CAPITULO XLIV

A la Hora de la Cabra, el cortejo volvió a cruzar el puente. Todo era como la otra vez, salvo que Zataki y sus hombres vestían más sencillamente, preparados para el viaje… o para la lucha. Todos se sentaron frente a las fuerzas de Toranaga, muy superiores en número. El padre Alvito estaba a un lado, entre los espectadores. Y también Blackthorne.

Toranaga saludó a Zataki con la misma tranquila formalidad, prolongando la ceremonia de tomar asiento. Hoy, los dos daimíos estaban solos en el estrado, y los cojines, bastante separados entre sí. Yabú, Omi, Naga y Buntaro estaban fuera del estrado, del lado de Toranaga, y cuatro consejeros de Zataki, distribuidos detrás de éste.

En el momento oportuno, Zataki sacó el segundo rollo.

–Vengo a que me des tu respuesta formal.

–Estoy dispuesto a ir a Osaka y someterme a la voluntad del Consejo -respondió serenamente Toranaga, y se inclinó.

–¿Vas a someterte? – preguntó Zataki con un ademán de incredulidad-. Tú, Toranaga-noh-Minowara, ¿vas a…?

–Escucha -le interrumpió Toranaga, con su tonante voz de mando, que resonó en el claro, sin parecer demasiado fuerte-. ¡Hay que obedecer al Consejo de Regencia! Aunque es ilegal, está constituido, y ningún daimío tiene derecho a dividir el Reino, por mucho que le asista la razón. El Reino es lo primero. Yo juré al Taiko que nunca sería el primero en romper la paz, y no lo haré, aunque la maldad impera en el país. Acepto la invitación. Partiré hoy mismo.

Los samurais, pasmados, trataban de adivinar lo que significaba este increíble cambio de actitud.

Buntaro sabía que acompañaría a Toranaga en su último viaje y que compartiría su destino: la muerte, con toda su familia, con todas las generaciones. Ishido era su enemigo personal y no le perdonaría nunca, en todo caso, ¿quién podía desear seguir viviendo, cuando su propio señor renunciaba a la lucha de un modo tan cobarde? «Karma -pensó amargamente-. ¡Buda dame fuerza! Ahora tendré que arrancar la vida a Mariko y a nuestro hijo, antes de quitarme la mía. ¿Cuándo? Cuando haya cumplido mi deber, y nuestro señor haya pasado honorablemente al Vacío.»

Naga estaba asombrado. ¿No habría Cielo Carmesí? ¿No habría una guerra honrosa? ¿No habría lucha a muerte en los montes de Shinano o en los llanos de Kioto? ¿Debía renunciar a morir heroicamente en defensa de la bandera de su padre? Sí, no habría nada de esto. Sólo un harakiri, probablemente a toda prisa, sin pompa, ni ceremonia ni honor, y su cabeza clavada en una pica, entre la mofa del vulgo. La muerte y el fin de la estirpe Yoshi. Pues era indudable que todos morirían: su padre, todos sus hermanos y hermanas y primos, y todos sus sobrinos y sobrinas, tíos y tías. Miró a Zataki. Sintió sed de sangre…

Omi observaba a Toranaga, viéndolo a medias, devorado por el odio. «Nuestro señor se ha vuelto loco -pensó-. ¿Cómo puede ser tan estúpido? Tenemos cien mil hombres y el Regimiento de Mosquetes, y otros cincuenta mil alrededor de Osaka. ¡Cielo Carmesí es un millón de veces mejor que una tumba solitaria y apestosa!

«Todo ha ido mal -siguió pensando-. No hay paz en mi casa, sólo irritación y disputas, y Midori llorando continuamente. Mi venganza contra Yabú está más lejos que nunca. No hay convenio privado y secreto con Zataki, con Yabú o sin él, negociado durante horas de la noche pasada. No hay trato posible. Nada funciona. Incluso cuando Mura encontró los sables, ambos estaban tan estropeados por la fuerza de la tierra, que sé que Toranaga se disgustó cuando se los mostré. Y ahora, esto, ¡esta cobarde y traidora rendición!

»Es casi como si yo estuviese embrujado, víctima de un hechizo maléfico. ¿Lanzado por Anjín-san? Tal vez. Sea como fuere, todo está perdido. Ni sables, ni venganza, ni camino secreto para escapar, ni Kikú, ni futuro. ¡Espera! Hay un futuro con ella. La muerte es el futuro, el pasado y el presente, y sería tan claro y tan sencillo…»

–¿Vas a abandonar? ¿No vamos a la guerra? – rugió Yabú, comprendiendo que esto significaba la muerte para él y todo su linaje.

–Acepto la invitación del Consejo -respondió Toranaga-. ¡Y tú la aceptarás también!

–Yo no…

Omi salió de su ensoñación con la serenidad suficiente para darse cuenta de que tenía que interrumpir a Yabú para protegerlo de la muerte instantánea que supondría un enfrentamiento con Toranaga. Pero cerró deliberadamente los labios, regocijado por este regalo de los dioses y esperando presenciar la ruina de Yabú.

–Tú no… ¿qué? – preguntó Toranaga.

El alma de Yabú presintió el peligro. Logró murmurar:

–Yo… yo…, como vasallo tuyo, debo obedecer. Si… si lo decides…, sea lo que fuere…, te obedeceré.

Omi maldijo para sus adentros y asumió de nuevo su actitud helada, todavía confuso por la inesperada capitulación de Toranaga.

Este dejó que Yabú siguiese desgranando sus disculpas. Luego, despectivamente, le cortó en seco:

–Está bien. – Se volvió a Zataki, pero sin descuidar su vigilancia. – Ya ves, hermano, que puedes guardarte el segundo rollo. Todo queda… -Por el rabillo del ojo, vio el cambio operado en el rostro de Naga, y se dirigió a éste: – ¡Naga!

El joven dio un respingo, pero su mano soltó el sable.

–¿Qué, padre? – preguntó.

–Ve a buscar recado de escribir. ¡En seguida!

Cuando Naga se hubo alejado, observó cuidadosamente a Buntaro, después a Omi, por último, a Yabú. Pensó que los tres estaban bastante dominados como para no hacer ninguna tontería que provocase un motín inmediato y una gran carnicería. De nuevo se dirigió a Zataki:

–Dentro de Izú, estás seguro, regente. Fuera de Izú también lo estás. Hasta que mi madre se libre de tus garras, estás seguro. Pero sólo hasta entonces. La reunión ha terminado.

–Bien. – La voz de Zataki era francamente despectiva.– ¡Qué hipocresía! Nunca pensé que llegaría un día en que Yoshi Toranaga-noh-Minowara se inclinaría ante el general Ishido. Sólo eres…

–¿Qué es más importante, hermano? – dijo Toranaga-. ¿La continuidad de mi estirpe, o la continuidad del Reino?

El valle estaba sombrío. Llovía a raudales. El claro y el patio de la posada estaban llenos de empapados y malhumorados samurais. Los caballos piafaban irritados.

Los oficiales gritaban órdenes con innecesaria rudeza. Faltaba apenas una hora para el anochecer.

Toranaga había escrito y firmado el florido mensaje y lo había enviado a Zataki, desoyendo las súplicas que le habían dirigido Buntaro, Omi y Yabú, en una conferencia privada. Había escuchado sus argumentos en silencio, y cuando terminaron, les dijo:

–¡Basta de charla! He tomado mi decisión. ¡Obedeced!

Y les dijo que volvería inmediatamente a Anjiro a recoger el resto de sus hombres. Mañana subiría por la carretera de la costa oriental hacia Atami y Adawara, y seguiría por los puertos de montaña hasta Yedo. Buntaro mandaría su escolta. Mañana, el Regimiento de Mosquetes embarcaría en las galeras de Anjiro y se haría a la mar para esperarlo en Yedo, al mando de Yabú. Al día siguiente, Omi marcharía a la frontera por la carretera central, con todos los guerreros disponibles que hubiera en Izú. Habría de ayudar a Hiro-matsu, que tenía el mando supremo, y asegurarse de que el enemigo, Ikawa Jikkyu, no entorpeciese el tráfico normal. De momento, Omi establecería su base en Mishima, para vigilar aquel tramo de la Carretera de Tokaido y preparar palanquines y caballos en número suficiente para Toranaga y el considerable séquito que requería una visita oficial.

Cuando todo estuvo dispuesto para la partida, Toranaga salió de sus habitaciones a la galería. Todos se inclinaron reverentes. Les indicó hoscamente que siguiesen con su trabajo y envió a buscar al posadero. El hombre se arrodilló, adulador, al presentarle la factura. Esta era correcta. Toranaga la pasó a su intendente para que la pagase y llamó a Mariko y Anjín-san. Dio permiso a Mariko para ir a Osaka.

–Pero antes, irás directamente a Mishima y entregarás este mensaje privado a Hiro-matsu-san. Después seguirás hacia Yedo con Anjín-san. Responderás de él hasta vuestra llegada. Probablemente, irás por mar a Osaka, pero esto lo decidiré más adelante. ¡Anjín-san! ¿Recibiste el diccionario del cura-san?

–Sí.

–Cuando nos encontremos en Yedo, hablarás el japonés mejor que ahora. ¿Wakarimasu ka?

–Hai. Gomen nasai.

Con aire desalentado, Toranaga salió al patio, subió al palanquín, dispuesto en cabeza de la columna, y corrió las cortinas. Inmediatamente, los seis semidesnudos portadores levantaron la litera y emprendieron el trote, chapoteando en los charcos con los callosos pies descalzos.

Buntaro volvió al alto y curvo portal de la posada, sin reparar en el aguacero.

–¡Mariko-san!

Esta corrió obediente a su encuentro, mientras la lluvia repicaba en su paraguas de papel embreado.

–Dime, señor.

Mirándola por debajo del borde de su sombrero de bambú, transfirió la mirada a Blackthorne, que los observaba desde la galería.

–Dile… -Se interrumpió.

–¿Qué señor?

Él la miró de arriba abajo. – Dile que me responde de ti.

–Sí, señor -afirmó ella-. Pero, perdona, yo respondo de mí misma.

Buntaro se volvió y midió la distancia hasta lo alto de la columna. Al volverse de nuevo, su cara reflejó tormento.

–Ahora ya no caerán las hojas para nosotros, ¿neh?

–Todo está en manos de Dios, señor.

–No, está en manos del señor Toranaga -replicó él desdeñosa mente.

Ella miró sin vacilar. Seguía lloviendo. De su sombrilla caían gotitas como una cortina de lágrimas. El barro salpicaba el orillo de su quimono. Entonces, dijo él:

–Sayonara…, hasta que nos veamos en Osaka.

–Oh, perdona, pero, ¿no te veré en Yedo? Seguramente estarás allí con el señor Toranaga, llegarás aproximadamente al mismo tiempo, ¿neh? Entonces nos veremos.

–Sí, pero cuando nos encontremos en Osaka o cuando vuelvas de allí, empezaremos de nuevo. Entonces será cuando te veré de verdad, ¿neh?

–¡Ah! Comprendo. Perdona.

–Sayonara, Mariko-san -dijo él.

–Sayonara, mi señor. Ve con Dios -añadió, mientras se alejaba al galope.

Blackthorne vio que ella seguía con los ojos a Buntaro. Esperó bajo el refugio del tejado, mientras amainaba la lluvia. La cabeza de la columna no tardó en perderse de vista, seguida por el palanquín de Toranaga.

Por la mañana, la caza había empezado bien. Había escogido un halcón pequeño y de alas largas, y lo había lanzado con gran fortuna, contra una alondra. Abriendo la marcha como era su privilegio, había galopado por el bosque, siguiendo un sendero frecuentado por campesinos y buhoneros que se apartaban a su paso. Pero un viejo y curtido vendedor de aceite, montado en un escuálido caballo, le cerró el camino y, con insolencia, se negó a moverse. En la excitación de la caza, Blackthorne le gritó al hombre que se apartase, pero éste le contestó con rudeza y gritando igual que él. Entonces llegó Toranaga, señaló a su guardaespaldas y dijo:

–Anjín-san, déjame tu sable un momento -y algunas otras palabras que él no comprendió. Blackthorne obedeció al instante y, antes de que se diese cuenta de lo que pasaba, el samurai se lanzó contra el buhonero y le descargó un sablazo tan perfecto, que el vendedor de aceite dio un paso antes de caer, partido por la cintura.

