Yo, como digo, no me había incomodado con don Roque Sartén, sino tan sólo que, pensando que iba a mejorar, cambié dueño por dueña, rebotica por corral y paz y miseria por constante sobresalto y olla de carnero los lunes, día dedicado al satélite que llaman Luna, patrono de las maquinaciones de mi nueva ama.
A su servicio hube de entrar porque ella misma me lo pidió una noche que iba yo de paseo por el campo y me la topé, que andaba a la caza de sapos, menester en el que la ayudé, y con tan buena fortuna, que al tiempo que ella estaba todavía por la pareja yo le llevé un saco con más de una docena, detalle que bastó para que me ofreciera el doble de soldada que el boticario y toda la libertad que quisiera, a cambio tan sólo de silencio y discreción.
Pienso que el que ahora hable de aquello, con ella probablemente tostándose desde hace muchos años en los infiernos, en nada quebranta el juramento que de mi mutismo me hizo hacer; a buen seguro que sólo quiso referirse a mis días de Belinchón y, todo lo más, al tiempo que ella durara sobre sus dos pies.
La tal tía Librada, por mal nombre la Sota, era una mujer cincuentona y escurrida de carnes, bigotuda y con los cueros amarillados, el ceño fruncido y el mirar misterioso y dominador bajo la poblada y erizada ceja. Hablaba con la zeta y más con la nariz que con la boca, y las cosas que decía, ya raras de por sí, pronunciadas con aquella voz, llegaban a atemorizar.
A mí no me molestaba mucho, y mi única misión, además de poner cara de tonto a todo, se reducía a llevar recados adonde me mandaran y a cazar sapos y culebras o buscar zarzamoras y helechos cuando se precisaban.
Mi ama era adivinadora y curandera, y aunque yo al principio me reía por dentro y no hacía ni caso de sus maquinaciones, tales cosas llegué a ver en nuestra casa, que al final terminé con el corazón en un puño y más temeroso y acobardado que un cordero.
Vivía bien, aunque de por fuera pobremente, y ganaba dinero a espuertas, porque su fama se había extendido por todo el contorno y le llegaban visitas, no sólo de Tarancón y de Santa Cruz de la Zarza, sino hasta de Aranjuez, de Alcalá de Henares y de Quintanar, y aun quién sabe si de Cuenca o del mismo Madrid. El caso era que en la casa siempre había gente, y que, aunque no cobraba más que la voluntad, el dinero se iba juntando, y la vida mejoraba a ojos vistas a fuerza de gastar, aunque con disimulo, y no guardar ni un ochavo de un día para otro.
Las visitas las recibía en el desván de la casa en que vivíamos, sitio donde jamás me dejó entrar. Tal fue mi curiosidad y tal la fuerza que llegó a tener, que no pudiendo evitarla me las ingenié de manera que el fisgar me resultara fácil, para lo que mi industria discurrió ensanchar un poco una grieta de la pared que caía sobre el pajar, sitio desde el que se podía, si no dominar toda la vasta habitación, sí al menos oír la conversación y ver de vez en cuando alguna maniobra. Yo estaba temblando que me descubriera el escondrijo, porque, desde el momento en que me apostaba tras la tronera, la lechuza que tenía sobre el respaldo de la silla no sacaba ojo de allí; pero lo cierto fue que la tía Librada, atenta a sus clientes, no se percató de los extraños del pájaro, animalito —por otra parte— a quien nunca osé molestar.
El desván estaba amueblado con gran lujo de trastos, a cual más inútil, y en los estantes podían verse botes cargados de extrañas mixturas o de hierbas curalotodo y frascos de cristal con sanguijuelas, culebras o corazones. Que cuando el oficio es raro, no ha de ser vulgar el material.
Consultaba por las noches, y a la luz de un velón de cera virgen, y los clientes, la mayor parte de las veces tenían tal cara de espanto, que no sé yo si siempre saldrían compensados de la visita y de los cuartos gastados. Los había de todo sexo, edad y condición, aunque lo que más abundara, según pude ver, fueran las mujeres ya maduras, todavía a la espera de marido, que a la tía Librada acudían porque las rescatase de la soledad.
