Era la anochecida y sobre el campo se extendían las negras sombras.
Al principio sentí el primer miedo de mi vida al no ver cerca de mí persona alguna a quien mirar, o amo o amigo con quien hablar, o patrón, en fin, que me arreara una tunda o me escupiera una saliva.
Miré para la cumbre de las montañas y escuché el ruido del viento en el monte bajo.
Sentí un escalofrío de gozo cuando me tenté los pechos y oí sonar en la palma de la mano el acompasado golpe del corazón. Era una criatura y soy un viejo; pero de aquellas escenas me acuerdo con una firmeza ejemplar.
Cuando calmé mis ansias me enteré de la lechuza que silbaba en la copa pegajosa de un chaparro, del murciélago que perseguía el último insecto volador, del escuerzo que golpeaba siniestramente la tierra como un martillo de veneno.
Como tomar las cosas demasiado a lo serio nunca me trajo buena cuenta, tan pronto como pude desechar los primeros temores resolví probar a reírme, para lo que ensayé jocosas imaginaciones que pronto me devolvieron el contento.
Un tísico chupando de una cabra, Lucas el Cabrito haciendo de cuerpo o doña Blasa la Machorra llamando pendejo, hechicero y gilipuertas a su pobre marido, son cosas capaces de alejar el miedo más hondo para traer la risa más divertida.
Tal hice y tal gracia llegué a hacerme a mí mismo, que, recobrado la confianza, tiró el cansancio del sueño y éste de mi voluntad, y fui a terminar durmiendo como un tronco al pie de una barranquera que por allí había.
Cuando me desperté, todavía de noche y con las estrellas sobre mi cabeza, pasé por unos momentos en que llegué a pensar si no estaría muerto y transportado al cielo, tal era el dulce bienestar que el fresquito de la mañana daba a mis carnes y la suave placidez que la música que escuchaban mis orejas —la primera que oyeron en su vida— diera a mi espíritu.
Agucé el oído y sentí, traído por la brisa, un dulce y lejano concierto que tan pronto parecía de noble instrumento como de ruin vientre.
Esperé tumbado y con paciencia a que llegaran los primeros claros de la madrugada, y cuando éstos comenzaron a señorear sobre el campo me fue dado ver cómo tres hombres, raros de aspecto como nunca los había visto y como jamás en la vida los había de ver, se aplicaban a su oficio de músicos con una diligencia que muchas veces pensé lo útil que me hubiera sido de haberla yo alcanzado en alguna ocasión.
Como mi roncar y mi dormir, por lo visto, había sido más discreto que su soplar, su rascar y su velar, logré que no se dieran cuenta de la vecindad hasta que a ellos quise presentarme, y así, desde detrás de unas matas que había sobre la barrancada, pude contemplarlos a mi gusto y enterarme bien de sus extrañas costumbres.
Los tres eran viejos y los tres barbudos: uno con la barba blanca, el de la flauta; otro con la barba entrecana, el del fagot, y otro con la barba negra, el del violín.
Vestían remendados trajes de pana, camisa sin color conocido, faja negra o de color y se tocaban, los dos que iban tocados, el violinista y el flautista, con extraños y altos sombreros, quién sabe si de copa en tiempos aunque entonces ya no más que de mojada y deslustrada chimenea.
Sentados formando corro se afanaban en hacer sonar sus instrumentos, y con tal ímpetu llegaron a conseguirlo, que lo que en suave comenzó y en espiritual, tan fuerte y voluntarioso llegó a ser que extrañado estoy todavía que el alboroto no lo hubieran oído en la misma Salamanca.
Cuando hicieron alto y sacaron una bota de vino pensé que había llegado la hora de mi presentación, y así lo hice sin encomendarme a santo alguno de mi devoción —que de tan joven como era no lo tenía— ni a hada madrina de ninguna clase, que ni la tuve entonces que era niño ni ahora que soy reseso la he conseguido.
Los músicos, de cerca, tenían aún más rara figura que a lo lejos, y calcúlese lo sucios que andarían para que su porquería llegara a llamar la atención a un rapaz que no se señalaba por el aseo.
Cuando me vieron, pararon en la maniobra de beber de la bota y me miraron con ojos casi espantados.
—¿De dónde has salido? —me preguntó el de la barba blanca, que después averigüé que era el más importante.
—Pues ya lo ve usted, mi amo —respondí con respeto—; dicen que va ya para los ocho años que salí del vientre de mi madre.