Después, Toranaga le devolvió el sable, diciendo algo que Mariko le tradujo más tarde en estos términos: «Anjín-san, que estaba orgulloso de haber podido probar esa hoja, y te sugirió que llamases al sable Aceitera, para que su golpe y su filo fuesen recordados con honor. Ahora, tu sable ha entrado en la leyenda, ¿neh?.»

«¡Ojalá no me lo hubiese dado nunca! – pensaba ahora-. Pero no toda la culpa fue de ellos, sino también mía. Yo le grité a aquel hombre, él me replicó rudamente, y un samurai no debe ser nunca tratado con rudeza.»

En todo caso, aquella muerte le había amargado la caza, aunque lo había disimulado cuidadosamente, porque Toranaga se había mostrado malhumorado durante todo el día.

Poco antes del mediodía habían regresado a Yokosé, se había celebrado la reunión con Zataki y, después, el padre Alvito había salido a su encuentro como un ángel vengador, escoltado por dos acólitos.

–¡Por Jesucristo, apartaos de mi camino!

–No hay por qué asustarse ni blasfemar -había dicho Alvito.

–¡Que Dios os maldiga, a vos y a todos los curas! – replicó Blackthorne, sin poder dominarse, aunque sabía que estaba en territorio enemigo, pues con anterioridad había visto a medio centenar de samurais dirigirse a misa.

–Que Dios perdone esta blasfemia, capitán. Sí. Que Él os perdone y os abra los ojos. Yo no os quiero mal. He venido a traeros un regalo. Tomadlo, es un don de Dios, capitán.

Blackthorne tomó el paquete, receloso. Pero cuando lo abrió y vio el diccionario-gramática portugués-latín-japonés, sintió un escalofrío. Hojeó unas cuantas páginas. Era, ciertamente, la mejor impresión que jamás había visto, y la calidad y el detalle de la información eran asombrosos.

–Muy valioso para regalarlo. ¿Qué pedís a cambio?

–Toranaga nos pidió que os lo diésemos. Y el padre Visitador accedió. Por consiguiente, ahí lo tenéis. Ha sido impreso este mismo año. Es bello, ¿no? Sólo os pedimos que lo apreciéis, que lo tratéis bien.

–Lo guardaré como se merece. Encierra inestimables conocimientos, como vuestros libros de ruta. Pero esto es mejor. ¿Qué pedís por él?

–Nada.

–No lo creo. – Blackthorne sopesó el libro, cada vez más receloso.– Me da todos vuestros conocimientos y nos hace ganar diez o veinte años. Con esto, pronto hablaré el japonés tan bien como vos. Y después, podré enseñar a otros. Es la llave del Japón, ¿neh? La lengua es la llave de cualquier país extranjero, ¿neh? Dentro de seis meses, podré hablar directamente con Toranaga.

–Es posible. Si disponéis de esos seis meses.

–¿Qué queréis decir?

–Nada que no sepáis ya. El señor Toranaga puede estar muerto mucho antes de seis meses.

–¿Por qué? ¿Qué noticias le trajisteis? Desde que habló con vos, parece un toro medio degollado. ¿Qué le dijisteis?

–Mi mensaje era privado, de Su Eminencia al señor Toranaga. Lo siento, no soy más que un mensajero. Pero el general Ishido domina Osaka, como sin duda sabéis, y cuando Toranaga-sama vaya a Osaka, todo habrá terminado para él. Y para vos.

Blackthorne sintió un escalofrío.

–¿Por qué para mí?

–No podréis escapar a vuestro destino, capitán. Ayudasteis a Toranaga contra Ishido. ¿Lo habéis olvidado? Pusisteis violentamente las manos sobre Ishido. Dirigisteis la fuga del puerto de Osaka. Lo siento, pero no os servirán de nada, ni vuestra capacidad de hablar japonés, ni vuestros sables de samurai. Tal vez esta condición de samurai os perjudicará aún más. Os ordenarán que os hagáis el harakiri, y si os negáis… -Y Alvito añadió, con voz igualmente amable:- Ya os advertí que son gente muy simple.

–También lo somos los ingleses -replicó él, con jactancia-. Si hay que morir, moriremos, pero antes confiamos en Dios y guardamos seca nuestra pólvora. No temáis, conozco algunos trucos.

–¡Oh! Yo nada temo, capitán. Ni a vos, ni a vuestra herejía, ni a vuestros cañones. Están enmohecidos, como vosotros.

–Es karma, o voluntad de Dios, decidlo como queráis -opuso Blackthorne, con irritación-. Pero por Dios que conseguiré mi barco, y entonces, en un par de años, traeré una flota de barcos ingleses y os echaré a todos de Asia.

Alvito replicó, con su enojosa y tremenda calma:

–Esto está en manos de Dios, capitán. Pero aquí la suerte está echada y no ocurrirá nada de lo que decís. Nada. – Miró a Blackthorne, como si ya estuviese muerto.– Que Dios se apiade de vos, capitán, porque, como Dios es mi juez, creo que nunca saldréis de estas islas.

Blackthorne se estremeció al recordar la convicción con que Alvito había dicho esto.

–¿Tienes frío, Anjín-san?

Mariko estaba ahora de pie a su lado, en la galería, sacudiendo el paraguas en la oscuridad.

–Oh, no. No tengo frío. Estaba pensando…

Miró hacia el puerto. Toda la columna había desaparecido entre la masa de nubes. La lluvia había amainado un poco. Algunos lugareños y criados chapoteaban en los charcos, de vuelta a casa. El patio estaba vacío, y el jardín, empapado. Ya no había centinelas en el portal ni a ambos lados del puente. Un gran vacío parecía dominar el crepúsculo.

Llegó una doncella que traía unos tabis secos. Tomó el paraguas de Mariko, se arrodilló y empezó a secarle los pies.

–Mañana al amanecer empezaremos nuestro viaje, Anjín-san.

–¿Cuánto durará?

–Muchos días, Anjín-san. El señor Toranaga dijo… -Mariko miró hacia atrás, al salir Gyoko de la posada. – El señor Toranaga me dijo que teníamos mucho tiempo por delante.

Y Gyoko hizo una profunda reverencia.

–Buenas tardes, dama Toda, discúlpame por interrumpirte.

–¿Cómo estás, Gyoko-san?

–Muy bien, gracias, aunque quisiera que parase de llover. No me gusta esta humedad. Sin embargo, cuando cesa la lluvia, viene el calor y aún es mucho peor, ¿neh?. Pero el otoño no está lejos… Es una suerte que podamos esperar el otoño y la deliciosa primavera, ¿neh?

Mariko no respondió. La doncella acabó de ponerle los tabis y se levantó.

–Gracias -dijo Mariko, despidiéndola-. Bueno, Gyoko-san, ¿deseas algo de mí?

–Kikú-san pregunta si te sirve la cena, o que baile o cante para ti esta noche. El señor Toranaga le dijo que te distrajera, si querías.

–Sí, me lo dijo, Gyoko-san. Sería magnífico, pero tal vez no esta noche. Hemos de partir al amanecer, y estoy muy cansada. Ya tendremos otras noches, ¿neh? Por favor, preséntale mis excusas y… ¡ah, sí!, dile que estoy encantada de que ambas me acompañéis en el viaje.

–Eres muy amable -dijo Gyoko, con voz almibarada-. Es un honor para nosotras. ¿Iremos a Yedo?

–Sí, claro. ¿Por qué?

–No tiene importancia, dama Toda. Pero, en este caso, tal vez podríamos detenernos un día o dos en Mishima… A Kikú-san le gustaría recoger alguna ropa, no se siente lo bastante ataviada para el señor Toranaga, y tengo entendido que el verano de Yedo es muy bochornoso.

–Sí. Desde luego. Ambas tendréis tiempo de sobra.

–Es… es trágico lo de nuestro señor, ¿neh?

–Karma -respondió serenamente Mariko, y añadió, con suave malicia femenina-: Pero nada ha cambiado, Gyoko-san. Cobrarás el día de tu llegada, en plata, según dice el contrato.

–¡Oh, lo siento! – exclamó la mujer, simulando desagrado-. Perdona, dama Toda, pero, ¿qué importa el dinero? Sólo me preocupa el futuro de nuestro señor.

–Él es dueño de su futuro -dijo Mariko, con naturalidad, aunque no lo creía-. Pero el tuyo es bueno…, pase lo que pase. Ahora eres rica. Se acabaron tus preocupaciones materiales. Pronto tendrás mucho poder en Yedo, con tu nuevo gremio de cortesanas, sea quien sea el que gobierne el Kwanto.

–Lo único que me preocupa es el señor Toranaga. Si pudiese ayudarle en algo, lo haría con gusto.

–Eres muy generosa, Gyoko-san. Le haré saber tu ofrecimiento. Sí, una rebaja de mil kokús en el precio sería una gran ayuda para él. La acepto en su nombre.

Gyoko se abanicó, logró sonreír amablemente y ahogó a duras penas un alarido por su imbecilidad al meterse en la trampa como una novata borracha de saké.

–¡Oh, no, dama Toda! ¿Cómo podría ayudar con dinero a un protector tan generoso? – murmuró, tratando de recobrarse-. Le sería más útil alguna información, algún servicio o…

–Perdona, ¿qué información?

–Ninguna. Ninguna, de momento. Es sólo una manera de hablar, lo siento. Pero el dinero…

–¡Ah! Perdona. Sí. Le hablaré de tu ofrecimiento y de tu generosidad. En su nombre, gracias.

Gyoko saludó y se deslizó hacia el interior de la posada. Mariko explicó a Blackthorne lo que habían dicho, y éste comentó:

–¿Pagará el señor Toranaga aunque…? – Se interrumpió. Mariko esperó, con aire ingenuo. Entonces, él siguió diciendo:- El padre Alvito me ha dicho que, cuando el señor Toranaga vaya a Osaka, estará perdido.

–¡Oh, sí! ¡Sí, Anjín-san, es la pura verdad! – exclamó Mariko con una animación que no sentía. Después, encerró a Toranaga y Osaka en sendos compartimientos de su mente, y recobró su tranquilidad-. Pero está a muchas leguas de aquí y muy lejos en el futuro, y ni Ishido, ni el buen padre, ni nosotros, ni nadie, sabemos lo que pasará. ¿Neh? Sólo lo sabe el buen Dios. Pero Él no nos lo dirá. ¿Neh?

–Hai. – Ambos rieron.– ¡Ah! Estás llena de sabiduría.

–Gracias. Y ahora, voy a hacerte una sugerencia, Anjín-san. Durante el viaje, olvidemos todos los problemas de los demás. ¡Todos! Pero no olvides que, durante el viaje, tendremos que tener muchísimo cuidado ante las dos mujeres.

–Descuida, señora.

Un samurai cruzó el portal y saludó a Mariko. Era un hombre de edad madura y cabellos grises, picado de viruela, y que cojeaba ligeramente.

–Discúlpame, dama Toda, pero, ¿saldremos al amanecer?

–Sí, Yoshinaka-san. Pero, si lo deseas, podemos retrasar la partida hasta el mediodía. Tenemos tiempo de sobra.

–Sí. Entonces, si no te importa, saldremos al mediodía. Buenas noches, Anjín-san. Permíteme que me presente. Soy Akira Yoshinaka, capitán de tu escolta.

–Buenas noches, capitán.

Yoshinaka se volvió de nuevo a Mariko.

–Yo respondo de ti y de él, señora, por consiguiente, ten la bondad de decirle que he ordenado que dos hombres duerman en su habitación, como sus guardias personales. Además, habrá diez centinelas nocturnos.

–Muy bien, capitán. Pero, perdona, sería mejor no poner a ningún hombre en la habitación de Anjín-san. Ellos tienen la inveterada costumbre de dormir solos o con una mujer. Probablemente, mi doncella estará con él. Ten la bondad de distribuir tus guardias a todo alrededor, pero no demasiado cerca, para no molestarlo.

–Muy bien, señora. Así se hará, aunque mi sistema es más seguro. En todo caso, dile que no salga por la noche, como suele hacer. Hasta que lleguemos a Yedo, yo respondo de él, y, cuando respondo de alguna persona importante, me pongo muy nervioso.

Saludó rígidamente y se alejó.

–El capitán te pide que no salgas solo durante el viaje. Si te levantas por la noche, lleva siempre contigo a un samurai.

–Está bien, así lo haré -respondió Blackthorne, observando al hombre que salía-. ¿Que más te ha dicho? Algo acerca de dormir… No lo he entendido muy…

Se interrumpió. Kikú salía de la casa. Llevaba ropa de baño y una toalla alrededor de los cabellos. Se dirigió, saltando descalza, a la casa de baño del manantial caliente, haciendo una media reverencia y saludando alegremente con la mano.