Los medios que mi ama usaba eran tan variados como los casos que se presentaban, y así, a veces bastaba con un bebedizo, otras se precisaba un exorcismo, las más un tiento a la baraja y, las menos, un par de docenas de cabezadas contra una calavera de macho cabrío que tenía sobre una banqueta. El mal de amores solía ser una de las dolencias más frecuentes, y su curación, aunque la tía Librada aseguraba su buen fin, era un tanto complicada y embarazosa, a pesar de lo cual la recetaba a diestro y siniestro, quién sabe si por el mucho éxito que alcanzaba.
A la enamorada de turno le preguntaba cuál era su nombre y cuál el de su amado. Recuerdo una que se llamaba Rosa y que amaba a un Fidel que, por las trazas, no le hacía maldito caso; la pobre estaba muy apenada, pero al poco tiempo volvió por nuestra casa con la nueva de que el Fidel le había declarado su amor, noticia que aprovechó la tía Librada para sacarle más cuartos, que la pobre tonta pagó sin rechistar. Yo no creo que tan desviado, como en un principio lo presentara, andaba el Fidel, porque me parece que demasiado eficaz resultó el remedio; pero lo cierto es que la Rosa quedó complacida y mi ama aumentó su fama, con ella su clientela y con ésta sus ingresos, que ya bastante saneados eran por entonces.
Después de conocer los nombres la mandaba coger unos cristales de alumbre con la mano izquierda, de un frasco que le presentaba, y hacer con ellos tres montoncitos sobre la mesa; le hacía pagar el precio también con la mano izquierda y le ofrecía un papel de agujas que había de tomar siempre con la misma mano. Encendía el fuego mientras esperaba que sonasen las doce, y al caer la primera campanada le ordenaba ir echando en las brasas un montoncito y una aguja, al tiempo que recitaba, para que la parroquiana lo fuera repitiendo, unas palabras que, sobre poco más o menos, eran así:
Elena, Elena, hija de rey y reina;
a Belén fuimos,
tres clavos encontramos,
—uno lo tiro al mar encarnado,
otro lo tiro a su hijo Constantino
y otro lo tiro al corazón de Fidel.
—Que no pueda vivir ni parar
—ni comiendo, ni bebiendo, ni durmiendo,
hasta que a las plantas de la Rosa se venga a postrar.
Dicho esto, si del fuego salía la figurita de un perro de lanas, es que el conjuro iba por buen camino.
Los ojos de Rosa estaban atónitos, clavados en las ascuas, y cuando de ellas vió brotar el perrito, puso la mayor cara de satisfacción que vi en mis días.
Los martes y los viernes eran los días que dedicaba mi ama a echar las cartas, y a fe que los curiosos por conocer su porvenir no eran escasos. La tía Librada elegía esos días de la semana, ya que, por lo visto, eran los más a propósito para la adivinación. Usaba tantas barajas como visitantes tuviera, porque a las cartas no se les puede cansar —ya que si no, mienten—, y después las echaba en una cazuela, de donde las sacaba de víspera para ponerlas bien en condiciones. Los lunes y los jueves, por la noche, ya se sabía que había preparativos: extendía las cartas sobre la mesa —baraja a baraja—, las rociaba con aguardiente, las envolvía en un paño, y las metía debajo del colchón. Al día siguiente, las barajas estaban como nuevas y decían siempre la verdad.
Yo estaba maravillado con lo que veía y, en los primeros tiempos, llegué a olvidarme, con tanta emoción, de los amigos y hasta de Belinchón entero. No sé si la tía Librada llegó a sospechar que yo le espiaba, pero el caso es que, directamente, nunca hubo de sonsacarme nada.
—¿Estás a gusto? —me preguntó un día.
—Sí, señora —le dije—, que como bien y el trabajo no mata.
—¿Y no tienes miedo?
—¿Miedo, de qué?
—No sé, ¡como la gente es tan habladora!
—No haga usted caso, señora Librada, que lo que tiene la gente es envidia. ¡Si la envidia fuera la tiña…!
—Eso digo yo.