—De ahí hemos salido todos —me dijo sentencioso—, cada cual del propio de la suya, quiero decir, pero no es eso lo que te pregunta este humilde apóstol de la verdad.
A mí me entró un temblor cuando le escuché sus extrañas palabras, porque creí habérmelas con un loco o con un sacamantecas, pero pronto me tranquilicé al percatarme de que, en aquel campo, puestos a correr los tres detrás de mí jamás me cogerían, y cuando vi en sus labios medio morados la amorosa sonrisa que puso para decirme:
—Y no de ese lugar que respeto, no por vientre, aunque sí por fecundo, te pregunto si has salido, como te digo, sino de dónde rayos hasta aquí has llegado, que ni mis hermanos ni yo te hemos sentido venir.
A lo que hube de responder como mejor supe y ahora no recuerdo, pero que pienso debió haber sido con discretas razones, si consideramos que al poco ya me daban de beber de la bota y me preguntaban si quería aprender la sabiduría de la música.
El que así me habló me dijo que su nombre era el del rey David y su apellido el de un fabricante de clavos que se llamaba Andrade y que había sido su padre, pero que el vulgo, ignorante del árbol de las genealogías, se limitaba en el mejor de los casos a llamarle el señor David y en el peor, Carneiriño branco —que en su lengua, que era la gallega, significaba carnerito blanco—, mote que acataba por modestia y para hacer sacrificio.
Ni lo de blanco ofrecía duda, ya que de los muchos pelos que enseñaba ninguno era de otro color, ni lo de carnero tampoco, porque puestos a compararle con un animal ninguno parecía más apropiado, pero lo de carnerito mucho me dió que pensar, ya que siempre creí que el señor David más tenía de morueco que de cancín, por lo mismo que más tenía de viejo y grande que de tierno y llorador.
Pero las cosas son como están hechas, y así y no de otra forma hay que tomarlas.
A sus hermanos, como él decía, me los presentó con gran ceremonia y me dijo sus nombres y sus apodos con tal educación que mismo parecía que estábamos entre caballeros.
—Éste —me dijo señalando al del fagot— es el que me sigue en edad y en saber, y se llama Tomás de nombre, como el apóstol que dudó de la verdad, y Suárez de apellido, como su madre, que no recuerda el que tenía el padre. Toca el fagot, conoce el lenguaje de los pájaros, entiende la ciencia de las estrellas, saca fuego de dos palos, y a pesar de sus barbas da todavía unos lucidos saltos mortales. Nadie —añadió con gran lujo de misterio— sino el Sumo Hacedor que todo lo dispone, la madre que lo parió y que lo bautizó, nosotros a quienes nos lo dijo y tú, a quien te lo decimos, sabe que su verdadero nombre es el tan noble y hermoso de Tomás Suárez, y las gentes, por ignorancia, le llaman Cachimbo, nombre que nada significa.
Hizo una breve pausa, miró para las montañas, y dijo.
—¡Hermosa mañana! ¿Eh?
—Sí, señor, muy hermosa.
—Pues como íbamos diciendo. Durante luengos años anduve desazonado creyendo que su nombre también lo sabía la guardia civil de su pueblo, que es Boñar, en el reino de León, pero gracias a Dios mis temores eran falsos.
El tal Cachimbo o Tomás Suárez, mientras hablaba Carneiriño branco, se estaba con los ojos clavados en los pies con gran respeto, y sólo habló cuando le dijo el señor David que cuáles presagios daba la alondra de la mañana sobre mi presencia allí, como un ángel anunciador, según decía, en la babilonia de su corazón.
Tosió un poco con una tos ovejuna y con su bien timbrada y fina voz nos aseguró que la alondra anunciaba venturas y tres pesetas, palabras que bastaron para que sus dos amigos se lanzaran por aquellos barbechos con la mirada fija en la tierra durante cerca de una hora, quizá para aclarar si en aquello de las pesetas no erraban el pájaro ni el amigo.
Cuando volvieron, tan de vacío como se habían ido, el señor David consoló con frases cariñosas a Cachimbo y le dijo que no se preocupara, ya que el no haber hallado las tres pesetas era a buen seguro culpa de lo defectuoso de la busca.
El del violín, cuya presentación se me había hecho más confusamente, y a quien el jefe hacía a todas luces menos caso, me dijo que su nombre era Abraham y que el arco que en la mano llevaba era como el hambre, que hacía cantar las tripas, con el mérito, que el hambre no tenía, de que sacaba ruidos y sonidos de tripas muertas y secas y no de estómagos aun húmedos, aunque moribundos y aburridos.