Blackthorne vio que Mariko lo observaba fijamente y se volvió a ella.

–No -dijo, en tono indiferente y moviendo la cabeza. Ella se echó a reír.

–Pensé que te sería difícil, tal vez incómodo, tenerla sólo como compañera de viaje, después de un juego de almohada tan especial.

–¿Incómodo? No. Al contrario, muy agradable. Tengo muy buenos recuerdos. Me alegro de que ahora pertenezca al señor Toranaga. Esto facilita mucho las cosas, para ella y para mí. Y para todos. – Iba añadir: «menos para Omi», pero lo pensó mejor.– A fin de cuentas, para mí fue sólo un regalo espléndido y muy especial. Nada más. ¿Neh?

–Sí, un regalo.

Tenía ganas de tocar a Mariko. Pero no lo hizo, sino que se volvió y contempló el puerto de montaña, no muy seguro de lo que había leído en los ojos de ella. La noche caía ahora sobre el puerto. Y las nubes. El agua goteaba suavemente del tejado.

–¿Qué más ha dicho el capitán?

–Nada importante, Anjín-san.

CAPITULO XLV

El viaje a Mishima duró nueve días, y ellos pasaron juntos parte de las noches. En secreto. Yoshinaka les ayudaba sin saberlo. En cada posada escogía, como era natural, habitaciones contiguas para todos.

–Espero que no te parezca mal, señora, pero así estamos más seguros -decía cada vez, y Mariko se mostraba de acuerdo y elegía la habitación central, con Kikú y Gyoko a un lado, y Blackthorne al otro. Después, en la oscuridad de la noche, se separaba de su doncella, Chimmoko, e iba a reunirse con él. Sólo Chimmoko estaba en el secreto.

Mariko comprendía que Gyoko, Kikú y todas las mujeres del grupo acabarían por saberlo. Pero esto no la inquietaba. Ella era samurai, y las otras, no. Su palabra pesaría más que la de ellas, salvo que la sorprendiesen in fraganti. Por otra parte, ningún samurai, ni siquiera Yoshinaka, se atrevería normalmente a abrir la puerta por la noche, sin ser invitado a hacerlo. Aparentemente, Blackthorne compartía su lecho con Chimmoko o con alguna de las doncellas de la posada. Además, las mujeres sabían que, si ella quería, podía hacerlas matar a todas antes de llegar a Mishima o a Yedo, por la menor falta, real o imaginaria. Y estaba segura de que Toranaga la aplaudiría en lo tocante a Gyoko, e incluso, en lo más profundo de su corazón, en lo tocante a Kikú. Con dos mil quinientos kokús podían comprarse muchas cortesanas de Primera Clase.

Se sentía, pues, a salvo de las mujeres. Pero no de Blackthorne. Este no era japonés. Su cara, sus modales o su orgullo, podían delatarlo. Mariko no temía por ella. Sólo por él.

–Al fin sé lo que significa el amor -murmuró ella la primera noche. Y, como ya no luchaba contra las arremetidas del amor, sino que cedía a ellas, el miedo por la seguridad de él la consumía-. Te amo, y por esto temo por ti -murmuró apretándose a él y empleando el latín, que era el lenguaje de los amantes.

A pesar de esto, sus noches eran alegres. Estaban enamorados y se sentían mejores que antes. Los días eran fáciles para ella y difíciles para él. Blackthorne estaba constantemente alerta, resuelto, por el bien de ella, a no cometer el menor error.

–No lo cometerás -dijo ella, mientras cabalgaban juntos, apartados de los demás, fingiendo una absoluta confianza después de sus temores de la primera noche-. Eres fuerte, eres samurai, y no te equivocarás.

–¿Y cuando lleguemos a Yedo?

–Deja en paz a Yedo. Te amo.

–Sí. Y yo a ti.

–Entonces, ¿por qué estás triste?

–No lo estoy, señora. Pero me pesa el silencio. Quisiera gritar mi amor desde las cimas de los montes.

Estaban gozosos de su intimidad y de la certeza de que se hallaban a salvo de miradas indiscretas.

–¿Qué les ocurrirá, Gyoko-san? – preguntó en voz baja Kikú, en su palanquín, el primer día del viaje.

–Un desastre, Kikú-san. No hay esperanza para su futuro. Él lo disimula bien, pero ¡ella…! La pasión se refleja en su cara. ¡Mírala! ¡Como una niña! ¡Oh, qué loca es!

–¿Qué hará Yoshinaka cuando lo descubra? – preguntó Kikú.

–Tal vez no lo descubra. ¡Ojalá sea así! ¡Los hombres son tan tontos y tan estúpidos! No ven las cosas más simples, cuando se trata de una mujer. Recemos para que no los descubran antes de que terminemos este negocio de Yedo, y para que, si los descubren, no nos hagan responsables a nosotras.

–Hacen muy buena pareja, ¿neh? Ella se ve ahora como una flor.

–Sí, pero se marchitará como una camelia rota cuando sea acusada ante Buntaro-san. Su karma es su karma, y nada podemos hacer por ellos. Ni por el señor Toranaga, ni siquiera por Omi-san. Vamos, ¡no llores, pequeña!

–¡Pobre Omi-san!

Omi las alcanzó al tercer día. Se alojó en su posada y, después de la cena, habló en privado con Kikú, pidiéndole formalmente que se uniese a él por toda la eternidad.

–De buen grado lo haría, Omi-san -le había contestado ella, llorando, porque lo quería mucho-. Pero lo impide mi deber para con el señor Toranaga, que me ha favorecido, y para con Gyoko-san, que me formó.

–El señor Toranaga ha perdido sus derechos sobre ti. Se ha rendido. Está acabado.

–Pero no su contrato, Omi-san, por mucho que yo desee que lo esté. El contrato es legal y obligatorio.

–No me contestes ahora, Kikú-san. Piénsalo. Por favor. Dame mañana tu respuesta -dijo, y se marchó.

Pero al día siguiente, su triste respuesta fue la misma. Él discutió. Se vertieron más lágrimas. Los dos se juraron eterna adoración, y entonces, ella lo despidió con una promesa:

–Si el contrato se rescinde o el señor Toranaga muere y quedo en libertad, haré todo lo que tú quieras. Obedeceré todo lo que ordenes.

Y él salió de la posada y se adelantó a caballo en la marcha hacia Mishima, lleno de negros presentimientos, y ella secó sus lágrimas y arregló su maquillaje. Gyoko la felicitó:

–Eres prudente, pequeña. ¡Ojalá tuviese dama Toda la mitad de tu prudencia!

Yoshinaka conducía tranquilamente la comitiva de posada en posada, siguiendo el curso del río Kano, sin preocuparse del tiempo. Toranaga le había dicho en privado que no hacía falta darse prisa, con tal de que llegasen sanos y salvos a Yedo antes de la Luna nueva.

–Prefiero que lleguen con retraso, a que lo hagan anticipadamente, Yoshinaka-san. ¿Comprendes?

–Sí, señor -respondió él, y ahora bendecía a su kami guardián por darle este respiro.

En Mishima, con el señor Hiro-matsu, o en Yedo, con el señor Toranaga, tendría que presentar el preceptivo informe, verbalmente y por escrito. Entonces tendría que decidir si decía lo que pensaba, aunque deliberadamente no lo había visto.

«¡Oh! – se decía, espantado- seguro que estoy equivocado. ¿Dama Toda con un hombre y, por añadidura, bárbaro?»

«¿No tienes el deber de observar? – se preguntaba-. ¿De conseguir pruebas? ¿De sorprenderlos juntos en un lugar, cerrado, en la cama? Te harás reo de encubrimiento si no lo haces, ¿neh?»

«Sí, pero sólo un loco propagaría estas noticias -pensaba también-. ¿No es mejor hacerse el tonto y esperar que nadie los delate y te delate? Abandónales a su karma. «¿Qué importa esto?.»

Pero, en su interior, el samurai sabía que importaba mucho.

–Buenos días, Mariko-san. Hoy tenemos un tiempo magnífico -dijo el padre Alvito, acercándose a ellos. Estaban frente a la posada, dispuestos a iniciar la jornada-. Buenos días, capitán. ¿Cómo estáis?

–Bien, gracias. ¿Y vos?

Su grupo y el de los jesuítas se habían encontrado algunas veces durante la marcha. En ocasiones se habían alojado en la misma posada. A veces, habían viajado juntos.

–¿Queréis que cabalgue con vos esta mañana, capitán? Si lo deseáis, podríamos continuar las lecciones de japonés.

–Gracias. Sí, me gustaría.

El primer día, Alvito se había ofrecido a enseñar japonés a Blackthorne.

–¿A cambio de qué? – le había preguntado éste.

–De nada. Me ayudará a pasar el tiempo, y tal vez me servirá de disculpa por mis duras palabras.

–Gracias, pero no me fío de vos.

–Entonces, si queréis, podéis contarme, a cambio, algo de vuestro mundo, lo que habéis visto y dónde habéis estado. Me encantaría y sería un trato justo. Yo vine al Japón cuando tenía trece o catorce años, y no he visto nada del mundo. Incluso podríamos, si queréis, concertar una tregua durante el viaje.

–Pero nada de religión, ni de política, ni de doctrinas papistas, ¿eh?

–Yo soy lo que soy, capitán, pero lo intentaré.

Y así empezaron, cautelosamente, su intercambio de conocimientos. Blackthorne pensaba que el trato era injusto. Alvito tenía una enorme erudición y era un magnífico maestro, mientras que él relataba cosas que podía saber cualquier capitán de barco. Pero Alvito le había dicho:

–No es verdad. Sois un capitán único y habéis hecho cosas increíbles.

Gradualmente se había ido estableciendo la tregua, y esto había complacido a Mariko.

–Esto es amistad, Anjín-san, o el comienzo de una amistad -había dicho ella.

–No. No es amistad. Desconfío más que nunca de él, y también él desconfía de mí. Somos enemigos perpetuos. Es una tregua temporal, debido, sin duda, a algún propósito que él no me diría si se lo preguntase. Lo comprendo y no veo peligro alguno en ello, con tal de que no me descuide.

A unas leguas al sur de Mishima, el río torcía hacia el Oeste, para correr plácidamente hacia la costa y el gran puerto de Namazu, y ellos dejaron el terreno quebrado y empezaron a cruzar las llanuras de arrozales por la amplia y poblada ruta que se dirigía al Norte. Tenían que cruzar muchos riachuelos y afluentes. Algunos eran poco profundos y podían vadearse, mientras que otros eran profundos y anchos y tenían que cruzarlos en barcazas.

Era el séptimo día desde su salida de Yokosé. Aquí, la carretera se bifurcaba, y el padre Alvito dijo que tenía que dejarlos. Seguiría el camino del Oeste para volver a su barco, donde estaría un par de días, pero los alcanzaría y volvería a reunirse con ellos en la carretera de Mishima a Yedo, si se lo permitían.

–Desde luego, podéis venir los dos conmigo, si lo deseáis.

–Gracias. Lo siento, pero tengo algo que hacer en Mishima -opuso Mariko.

–¿Y Anjín-san? Si dama Mariko va a estar ocupada, podríais venir vos. Tenemos un buen cocinero, y buen vino. Como Dios es mi juez, os puedo asegurar que estaréis completamente a salvo y seréis libre de hacer lo que os plazca. Rodrigues está a bordo.

Pero Blackthorne no aceptó, aunque habría deseado hacerlo. No se fiaba del sacerdote. Ni siquiera por Rodrigues habría metido la cabeza en la trampa. Dio las gracias a Alvito, y ambos le vieron alejarse montado a caballo.

–Detengámonos ahora, Anjín-san -propuso Mariko, aunque apenas era mediodía-. No tenemos prisa, ¿neh?

–Me parece muy bien.

–El padre es un buen hombre, pero me alegro de que se haya ido.

–También yo. Pero no es un buen hombre. Es un cura.

A ella le sorprendió su vehemencia.

–Perdona, Anjín-san, perdóname por decir…

–No tiene importancia, Mariko-san. Ya te dije que nada se ha olvidado. Él irá siempre detrás de mi pellejo.

Blackthorne fue en busca del capitán Yoshinaka. Mariko se quedó mirando la carretera occidental.

Los caballos del grupo del padre Alvito avanzaban pausadamente entre los otros viajeros. Algunos transeúntes se inclinaban ante el pequeño cortejo, y otros se arrodillaban humildemente, la mayoría mostraban curiosidad, cuando no ponían mala cara. Pero todos se apartaban cortésmente, cediéndoles el paso. Salvo los samurais, por bajo que fuese su rango. Cuando el padre Alvito se tropezaba con un samurai, se desviaba a la izquierda o a la derecha, seguido de sus acólitos.