Por las noches, quizá para que no anduviera por el medio, solía mandarme a algún recado o a cualquier extraña cacería, pero lo que yo hacía, para no perderme la fiesta, era darme prisa para volver antes de las doce —que era la hora mejor— y saltar después por el corral para llegar a llamar a la puerta, ya de madrugada, con mi contestación en el bolsillo o mi saco de sapos al hombro, como si no supiera nada. Con eso la mujer se confiaba y yo podía seguir divirtiéndome.
Una noche me pegué el gran susto cuando vi aparecer en el desván a la Paca, la del mesón del Mirlo, que venía a que la tía Librada le echara las cartas.
Mi ama la saludó muy fina y le dijo tantas palabras corteses y le hizo tales zalemas, que yo mismo estaba como embobado viendo lo que allí sucedía. Colocó la bruja el sello de Salomón sobre la mesa, acarició durante un rato las alas de la lechuza y sacó la baraja que tenía envuelta en un pañito y guardaba en el seno. Barajó con cuidado y dio a cortar a la Paca; ésta, que ya debía conocer la costumbre, no dijo ni palabra, y usó la mano izquierda. Tomó de nuevo las cartas la tía Librada e hizo con ellas diez montoncitos de a tres, poniéndolas siempre boca abajo; las diez que le quedaban las fue repartiendo una en cada montón, al tiempo que decía: Tras, tras. ¿Quién es? Soy yo. ¿A quién buscas? A la Paca. ¿Qué le quieres? Saber lo que le va a pasar quiero. Para eso la traigo. Para eso vengo. En lo que me digas ha de venir a parar.
Cuando acabó de decir sus palabras empezó a leer las cartas una a una y de izquierda a derecha, y al llegar al montón número diez hizo seña con la mano de que prestara atención porque aquél había de decir en qué iban a acabar los días de la Paca.
Las cuatro cartas eran: el rey de copas, el as de bastos y el tres de bastos, todos boca arriba, y el siete de espadas boca abajo.
El montón anterior había sido todo de espadas.
—¡Ay, Paca! ¡Casi no me atrevo a decírtelo!
—¡Dilo, mujer!
—¡Sea, ya que lo pides! Esta noche, cuando vuelvas a tu casa, tu hombre te va a requerir como esposo. Seréis felices unos instantes y después reñiréis: tu hombre te cruzará la cara de un navajazo; aquí está este rey que te lo dice.
—¿Y si escapo?
—No podrás, que no tienes con quién; que la sangre se puede evitar porque las espadas están abajo, pero del hombre no te escapas, que aquí está el as de bastos y a ti nadie te quiere en Belinchón, que ya no eres moza.
La Paca bajó la cabeza con resignación ante lo inevitable y se dispuso a marchar.
—¿Cuánto te debo?
—No es nada, Paca, que bien siento que la baraja no mienta. Ahora la voy a quemar para que en seguida te seque la sangre.
—Gracias.
—No hay que darlas.
La tía Librada tiró la baraja al fuego y se volvió a la Paca.
—Anda, besa aquí.
Se desnudó un hombro y le mostró un tatuaje que llevaba en el nacimiento del brazo.
—Es la rueda de Santa Catalina, que era fina, muy fina, como la harina, una, dos y tres que contigo ya es, cuatro, cinco y seis, de la cabeza a los pies.
La Paca besó el hombro de mi ama con los ojos cerrados.
—Ahora vete —le dijo la tía Librada—, súbete a la cama con el pie derecho.
La Paca se fue, y al día siguiente todo Belinchón hablaba de la puñalada que le diera su marido. Mi ama recogió las cenizas de la baraja, las mezcló con aguardiente y se las hizo comer, quieras que no, a uno de mis sapos.
El pobre, borracho y atascado como quedó, no sabía ni moverse; la mujer lo metió en una bolsa y se sentó encima:
—Así te pudras en vida, chulo asesino, y te coja la guardia civil, y uno, y dos, y tres, y cien, y mil, que no cates el vino, que no comas tocino, y que pagues preso y encerrado. Así sea.
Al día siguiente, Filemón Estévez, el marido de la Paca, fue a dar con sus huesos a la cárcel de partido. Agarró unas fiebres y antes de dos semanas murió. Todos los años, por aquella fecha, la cicatriz de la Paca se ponía roja. No faltó quien dijera que de víspera se la pintara con almagra la tía Librada.
