Treinta y ocho
Carter y Allie entraron con desconfianza. El hombre les cedió el paso y cerró la puerta tras de sí con tres cerrojos antes de atrancar la puerta con una barra metálica.
Allie observó con interés el procedimiento. Una cosa estaba clara, aquel era un lugar seguro.
En otros tiempos el vestíbulo había sido elegante. Aún podían verse magníficos azulejos en el suelo, vitrales y madera labrada. Pero todo estaba venido a menos. Necesitaba una mano de pintura y había dos bombillas fundidas en las escaleras que habían dejado atrás.
El hombre se dio la vuelta y los miró de arriba a abajo.
—Me llamo Sharif —dijo después de la meticulosa inspección—. ¿Y vosotros quién carajo sois?
—Eh… Yo soy Carter.
Allie seguía con las manos metidas en los bolsillos. Los ojos se le fueron hacia la puerta, cerrada a conciencia.
Confía en Raj, se dijo. Pero no era fácil.
—Allie —dijo secamente.
—Es todo lo que necesito saber. —El hombre enfiló por el pasillo e indicó que lo siguieran. Las pantuflas que llevaba chirriaban en el suelo de azulejos—. Si estáis aquí, es que algo ha salido mal. Y lo siento.
Había compasión en aquella voz, y Allie se relajó un poco.
Sharif entró en una cocina reluciente y apretó un interruptor. La cruda luz de los fluorescentes inundó la cocina, acompañada de un zumbido industrial. El resplandor obligó a Allie a entornar los ojos. Aquello le recordaba a un hospital: paredes blancas, armarios blancos y suelos blancos. Todo impoluto.
El hombre abrió un cajón, localizó una llave negra con un llavero plateado y se la tendió. Tras dudarlo un instante, Carter la aceptó.
—Habitación 11 —les indicó Sharif—. Está al final de la escalera. Cerrad la puerta. No abráis a nadie que no conozcáis. Y cuando digo nadie, es nadie. Tampoco a mí. Ahora marchaos.
Subieron rápidamente por la larga y empinada escalera que desaparecía en la oscuridad. A sus espaldas, Sharif iba apagando las luces.
Cuando estuvieron a media escalera, Allie se volvió.
—Gracias, Sharif.
El hombre, con una mano en el interruptor de la luz, levantó la vista hacia Allie.
—No hace falta que me las des —dijo—. Le debo a la vida a Raj Patel. Me imagino que vosotros también.
La habitación 11 era un antiguo desván que se encontraba tres pisos más arriba. Al final de las escaleras se sumieron en la oscuridad más absoluta y a Carter le llevó un rato meter la llave en una cerradura que no veía. Cuando lo logró, la puerta resultó ser tan pesada que tuvo que empujarla con el hombro.
Dentro también estaba oscuro y se pusieron a palpar las paredes hasta que Allie dio finalmente con un frío interruptor de plástico y encendió las luces.
Era una habitación pequeña y sosa, con el techo muy inclinado. Casi todo el espacio lo ocupaba una cama doble con dos almohadas planas y una colcha azul, limpia pero descolorida. En una de las paredes, unas cortinas opacas ocultaban un ventanuco. Allie entrevió, a través de una puerta estrecha, un cuarto de baño minúsculo.
El dormitorio le pareció extrañamente tranquilo.
—¿Qué habrá querido decir con que le debe la vida a Raj Patel? —dijo Allie rompiendo el silencio.
—No sé. —Con cuidado de no darse un coscorrón en el techo, Carter se aproximó a la ventana y descorrió la cortina, lo justo para poder mirar afuera—. Raj pasó un tiempo en el ejército.
Allie no lo sabía.
El manto de silencio volvió a cubrirlos de nuevo.
Ahora que habían llegado y estaban a salvo, la fatiga se apoderó de ella bruscamente. Carter permanecía de pie junto a la ventana. Allie se preguntó si estaría mirando algo o simplemente no sabría qué hacer. Aparte de una mesita de noche desvencijada, sobre la que reposaba una lámpara, la cama era el único mueble de la habitación.
Tras dudarlo brevemente, Allie se sentó en el borde del colchón. Estaba tan duro que parecía labrado en madera maciza.