Se alegraba de haberse separado de Mariko y de Blackthorne, de haber roto el contacto. Tenía que enviar mensajes urgentes al padre Visitador, y no había podido hacerlo porque sus palomas mensajeras habían sido destruidas en Yokosé. Y había muchos problemas por resolver. Toranaga, Uo el pescador, Mariko y el pirata. Y José, que le seguía los pasos.

–¿Qué está haciendo aquí, capitán Yoshinaka? – había preguntado el primer día, al ver a José entre los guardias, con quimono militar y llevando torpemente los dos sables.

–El señor Toranaga me ordenó que lo llevase a Mishima, Tsukku- san. Allí tengo que entregarlo al señor Hiro-matsu. Lo siento, pero, ¿te ofende su presencia?

–No, no -replicó Alvito, no muy convencido.

–¡Oh! ¿Estás mirando sus sables? No te inquietes. Están las empuñaduras, pero no las hojas. Así lo ordenó el señor Toranaga. Como el hombre ingresó tan joven en tu orden, no se sabe si puede llevar sables de verdad. En todo caso, no puede haber un samurai sin sables, y Uraga-noh-Tadamasa es, sin duda, un samurai, aunque haya sido sacerdote bárbaro durante veinte años. Nuestro señor lo decidió así.

–¿Qué será de él?

–Lo entregaré al señor Hiro-matsu. Tal vez será enviado a su tío, para que éste lo juzgue, o tal vez se quede con nosotros. Yo sólo obedezco órdenes, Tsukku-san.

El padre Alvito quiso hablar con José, pero Yoshinaka se lo impidió cortésmente.

–Lo siento, pero mi señor ordenó también que no hablase con nadie. En particular con los cristianos. «Hasta que decida el señor Harima», dijo mi señor. Uraga-san es vasallo del señor Harima, ¿neh? El señor Harima también es cristiano, ¿neh? El señor Toranaga dice que un daimío cristiano debe juzgar a un renegado cristiano, y más siendo tío suyo y jefe de la casa.

Aunque estaba prohibido, Alvito había tratado de hablar con José por la noche, para pedirle que se arrepintiera de su sacrilegio y pidiese perdón al padre Visitador, pero el joven se alejó fríamente, sin escucharle.

«¡Dios mío! Tiene que haber algún medio de convertirlo de nuevo -pensó, con angustia, Alvito-. ¿Qué puedo hacer? Tal vez el padre Visitador sabrá cómo hay que manejar a José. Y también sabrá lo que hay que hacer ante la increíble decisión de Toranaga de someterse, actitud que ellos habían descartado en sus conferencias secretas.»

–No, esto es absolutamente incompatible con el carácter de Toranaga -había dicho Dell’Aqua-. Irá a la guerra. Cuando cesen las lluvias, o tal vez antes, si consigue que Zataki traicione a Ishido. Creo que esperará lo más posible, para obligar a Ishido a hacer el primer movimiento, es su sistema acostumbrado. Pero, pase lo que pase, mientras Kiyama y Onoshi apoyen a Ishido y a Osaka, el Kwanto será invadido, y Toranaga, destruido.

–¿Y Kiyama y Onoshi? ¿Enterrarán para siempre su enemistad, para el bien común?

–Sí. Están totalmente convencidos de que una victoria de Toranaga sería el toque de difuntos para la Santa Iglesia.

«Otra guerra civil -pensó Alvito-. Hermanos contra hermanos, padres contra hijos, pueblos contra pueblos. Anjiro, a punto de sublevarse con mosquetes robados, según la confidencia de Uo el pescador. Y otra noticia espantosa: un Regimiento de Mosquetes secreto, casi listo para actuar. Una unidad de caballería moderna, al estilo europeo, de más de dos mil mosquetes, adaptada a los métodos de guerra japoneses. ¡Oh, Virgen Santa, protege a los fieles y maldice a ese hereje…!»

«¡Lástima -se dijo- que Blackthorne se haya torcido y tenga la mente deformada! Podría ser un aliado valiosísimo. Nunca lo habría pensado, pero es verdad. Tiene un conocimiento increíble de las cosas del mar y del mundo. Es valiente y astuto, sincero en su herejía, recto y sencillo.»

A los tres días de salir de Yokosé, una observación del hermano Miguel lo había trastornado.

–¿Crees que son amantes? – preguntó él.

–¿Qué es Dios, sino amor? ¿No lo dijo así el Señor Jesús? – replicó Miguel-. Yo sólo dije que sus ojos se tocaban, y que era hermoso de ver. En cuanto a sus cuerpos, no lo sé, padre, y, en realidad, no me importa.

–¡Ella nunca haría una cosa así! Es buena cristiana. Sabe que el adulterio es un pecado horrible.

–Sí, esto es lo que enseñamos nosotros. Pero su matrimonio fue shinto, no consagrado ante el Señor nuestro Dios. Por consiguiente, ¿sería adulterio?

–¿Dudas de la Palabra? ¿Te has contagiado de la herejía de José?

–No, padre, nunca dudaré de la Palabra. Sólo sé lo que los hombres hicieron de ella.

A partir de entonces los observó más de cerca. Estaba claro que el hombre y la mujer se apreciaban mucho. Pero, ¿por qué no habían de hacerlo? No había ningún mal en ello.

Ella no había dicho nada al confesarse. Y él no la había apremiado. Sus ojos no le dijeron nada y se lo dijeron todo, pero ningún hecho real autorizaba su juicio.

Alvito detuvo su montura y se volvió un momento. La vio de pie en la pequeña elevación, mientras el capitán hablaba con Yoshinaka, y la vieja alcahueta y su pupila yacían en su palanquín. Sintió el tormento de un celo fanático en su interior. Por primera vez, se atrevió a preguntarse: «¿Te has prostituido con el capitán, Mariko-san? Ese hereje, ¿ha condenado tu alma por toda la eternidad? Tú, que estabas destinada a ser monja y, probablemente, nuestra primera abadesa indígena, ¿vives en pecado mortal, deshonrada, ocultando tu sacrilegio a tu confesor, maldita delante de Dios?»

Vio que ella lo saludaba con la mano. Y esta vez no correspondió a su saludo, sino que se volvió, espoleó a su caballo y se alejó rápidamente.

Aquella noche, su sueño fue agitado.

–¿Qué te pasa, mi amor?

–Nada, Mariko-san. Duerme.

Pero ella no durmió. Tampoco él. Mucho antes de la hora acostumbrada, ella volvió a su habitación, y él se levantó y fue a sentarse en el patio, para estudiar el diccionario a la luz de las velas, hasta el amanecer. Cuando salió el sol, calentando el día, sus temores nocturnos se desvanecieron, y prosiguieron el viaje en paz y tranquilidad. Pronto llegaron a la gran carretera, al Tokaido, exactamente al este de Mishima, y los transeúntes se hicieron más numerosos. La inmensa mayoría de ellos iban, como siempre, a pie, con sus bártulos cargados a la espalda.

–Jamás había visto tanta gente en movimiento -dijo Blackthorne.

–¡Oh! Esto no es nada. Espera a que nos acerquemos a Yedo. Nos gusta viajar, Anjín-san, pero raras veces solos. Preferimos hacerlo en grupos.

Pero la multitud no entorpecía su marcha. La enseña de Toranaga en sus estandartes, el rango personal de Toda Mariko y la brusca eficacia de Akira Yoshinaka y de los mensajeros que éste enviaba en vanguardia para anunciar su presencia, les aseguraban las mejores habitaciones particulares en las mejores posadas, y una marcha ininterrumpida.

Todos los demás viajeros y samurais se apartaban rápidamente a un lado y se inclinaban profundamente hasta que habían pasado.

–¿Tienen que detenerse y arrodillarse así ante todo el mundo?

–¡Oh, no, Anjín-san! Sólo ante los daimíos y las personas importantes. Y ante la mayoría de los samurais. Sí, es una práctica muy prudente para el vulgo. Es una medida cortés y necesaria, Anjín-san, ¿neh? Si el vulgo no respetase a los samurais y se respetase él mismo, ¿cómo se podría imponer la ley y gobernar el Reino? Además, la norma rige para todos. Nosotros nos detuvimos, saludamos y cedimos el paso al mensajero imperial, ¿no es cierto? Todo el mundo tiene que ser cortés, ¿neh? Los daimíos pequeños tienen que desmontar e inclinarse ante los más importantes. El ritual rige nuestras vidas, pero hay disciplina en el Reino.

–¿Y si se encuentran dos daimíos de igual categoría?

–Ambos se apean, se inclinan mutuamente y siguen su camino.

–Supongamos que se encontrasen el señor Toranaga y el señor Ishido.

Mariko pasó delicadamente al latín.

–¿Quiénes son, Anjín-san? No conozco estos hombres.

–Tienes razón. Perdóname.

–Escucha, amor mío, prometamos que, si la Virgen nos sonríe y escapamos de Mishima, sólo cuando lleguemos a Yedo, al Primer Puente, y no tengamos más remedio que hacerlo, abandonaremos nuestro mundo privado. Por favor.

–¿Qué peligro especial hay en Mishima?

–Allí, nuestro capitán debe presentar un informe al señor Hiro-matsu. Y yo tengo que verlo también. Es un hombre muy inteligente, muy observador. Sería fácil una delación.

–Hemos sido prudentes. Roguemos a Dios que tus temores sean infundados.

–Por mí, no temo nada, sólo por ti.

–Y yo por ti.

–Entonces, prometamos que permaneceremos en nuestro mundo privado.

–Sí. Imaginémonos que es el mundo real, nuestro único mundo.

–Allí está Mishima, Anjín-san -dijo Mariko, señalando al otro lado del último río.

La extensa ciudad-fortaleza -que albergaba a casi sesenta mil almas – estaba, en su mayor parte, oscurecida por la niebla baja de la mañana. Sólo se distinguían los tejados de algunas casas y el castillo de piedra. Más allá estaban las montañas que bajaban hacia el mar occidental. Muy lejos, al Noroeste, se erguía, esplendoroso, el monte Fuji. Al Norte y al Este, la cordillera arañaba el cielo.

–Y ahora, ¿qué?

–Yoshinaka buscará la mejor posada en veinte ri. Estaremos allí dos días. Es lo menos que necesito para resolver mi asunto. Entonces, Gyoko y Kikú-san se separarán de nosotros.

–¿Y después?

–Seguiremos adelante. ¿Qué te dice tu olfato de Mishima?

–Que es un lugar seguro -dijo él-. ¿Y después?

Ella señaló al Noroeste, no muy convencida.

–Iremos por allí. Hay un paso que cruza los montes en dirección a Hakoné. Es el tramo más agotador de toda la carretera de Tokaido. Después, ésta baja a la ciudad de Odawara, que es mucho más grande que Mishima, Anjín-san. Está en la costa. Desde allí hasta Yedo, sólo es cuestión de tiempo.

–¿Cuánto tiempo?

–No el suficiente.

–Te equivocas, amor mío -dijo él-. Tenemos todo el tiempo del mundo.

CAPITULO XLVI

El general Toda Hiro-matsu cogió el mensaje privado que le ofreció Mariko. Rompió los sellos de Toranaga. El escrito refería brevemente lo ocurrido en Yokosé, confirmaba la decisión de Toranaga de someterse, ordenaba a Hiro-matsu que defendiese la frontera y los accesos al Kwanto contra cualquier intruso hasta su llegada -pero que diese facilidades a cualquier mensajero de Ishido o del Este-, y daba instrucciones sobre el renegado cristiano y sobre Anjín-san. El viejo soldado releyó cansadamente el mensaje.

–Ahora dime todo lo que viste y oíste en Yokosé, con referencia al señor Toranaga.

Mariko obedeció.

–Ahora dime lo que crees que pasó.

Ella obedeció de nuevo.

–¿Qué ocurrió en el cha-no-yu entre tú y mi hijo?

Ella se lo contó todo, con exactitud.

–¿Dijo mi hijo que nuestro señor perdería? ¿Fue antes de la segunda reunión con el señor Zataki?

–Sí, señor.

–¿Estás segura?

–¡Oh, sí, señor!

Hubo un largo silencio en la habitación del torreón del castillo, que dominaba la ciudad. Hiro-matsu se puso en pie y se acercó a la aspillera del grueso muro de piedra, le dolían la espalda y las articulaciones, y sus manos sujetaban flojamente el sable.