Imitaba el croar de las ranas con perfección, el canto del cuclillo y el ruido del viento en un campo de trigo, todo con la boca, y decía con gran orgullo que era descendiente directo de un virrey de las Indias que se llamó Bantabolín, hombre que murió en el singular combate que sostuvo con el chino Jesusito, que tenía pacto con los demonios de lo profundo.
Todas las historias que me contaron los músicos se me quedaron fijas en la memoria como si allí me las hubieran clavado, y no sé si por lo tierno de mi sesera o por lo estrambótico de las invenciones que me contaban, lo cierto es que no creo haber olvidado ningún sucedido de importancia.
Hacia el mediodía, un nubarrón que sobre nuestras cabezas se posó descargó sus aguas con tal brío que mismo parecía toda la tierra un tambor y nosotros, como no teníamos más que un tabardo con que cubrirnos, con él nos tapamos las cabezas, en rueda como las yeguas por defenderse del lobo y dejando las posaderas fuera, ya que nunca por tal parte entran los constipados, según decía Carneiriño branco.
Cuando pasó la nube, volvieron ellos a los instrumentos, por ver si el agua los había enmudecido, y todos a resucitar el fuego donde hubimos de secar las tan mojadas partes de nuestros cuerpos que el tabardo no cubría.
Abraham me siguió contando que su abuelo Bantabolín fué hechizado por las malas artes del chino Jesusito, quien, viéndose acorralado en buena lid, y cuando ya Bantabolín lo iba a derrotar, le escupió ácido —que tal veneno tenía por saliva— en medio de la cabeza, plantándole fuego al pelo, y que cuando su antepasado se llevó las manos a tal sitio para apagarlo, aprovechó él taimadamente la ocasión para segarle el cuello de dos tajos, ya que es de ley que así como a los reyes hay que darles tres golpes de espada para separarles la cabeza, a los virreyes, como su abuelo, basta con dos y a los demás mortales, como él y como yo, basta con uno solo. La cabeza del virrey Bantabolín, según cuenta la leyenda, se quedó con los ojos abiertos y la boca sonriente, y tal encanto tenía, que las dos esposas del chino Jesusito, la china Esmeralda y la china Sirena, que no tenían pacto con el demonio, murieron de pena cuando su marido fué a mostrarles el presente, castigando así la traición que dejó a las Indias desgobernadas.
A mí aquella historia del abuelo del violinista no me pareció demasiado verdadera, bien es cierto, pero como el hombre parecía que gozaba en contármela y en la vida bastantes embustes mete uno para que no aguante los de los demás, hice como que me lo creía, cosa que él me agradeció y a mí no me causaba ningún trabajo y me reportaba alguna que otra sardina ahumada, algún que otro trozo de cecina y algunos pedazos de pan de gratitud. Dios dispone las cosas de forma que los hombres de buena voluntad se ayuden los unos a los otros.
Con el señor David y sus amigos anduve hasta cerca de cuatro años cumplidos, y en ellos, además de trotar por los campos y por las aldeas, me fue dado aprender las artes de mis amos, tanto las buenas, como la solfa y la conversación (que tan buenos servicios me hubieran de prestar), como las malas, llamando así a las de hipnotizar gallinas sólo con mirarlas a veinte pasos, por ejemplo, o a las de saber gruñir igual exactamente que los puercos, lo que no tendría malicia si no fuera por la intención de esperarlos con un saco para mordaza y una navaja para el corazón detrás de la peña adonde los encaminaba un poco su torpe curiosidad y otro tanto, que era el resto, nuestra taimada ciencia.
Después que me admitieron en su compañía con la obligación de hacer cuanto se me ordenara y el derecho a no tener ninguno más que los que quisieran irme dando —y el tiempo vino a demostrar que si yo no me hubiera tomado alguno que otro, hubiera perecido—, levantamos la marcha y anduvimos vagando por aquellos contornos, y pronto me fue dado ver que mis protectores los artistas no eran tan espirituales como a primera vista parecían y sí, en cambio, hombres prácticos y sagaces y sobradamente acostumbrados a salir gananciosos en la empeñada y eterna lucha con los días.
En cuanto me consideraron como paje o criado olvidaron su refinada y estudiada manera de hablar y se mostraron tan soeces y juradores como mis antiguos amos, forma natural que abandonaban en cuanto volvían a encararse con un extraño, a quien trataban de nuevo remilgadamente, le hablaban de las aves y de los astros y le relataban las hazañas de Bantabolín.
