayudarlos. El propio terror prestó a Blackthorne fuerzas sobrehumanas, y, de alguna manera, consiguió éste arrancar a Mariko de su tumba y empujarla hacia arriba. Toranaga la agarró de la muñeca y la izó sobre el borde. Blackthorne trepó detrás de ella, mientras la pared opuesta se iba acercando. Por un momento, pensó que estaba atrapado. Pero consiguió salir a medias de su tumba y se apoyó en el tembloroso borde, jadeando, incapaz de izarse del todo, con las piernas todavía en la hendidura. Esta se estaba cerrando. Entonces, se quedó quieta… Su boca tenía seis pasos de anchura y ocho de profundidad.

Cesó el ruido. El suelo se inmovilizó. Volvió el silencio.

De manos y rodillas en el suelo, esperaron los tres que empezase de nuevo aquel horror. Blackthorne empezó a levantarse, empapado en sudor.

–Iyé – le gritó Toranaga, haciéndole señas de que se estuviese quieto. Tenía el rostro desencajado y una profunda herida en la sien, producida por el choque de una piedra.

Los tres jadeaban y sentían amargor de bilis en la boca. Los guardias empezaban a levantarse. Varios empezaron a correr hacia Toranaga.

–¡Iyé! – les gritó éste-. ¡Maté! (¡Esperad!)

Ellos obedecieron. La espera se hizo eterna. Entonces, un pájaro pió en un árbol y levantó el vuelo. Otro lo siguió. Blackthorne sacudió la cabeza para expulsar el sudor de sus ojos. Una hormiga se movió entre la hierba. Y otra, y otra. Reanudaban su busca de alimento.

Todavía aterrorizado, Blackthorne se sentó sobre los talones.

–¿Dónde estaremos seguros?

Mariko no le respondió. Estaba como hipnotizada por la hendidura del suelo. Él se acercó a ella, medio a rastras.

–¿Estás bien?

–Sí… sí -respondió, con voz ahogada.

Tenía la cara manchada de barro, rasgado y sucio el quimono, y ambas sandalias y un tabí habían desaparecido. Y también su sombrilla. Él la ayudó a alejarse del borde. Después, miró a Toranaga.

–¿Ikaga desu ka?

Toranaga era incapaz de hablar. Tenía el pecho molido y los brazos y las piernas llenos de contusiones. Señaló la grieta que había estado a punto de engullirlo y que era ahora como una estrecha zanja en el suelo. Hacia el Norte, la zanja era aún como un barranco, pero no tan ancho ni tan profundo como antes.

Blackthorne se encogió de hombros.

–Karma -dijo.

Toranaga eructó con fuerza, escupió y volvió a eructar. Tras aclararse así la garganta, lanzó un torrente de insultos, mientras señalaba la zanja con sus romos dedos, y, aunque Blackthorne no podía entender todas sus palabras, estaba claro que decía en japonés:

–¡Al diablo el karma, al diablo el terremoto y al diablo la zanja…, que se ha tragado mis sables!

Blackthorne soltó una carcajada, impulsado por su alegría de estar vivo y por la estupidez de la situación. Al cabo de un momento, Toranaga rió también, y su hilaridad se contagió a Mariko. Blackthorne se volvió a ella.

–¿Ha terminado el terremoto, Mariko-san?

–Hasta la próxima sacudida, sí -respondió ella, quitándose el barro de las manos y del quimono.

Los guardias les observaban sin moverse, esperando órdenes de Toranaga. Hacia el Norte había fuego en el campamento. Los samurais luchaban contra el incendio y removían las rocas en busca de los que habían quedado enterrados. Al Este, Yabú, Omi y Buntaro, estaban con otros guardias, más allá del extremo de la fisura, ilesos -salvo algunas contusiones-, esperando la llamada de su señor. Igurashi había desaparecido. La tierra se lo había tragado.

Blackthorne se dejó llevar por el momento. Se había desvanecido el desprecio por su propia persona y se sentía completamente sereno y dueño de sí. Ahora se enorgullecía de ser samurai y de ir a Yedo, y a la guerra, y a su barco, y al Buque Negro, y de volver a ser samurai. Miró a Toranaga, deseando preguntarle muchas cosas, pero vio que el daimío estaba sumido en sus pensamientos y pensó que sería descortesía distraerlo. «Ya habrá tiempo», pensó, satisfecho, y miró a Mariko. Esta se estaba arreglando la cara y los cabellos, y él apartó su mirada.