Eso es cosa que ignoro; lo que sí sé es que todos los años, la noche anterior —según me contó una criadita que tuvo cuando yo me fui, y a la que encontré al cabo del tiempo en Madrid hecha una señorita, de camarera en el café cantante que llaman El Rubí—, mi ama se encerraba sola en el desván y empezaba a manipular con la baraja hasta que el cuatro de bastos quedaba panza arriba. Por lo bajo, mientras trajinaba con las cartas, decía de cada vez: ¡Levántate, Simeón! Ponte derecho, enseña la asadura, para que el Filemón no deje el duro lecho de la fría sepultura. Cuando el cuatro de bastos aparecía, la bruja se liaba a correr como una loca por todo el cuarto, sacudiendo el aire con su toquilla; la lechuza, entonces, se espantaba y empezaba a dar saltos de mueble a mueble, batiendo las alas siniestramente; con el revuelo de las dos, la vela acababa por apagarse, y cuando se hacía la oscuridad volvía la tía Librada a su cantinela, que ahora decía: ¡Ay, Simeón, Simeón! ¿Dónde está la asadura dura que le robaste en la sepultura? La lechuza bisbiseaba en las tinieblas, y mi ama ya más sosegada, encendía otra vez la luz, recogía un poco los trastos y se marchaba. El pobre Filemón, desde el infierno, se debía estremecer.
Tantas cosas maravillosas hube de ver durante aquellos tiempos, que para mí tengo que la tía Librada debía tener pacto con el mismo Satanás que habita en los infiernos.
Yo procuraba seguir mostrándome tranquilo y decidor, y el ama, yo creo que sin esforzarse, continuaba apareciendo todos los días como la más pura y amorosa de las mujeres.
Una de mis obligaciones era llevarle el desayuno a la cama, porque ella, quizá por las trasnochadas, no era demasiado madrugadora, y jamás se le veía trajinando por la casa antes de las nueve o nueve y media de la mañana. El desayuno era sencillo, y la verdad es que no me costaba mucho trabajo prepararlo: un pedazo de pan de higo y medio vaso de aguardiente es cosa que pronto se dispone. Cuando se lo bebía —siempre de un trago y como con apresuramiento— solía acometerle la tos, y día hubo en que no conformándose con el ruido, acudían a invadirle las arcadas de forma tan alborotadora, que tales altibajos y tales glu-glús hacían su babear y su jadear, que a mí —que ciertamente no era ningún remilgado colegial— me echaban asqueado de la alcoba.
Una mañana en que aquello sucedió, y en que ella estaba de mala uva, cualquiera sabe por qué, no le pareció bien que yo me marchara y empezó a tocar la campanilla para que volviese.
—¿Me llamaba usted? —le dije.
Ella, sin dejar de gargajear, me contestó:
—¡Anda, mal bicho, desagradecido, siéntate ahí!
Yo la obedecí y arrimé la banqueta. Ella continuó:
—¿Te parece bonito, gandul, dejarme aquí como una basura, yo que para ti soy talmente como una madre? ¿Te parece bonito, di?
—Señora —le respondí—, yo no la dejo a usted abandonada, créalo, que para mí tuve que no me necesitaba y pensé que mejor sería lavar un poco los sapos para aprovechar el tiempo.
—¡Déjate de sapos y estate ahí que para esto te pago!
—Sí, señora.
A orilla de su cama estuve, oyendo todos los ruidos que el revuelto cuerpo de mi ama quiso hacer durante dos largas horas, y cuando ya me parecía que le tornaba la calma me alcanzó una mano al tiempo que me decía:
—Oye, Lázaro, que, aunque tú no lo creas, yo soy de buen corazón, y temo que la gente no lo piense así.
—A la gente, señora, ya sabe usted, ¡ni caso!
—Eso decimos todos cuando la cosa marcha bien, Lázaro, pero a veces sucede que una se pone como teme rosa y llena de aprensiones y empieza a pensar y a cavilar, y no saca en limpio más que dolor de cabeza. Yo sé bien por qué lo digo.
—Sí, señora.
—No digas que sí, que no lo sabes: que eres muy joven para ver por dónde voy.
—Sí, señora.