Entre sí se llevaban mal, pero preferían no separarse porque formaban buena cuadrilla. Cuando armaban bronca, ya era sabido que quien acababa llevándose los golpes era yo, pero por ello no les guardo rencor, porque la cosa no dejaba de ser natural. Al andar de los años, cuando llegué a tener criado, hice lo mismo, y no creo que tampoco a éste le haya parecido mal; de momento a nadie gusta que le peguen un revés en el pescuezo o un punterazo en el trasero, pero a la larga, si uno es criado, acaba por reconocer que para eso está, y se aguanta.
En general, la vida que me daban era aperreada, pero se podía soportar. No siempre se comía pero, eso sí, siempre había emoción. En aquella comarca, en cuanto que nos arrimamos a la frontera, el negocio estaba en robar a unos contrabandistas para vender a otros. La cosa no era demasiado difícil; los contrabandistas eran gentes sencillas, vecinos de aquellos pueblos, que guardaban la mercancía en las covachas de las barrancadas y no las iban a recoger hasta haberlas vendido sobre seguro. El secreto estaba en entretenerlos, y de ello se encargaban Carneiriño branco con su flauta y Cachimbo con su fagot, mientras Abraham y yo los desvalijábamos. Encontrar las cargas era cosa fácil para Abraham, que conocía de memoria unas cuevas que había por la parte de Fuentes de Oñoro. Lo difícil venía después, cuando había que vender, y más de una vez hubo que tuvimos que tirar con todo en mitad del campo por miedo de caer en manos de los carabineros. Cuando apañábamos alguna ganancia limpia ya era sabido que nos esperaban días, y a veces hasta semanas enteras, de holganza, porque mis amos, como es de ley entre artistas, hurtadores y atopadores de fortunas, más tenían ciertamente de distraídas y alocadas cigarras que de industriosas abejas o de previsoras hormigas.
Con ellos adquirí el mal hábito de no guardar para el mañana —que Dios ya parece querer que vaya siendo el presente—, y así hoy me encuentro pobre como los topos, después de que por mis manos pasaron a lo largo de mi vida buenas pesetas, siendo lo más grave que a ellas no se pegó ninguna, ni a mi bolsillo tampoco, y lo más doloroso todavía el que no pueda uno decirlo con la cabeza en alto y achacarlo a honradez. Que robar y gastar es lo que deja: pobreza y amargor.
Pueblo hubo, que recuerde, bien gobernado, donde el alcalde, hombre de sentido, velando por la hacienda de sus vecinos, nos dió a elegir entre el término municipal o la cárcel, elección que no pensamos, como se puede suponer.
Así en Barba de Puerco, sobre el río Águeda, de donde nos echaron, quitándonos de paso del zurrón dos gallitos naturales de Aldea del Obispo, muertos los pobres la atardecida anterior, al tiempo que nosotros pasábamos por su pueblo.
Al abandonarlos les prometimos, si no empeñarnos en su rescate, cosa que nos parecía un tanto expuesta y punto menos que imposible, sí vengarlos crecidamente de tan tirana autoridad, y así una vez que las estrellas llegaron a lucir firmes en el negro cielo nos adentramos solapadamente en el villorrio y acordándonos de que se llamaba Barba de Puerco, delante de las barbas, aunque dormidas, de todos los vecinos, arramplamos con un cerdo que nos costó tanto trabajo hacer callar, que cuando lo conseguimos era su cadáver lo único silencioso que en la aldea había.
Echaron el campanil a vuelo, nos achucharon los perros, nos persiguieron a tiros y a pedradas, pero como la noche estaba de nuestro lado, conseguimos escapar sanos y enteros, aunque sin puerco y atemorizados.
A la madrugada, ateridos de frío aún, sin haber parado ni un solo instante, estábamos sobre un altozano a la vista de Lumbrales, poblacho donde nos fue a ocurrir la extraña aventura del loco, escena que hoy todavía me sobrecoge las carnes cada vez que la recuerdo.