–¡No lo entiendo! – exclamó.

–¿Señor?

–Ni a mi hijo, ni a nuestro señor. Podemos abrirnos paso contra todos los ejércitos que lance Ishido al campo de batalla. Y en cuanto a la decisión de someterse…

Ella jugaba con su abanico, observando el cielo nocturno, tachonado de estrellas. Hiro-matsu la miró.

–Tienes buen aspecto, Mariko-san, más joven que nunca. ¿Cuál es tu secreto?

–Ninguno, señor -respondió, sintiendo que se secaba su garganta. Pensó que el mundo se hundiría, pero pasó el momento y el viejo desvió sus ojos astutos y volvió a mirar la ciudad.

–Ahora cuéntame lo que pasó desde que salisteis de Osaka. Todo lo que viste y oíste e hiciste -dijo.

Era ya muy entrada la noche cuando terminó. Lo contó todo claramente, menos su gran intimidad con Anjín-san. Pero en esto cuidó muy bien de no ocultar la simpatía que sentía por él, ni el respeto a su inteligencia y su bravura.

–¿Lo viste salvar a nuestro señor?

–Sí, de no haber sido por él, el señor Toranaga estaría muerto a estas horas. Estoy segura. Lo salvó en tres ocasiones: al escapar del castillo de Osaka, a bordo de la galera en el puerto de Osaka y durante el terremoto. Yo vi los sables que recuperó Omi-san. Estaban retorcidos como si hubiesen sido de pasta y completamente inservibles.

–¿Crees que Anjín-san pensaba realmente hacerse el harakiri?

–Sí. Por el Señor Dios de los cristianos, creo que estaba resuelto a hacerlo. Sólo Omi-san lo impidió. Y también creo, señor, que es digno de ser samurai y hatamoto.

–No te he pedido esa opinión.

–Perdóname, señor, es cierto que no lo has hecho. Pero sé que la pregunta estaba en tu mente.

–¿Te has convertido en adivina del pensamiento, además de educadora de bárbaros?

–¡Oh, no! Por favor, discúlpame, señor, ¡claro que no! – protestó ella, con su voz más delicada-. Me limito a contestar lo mejor que puedo al jefe de mi clan. Los intereses de mi señor ocupan el primer lugar en mi mente, y después, los tuyos.

–¿De veras?

–Perdóname, señor, pero no hace falta que me preguntes esto. Manda, ¡y obedeceré!

–¿Por qué tan orgullosa, Mariko-san?

–Discúlpame, señor. He sido ruda. No merezco…

–¡Lo sé! ¡Ninguna mujer merece nada! – Hiro-matsu se echó a reír.– Pero, aun así, hay veces en que necesitamos de la sabiduría fría, cruel, maligna, astuta y práctica de la mujer. Son mucho más listas que nosotros, ¿neh?

–¡Oh, no, señor! – exclamó Mariko, preguntándose qué estaría realmente pensando él.

–Me alegro de que estemos solos. Si esto se repitiese en público, dirían que el viejo Puño de Hierro está pasando de maduro, que ya es hora de que deje el sable, se afeite la cabeza y empiece a rezar a Buda por las almas de los hombres que envió al Vacío. Y tendrían razón.

–No, señor. Así lo manifestó el señor, tu hijo. Hasta que se cumpla el destino de tu señor, no debes retirarte. Ni tú, ni mi señor esposo, ni yo.

–Sí. Pero, de todos modos, me gustaría dejar el sable y buscar la paz de Buda para mí y para aquellos a quienes maté.

Contempló fijamente la noche un rato y, después, la miró a ella. Era agradable de ver, más que todas las mujeres a quienes había conocido.

–¿Señor?

–Nada, Mariko-san. Estaba recordando en este momento la primera vez que te vi.

Era cuando Hiro-matsu había vendido su alma a Goroda a fin de conseguir aquella niña para su hijo, el hijo que había asesinado a su propia madre, la única mujer a quien Hiro-matsu había realmente adorado. «¿Por qué pedí a Mariko para él? Porque quería irritar al Taiko, que también la deseaba.

»¿Fue realmente infiel mi consorte? – se preguntó el viejo, hurgando en la antigua llaga-. ¡Quiero saber la verdad! ¡Sí, o no! Creo que es mentira, pero Buntaro dijo que estaba sola con un hombre en la habitación, revueltos los cabellos y suelto el quimono, y pasaron meses hasta que yo regresé. Pudo ser una mentira, ¿neh? O la verdad, ¿neh? Debió de ser verdad… Ningún hijo decapitaría a su propia madre sin estar seguro.»

«¿En qué piensas? – se preguntaba Mariko, que lo apreciaba-. ¿Lo has descubierto ya? ¿Sabes ya lo mío y de Anjín-san? ¿Sabes que me estremezco de amor por él, que cuando tenga que elegir entre él y tú y el señor Toranaga, lo elegiré a él?.»

Hiro-matsu estaba junto a la aspillera, contemplando la ciudad a sus pies, jugando con la empuñadura y la vaina de su sable, olvidado de Mariko. Rumiaba sobre Toranaga y lo que había dicho Zataki hacía unos días, con amargo disgusto, un disgusto compartido por él.

–Sí, desde luego -le había dicho Zataki-, quiero conquistar el Kwanto, plantar mi bandera en las murallas del castillo de Yedo y apoderarme de él. Nunca lo había pretendido, ahora, sí. Pero, ¿de esta manera? ¿Sin honor? Porque no hay honor para él, ni para ti, ni para mí. ¡Para nadie! Salvo para Ishido, que no sabe lo que es.

–Entonces, apoya al señor Toranaga, con tu ayuda…

–¿Para qué? ¿Para que mi hermano pueda ser shogún y expulsar al Heredero?

–Ha dicho mil veces que apoya al heredero. Yo lo creo. Y tendríamos un Minowara como caudillo, no un campesino advenedizo y ese gato del infierno que es Ochiba, ¿neh? Si Toranaga muere, esos incompetentes gobernarán durante ocho años, hasta que Yaemón sea mayor de edad. ¿Por qué no dar estos años a Toranaga, ¡que es un Minowara! – Discutieron, se insultaron y, como estaban solos, casi llegaron a las manos.

–Vamos -había incitado él a Zataki-, desenvaina el sable, ¡traidor! Eres traidor a tu hermano, ¡que es el jefe de tu clan!

–Soy el jefe de mi propio clan. Tuvimos la misma madre, pero no el mismo padre. El padre de Toranaga repudió a mi madre. No ayudaré a Toranaga, pero si abdica y se abre el vientre, apoyaré a Sudara…

«No hará falta -se dijo Hiro-matsu, todavía furioso-. No hará falta esto, ni someterse mansamente, mientras yo viva. Soy general en jefe. Mi deber es proteger el honor y la casa de mi señor, incluso contra su voluntad. Ahora, yo decido.

«Escucha, señor, y perdóname, pero esta vez te desobedeceré. Con orgullo. Esta vez te traicionaré. Convenceré a tu hijo y heredero, el señor Sudara, y a su esposa, dama Genjiko, y juntos ordenaremos Cielo Carmesí cuando cesen las lluvias. Empezará la guerra, y, hasta que haya muerto el último hombre del Kwanto, haciendo frente al enemigo, te retendré sano y salvo en el castillo de Yedo, digas lo que digas y cueste lo que cueste.»

Gyoko estaba encantada de volver a encontrarse en su casa de Mishima, entre sus chicas, sus legajos, sus facturas y reconocimientos de deudas e hipotecas y pagarés.

–Lo has hecho muy bien -dijo a su jefe de contabilidad.

El ajado hombrecillo murmuró las gracias y se fue renqueando. Ella se volvió al jefe de cocina y le dijo, con voz lastimera:

–¿Trece chojin de plata, doscientos monne de cobre, por la comida de una semana?

–¡Oh! Perdóname, mi ama, pero los rumores de guerra han hecho que los precios se eleven hasta el cielo -replicó aquel hombre gordo, en tono truculento-. Todo ha subido. El pescado, el arroz, las verduras e incluso la salsa de soja, han doblado su precio desde el mes pasado, y con el saké ha sido aún peor. ¡Dices que es caro! ¡Ay! En una semana he servido a ciento setenta y dos invitados y he alimentado a diez cortesanas, a once hambrientas aprendizas, a cuatro cocineros, a dieciséis doncellas y a catorce criados. Discúlpame, mi ama, lo siento, pero mi abuela está muy enferma y debo pedirte diez días de licencia para…

Gyoko lo despidió diciendo que estaba arruinada, que tendría que cerrar la más famosa casa de té de Mishima si se iba el más perfecto de los jefes de cocina, y que todo sería por su culpa. Sí, por su culpa tendría que despedir a sus abnegadas pupilas y a sus fieles pero desdichados criados.

–No olvides que se acerca el invierno -gimió, como última advertencia.

Después, sola y satisfecha, sumó los ingresos y los gastos, y vio que las ganancias eran el doble de lo que había esperado. El saké le supo mejor que nunca, si los precios de la comida habían subido, también había subido el del saké. Inmediatamente escribió a su hijo a Odawara, sede de su fábrica de saké, diciéndole que duplicase la producción. Después, juzgó las inevitables disputas entre las doncellas, despidió a tres, contrató a cuatro, envió a buscar a su corredora de cortesanas y le encargó que contratase a siete a las que admiraba.

–¿Cuándo quieres que vengan las honorables damas, Gyoko- san? – preguntó la vieja, sonriendo, pues su comisión era considerable.

–En seguida. Ve corriendo.

Luego, envió a buscar al carpintero y trazaron planes para la ampliación de la casa de té, pues necesitaría más habitaciones para las nuevas damas.

–Por fin, aquel inmueble de la calle Sexta está en venta, señora. ¿Quieres que me entere de las condiciones?

Ella había estado esperando aquella ocasión durante meses. Pero ahora negó con la cabeza y le dio instrucciones para una opción de compra de cuatro hectáreas de tierra yerma en el monte, al norte de la ciudad.

–Pero no lo hagas tú solo. Sírvete de intermediarios. No lo quieras todo para ti. Y que nadie sepa que actúas en mi nombre.

–Pero, ¿has dicho cuatro hectáreas? Es…

–Al menos cuatro, tal vez cinco, en los cinco meses próximos. Pero sólo quiero opciones, ¿comprendes? Y hay que ponerlas a nombre de estas personas.

Le entregó la lista de hombres de paja de confianza y lo despidió, viendo ya, en su imaginación, la ciudad amurallada dentro de una ciudad ya floreciente. Entonces le anunciaron a Omi-san.

–Lo siento, pero Kikú-san no se encuentra bien -le dijo-. Nada grave. Sólo el cambio de tiempo, ¡pobre niña!

–Insisto en verla.

–Lo lamento, Omi-san, pero no debes insistir. Kikú-san pertenece a tu señor, ¿neh?

–¡Sé a quién pertenece! – gritó Omi-. Sólo quiero verla.

–¡Oh! Lo siento, tienes derecho a gritar y a maldecir, pero debes perdonarme. Te digo que no se encuentra bien. Tal vez esta noche… o mañana… ¿Qué puedo hacer? Si mejora lo bastante y me dices dónde te alojas, podría avisarte…

Se lo dijo, sabiendo que nada podía hacer, y se marchó furioso.

Gyoko envió a buscar a Kikú y le explicó el programa que había organizado para sus dos noches en Mishima.

–Tal vez podamos convencer a dama Toda para que se quede cuatro o cinco noches, pequeña. Conozco a media docena de personas que pagarían cualquier cosa para que las distraigas en fiestas privadas. ¡Ah! Ahora que el gran daimío te ha comprado, nadie puede ya tocarte. Por consiguiente, puedes cantar, bailar y representar, ¡y ser nuestra primera gei-sha!

–¿Y que será de Omi-san, señora? Nunca lo había visto tan furioso, ni gritar de esa manera.

–¡Bah! ¡Qué importan unos cuantos gritos, si nos las habemnos con daimíos y con los más ricos mercaderes de arroz y de sedas! Claro que aún no estamos seguros de Toranaga, ¿neh? Todavía no ha hecho el primer pago, por no hablar del precio total.

Gyoko despidió a Kikú y, una vez más, se dedicó a tomar las disposiciones inherentes a la casa. Después, cuando todo estuvo en regla -incluso una invitación para el día siguiente a las ocho Mama-sans más influyentes de Míshima, para discutir un asunto de gran importancia-, se sumergió, satisfecha, en la bañera.