—Será eso —dijo, pasándose una mano exhausta por la cara.
Bajo el haz de luz, se percató de que tenía algo en la muñeca y giró la mano para examinarlo.
Parecía una pulsera, pero no llevaba joyas.
De repente vio mentalmente la imagen de Lucinda agarrándole la muñeca.
La pulsera era, en realidad, la sangre de su abuela.
Ahogando un sollozo, Allie se frotó enérgicamente la mancha colorada.
—¿Qué pasa?
Allie no respondió y Carter cruzó la habitación en tres largas zancadas. Cogió a Allie de la mano y le miró la muñeca. Ella no se resistió.
—Es… —Pero no tuvo fuerzas para decir lo que era. Decirlo lo haría real. Además, seguro que él ya lo sabía. Tragó saliva con fuerza—. Necesito lavarme.
Para su alivio, el muchacho no intentó reconfortarla.
—Pasa. —Carter se metió en el baño y encendió la luz, luego volvió junto a la ventana y la dejó pasar.
Como todo lo que había allí, el baño estaba viejo pero limpio. Allie abrió el grifo. Mientras esperaba a que corriera el agua caliente, se observó en el espejo anticuado. La cara le brillaba de sudor y, bajo la luz del fluorescente, su tez tenía un aspecto verdoso.
Las lágrimas le rodaban por las mejillas y se quedó mirándolas con extrañeza. No se había dado cuenta de que estaba llorando.
Ahora el agua salía caliente. Cogió una pastilla de jabón cuarteada y se la frotó con fuerza en la muñeca. Primero el agua salió rosa. Luego anaranjada. Y finalmente, transparente.
Se frotó las manos y los brazos hasta que le ardieron. Luego se echó agua en la cara y en el cuello.
Cuando terminó se sentía algo mejor. Tenía los ojos rojos, pero ya no lloraba. Respiró hondo y volvió a salir a la habitación.
Carter estaba otra vez junto a la ventana. La miró preocupado.
—Estoy bien —mintió ella.
—Lo sé —dijo él.
Él se fue acercando y ella se puso rígida. Si ahora la abrazaba empezaría a llorar otra vez y tal vez no pararía nunca.
Pero Carter se fue directo hacia el cuarto de baño y cerró la puerta tras de sí.
Aliviada, Allie se desplomó en la cama. Oyó el agua correr al otro lado de la puerta. Quería tener a Carter cerca, pero se alegraba de que en aquel momento hubiese espacio entre ellos. Necesitaba unos segundos para pensar.
Cayó en la cuenta de que quizás a él le pasara lo mismo.
Estaba muy cansada. La adrenalina que la había ayudado a aguantar toda la noche, puede que toda la semana, había abandonado su cuerpo. Se disponía a apoyar los pies en la cama cuando reparó en la colcha inmaculada.
Con cuidado, se desató las botas llenas de fango, se descalzó y las dejó en el suelo. Si los atacaban, tendría que salir corriendo en calcetines, pero… qué se le iba a hacer. No estaba dispuesta a ensuciar la impecable colcha de Sharif.
Esta vez subió los pies a la cama y apoyó la cabeza en la fina almohada.
Qué a gusto se estaba tendida. Hasta en aquel colchón duro como el cemento.
La luz del techo era brutal, pero estaba demasiado cansada como para que le importase.
Cerraré los ojos… solo un momento.
—Allie…
Alguien la llamaba, pero Allie no sabía quién era. Estaba demasiado oscuro para verlo.
—¿Hola? —dijo ella, pero nadie respondió.
Miró hacia abajo y vio que iba descalza, pero por alguna extraña razón no notaba la hierba bajo los pies.
Cuando volvió a alzar la vista, estaba de vuelta en Hampstead Heath, en la cima de Parliament Hill. Las luces de la ciudad titilaban a sus pies.
—Oh, no… —murmuró.
Lucinda yacía delicadamente en la cumbre. Nathaniel estaba arrodillado junto a ella. Ninguno se movía ni hablaba. Eran como dos estatuas.