El hecho fue —y en sí no tiene mayor importancia si no fuera por el susto que nos dio— que al meternos a descansar y tomar un poco de vino en una posada que hay al entrar a la mano derecha, se nos acercó un mozo que ya empezaba a dejar de serlo, quien con honestas palabras nos pidió que le socorriésemos, que su padre lo tenía abandonado. A nosotros nos causó extrañeza que un hombre de aire sano y fuerte como un roble pidiera la caridad llorando el desvío de su padre, pero como íbamos cansados y maltrechos y en aquel pueblo más valía caer en gracia que ser graciosos, miramos para el señor David, quien con buena prisa ya sacaba una moneda del pañuelo.
—Que Dios os lo premie, señores, allá en la Gloria —nos dijo el mozo—; cuando ya tenga bastante, lo he de gastar todo en una misa.
—¿Por vuestra alma, acaso? —le preguntó Cachimbo.
—No señor; que mi alma ya está perdonada.
A nosotros nos olió a peregrina la respuesta, pero como lo que queríamos no era conversación, sino descanso, empujamos la entornada puerta del mesón y nos colamos en el zaguán, que era oscuro y silencioso.
Cierto que era aún muy de mañana, pero como todos esos pueblos suelen ser madrugadores y el alba ya hacía rato que había levantado, nos entró sospecha de qué pasaría cuando ni una voz resonaba ni en las calles ni en el mesón.
El mozo se mostraba locuaz.
—Cuando se les acostumbre el mirar ya verán algo más.
—Eso esperamos. ¿Y la gente?
—Se ha echado al campo; es muy cobardona.
—¿Toda?
—Casi toda. En cuanto que pasa algo ya están corriendo de un lado para otro.
—¿Y es que ha pasado algo? ¿Han bajado los lobos?
—No, señor, los lobos hace ya tiempo que no bajan al pueblo; como ahora el ganado anda en el campo…
—Ya, ya. Entonces, ¿es que ha habido algún robo, algún crimen?
—¡Ca! ¡No, señor! ¡Lo que hay son cuestiones de familia! Mi padre, sabe usted, que era muy cerrado de mollera; y mi madrastra, que era una tía zorra. Ahí están.
Efectivamente, el mirar ya se nos había acostumbrado, y detrás de nosotros, colgados de una viga, estaban el padre y la madrastra del mozo. Los pies les quedaban como a palmo y medio del suelo, y la muerte parecía haberlos estirado. Hay muertos a quienes les suceden cosas que nadie se figura.
Mis tres amos se echaron sobre el hombre y lo sujetaron y lo ataron. Luego, sentado sobre una banqueta, decía:
—Arriba hay más; no sé si han muerto… esta gente es muy cobardona. Salí con la escopeta a tiros por la calle y echaron todos a correr…
El pobre desgraciado resultó que estaba loco como una cabra, pero en el piso de arriba había otra viga y dos criadas colgadas.
Ahora, cuando lo recuerdo, pienso que anda uno vendido por la calle, y no sé si reírme o echarme a temblar. ¡Ése es todo el vivir!
Entonces, cuando sucedió, me quedé de una pieza —tan de una pieza como mis amos— y estuvimos los cuatro sin dormir cerca de una semana.
—¡Si éste se llega a enterar de las mañas del chino Jesusito! —le decía de broma Carneiriño branco a Abraham.
No más lo hubimos sujetado, oímos en la calle como una lejana algarabía de tropel de gentes que se acercara, y cuando nos pusimos a la puerta por ver de qué se trataba —aunque ya lo sospechábamos— nos encontramos con una rara multitud armada de toda suerte de armas, que enmudeció y se paralizó a prudente distancia en cuanto que, en vez del loco, vió que éramos nosotros cuatro los que salíamos del mesón.
—¿Dónde está el Julián? —nos gritó el que parecía mandar, y que después supimos que era el alcalde.
—Si el Julián que nombráis es el que cuelga —le respondió Carneiriño branco— ahí dentro lo tenéis, bien atado de los pies y de las manos; si es otro el Julián, ni yo ni mis hermanos sabremos daros cuenta.
—¡Mirad, que no nos engañéis!
—¡Como hay un Dios que hace brillar el sol, que es verdad todo lo que os digo! ¡Preso me doy de vuestros hombres hasta que vos mismo os percatéis!
—No es menester, que vuestras palabras bien parecen sinceras.
—Como lo son.
Ya más confiado fuése acercando el grupo, y nosotros, por darle mayor ánimo, les hacíamos ademán con los brazos de que íbamos desarmados y nos separábamos de la puerta y nos poníamos en medio de la calle para hacerles ver que no buscábamos defensa, y sí sólo acabar con todo aquello y echarnos a descansar, que era lo que apetecíamos.
