Aun cuando el orden fuera seguir por donde empecé y contar ahora, haciendo pasar otra vez el tiempo por delante, lo que me sucedió con el señor David cuando hube de abandonar a mis primeros amos, pienso que más conveniente será tomarse esta licencia y referir cómo soy de por fuera, ya que de por dentro sólo Dios lo sabe, y relatar también cuáles fueran mis señales por si me pierdo.

Mi tamaño de alto, según me dijeron en el servicio, es de un metro y cincuenta y nueve, lo que no es abundante, ciertamente, si pensamos que los hay más altos, pero lo que tampoco es escaso si nos paramos a ver que también los hay más bajos.

Yo me conformo con mi estatura, porque no fuera de bien criado tratar de enmendar la plana al Padre Eterno y porque además y bien mirado, no soy ni tan pequeño que tenga que andar cantando para que no me pisen, ni tan grande que tenga que agacharme al pasar las puertas.

Mis carnes no son ni escasas ni abundantes, y así ni gordo ni flaco pueden llamarme y las tengo, si no sabiamente, sí repartidas con cierta discreción.

Mi color es sano, tostado por el sol y curtido por todos los vientos, desde los del noroeste, que suelen ser heladores, hasta los del señor David, que por cálidos y entonados siempre los tuve, y si no fuera por estas marquillas de viruela que me quedaron, a fe que no tendría feo rostro con mis ojos castaños y mi abundante pelambrera negra.

Los brazos y las piernas los tengo recios y derechos, los pies anchos y grandes, quién sabe si de tanto andar, y las manos duras, aunque no largas.

Cruzándome la frente por encima del ojo izquierdo, tengo una ligera señal como de cuatro dedos que me dejó como huella un vergajazo que por allí pasó, y debajo de la oreja del mismo lado quedan todavía las reliquias de una mojadina navera que recibí una vez que en Ávila se empeñó un jaque en marcarme a punto de navaja, como si fuera una cachava o un cinturón.

La sonrisa ha asomado a mis labios no menos veces que el llanto a mis ojos, y así las arrugas que tengo en la cara tanto pueden denotar alegría como pena, según la luz y el calor con que se miren.

Para acabar mi retrato sólo me resta decir que mi sangre, aunque desconocida, debe ser pura, ya que nunca padecí de granos ni sarpullidos, y que si bien no tan clara como la de un duque, tampoco la tengo por tan sucia como la de los albarazados, los jíbaros o los calpamulos. Lo que, bien mirado, no es moco de pavo ni cosa tan poco importante como para ser olvidada.