Allie se acercó a ellos lentamente. El corazón le aporreaba el pecho. Le costaba respirar. Por allí andaba el hombre que la había atrapado. Gabe acechaba en alguna parte.
Eran muchos enemigos en un solo lugar. ¿Qué estaba haciendo allí arriba?
Sin embargo, necesitaba ver a Lucinda otra vez. Necesitaba decirle adiós. Decirle que lo sentía.
Pero ahora Nathaniel y Lucinda no estaban solos. Jo también estaba allí. Un ángel triste vestido de blanco, en cuyo cabello rubio se reflejaban las luces de la ciudad que había a sus espaldas.
—No es culpa tuya, Allie —dijo Jo, alargando una mano blanquecina.
Lentamente y con miedo, Allie bajó la vista hacia su abuela. Nathaniel sollozaba. La blusa blanca de Lucinda estaba roja. La sangre se acumulaba en un charco bajo su cuerpo y corría como un torrente colina abajo. Salía a raudales y engullía la ciudad.
—Allie, lo digo en serio. Has hecho todo lo que has podido. No es culpa tuya —repitió Jo.
Entonces Lucinda levantó los ojos.
—Sí lo es —dijo.
Allie gritó.
—¡Allie, despierta! —Carter la sacudía por los hombros.
Ella se lo quedó mirando, confusa.
—¿Qué?
Sus ojos recorrieron la estancia desconocida. Ni rastro de Lucinda. De Jo. De Nathaniel.
Colcha azul. Paredes maltrechas. El escondite.
—Has tenido una pesadilla. —Carter todavía la sujetaba con fuerza. Notó la calidez de sus dedos en los hombros—. Estabas gritando.
Hacía meses que no estaban así de cerca. Por un instante, Allie se preguntó si aún seguiría soñando, pero el tacto era muy real.
Con una mano, Carter le apartó el pelo de la cara y se lo colocó con delicadeza detrás de la oreja. Sus dedos eran como plumas que le tocaban la piel—. También has hablado.
Allie alzó los ojos para mirar los de él. Arrugó el entrecejo.
—¿Qué he dicho?
Los dedos de Carter se detuvieron; luego reanudaron las caricias en el pelo.
—Has dicho… «Jo».
Allie asintió, mordiéndose el labio.
Resistió la urgencia de apoyarse contra él. De dejar que la abrazara y le dijera que todo iba bien. Como en los viejos tiempos.
Porque nada iba bien. Y aquellos no eran los viejos tiempos.
Escudriñó la habitación. Por lo visto, en algún momento el chico había apagado la luz del techo y encendido la lámpara de la mesita. ¿Cuánto rato llevaba dormida?
Sus ojos volvieron a posarse en Carter, que la observaba con expresión inescrutable. La acariciaba con manos vacilantes.
No debía de haber pasado mucho tiempo. Carter aún tenía el cabello mojado y se le había rizado un poco por efecto del agua. Olía a la misma pastilla de jabón que ella había utilizado.
Inconscientemente, se llevó la mirada a sus propias manos.
Ni rastro de sangre.
Ahora Carter le acariciaba las ondas que le caían por los hombros. Era una sensación tranquilizadora y al mismo tiempo electrizante. Cada caricia le quemaba la piel como un fogonazo.
No quería que Carter parara, pero tenía que hacerlo. Él ya no le pertenecía. Y ella tampoco le pertenecía a él.
Con una brusquedad innecesaria, Allie se incorporó.
Carter dejó caer la mano, como si algo le hubiese picado.
Allie simuló no darse cuenta, se aclaró la garganta y se echó hacia atrás para apoyar la espalda contra el cabecero de la cama.
Echó un vistazo a la almohada que había junto a ella. No había signos de que él hubiese dormido. Se había quedado haciendo guardia.
Carter se estaba mirando las manos fijamente. Incluso desde aquel ángulo, Allie advirtió la tristeza en su rostro.
—Sueño con ella —admitió Allie finalmente—. Con Jo. Todo el tiempo. —Se interrumpió y se miraron. Los ojos de Carter eran tan profundos como el mar. Podía hundirse en ellos. Perderse—. Me gusta verla. Es como si siguiera viva. —Miró la cara de él para ver cómo se lo tomaba—. ¿Es una locura, verdad? ¡Encerrad a Allie en el Hotel Majara! En ocasiones ve muertos.