Cuando llegaron a veinte pasos hicieron alto de nuevo, y de la fila se salieron el alcalde y dos más, quienes hablaron en baja voz con mis amos y después, quedándome yo de puertas, se adentraron en el mesón, cosa que debió haber sido invento del mismo Lucifer, porque el loco, en cuanto los vió, empezó a rugir y a temblar y a echar espuma por la boca y ellos a asustarse y a gritar como mujerzuelas y a correr de un lado para otro, sin encontrar la salida, y los de fuera, al oír el alboroto y creyendo a buen seguro que era una celada, la emprendieron a tiros y a hondazos con la casa, de forma que no dejaron cristal sano ni teja alguna en su lugar y con ella en el suelo hubieran venido si en el zafarrancho no se llegaran a encontrar los seis hombres en el corral y juntos no aparecieran, por la retaguardia, a calmar a los asaltantes.
Alguno de éstos hubo, sin embargo, que en la embriaguez de la victoria que ya veía aproximarse, costó trabajo apaciguar y convencer de que mis amos eran amigos y parciales del pueblo, y no de su enemigo, pero de ello se encargó el alcalde, apoyado en su autoridad y en los buenos argumentos que a voces tan recias pregonaba, que para mí tengo que debieron ser oídos en la Tierra Santa donde, según es fama, vivió nuestro Señor Jesucristo cuando anduvo, como ahora andamos nosotros, caminando por este valle de lágrimas y de desdichas.
El pobre Julián apareció muerto y aporreado, pero el forense dijo, cuando le hizo la autopsia, que todos los palos y navajazos los recibió ya cadáver. Más vale así.
En el pueblo, cuando vino el señor juez con toda su corte de curiales y su rabo de guardia civil, se procedió diligentemente a descolgar al padre, a la madrastra y a las dos criadas del Julián; y los vecinos, no sé si para festejar Dios sabrá qué rara figuración de la sangre o si solamente por espíritu de imitación, el caso es que también empezaron a descolgar de las campanas de sus chimeneas toda suerte de morcones, jamones, lomo en tripa, chorizos, salchichas, morcillas y demás embutidos, con lo que —si a la larga perdieron los que antes habían tenido— a la corta salimos todos gananciosos y bien alimentados.
Cachimbo nos decía que era la providencia que así dispone las cosas —sabiamente para solaz y beneficio de los buenos—, y que si la noche anterior no nos hubieran perseguido como a garduñas, a estas horas andaríamos aún a mitad de camino, que no hay nada que más aligere el andar que el miedo a los palos.
—Y a fe que no decís mentira, amigo Cachimbo —le replicó Abraham— sino verdad y gran verdad, que habiéndome yo purgado, hace ya muchos años, con el sulfato de unas uvas que comí y que no eran mías, y tratando de arreglar el mal que tuve con el único medio que se me ocurrió, que era echar de mi cuerpo todo lo mucho malo que en él sobraba, acertó a pasar el amo —que era un clérigo recio, barbudo y montañés— cerca de mí y a descubrirme ensuciándole las vides, y no más me hubo mirado, y yo visto la vara en que se apoyaba, para que mi mal se llegara a cortar mismo de raíz y yo saliera con los calzones en la mano, como una criatura y echara a galopar por el camino abajo.
—Y en esto tampoco decís mentira, Abraham, que yo supe de pastor que estando en cuclillas a la necesidad recibió noticia de su compañero de que el tren le había deshecho el burro, lo que fué bastante para que se subiera la pana y estuviera sin bajársela quince o veinte días.
—Porque hay quien asegura que un susto puede tener efecto contrario, ya me entendéis, Cachimbo, pero para mí tengo que la impresión detiene el vientre y la cercanía de los palos apresura las piernas.
Carneiriño branco, que mientras sus dos amigos se dedicaban a tales filosofías y a coloquio tal, no nos había dicho ni una sola palabra, me llamó al grupo en el que estaba con el señor alcalde, el señor juez, el sargento de la guardia civil y alguna otra autoridad.
—Este mozo que aquí ven es mi ahijado, hijo de una hermana mía. La pobre era tan patriota que murió de pena cuando se enteró de lo de Cuba. Su padre también allí fue muerto… y nadie se lo agradeció. ¡Vaya por Dios!
—¡Aún queda gente honrada! —dijo el alcalde.
—¡Aún, sí, señor! —dijo el secretario del ayuntamiento.