–¡Aaaahhhh!

Pero su pensamiento estaba lejos de allí. Se acordaba de Mariko y de su amante, sopesando las alternativas. ¿Hasta qué punto podía presionar a Mariko? ¿A quién debía delatarlos o amenazar con delatarlos? ¿A Toranaga, a Buntaro? ¿Tal vez al sacerdote cristiano? Pero, ¿sacaría algún provecho de ello? Quizás al señor Kiyama. Desde luego, cualquier escándalo que relacionase a ama Toda con el bárbaro, echaría por tierra los proyectos de boda de su hijo con la nieta de Kiyama. Con esta amenaza, ¿podría doblegarla a su voluntad? ¿O era mejor no hacer nada? ¿Ganaría más así, no haciendo nada?

«¡Pobre Mariko! ¡Una dama tan adorable! Pero, ¡sería una cortesana sensacional! ¡Y pobre Anjín-san! Pero éste es muy listo, y yo podría hacer una fortuna con él. ¿Cómo sacar más provecho al secreto, antes de que deje de serlo y esos dos acaben mal?

»Ten cuidado, Gyoko -se dijo-. No queda mucho tiempo para decidir sobre esto y sobre los otros secretos: por ejemplo, los mosquetes y las armas escondidos por los lugareños de Anjiro, o el nuevo Regimiento de Mosquetes, sus tropas, oficiales, organización y número de armas de fuego. O sobre Toranaga, que, la última noche pasada en Yokosé, yació alegremente con Kikú y acabó durmiéndose como un niño. Algo impropio de un hombre abrumado por las preocupaciones, ¿neh?

»O sobre el segundo cocinero de Omi, el cual había confiado a una doncella -y ésta lo había murmurado a su amante, el cual lo había dicho a la cortesana Akiko- que aquél había oído a Omi y a su madre tramando la muerte de Kasigi Yabú, su señor feudal. Si esto se hiciese público, ¡menudo revuelo se armaría! Como si se murmurase al oído de Toranaga el ofrecimiento secreto que habían hecho Omi y Yabú a Zataki, o las palabras que Zataki había murmurado en sueños y que su compañera de lecho había grabado en su memoria y vendido a Gyoko por un chojin de plata, palabras que daban a entender que el general Ishido y dama Ochiba comían y dormían juntos. Unas personas tan encumbradas, ¡qué asco! ¿Neh?

«¿Cambiaría de bando el tránsfuga Zataki, si Toranaga le ofreciese a Ochiba como cebo?» Gyoko rió entre dientes, entusiasmada al poseer todos estos secretos tan valiosos, si eran murmurados a los oídos adecuados.

–¿Dónde está el inglés ahora, padre?

–No lo sé exactamente, Rodrigues. Todavía no. Puede estar en una de las posadas del sur de Mishima. Dejé a un acólito para que lo averigüe – respondió Alvito, recogiendo con una corteza de pan tierno la salsa.

–¿Cuándo lo sabréis?

–Mañana, sin falta.

–¡Vaya! Me gustaría verlo de nuevo. ¿Está bien? – preguntó Rodrigues, con sincero interés.

–Sí.

La campana del barco tocó seis veces. Las tres de la tarde.

–¿Os dijo lo que le pasó desde que salió de Osaka?

–Lo sé en parte. Por cosas que me dijeron él y otros. Es una larga historia y hay mucho que contar. Primero despacharé mis cosas, y después hablaremos.

Rodrigues se retrepó en su silla, en el pequeño camarote de popa.

–Bien. Me gustará. – Vio las duras facciones del jesuita, los duros ojos castaños, salpicados de amarillo. Ojos de gato.– Mirad, padre -dijo -, el inglés salvó mi barco y mi vida. Es un enemigo, es un hereje, pero es capitán de barco, y uno de los mejores de todos los tiempos. No es malo respetar a un enemigo, incluso simpatizar con él.

–El señor Jesús perdonó a sus enemigos, y éstos lo crucificaron. – Alvito devolvió tranquilamente la mirada del capitán- Pero también a mí me resulta simpático. Al menos, lo comprendo mejor. Pero, de momento, no hablemos de él.

Rodrigues asintió con la cabeza. Advirtió que el plato del sacerdote estaba vacío y le acercó la fuente.

–Un poco más de capón, padre. ¿Pan?

–Sí, gracias. No me había dado cuenta del hambre que tenía -dijo agradecido el cura, arrancando otro muslo, tomando más salvia, cebolla y pan, y vertiendo sobre ello lo que quedaba en la salsera.

–¿Vino?

–Sí, gracias.

–¿Dónde está el resto de su gente, padre?

–Los dejé en una posada cerca del muelle.

Blackthorne miró por las ventanillas de popa, desde las que se veían Nimazu, los muelles, el puerto y, a estribor, la desembocadura del Kano, donde el agua era más oscura que en el resto del mar. Muchas barcas de pesca iban de un lado a otro.

–Ese acólito vuestro, padre, ¿es de confianza? ¿Estáis seguro de que se reunirá con nosotros?

–¡Oh, sí! No se pondrán en marcha, al menos, hasta dentro de dos días. – Alvito había decidido no decir nada de lo que él o, mejor dicho, de lo que el hermano Miguel, sospechaba, y se limitó a añadir:- No olvidéis que viajan con gran pompa. Con el rango de Toda Mariko y las enseñas de Toranaga, es un cortejo de gran categoría. Todo el mundo sabrá, en cuatro leguas a la redonda, quiénes son y dónde están.

Rodrigues se echó a reír.

–¿El inglés en un cortejo oficial? ¡Quién lo habría pensado! ¡Como un maldito daimío!

–Y eso no es todo, capitán. Toranaga lo hizo samurai y hatamoto.

–¿Qué?

–Ahora el capitán Blackthorne lleva los dos sables. Además de sus pistolas. Y es confidente de Toranaga, hasta cierto punto, y su protegido.

–¿El inglés?

–Sí.

Alvito dejó que el silencio flotase en el camarote y siguió comiendo.

–¿Sabéis la razón de esto? – preguntó Rodrigues.

–En parte, sí. Pero todo a su tiempo, capitán.

–Decidme sólo por qué. En pocas palabras. Y dejemos los detalles para más tarde.

–Anjín-san salvó tres veces la vida de Toranaga. Dos, durante la fuga de Osaka, y la última, en Izú, durante un terremoto.

Alvito masticó un pedazo de muslo. Unas gotas de salsa resbalaron por su negra barba.

Rodrigues esperó, pero el cura guardó silencio. Después de una larga pausa, dijo aquél:

–No nos conviene que ese dichoso inglés esté demasiado cerca de Toranaga. No. Él menos que nadie, ¿eh?

–Estoy de acuerdo.

–A pesar de todo, me gustaría verle.

El sacerdote no dijo nada. Rodrigues dejó que rebañase su plato en silencio y, después, lo invitó a repetir, pero ya sin alegría. El cura aceptó el esqueleto y un ala que quedaba, y otro vaso de vino. Después, para terminar, el padre Alvito sacó coñac francés de un armario.

–¿Una copita, Rodrigues?

–Gracias.

El marino observó cómo vertía Alvito en las copas el licor color castaño. El vino y el coñac procedían del almacén particular del padre Visitador, como obsequio a su amigo jesuíta al partir éste.

–Desde luego, Rodrigues, os invito a compartirlo con el padre -le había dicho Dell’Aqua-. Id con Dios, y que Él os lleve sano y salvo a puerto y de vuelta a casa.

–Gracias, Eminentísimo señor.

«Sí, gracias -se dijo amargamente Rodrigues-, pero no por haber hecho que mi capitán general me enviase a bordo de este maldito barco, al mando de este jesuíta.»

Había zarpado de Nagasaki, lamentando tener que marcharse, maldiciendo a todos los curas y a todos los capitanes generales, deseando que pasasen el verano y el otoño para poder levar anclas con el Buque Negro, con sus bodegas cargadas de oro y plata, y volver, por fin, a casa, rico e independiente. Pero después, ¿qué? ¿Qué hacer con ella y con su retoño? «¡Virgen Santa, ayúdame a responder a esta pregunta con serenidad!»

–Una comida excelente, Rodrigues -admitió Alvito, jugueteando con una miga de pan sobre la mesa-. Gracias.

–Bien. – Rodrigues se había puesto serio.– ¿Cuál es vuestro plan, padre? Deberíamos…

Se interrumpió y miró por la ventanilla. Después, en modo satisfecho, se levantó de la mesa y se dirigió, cojeando, a un tragaluz de babor y miró por él.

–¿Qué pasa, Rodrigues?

–Me ha parecido que cambiaba la marea. Sólo quiero comprobar nuestra posición. – Abrió más el postigo y se asomó, pero no pudo ver el ancla de proa.– Disculpadme un momento, padre.

Subió a cubierta. El agua lamía la cadena del ancla, oblicuamente sumergida en el fangoso líquido. Nada se movía. Entonces apareció una pequeña estela y el barco se movió sin peligro, para tomar una nueva posición en el reflujo. Comprobó ésta y, luego, los puestos de vigilancia. Todo estaba en orden. No se veían más embarcaciones cerca de donde estaban. La tarde era magnífica y se había levantado la niebla hacía rato. Estaban a cosa de un cable de la orilla, o sea,!o bastante lejos para evitar un súbito abordaje.

Su barco era una lora, un casco japonés con velas y aparejo portugueses: veloz, de dos mástiles, equipado como una corbeta. Llevaba cuatro cañones en el centro, dos más pequeños a proa y otros dos a popa. Se llamaba Santa Filipa, y su tripulación era de treinta hombres.

Contempló la ciudad y los montes detrás de ella.

–¡Pesaro!

–¿Sí, señor?

–Prepara el bote. Iré a tierra antes de anochecer.

–Bien. Estará a punto. ¿Cuándo volveréis?

–Al amanecer.

–¡Magnífico! Yo iré al frente de los que vayan a tierra: diez hombres.

–No hay permiso para ir a tierra, Pesaro. ¡Está kinjiru! ¿Acaso has perdido la cabeza? – exclamó Rodrigues, pasando al alcázar y apoyándose en la barandilla.

–No está bien que todos sufran -dijo Pesaro, cerrando las callosas manos-. Yo mandaré el grupo, y os prometo que no habrá jaleo. Llevamos dos semanas encerrados.

–Las autoridades del puerto dijeron kinjiru, que lo sentían mucho, pero ¡kinjiru! Recuerda que esto no es Nagasaki.

–Sí, ¡y por Dios que lo siento! – gruñó el hombrón-. Al fin y al cabo, sólo hubo un muerto.

–Un muerto, dos con heridas graves de cuchillo y un montón de contusos, amén de una chica herida, antes de que los samurais pusiesen fin a la algarada. Os lo advertí antes de que fueseis a tierra: «Nimazu no es Nagasaki. ¡Portaos bien!» ¡Virgen Santa! Tuvimos suerte de que sólo uno de nuestros marineros resultase muerto. De acuerdo con la ley, os habrían podido matar a los cinco.

–Su ley, capitán, no la nuestra. ¡Malditos monos! Sólo fue una vulgar riña de burdel.

–Sí, pero tus hombres la empezaron, las autoridades han sometido mi barco a cuarentena, y todos estáis retenidos aquí. ¡Incluso tú! – Rodrigues movió la pierna para aliviar el dolor.– Ten paciencia, Pesaro. Ahora que el padre ha vuelto, zarparemos en seguida.

–¿Cuando suba la marea? ¿Al amanecer? ¿Es una orden?

–No, todavía no. Prepara el bote. Gómez irá conmigo.

–Dejad que vaya yo también. Por favor, capitán. Estoy asqueado de este maldito cascarón.

–No. No debéis ir a tierra esta noche. Ni tú ni nadie.

–¿Y si no habéis vuelto al amanecer?

–Os pudriréis aquí hasta que lo haga. ¿Está claro?

Alvito dormía, pero se despertó al abrir el capitán la puerta del camarote.

–¿Todo bien? – preguntó.

–Sí. Sólo era el comienzo de la marea baja -respondió Rodrigues, bebiendo un poco de vino para quitarse el mal sabor de boca-. ¿Qué plan tenéis, padre? ¿Zarpamos al amanecer?

–¿Cómo están las palomas mensajeras?

–Bien. Aún nos quedan seis: cuatro para Nagasaki y dos para Osaka.