Entonces habló Toranaga, con voz grave:

–Domo, Anjín-san, ¿neh? Domo.

–Dozo, Toranaga-sama. Nané mo. Hombun, ¿neh? (Por favor, Toranaga-sama, no ha sido nada. El deber.)

Después, como no sabía bastantes palabras en japonés y quería expresarse con exactitud, Blackthorne dijo:

–Mariko-san, te ruego que le expliques esto: ahora creo entender lo que tú y el señor Toranaga queríais decir al referiros al karma y a la estupidez de preocuparse por lo que es. Muchas cosas me parecen más claras. No sé por qué, tal vez porque nunca había sentido tanto miedo, y esto ha aclarado mis ideas, pero ahora tengo la impresión de pensar con más claridad. Es… bueno, como el viejo jardinero. Sí, fue por mi culpa y lo siento de veras, pero fue un error, no una acción deliberada por mi parte. Es un hecho, y nada se le puede hacer. Hace un momento estábamos casi muertos. Por consiguiente, mis preocupaciones y mi dolor habían sido vanos, ¿no? Karma. Sí, ahora sé lo que es karma. ¿Me comprendes?

–Sí -dijo ella, y lo tradujo a Toranaga.

–Mi señor dice: «Bien, Anjín-san. Karma es el principio del conocimiento. Después, está la paciencia. La paciencia es muy importante. Los pacientes son fuertes, Anjín-san. Paciencia significa dominar nuestra inclinación hacia las siete emociones: odio, adoración, gozo, ansiedad, irritación, dolor y miedo. Si las resistes, eres paciente, y pronto comprenderás todas las cosas y estarás en armonía con la Eternidad.»

–¿Crees tú eso, Mariko-san?

–Sí, lo creo. Y trato de ser paciente, pero es difícil.

–Y esto también es wa, vuestra armonía, vuestra «tranquilidad», ¿neh?

–Sí.

–Dile que le agradezco sinceramente lo que hizo por el viejo jardinero. Antes no lo hice de corazón. Díselo.

–No hace falta, Anjín-san. Él sabía que no era más que pura cortesía.

–¿Cómo podía saberlo?

–¿No te dije que es el hombre más sabio del mundo?

Blackthorne se puso en pie y observó la hendidura del suelo. Con mucho cuidado, saltó dentro de ella y desapareció.

Mariko se incorporó, asustada de pronto, pero Blackthorne volvió rápidamente a la superficie. Llevaba en las manos el sable de Fujiko. Todavía estaba en su vaina, llena de barro y de arañazos. El sable corto había desaparecido.

Se arrodilló ante Toranaga y le ofreció su sable, tal como debe ofrecerse un sable.

–Dozo, Toranaga-sama -dijo, sencillamente-. Kara samurai ni samurai, ¿neh? (Por favor, señor Toranaga, de samurai a samurai, ¿eh?)

–Domo, Anjín-san. – El señor del Kwanto aceptó el sable y lo introdujo en su cinto. Después sonrió, se inclinó y dio una fuerte palmada en el hombro de Blackthorne.– Tomo, ¿neh? (Amigo, ¿eh?) Domo.

Blackthorne desvió la mirada y su sonrisa se desvaneció. Una nube de humo se elevaba del sitio donde debía estar la aldea. Inmediatamente pidió a Toranaga permiso para marcharse, a fin de asegurarse de que Fujiko estaba bien.

–Dice que sí, Anjín-san. Cuando se ponga el Sol, tenemos que ir los dos a cenar en la fortaleza. Hay varias cosas que desea discutir contigo.

Blackthorne volvió a la aldea. Estaba devastada, no se distinguía el antiguo trazado de la carretera, y su superficie estaba destrozada. En cambio, las embarcaciones se habían salvado. Algunas casas seguían ardiendo. Los lugareños transportaban cubos de arena y de agua. Blackthorne dobló la esquina. La casa de Omi estaba inclinada a un lado, como un borracho. La suya era una ruina calcinada.

CAPITULO XXXIX