—¡Ya lo creo que sí, hijo, ya lo creo que sí!
Se quedó en silencio durante un rato y cerró los ojos. Parecía como dormida cuando levantó un poco la voz para decirme:
—Vete a buscar a don Julio; estoy muy mala…
Don Julio era el médico.
—Pero, señora —le respondí—, que a lo mejor lo que tiene se le pasa con otro trago de aguardiente.
—No, hijo, que si así fuese ya te lo habría pedido. Vete por don Julio y no me hagas hablar, que pienso que se me va el espíritu.
—Allá voy, señora Librada; que si quería que usted sanara sola es porque pienso que don Julio no le tiene buena ley.
—No, Lázaro; que dices verdad, que mejor me la tiene mala, y bien mala, pero ya sabes tú que Santa Bárbara tiene más devotos cuando truena que cuando está escampado. Ve a buscarlo.
No me hice rogar más; cogí la gorrilla y empujé la puerta, y fuí en busca del don Julio que tanto mi ama parecía precisar. Como en su casa no estaba, anduve tras él por todo el pueblo, hasta que me lo topé poniéndole unas cataplasmas a la joven Genovevita, la hija de los Rubios, por mal nombre, el señor Pantaleón Cortada y la señora Juana Soto, gentes de buena posición que habían hecho unos ahorros con la carnicería que heredaron de una tía de ella, muerta sola, soltera, vieja y engañada.
Empujé la puerta y llamé por el amo.
—Señor Pantaleón, ¿da su permiso?
El carnicero me respondió desde dentro.
—¿Quién es?
—Soy yo, señor Pantaleón; Lázaro, el de la tía Librada.
—¿Qué se te ha perdido por aquí?
—El médico, señor Pantaleón, que ando a su busca y dicen que hacia aquí venía.
—Espérate ahí abajo, que ya acabará. ¿Está mala tu ama?
—Sí, señor, muy mala.
—¡No explotará, no! ¡Dios no querrá hacernos ese favor!
Yo me atreví a sonsacarle.
—¡Mal la quiere usted!
—No, hijo, que no le hago más que justicia. La quiero como se merece.
—No hay que hacer caso de habladurías, señor Pantaleón; ¿a usted le hizo algo?
A lo largo de nuestra conversación fue el dueño de la casa bajando las escaleras, y cuando andábamos por lo que ahora cuento ya estábamos los dos, uno mirando para el otro, sobre los menudos cantos del zaguán.
—¿A mí? ¡Hombre…, como hacer…!
El señor Pantaleón cambió repentinamente de expresión.
—Oye, mozo, ¿a ti no te parece que eres muy joven para tirarme de la lengua?
De arriba le llamó su señora.
—Oye, Pantaleón: que subas a tener a la niña, que le queman mucho las cataplasmas.
El amo miró por la escalera, y respondió a voces:
—¡Si le queman, que se aguante!
Yo quise caer simpático, y metí baza de nuevo.
—¿Le están poniendo cataplasmas a la Genoveva?
—Sí, ¿no has oído?; ¡claro que le están poniendo cataplasmas!
Bajó la voz, y continuó como si hablara consigo mismo:
—Yo no sé en qué va a terminar esto.
El hombre parecía como preocupado, y estuvo unos momentos en silencio, con la cabeza baja; yo quedé callado, porque lo juzgué más cauto, y esperé a que se reanimara.
—Oye —me dijo—, fue un viento, ¿sabes?, que le cogió el costillar; don Julio quiere apagárselo con calor. Yo no sé…
—Ya verá usted como no es nada, señor Pantaleón; a lo mejor, mañana ya está buena.
—No sé… No sé…
Se fué hacia el hueco de la escalera y llamó a su mujer.
—¡Juana!
—¡Qué!
—Anda, baja.
La voz de la señora se oía lejana y como llorosa.
—Y la niña, ¿la voy a dejar sola?
—¡Baja te digo! ¡Deja a la Genoveva!
—Voy, voy.
En el rellano apareció la señora Juana secándose las lágrimas con un pañuelo.
—¡Anda, y deja de llorar! ¡Así no hacemos nada!
La mujer seguía con las lágrimas.
—Está muy mala. Pantaleón, muy malita.