—¡Con lo fácil que habría sido arreglar todo eso! —suspiró el sargento de la guardia civil.
Carneiriño branco sonrió.
—Pues ya lo ven ustedes: conmigo, que soy pobre y miserable, recorriendo los interminables caminos de la patria. Pero no me pesa su compañía. ¡Es el hijo de una hermana!
Me tenía agarrado con sus gruesas manos por debajo de los sobacos, y yo miraba para el suelo y me mostraba humilde, porque bien entendía que si hubiera metido la pata me habría estrangulado como a un pajarito.
El señor alcalde, que tenía el corazón tan blando como duro el semblante, dijo que o poco había de poder o aquella injusta situación repararía, y haciéndolo al paso de su habla, señaló al secretario que avisara a Simón el pregonero, quien —bizco como su madre lo echara al mundo y paticorto de la derecha como el sargento, hacía ya muchos años, lo dejara al derribarlo de la tapia del cementerio abajo— se presentó con la gorra en una mano, por el respeto que era debido, y la corneta en la otra, por el oficio a que se dedicaba, y luego de haber escuchado lo que el alcalde le dijera, pasó a soplar del tubo, con lo que el personal se fue silenciando y a quienes escuchar quisieron les fue dado oír el pregón con el que comenzó mi ruina cuando cabía pensar que hubiera de ser el paso primero de la felicidad. Pues la gente, digo, hizo el silencio y el pregonero Simón, después de dar tres toques y ponerse con un pie para delante, echó sus palabras, que todos aprobaron con agrado y a nosotros nos llenó de contento.
—Éste sí que es bueno —le decía por lo bajo el señor alcalde al secretario—; mucho mejor que el Juan, ya se lo decía yo. Éste tiene cariño a las palabras, y si lo hubieran agarrado por Salamanca, seguro estoy que hubiera llegado muy alto.
—Sí, señor alcalde, eso también creo yo. Y en cuanto a lo del Juan, ya usted sabe por qué yo lo decía. Que el deber es sagrado, señor alcalde, y usted conoce esto mejor que nadie.
—Sí, amigo, ya le entiendo. Ya sé que usted siempre es fiel a las ocasiones de azar y de peligro.
—Es favor, señor alcalde. Y bien dice usted de lo de llegar alto Simón; que otros con menos arte componen coplas y con menos amor escriben libros. Y éste, con humildad dice pregones bien dichos y bien medidos, y si se le tentare la soberbia —cosa que Dios no haga— hasta creo que versos habría de ser capaz de hacer pegar.
Al paso que el alcalde y el secretario terminaron su reservado coloquio, iba ya el rabo del tercer toque por el camino de los montes y el Simón escupía para aclarar la voz con la que hubo de decir que las tres autoridades ponían cada una diez reales de su bolsillo para socorrernos y que el señor alcalde esperaba del pueblo de Lumbrales, que siempre había dado muestras de su caridad, que había de ayudar con lo que su bolsillo y su conciencia aconsejaran a remediar la triste situación del huérfano —que era yo— a quien tan amorosamente habían recogido los que salvaron al vecindario de una catástrofe —que eran mis amos los salvadores y el Julián el azote— y ahora eran los huéspedes de más provecho que por el pueblo jamás hubieran pasado.
Cachimbo y Abraham, que habían estado lejos, cuando tal oyeron abrieron los ojos como besugos, y si no fuera por el mirar de Carneiriño branco, que les decía que habían de callar, a buen seguro que hubieran metido la pata.
Las otras dos autoridades a quienes el señor alcalde se refería, y que habrían de contribuir con otros diez reales de su bolsa, eran el señor juez y el señor sargento de la guardia civil, quienes pusieron los mismos ojos de Cachimbo y Abraham —si bien por otro motivo— y sacaron, mal que les pesara, las veinticinco perras unas detrás de las otras, que fueron a caer en el rincón donde se recogían las limosnas.
Todos los hombres del pueblo por allí pasaron y, unos más, otros menos, todos también allí dejaron sus cuartos en el montón que con tanto y tan bien disimulado alborozo veían crecer mis amos.
Cuando ya por el bulto vió el alcalde que bien se nos pagaba, dijo que bueno, que ya bastaba, que para un huérfano y sus protectores ya harto había, y que no era conveniente seguir adelante, ya que lo regular arregla la necesidad, al paso que lo mucho estropea las vidas y las conciencias.