—Yo sueño con mis padres continuamente —dijo él, sencillamente.
Allie parpadeó, sorprendida.
—¿De verdad?
Él asintió, forzando una lánguida sonrisa.
—Si hay un Hotel Majara, podemos compartir habitación. Para ahorrar y eso.
Allie se sintió extrañamente reconfortada. Todo eso del duelo era nuevo para ella. Carter, por el contrario, era un profesional; sus padres habían muerto cuando él tenía cinco años. Que hubiese llegado a los diecisiete relativamente cuerdo era una de las cosas a las que ella se había aferrado tras la muerte de Jo.
Al fin y al cabo, ella solo había perdido a su amiga. Carter había perdido a sus padres y había sobrevivido. La idea de volverse loca, sabiendo que él había pasado por ese trago, resultaba casi egoísta.
—Es raro —dijo Carter al ver que ella no decía nada. Tenía las manos cruzadas ante él—. En mis sueños, a veces son iguales que en las fotos que tengo. Y otras veces no se parecen en nada. —Sonrió avergonzado—. Cuando me pasa eso, al despertar me siento culpable por no reconocerlos.
En aquel momento parecía tan tímido y vulnerable… Nunca había tenido tantas ganas de abrazar a Carter como en aquel mismo instante. Tuvo que cerrar los puños para controlarse.
—Así que, si alguien está chalado, seguro que soy yo.
—No estás loco —dijo Allie suavemente.
Cuando él se volvió, su mirada casi le parte el corazón.
—Eres la persona más cuerda que conozco —dijo Allie.
Él sonrió.
—Ya… pero es que estás rodeada de pirados.
—Cierto —concedió Allie—. Ya sabes, Dios los cría…
—Sí, pero ahora mismo el que está aquí soy yo.
La sonrisa de Allie se desvaneció.
—Siempre lo estás.
La ligereza del momento se disipó en el aire. La chispa había vuelto y los rodeaba, invisible.
—Carter… —empezó a decir Allie.
Al mismo tiempo, Carter dijo:
—Allie…
—Perdona —dijo él, levantando las manos—. Tú primero.
Allie sintió una presión en los pulmones.
—Solo quería… O sea… Gracias por lo de esta noche. Has mantenido la calma.
Carter suspiró y negó con la cabeza.
—Han disparado a tu abuela esta noche ¿y me dices que yo he mantenido la calma? No, Allie, tú lo has hecho. Nunca había visto a nadie actuar así bajo tanta presión. Has estado increíble. Eres increíble.
Él tomó sus manos y ella lo dejó hacer, aun sabiendo que estaba mal y que no debía pasar nada.
Aunque ella deseaba que pasara.
Podía sentir lo fuertes que eran los dedos de Carter. Aquella noche lo había visto noquear a un hombre de un puñetazo. Y aun así, cuando sus pulgares le acariciaron los nudillos, lo hicieron con la suavidad de las alas de una mariposa.
—Eres la persona más increíble que conozco.
Allie tenía que parar aquello antes de que fuera demasiado lejos.
—Carter…
Él la miró con anhelo y la voz de Allie se fue apagando.
¿Qué se suponía que tenía que decir? ¿«No lo hagas»? ¿«Para»? ¿«No podemos»?
Sí, eso sería lo correcto.
Pero lo que quería decir era muy distinto. Aunque eso no podía decirlo.
¿O sí?
Salta.
Carter contemplaba la cara de Allie como si oyera la lucha que se estaba librando en su interior. Como si supiera que ella estaba tomando una decisión.
—¿Qué? —Los dedos de Carter subieron por el brazo desnudo de Allie hasta su hombro. Sus ojos eran urgentes. Como si aquella fuese la última oportunidad que tenían—. Allie, di algo. Cualquier cosa.
Ella deseó profundamente que eso fuera cierto. Deseó poder decir cualquier cosa. Porque, si ella le decía la verdad, ¿qué le diría?
—Carter… Te quiero.