—Ya sanará, si Dios quiere.
La voz se le puso velada y ronca como un trueno que retumbase detrás de las montañas.
—Y si no… ¡Pues mira!
La madre arreció en los ayes y en las lamentaciones, y el padre, como caviloso, fruncía el ceño para pensar. Anduvo dudando antes de empezar de nuevo con las palabras, y vez llegó a haber en que se detuvo mismo al abrir la boca, antes de que por ella nada saliera. Cuando arrancó tenía los ojos sangrientos y las venas del cuello medio moradas.
—Oye, Juana, la vamos a llevar a la Sota.
—Pero…
—¡Calla! Yo te juro que después la mato.
Todos quedamos en silencio.
—Y tú, galopín, como sueltes prenda te vas detrás de ella. ¿Entiendes?
—Sí, señor.
El amo de la casa se volvió a su mujer.
—Vete con la niña; yo no quiero subir. Dile a don Julio que vaya a sanar a la tía Librada. Y a éste —le dijo, mirando para mí— dale un par de reales para que no abra el pico; si canta, ya la pagará.
Rebuscó la señora Juana en un saquete de felpa que llevaba a la cintura, me dió una peseta entera y me ordenó esperar a don Julio para ir por la salud de mi ama.
Cuando el médico bajó, venía guardando los lentes de cerca para cambiarlos por los de andar. Era un vejete pequeño y flaco, vestido siempre de luto —desde lo de la pobre Carmen, según solía explicar—, con toda su revuelta y abundante pelambrera blanca. Andaba despaciosamente y hablaba con propiedad y mismamente como un libro, aun de las cosas más comunes.
—Nada, amigo Pantaleón; ¡arriba ese ánimo! Esto no es nada; un catarro un poco duro que se ha fijado en las vías altas. Sigan ustedes con las cataplasmas y con los vahos y no se apuren. Yo, mañana volveré por aquí; a lo mejor ya la damos de alta.
—Adiós, don Julio, y que Dios le oiga.
Salimos de la casa, y no bien hubimos de pisar la tierra de la calle, se encaró conmigo para decirme:
—Y bien, mozo, tú dirás para qué te manda tu ama en mi busca; yo creí que no me tenía buen querer, pero ya veo que se acuerda de la Ciencia cuando las cosas se tuercen. ¡Vaya, vaya!…
Seguimos un trecho sin decir palabra, y al doblar de una calleja volvió a pegar la hebra.
—Yo creía que esto de la medicina era campo trillado para ella… ¡Mira tú que una mujer que cura diciendo un versito llamarme a mí, que no tengo tales artes!
—Usted se ríe, don Julio —le dije—, y hace mal; que mi ama está muy enferma, y la dejé que su cuerpo parecía una caja de música.
—No, galán, que te hablo en serio; que me tiene extrañado que se haya acordado de mí, porque pensaba, ¡y quién sabe si acercándome a la verdad!, que me creía punto menos que un ignorante sacacuartos, terror de los sanos y puntillero y amortajador de los enfermos. Yo, si te lo digo ya comprenderás que es porque así lo creo; que no tengo años ya para mentir ni para andarme con celos de los demás. Porque si yo estudié seis años en Madrid y dormí muchas noches en el hospital rodeado de enfermos de las más diversas dolencias…
Tuve suerte de que nos hallásemos ya ante la casa; cualquiera sabe en qué hubiera acabado el discurso, de prolongarse un poco más el paseo.
—Ya estamos, don Julio —le interrumpí—; ya un día iré por su casa para que me siga usted con eso del hospital.
Me acerqué a la puerta, que aparecía cerrada, y llamé con los puños.
—Es raro —le dije al médico—, porque yo dejé el portón abierto y a la señora en la cama. A lo mejor ya está con ella alguna vecina.
—O el mismo diablo, Lázaro, que también deberán ser conocidos.
—¡Quién sabe!
Volví a llamar, esta vez más fuerte, y casi al instante apareció la tía Librada, que nos abría.
—¡Anda, que no eres impaciente! ¡Vaya manera de llamar! ¡Pensé que ibas a echar la puerta abajo!