Yo no sé dónde lo mediano acaba y en qué lugar lo excesivo comienza, pero discurro que los veintiocho duros y pico que entre todos reunieron para nuestro obsequio, mucho debió haber sido, ya que a resultas de aquello, si bien nuestras vidas no se estropearon más de lo que ya estaban, sí nuestras conciencias se malearon con la avaricia.
El caso es que mis amos anduvieron a la greña aquella misma noche, y tales cosas llegaron a decirse y con tan recia voz, que la gente, que más quiere creer a los que riñen lo malo que dicen que a los pacíficos y a los contemplativos sus honestos comentarios y sus pláticas discretas, tan mal llegó a pensar de la cuadrilla, que si antes de nacer el nuevo día mis amos no hubieran levantado el vuelo, sus bienhechores del día anterior se habrían encargado de ponerlos con las alas bien cortas en el corral de donde no hay gallo que se escape.
Yo aplaudo la decisión de mis amos de no haber parado en Lumbrales ni una hora más cuando las cosas se pusieron turbias, si bien entonces hubiera preferido que, aunque no me hubieran llevado con ellos, sí dejaran conmigo lo que mío era —o por tal lo tenía—, esto es, la parte que de la colecta me tocara.
Lo cierto fue que mis ahorros con ellos volaron y yo allí me encontré solo, deudor de una noche de posada y sin una moneda en el bolsillo ni nada encima del cuerpo que una moneda valiera. Cuando uno es tierno como yo era entonces, comete con frecuencia las más necias imprevisiones, y una de ellas —la que lloré en Lumbrales— fue la de creer honrados y cumplidores a los hombres hechos y derechos, cuando la experiencia viene después a aconsejar que la honradez y el buen cumplimiento no son cosas de la edad ni de estado alguno del alma o del cuerpo y sí virtudes tan escasas como deben ser ya los leones por nuestros montes. Con la parte que yo juzgaba mía —a eso vamos— se le pegaron al bolsillo de Carneiriño branco los ahorros que todavía me duraban, y ahora recuerdo sin demasiada rabia aquellos consejos que me daba y que yo tan ciegamente creía.
—Hijo mío, la gente es mala y ruin, y al verte mocito y desmedrado, si huelen que llevas cuartos encima, capaces son de hacerte grave daño para desvalijarte. Trae acá tus fondos, que más defendidos van contra mi pecho, y cuando tengas alguna necesidad, no te dé rubor el pedirme lo que es tuyo, que —si no es para gasto vicioso— yo te he de devolver.
Tales prédicas me echaba y tan malos y numerosos me pintaba a los ladrones, que el recelo que de natural le tenía fue disipado y el saquito cambió —después vi, cuando ya no tenía remedio, que para siempre— de faja y hasta de amo.
Pero, bueno; contando iba que solo, deudor y pobre me quedé en el pueblo, y que los vecinos, que el día anterior tan amorosos estuvieron, cuando se enteraron de que Carneiriño branco, Cachimbo y Abraham me habían robado, lejos de ponerse de mi parte, como yo creía, arremetieron a insultarme por el único delito que me tocaba, que resultó ser el de no tener parentesco alguno con el señor David, ni padre guerreando en Cuba, ni madre muerta de pena. A la gente bien sabe Dios que no hay quien la entienda.
—¡Ah bribón —me decían—, conque esas tenemos, que ni tu padre murió de defender la patria ni tú eres huérfano honrado! ¡Ya te vamos a dar engaño, ya! ¡Ya te enseñaremos a no reírte de la gente de bien!
Yo estaba encogido y atemorizado, y así me mostraba, y pienso que sólo de esta forma logré aplacar sus iras y hacer que me permitieran vivir entre ellos, sirviendo para todo y no tomando de nada durante los meses que con tal gente pasé, que pienso debieron ser bastantes.
Buenos eran unos y malos otros —ya se puede suponer—, y de aquella temporada no demasiadas cicatrices me quedaron, lo que no es poco.
Pero Lumbrales era un pueblo sin aliciente y mi ansia muy grande para que en él cupiera.
Una mañana de verano —dejando un año por en medio—, sin escapar de nadie, ya que de nadie debía porque todo se me había perdonado, con la cabeza alta y en la bolsa una hogaza de peso, tiré por la carretera en el mismo sentido que de noche llevara el llamado Camino de Santiago, y no paré hasta poco antes de llegar a las orillas del río Yeltes, donde encontré un nuevo amo a cuyo arrimo seguir y con el que me acaecieron las hazañas que más abajo quiero relatar.