El sacerdote observó la posición del sol. Faltaban cuatro o cinco horas para el ocaso. Tiempo sobrado para enviar las aves con el primer mensaje cifrado, pensado hacía ya tiempo: Toranaga acata la orden de los Regentes. Yo iré primero a Yedo y después a Osaka. Acompañaré a Toranaga a Osaka. Este dice que podemos construir la catedral en Yedo. Mandaré relación más detallada con Rodrigues.

–Por favor, decid al encargado que prepare inmediatamente dos palomas para Nagasaki y una para Osaka -dijo Alvito-. Después hablaremos. Yo no os acompañaré. Iré a Yedo por tierra. Necesitaré la mayor parte de la noche y de la mañana para redactar un informe detallado, que entregaréis al Padre Visitador en propia mano. ¿Zarparéis en cuanto haya terminado?

–Si es poco antes del crepúsculo, esperaré al amanecer. Hay escollos y bajíos en diez leguas.

Alvito asintió. Doce horas más o menos carecían de importancia. Sabía que habría sido mucho mejor enviar el mensaje desde Yokosé.

¡Pero aquel maldito pagano había destruido sus palomas! En fin, aquello no cambiaría el curso de la Historia. La suerte había sido echada en Yokosé.

–¿Viajaréis con el inglés? – preguntó Rodrigues-. ¿Como antes?

–Sí. Pero desde Yedo volveré a Osaka. Acompañaré a Toranaga.

–Quisiera que os detuvieseis en Osaka, con una copia de mi informe, por si el Padre Visitador estuviese allí o hubiese salido de Nagasaki y estuviera en camino. En este último supuesto, podéis entregarlo a su secretario, el padre Soldi, pero sólo a él.

–Yo mismo iré a buscar las palomas. Escribid el mensaje, y después hablaremos. Sobre el inglés.

Subió a cubierta y escogió las palomas de las cestas. Cuando volvió, el sacerdote había empleado ya su pluma y tinta especiales para escribir el mismo mensaje cifrado en los trocitos de papel. Alvito cargó las anillas, las selló y soltó las palomas. Las tres describieron un círculo en el cielo y, después, volaron en formación hacia el Oeste, bajo el sol de la tarde.

–¿Hablamos aquí, o abajo?

–Aquí. Se está más fresco -dijo Rodrigues, señalando el alcázar, donde nadie podría oírlos. Alvito se sentó.

–Hablemos primero de Toranaga.

Explicó brevemente el capitán lo que había ocurrido en Yokosé, omitiendo el incidente con el hermano José y sus sospechas sobre Mariko y Blackthorne. Rodrigues se quedó pasmado ante la forma en que se había producido la rendición.

–¿No habrá guerra? ¡Es un milagro! Gracias sean dadas a Dios, a los santos y a la Virgen. Es la mejor noticia que podíais darme, padre. ¡Nos hemos salvado!

–Si Dios quiere. Pero me intrigó una cosa que dijo Toranaga: «Puedo soltar a mi cristiano, a Anjín-san. Con su barco y sus cañones.»

Se apagó el buen humor de Rodrigues.

–¿Está todavía el Erasmus en Yedo? ¿Se halla aún bajo el control de Toranaga?

–Sí. ¿Sería grave que soltase al inglés?

–¿Grave, decís? Ese barco podría mandarnos al infierno si atrapase a nuestro Buque Negro entre aquí y Macao, con él al mando y una tripulación regular. Nosotros sólo tenemos la pequeña fragata para salirle al paso, ¡y ésta nada podría contra el Erasmus! Ni nosotros. Podría estar bailando a nuestro alrededor hasta que arriásemos la bandera.

–¿Estáis seguro?

–Sí. Sería fatal. – Rodrigues cerró furiosamente el puño.– Pero, esperad un momento: el inglés dijo que había llegado aquí con sólo doce hombres, y no todos marineros, muchos de ellos eran mercaderes, y la mayoría estaban enfermos. No podrían gobernar el barco. El único lugar donde él podría conseguir una tripulación sería Nagasaki… o Macao. Podría solucionarlo en Nagasaki. Allí hay muchos que… Hay que mantenerlo alejado de allí y de Macao.

–¿Y si tuviese una tripulación indígena?

–¿Queréis decir algunos de los esbirros de Toranaga? ¿O wako? Crees que si Toranaga se ha rendido, todos sus hombres se convertirán en ronín, ¿neh? Si el inglés tuviese tiempo, podría adiestrarlos. Sería fácil. ¡Cristo Jesús…! Perdonadme, padre, pero si el inglés reuniese una tripulación de samurais o de wako… No podemos permitirlo, es demasiado peligroso. ¡Bien se vio en Osaka! Dejarlo suelto en su maldito barco, en Asia y con una tripulación de samurais…

Alvito veía que aumentaba su inquietud.

–Creo que lo mejor será enviar otro mensaje al padre Visitador. Si es tan urgente, hay que informarle. Él sabrá lo que se ha de hacer.

–¡Yo sé lo que hay que hacer! – exclamó Rodrigues, dando un puñetazo en la borda. Se puso en pie y se volvió de espaldas-. Escuchad, padre, oíd mi confesión: La primera noche, la primera vez que se plantó a mi lado en la galera, en alta mar, después de zarpar de Ánjiro…, mi corazón me dijo que tenía que matarlo, y después, volvió a decírmelo durante la tormenta. Que Dios me perdone, pero fue cuando le mandé que fuese a proa y, deliberadamente, viré sin avisarle, para matarlo, pero el inglés no saltó por la borda, como habría hecho otro cualquiera. Pensé que había sido la mano de Dios, y así lo confirmé cuando, más tarde, tomó el mando y salvó mi barco, y cuando mi barco estuvo a salvo y una ola me arrastró y empecé a ahogarme, mi último pensamiento fue el de que aquello era un castigo de Dios por mi asesinato frustrado. Esto no se hacía a un capitán…, ¡él no me lo habría hecho nunca a mí! Tenía bien merecido lo que me pasaba, y después cuando me encontré vivo y lo vi a él inclinado sobre mí, dándome de beber, me sentí terriblemente avergonzado, volví a pedir perdón a Dios y juré reparar mi falta. ¡Virgen santa! – exclamó, atormentado-. Aquel hombre me había salvado, aunque sabía que yo había tratado de matarlo. Lo vi en sus ojos. Me salvó y me ayudó a vivir, ¡y ahora tengo que matarlo!

–¿Por qué?

–El capitán general tenía razón: ¡Que Dios nos ayude si el inglés se hace a la mar en el Erasmus, con una tripulación aceptable!

Blackthorne y Mariko dormían en la paz nocturna de su casita, una de las varias que formaban la «Posada de las Camelias», situada en la Calle 9 del Sur. Cada una de ellas tenía tres habitaciones. Mariko ocupaba una de ellas con Chimmoko, Blackthorne, otra, y la tercera -que daba a la entrada y a la galería-, desocupada, se destinaba a comer, charlar y pasar el rato.

–¿Crees que estaremos seguros? – había preguntado Blackthorne-. ¿Sin Yoshinaka, ni doncellas, ni guardias que duerman aquí?

–No, Anjín-san. Nada es realmente seguro. Pero será agradable estar solos. Se dice que esta posada es la más bonita y famosa de Izú. Es linda ¿neh?

Y lo era. Cada casita estaba montada sobre elegantes pilotes, con una galería alrededor y cuatro escalones de entrada, de las maderas más finas, pulidas y resplandecientes. Estaban separadas cincuenta pasos las unas de las otras y rodeadas de cuidados jardines, dentro del jardín más grande, cercado por una alta valla de bambú. Había arroyuelos y estanques de lirios, y cascadas, y muchos árboles floridos, que perfumaban de noche y de día, fragantes y frondosos. Preciosos senderos de piedra, delicadamente cubiertos, conducían a los baños centrales, fríos, templados y calientes, alimentados por manantiales naturales. Farolillos multicolores, amables criados y doncellas, y ni una palabra ruda que turbase el susurro de los árboles, el rumor del agua y el canto de las aves en sus pajareras.

–Desde luego, yo pedí dos casas, Anjín-san, una para ti y otra para mí. Por desgracia, sólo había una disponible, lo siento. En cambio, Yoshinaka está muy satisfecho, por no haber tenido que repartir sus fuerzas. Ha puesto centinelas en todos los senderos, de modo que estamos completamente a salvo y no pueden molestarnos como en otros sitios. ¿Cómo iban a hacerlo? ¿Qué hay de malo en dos habitaciones separadas, y compartiendo Chimmoko mi lecho?

–Nada. Nunca había visto un lugar tan hermoso. Eres muy inteligente… y muy hermosa.

–Eres muy amable conmigo, Anjín-san. Ahora, báñate, y después, cenaremos y tomaremos mucho saké.

–Bien. Muy bien.

–Deja tu diccionario, Anjín-san, por favor.

–Siempre me animas para que lo utilice.

–Si dejas el libro ahora… te diré un secreto.

–¿Cuál?

–He invitado a Yoshinaka-san a cenar con nosotros. Y a varias damas. Para distraernos.

–¡Ah!

–Sí. Y cuando yo me marche, elegirás una, ¿neh?

–Lo siento, pero podría turbar tu sueño.

–Te prometo dormir profundamente, mi amor. En serio, un cambio podría sentarte bien.

–El año próximo, no ahora.

–Habla en serio.

–Ya lo hago.

–¡Ah! En tal caso, si cambiases amablemente de idea y la despachases pronto… después de que Yoshinaka-san se haya marchado con su acompañante…, bueno, ¿quién sabe lo que podría reservarte la noche? Bueno, el caso era que ahora estaba durmiendo, y que…

De pronto, un ruido de voces airadas -entre las que se oían palabras en portugués- se filtró a través del sopor de Blackthorne. De momento, pensó que estaba soñando, después, reconoció la voz.

–¡Rodrigues!

Mariko murmuró algo, sumida aún en su sueño.

Al oír pasos en el sendero, saltó del lecho y se arrodilló, dominando su pánico. Levantó a Mariko como si fuese una muñeca, se dirigió al shoji y se detuvo en el momento en que éste se abría desde fuera. Era Chimmoko. La doncella tenía la cabeza baja y los ojos discretamente cerrados. Él corrió con Mariko en brazos y la depositó suavemente en su propio lecho, todavía medio dormida, y volvió, sin ruido, a su propia habitación, sintiendo un sudor frío a pesar de que la noche era templada. Se puso un quimono y salió presurosamente a la galería. Yoshinaka había llegado al segundo peldaño.

–¡Nan desu ka, Yoshinaka-san?

–Gomen nasai, Anjín-san -dijo Yoshinaka.

Señaló las luces de la última puerta de la posada y añadió muchas palabras, que Blackthorne no comprendió. Pero con ellas quería decirle que un hombre que estaba allí, un bárbaro, quería verlo, y que él le había dicho que esperase, y el otro no había querido esperar, portándose como un daimío, a pesar de no ser tal, y había tratado de abrirse paso por la fuerza, cosa que él había impedido. El hombre había dicho que era amigo suyo. ¿Lo era?

–¡Hola, inglés! ¡Soy yo, Vasco Rodrigues!

–¡Hola, Rodrigues! – le gritó alegremente Blackthorne-. Voy en seguida. Hai, Yoshinaka-san. Kare wa watashi no ichiyujin desu (Es mi amigo).

–¡Ah so desu!

–Hai. Domo.

Blackthorne bajó corriendo la escalera para dirigirse al portal. Oyó a su espalda la voz de Mariko.

–¿Nan ja, Chimmoko? – Y un murmullo de respuesta, y de nuevo su voz autoritaria:- ¡Yoshinaka-san!

–Hai, Toda-sama.

Blackthorne miró a su alrededor. El samurai subía la escalera y se dirigía a la habitación de Mariko. La puerta estaba cerrada. Chimmoko estaba ante ella. Yoshinaka se inclinó ante la puerta y empezó a explicar a Mariko lo que pasaba. Blackthorne corrió por el sendero, con creciente animación, fijos los ojos en el portugués, con una amplia sonrisa de bienvenida, mientras la luz de los faroles arrancaba destellos de sus aretes y de la hebilla de su flamante sombrero.

–¡Hola, Rodrigues! ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Cómo está tu pierna? ¿Cómo me encontraste?

–¡Virgen santa! Has crecido, inglés, y has engordado. Sí, apuesto y gallardo como un maldito daimío -dijo Rodrigues, dándole un fuerte abrazo, al que él correspondió.

–¿Cómo está tu pierna?

–Me duele como una condenada, pero funciona, y te he encontrado preguntando dónde estaba el gran Anjín-san, el bastardo y bárbaro bandido de ojos azules.