—¡Mi querida colega —le dijo don Julio con la mejor de sus sonrisas pintada en la boca—, cómo celebro que el mal se haya ausentado! ¿Algún verso, quizá? ¿Algún sapo que habrá pagado los platos rotos?
Mi ama estaba amoscada y tenía cara de pocos amigos.
—No, don Julio; que cuando pensé que venía usted me entraron náuseas y eché todo el mal fuera del cuerpo. Ahora veo que ya no lo necesito, y estamos igual que antes; que si el vino no se precisa cuando no se tiene sed, ya veremos a quién llama usted con toda su Ciencia cuando se sienta enfermo. Que yo soy dura, don Julio, ¡muy dura!, y aunque hay veces que las entrañas las noto como hirvientes, ya ve usted cómo después del primer susto ellas solas vuelven a su sitio.
—Lo cual celebro…
—No lo creo mucho, don Julio, pero más vale así; que yo con usted nunca me meto, y usted a mí me espanta los clientes.
—¿Yo?
—Sí, don Julio, que todo se sabe…
Como estaban los dos de pillo a pillo y ninguno quería que el otro le entendiera demasiado, por eso de que más se teme siempre la fiereza del león que pintan que la del que se ve, hablaban a veces tan a medias palabras que yo me quedaba a la luna de Valencia, como se dice, y a menos de media ración de todo lo que oía y de lo poco que entendí.
Después de andar pullazo va y pullazo viene durante cerca de media hora a la misma puerta de la casa, se despidieron como dos amigos, ante el asombro de las personas que lo vieron, y que tan presto lo contaron que a las pocas horas no se hablaba de mejor cosa en Belinchón.
Mi ama se metió en la casa, y yo tras ella, y no bien hubimos entrado en la cocina cuando me preguntó:
—¿Y los Rubios?
—Con la Genovevita mala, ya ve usted. Dice el padre que un viento se le posó en el costillar…
—¡Huy!
—Sí, mala cosa deberá ser cuando todos andan como andan de llorosos y preocupados. Me parece que el don Julio no le acertó.
—O que está de Dios que sea ésta la última, Lázaro; cualquiera lo sabe. ¿Han llamado a don Segundo?
Don Segundo era el cura.
—No lo sé.
—¿Y no te han hablado nada de mí?
—No, señora, nada.
—¿Estás seguro?
—¡Así me muera!
La señora Librada me miró con ojos de ave de rapiña hasta lo más profundo del pensamiento, y continuó:
—¡Más vale! El Pantaleón no me quiere viva; todo el pueblo lo sabe.
Mi ama se fue a un barreño de patatas, se sentó en la banqueta y se puso a pelarlas. Yo la miraba hacer y no me moví. Ella hablaba en voz baja y muy de prisa, como consigo misma, y según lo que fuera diciendo, ora las cejas se le enarcaban, la boca se le fruncía o los ojos se le quedaban parados, mirando escrutadores para cualquier rincón. Se paró de repente y se levantó con apresuramiento camino de la tinaja del agua. Sacó una escudilla y metió una mano. Se había pegado un tajo que por poco le lleva un dedo.
—Sangre, Lázaro… ¡Sangre en la mano del corazón! ¡Así estamos, de tanto perro como hay en este pueblo condenado!
La boca se le movía como con ira, y los párpados le temblaban.
Sobre nosotros retumbaron tres golpes caídos, casi con mimo, sobre la puerta.
—¡Quién va!
—¡Abre, Librada; soy yo, Pantaleón!
Mi ama clavó los ojos unos instantes en el agua.
—Abre, Lázaro; dile que pase. ¡Ya estaba viendo yo que había de venir!
Fui a la puerta y pasé al señor Pantaleón.
—¿Has callado?
—Sí, señor.
—¡Más te vale!
Yo levanté la voz para dirigirme a mi ama.
—Señora Librada, ¿dónde lo llevo?
—Tráetelo aquí, Lázaro, que vea la sangre.
El señor Pantaleón puso una cara extraña.
—¿Qué sangre?
—Nada; que pelando unas patatas se ha cortado un dedo de la mano izquierda.
—¡Ah!
Entramos en la cocina, y el ama, sin sacar la mano de la escudilla, lo saludó.
—Ya te veía venir, Pantaleón.
—¿A mí?
—Sí, a ti; te veía venir no por derechas… ¡Ya ves lo que son las cosas! Cuando pensaba en eso, ¡zas!, sangre en la mano del corazón.
—¡Vaya, mujer!
—Sí, verdaderamente.
Los dos quedaron silenciosos, y los dos, disimulando como mejor podían, se espiaban mirándose de lado.
—Oye, Lázaro —empezó mi ama—; arrímale una silla al señor Pantaleón.
Fui por la silla y se la di.
—Anda, siéntate aquí; mira la escudilla, parece llena de sangre.
El hombre miró sin decir palabra.
—Pues es agua —continuó la tía Librada—; no es ninguna otra cosa. Es que yo tengo la sangre muy dura… Tú pensarás que también muy mala, ¿verdad?
—No, mujer, yo no pienso nada.
—Mejor.
Mi ama sacó la mano del agua y se la secó con la enagua.
—Pues ya ves tú por dónde esta sangre va a curar a la Genovevita.
—¿Quién te dijo que estaba mala?
El señor Pantaleón clavó los ojos en mí.
—¡Nadie, hombre de Dios, nadie; no pienses mal! ¿Es que crees que no se ve para qué vienes?
La bruja me llamó.
—Oye, Lázaro, ve a la botica y dile al don Roque que te dé siete bellotas de ciprés.
—¿De ciprés? —preguntó el señor Pantaleón.
—Sí, de ciprés; ¿te extraña?
—No, a mí no.
Me marché por las bellotas, y cuando volví con ellas no estaban en casa ni la tía Librada ni el señor Pantaleón. La puerta estaba cerrada, y entré saltando la tapia del corral. En la cocina me encontré una lechuza muerta con una navaja clavada en la tripa; el sisear de su compañera del desván se oía intermitente y acompasado como el sonar de un reló que tuviera los segundos muy largos. Un sapo saltó a la artesa desde la piedra del hogar. Los últimos rescoldos ardían bajo la campana, y un grillo, debajo de los haces de leña, rascaba de vez en cuando su lejana y melancólica guitarra.
Un frío me subió por toda la espalda. Estaba sobresaltado y muerto de miedo. Miré para atrás y vi cuatro velas ardiendo pintadas en la pared. Me sentí como malo y escapé. La tapia era más alta desde dentro y me costó mucho trabajo saltarla…
Huí y me acurruqué para pasar la noche al lado de unas cuevas que había detrás del cementerio. A aquella casa no quería ni volver a verla, y pensé escapar del pueblo antes de que amaneciera. Me puse a rezar por lo bajo para que los santos no se olvidaran de mí, y callé cuando vi acercarse un hombre que andaba sigilosamente arrimado a las tapias del camposanto.
El hombre silbó bajito, y otro hombre volvió la esquina donde estaba la casa de las autopsias.
—¡Hola, don Roque, creí que no venía usted!
—Por poco no puedo, Luquitas; ¿no sabes lo que pasa?
—No, señor, no he cruzado por el pueblo.
—Pues que han metido en la cárcel a don Julio; dicen que envenenó a Genovevita, la de los Rubios.
—¡Pero hombre!
—Sí. Y a Pantaleón lo tienen encerrado; parece que se ha vuelto loco. No dice más que cosas raras; que si sangre, que si escudilla, que si mano izquierda… ¡No hay quien le entienda!
—Eso es cosa del mismísimo Lucifer, don Roque; créalo usted.
—Sí, hijo; yo eso creo. Pero…, en fin, ¡nosotros qué le vamos a hacer!
—También es verdad.
Don Roque se fue hacia la otra sombra tanteando poco a poco el oscuro terreno.
—Anda, Luquitas, ven aquí. Después de todo…
Nada más oí. Sólo recuerdo que no quise esperar la amanecida y que tiré campo a través, saltando aquí, allá tropezando, cayéndome más allá todavía, hasta que no pude más y vine al suelo rendido, y gracias a Dios, muy lejos ya de Belinchón.
Cuando empecé la carrera, a quince o veinte pasos de los hombres, don Roque y el Luquitas se espantaron y empezaron a gritar:
—¡El demonio! ¡El demonio!