Se echaron a reír y se intercambiaron bromas groseras, indiferentes a los samurais y a los servidores que les rodeaban. Después, Blackthorne envió a un criado a por saké e inició la vuelta a casa. Ambos caminaban con el balanceo propio de los marinos.

Yoshinaka esperaba en la galería.

–Domo arigato, Yoshinaka-san -dijo Blackthorne, dando de nuevo las gracias al samurai e indicando un cojín a Rodrigues-. Hablaremos aquí.

Rodrigues puso un pie en la escalera, pero se detuvo al plantarse Yoshinaka ante él, señalando el cuchillo y la pistola y alargando la mano izquierda, con la palma hacia arriba.

–¡Dozo!

El portugués frunció el ceño.

–Iyé, samurai-sama, domo ari…

–¡Dozo!

–Iyé, samurai-sama, ¡iyé! – repitió Rodrigues, más vivamente-. Watashi yujin Anjín-san,,¿neh?

Blackthorne avanzó un paso, todavía sorprendido por la brusquedad de aquel enfrentamiento.

–Yoshinaka-san, shigata ga nai, ¿neh? – dijo, sonriendo-. Rodrigues yujin, wata…

–Gomen nasai, Anjín-san. ¡Kinjiru! – Yoshinaka gritó una orden. Inmediatamente, avanzaron varios samurais, que rodearon, amenazadores, a Rodrigues, y aquél volvió a tender la mano-. ¡Dozo!

–Esos bastardos son muy quisquillosos, inglés -dijo Rodrigues, con una sonrisa, que exhibió su boca desdentada-. Diles que se estén quietos. Jamás me he desprendido de mis armas.

Blackthorne se interpuso rápidamente entre los dos.

–Escucha, Rodrigues, ¿qué importa? Dáselas. Esto no tiene nada que ver contigo ni conmigo. Es por la dama, por Toda Mariko-sama. Está ahí. Ya sabes lo quisquillosos que son en prohibir las armas cerca de los daimíos o de sus esposas. Estaríamos discutiendo toda la noche.

El portugués sonrió forzadamente.

–Desde luego. ¿Por qué no? Hai. Shigata ga nai, samurai-sama. ¡So desu!

Se inclinó como un cortesano, sin la menor sinceridad, desenvainó el cuchillo, sacó la pistola y los ofreció. Yoshinaka hizo una seña a un samurai, que tomó las armas y corrió al portal, donde las dejó en el suelo y permaneció de guardia. Rodrigues empezó a subir los peldaños, pero de nuevo le pidió Yoshinaka, cortés pero firmemente, que se detuviese. Otros samurais avanzaron para registrarlo. Rodrigues dio un paso atrás, furioso.

–¡Iyé! Kinjiru. ¡Qué diablos…!

Los samurais cayeron sobre él, le sujetaron los brazos y lo registraron minuciosamente. Le encontraron dos cuchillos en las cañas de las botas, dos pequeñas pistolas -una, oculta en el forro de la chaqueta, y la otra, debajo de la camisa- y un frasquito de peltre en el bolsillo de la cadera.

Blackthorne examinó las pistolas. Ambas estaban cargadas.

–¿También estaba cargada la otra?

–Sí, naturalmente. Esta tierra es hostil, ¿no lo habías advertido, inglés? ¡Diles que me suelten!

–No es la manera más corriente de visitar a un amigo por la noche, ¿neh?

–Ya te he dicho que éste es un país hostil. Siempre voy armado hasta los dientes. ¿No lo haces tú? ¡Por Dios, di a esos bastardos que me suelten!

–¿No llevas más? ¿Esto es todo?

–Claro que sí. ¡Diles que me suelten, inglés!

Blackthorne entregó las pistolas a un samurai y avanzó un paso. Sus dedos palparon el interior del ancho cinturón de cuero de Rodrigues. Salió de su secreta vaina un estilete, muy fino, muy elástico, hecho del mejor acero de Damasco. Yoshinaka lanzó una maldición a los samurais que habían efectuado el cacheo. Estos se disculparon, pero Blackthorne sólo observaba a Rodrigues.

–¿Algo más? – preguntó, jugando con el estilete. Rodrigues lo miraba fríamente.

–Ya les enseñaré dónde y cómo tienen que buscar, Rodrigues. Dónde guardaría un tipo así…

El otro no respondió. Blackthorne avanzó, con el cuchillo.

–Dozo, Yoshinaka-san. Watash…

–En la cinta del sombrero -dijo Rodrigues, con voz ronca, y Blackthorne se detuvo.

–Bien -dijo, y alargó la mano para asir el sombrero de ala ancha.

–¿No querías… enseñarles a ellos?

–¿Te gustaría que lo hiciese?

–Ten cuidado con la pluma, inglés, la aprecio mucho.

La cinta era ancha y rígida, y la pluma, airosa como el sombrero. Debajo de la cinta había un fino estilete, más pequeño que el otro y especialmente confeccionado para que el acero se adaptase con facilidad a la curva. Yoshinaka lanzó otra furiosa reprimenda a los samurais.

–Bueno. ¿Es esto todo, Rodrigues?

–Ya te lo he dicho.

–Júralo.

Rodrigues juró.

–Yoshinaka-san, ima ichi-ban. Domo -dijo Blackthorne -. (Ahora está bien. Gracias.) Yoshinaka dio la orden. Sus hombres soltaron al portugués. Rodrigues se frotó los miembros, para aliviarse el dolor.

–¿Podemos sentarnos ya, inglés?

–Sí.

Rodrigues se secó el sudor con un pañuelo rojo, cogió el frasco de peltre y, con las piernas cruzadas, se sentó en uno de los cojines. Yoshinaka se quedó en la galería, sin alejarse mucho. Todos los samurais, menos cuatro, volvieron a sus puestos.

–Antes te pregunté si no llevabas más armas y mentiste.

–No te escuchaba. ¡Virgen santa! ¿Aguantarías tú que… te tratasen como a un vulgar criminal? – Y añadió, en tono agrio:- Nos han estropeado la velada… Pero, ¡espera, inglés! ¿Por qué hemos de dejar que la estropeen? Los perdono. Y te perdono, inglés. Tenías razón, y yo estaba equivocado. Pido disculpas. Me alegro de verte. – Destapó el frasco y se lo ofreció.– Toma, es un brandy muy bueno.

–Tú primero.

Rodrigues palideció.

–¡Dios santo! ¿Crees que está envenenado?

–No. Pero bebe tú primero.

Rodrigues bebió.

–¡Más!

El portugués obedeció y se secó los labios con el dorso de la mano. Blackthorne aceptó el frasco.

–¡Salud! – Lo levantó y fingió beber, pero puso la lengua en la boca del gollete para evitar que el licor llegase a la suya, por mucho que le apeteciese la bebida.– ¡Ah! – dijo-. Está muy bueno. ¡Toma!

–Guárdalo, inglés. Es un obsequio.

–¿Del buen padre, o tuyo?

–Mío.

Blackthorne fingió beber de nuevo y dijo:

–Toma, echa otro trago.

Rodrigues sintió que el licor bajaba hasta la punta de sus pies y se alegró de haber vaciado el frasco que le había dado Alvito, llenándolo, después de lavado bien, con brandy de su propia botella. «Perdóname, Virgen santísima -dijo para sí -, por haber dudado del santo padre. ¡Oh, Madre mía, Señor Jesús, volved a la Tierra y transformad un mundo donde a veces no nos fiamos ni de los sacerdotes!.»

–¿Qué te pasa?

–Nada, inglés. Sólo pensaba que este mundo está podrido, cuando ya no nos fiamos de nadie. Vine como amigo, y de nada ha servido.

–¿De veras?

–Sí.

–¿Armado hasta los dientes?

–Siempre voy igual. Gracias a esto sigo viviendo, ¡Salud! – El hombrón levantó tristemente el frasco y bebió.– Me cago en el mundo y me cago en todo.

–¿Quieres decir, en mí?

–O en mí, Vasco Rodrigues, capitán de la Marina portuguesa, no un astroso samurai. Hemos intercambiado muchos insultos, todos amistosamente. Hoy vine a ver a mi amigo, y ya no lo tengo. Es triste.

–Sí.

–No debería estar triste, pero lo estoy. Mi amistad contigo me ha complicado extraordinariamente la vida. – Rodrigues se levantó, se estiró y se sentó de nuevo.– ¡Me fastidia sentarme en estos malditos cojines! Prefiero las sillas de a bordo. Bueno, salud, inglés.

–Cuando viraste aquella vez, y yo estaba en mitad del barco, lo hiciste para arrojarme por la borda, ¿no?

–Sí -contestó al punto Rodrigues, y se puso en pie-. Y me alegro de que lo hayas preguntado, pues me pesaba terriblemente en la conciencia. Me alegro de poder pedirte que me perdones, porque nunca habría podido confesártelo. Sí, me alegro de confesar mi vergüenza cara a cara.

–¿Crees que yo te habría hecho una cosa así?

–No. Pero si llegase el momento… Nada se sabe hasta que llega el momento de la prueba.

–¿Viniste aquí a matarme?

–No. Creo que no lo pretendía, aunque ambos sabemos que, para mi gente y para mi país, sería mejor que estuvieses muerto. Es triste, pero cierto. La vida es muy estúpida, ¿no, inglés?

–Yo no quiero tu muerte, capitán. Sólo quiero el Buque Negro.

–Escucha, inglés -repuso Rodrigues, sin rencor-. Si nos encontramos en el mar, tú en tu barco armado y yo en el mío, vigila por tu vida. Es lo que vine a prometerte, sólo esto. Pensé que podría decírtelo como amigo, y seguir siendo tu amigo. Salvo si nos encontramos en el mar. Estaré siempre en deuda contigo. ¡Salud!

–Confío en capturar tu Buque Negro en el mar. ¡Salud, capitán!

Rodrigues se alejó. Yoshinaka y los samurais lo siguieron. En el portal, el portugués recogió sus armas. Pronto se lo tragó la noche.

Yoshinaka esperó a que los centinelas se hubiesen colocado en sus puestos, y, cuando se hubo asegurado de que todo estaba en orden, se dirigió, cojeando, a su residencia. Blackthorne volvió a sentarse en uno de los cojines, y al cabo de un momento, llegó con la bandeja la doncella a quien había enviado a buscar saké. Le sirvió una taza, y se habría quedado para atenderlo, pero él la despidió. Ahora estaba solo. De nuevo lo envolvieron los sonidos nocturnos, el susurro del surtidor y el aleteo de los pájaros de noche. Todo volvía a ser como antes, pero todo había cambiado.

Tristemente, alargó una mano para llenar su taza, pero oyó un susurro de seda, y Mariko asió el frasco. Le sirvió, y llenó otra taza para ella.

–Domo, Mariko-san.

–Do ita shimashité, Anjín-san. – Se sentó en el otro cojín, y ambos sorbieron el vino caliente.– Iba a matarte, ¿neh?

–No lo sé, no estoy seguro.

–¿Qué quiere decir «registrar a fondo»?

–Pues desnudar a los prisioneros y buscar en sus partes más recónditas.

–¡Oh! Aquí hacen igual, Anjín-san. A veces. Por esto no hay que dejarse coger. Si te dejas capturar, te envileces tanto que el aprehensor puede hacer lo que quiera contigo… Más vale no dejarse capturar, ¿neh?

Él miró fijamente los farolillos movidos por la fresca y suave brisa.

–Yoshmaka tenía razón y yo estaba equivocado. El registro era necesario. Fue idea tuya, ¿neh?

–Discúlpame, Anjín-san. Espero no haberte ocasionado molestias. Pero temía por ti.

–Gracias -replicó él, volviendo al latín, aunque lamentaba lo del registro.

«Sin el registro, aún tendría un amigo. Quizá», se dijo.

Mariko llevaba un quimono de noche y una capa azul, y el cabello peinado en trenzas que le llegaban a la cintura. Se volvió a mirar el portal, visible entre los árboles.

–Fuiste muy listo en lo del licor, Anjín-san. Casi me pellizqué de rabia por olvidarme de advertírselo a Yoshinaka. Y fuiste muy astuto al hacerle beber primero. ¿Emplean mucho el veneno en vuestros países?

–A veces. Hay quien lo hace. Es un procedimiento vil.

–Sí, pero muy eficaz. Aquí lo emplean también a veces.

–Es terrible no poder confiar en nadie, ¿eh?

–¡Oh, no, Anjín-san! Lo siento -respondió-. Es una de las normas más importantes de la vida.

CUARTA PARTE

CAPITULO XLVII