Ya se veía la raya de chopos que marcaba el Yeltes con toda claridad, cuando descubrieron mis ojos un hombre despiojándose sobre una piedra, desnudo de medio cuerpo y tan flaco que mismo semejaba ser espejo de la muerte o anuncio del hambre. Parecía absorto en su ocupación, y como no daba muestras de querer acabar en todo el día, preferí interrumpirle y presentarme yo solo sin esperar a que él pudiera verme.

—Buenos días —le dije— nos dé Dios a su merced y a mí. No quiero hacerle molestia, y sí sólo que me admita a mirar cómo mata los piojos, si ésa es su voluntad.

—Sí, hijo —me respondió—, quédate a lo que quieras, que si no me molestas tan bien me he de llevar contigo como con todos mis semejantes. No me llames su merced, que no me gusta, y alcánzame aquel pañuelo que el viento se quiere llevar. ¿Amas la Naturaleza y sus encantos?

—Sí, señor; las dos cosas.

—¿Y los ríos rumorosos llenos de sabrosas truchas? —También; sí, señor.

—Veo que eres joven de fino espíritu y que conmigo has de congeniar. ¿Tienes familia?

—No, señor.

—Mejor para ti, que así no la pierdes. Yo tuve mujer que acabó loca y tiró para el monte.

—¡Vaya por Dios!

—No, hijo, mejor hemos de decir «¡Vaya con Dios!», y no apartarnos de las orillas de los ríos. ¿Amas la paz del alma?

—Sobre todas las cosas, señor.

—Pues no te internes en tu vida por las montañas; sigue el curso de las aguas y procura siempre no caminar por sus bordes cuando tan anchos sean ya que vadearlas resulte difícil.

—Sí, señor; he de seguir sus consejos, y ello lo verá usted si, como dice, me permite andar a su vera.

Con éstas o parecidas palabras nos conocimos y trabamos amistad, y mi nuevo amo —el penitente Felipe, como él modestamente se hacía llamar— me pareció desde el principio un alma cándida, con lo que se me alegraron las carnes, ya que para pillos había tenido bastante con los músicos que tan mal resultado me dieron.

—Mira, hijo —siguió diciéndome otra vez—, que ya eres mayor para lavarte y me parece que no lo haces. Piensa que la roña, aunque cicatriza la sangre, cría moléculas y otros virus de las enfermedades, y que si los piojos se matan uña con uña, los microbios se escapan, porque se meten en los pelos y entre las arrugas de la piel. Sé aseado, que poco cuesta, y lávate el cuerpo en las cristalinas aguas, ya que más vale prevenir que curar —como dijo el sabio rey Salomón— y en nada beneficia andar tapado por la mugre como losa de cuadra. Piensa que más hermosa es la luna cuanto más clara aparece, y piensa también que un hombre limpio es bello como una voladora mariposa, al paso que otro sucio es feo como una rastrera alimaña.

A mí tales amores a la limpieza me llamaron un tanto la atención, porque nunca me había parado a pensar que el agua sirviera para mayor cosa de utilidad que para criar ranas, pero he de confesar que, aunque al principio la encontraba algo fría, y después de limpio me notaba como desabrigado, cuando le cogí afición y el penitente me enseñó a nadar, llegué a cobrarle cariño y grande admiración; tanta por lo menos como a mi amo, a quien siempre quise y veneré como gran hombre y respeté como se merecía.

El penitente Felipe cuidó siempre con esmero de mi formación, y a su lado tales cosas llegué a oír, que de habérmelas aprendido hubiera acabado en astrónomo o en naturalista, los dos oficios —a mi modesta manera de sentir— si no de más lucimiento, sí de mayor sabiduría.

—Astros he descubierto —llegó a decirme un día— que, de no habérselos tragado de nuevo la misteriosa sombra del más allá, solos hubieran bastado para llenar un mapa bien nutrido. Miro para el cielo, por las noches, y en cuanto que veo uno nuevo, como a los viejos ya los conozco a todos, saco el papel en que les llevo la cuenta y apunto su nombre y su distancia de la estrella Polar, que es así como la madre de todas.

—Sí, señor.

—Y cuando el nombre no lo leo en mi cerebro, cosa que rara vez ocurre, rezo cinco gloriapatris seguidos sin respirar, como si tuviera hipo, y una luz aparece ante mis ojos con el nombre de la nueva estrella bien dibujado.

—Sí, señor.

—Una hubo, Suptonga se llamaba porque era hembra, que estuvo dando vueltas con todo el firmamento durante muchas noches, hasta que desapareció. Estaba a cuatro dedos a la derecha de la estrella Polar, y su sitio jamás lo vi pintado en ningún plano ni su nombre escrito en ninguna geografía.

—Sí, señor.

—En León se lo dije a un maestro de escuela que me presentaron, quien, lejos de ayudarme a difundir mi hallazgo, hizo mofa de mí y de mi ciencia y me preguntó si quería aprender la regla de tres simple. ¡Ése es el escarnio de las gentes a quienes vuelan en alas del saber y caminan, incansablemente, en pos de la verdad!

—Sí, señor.

—¡Ya lo creo que sí, hijo mío! ¿Te gustó eso que dije de «las alas del saber»?

—Sí, señor; es muy bonito.

—Pues no es mío, hijo; debo decirte la verdad y no adornarme con galas ajenas. Se lo oí a un veterinario de Cuenca —lejano país por el que también caminé—, y desde entonces siempre fiel me ha acompañado y jamás se borró de mi memoria. Lo que sí es mío es eso de «incansablemente», que ahí metido parece que hace bien. ¿No es así?

—Sí, señor; así es.

—Pues bien, mocito, como diciéndote iba: el maestro de León no me lo creyó y se rió en mis propias barbas. Yo, aunque otra cosa puedas pensar, nada hice contra él; ni lo denuncié al señor gobernador por ir a favor de la ignorancia, ni tampoco al señor obispo por negar la obra de Dios nuestro Señor. Pensé que ya bastante castigo tenía con su ruindad y lo dejé marchar. ¡Sólo perdonando se tendrá clemencia con nosotros algún día! ¿Verdad?

—Verdad; sí, señor.

—¡Y acostumbrando al bien a nuestros semejantes día llegará, no lo dudes, en que no se tirarán pedradas en el mundo!

Al principio de escuchar sus filosofías me pareció el penitente Felipe, no sólo hombre de raro saber —que por tal siempre lo tuve—, sino también espíritu serio y contemplativo, como a un hombre de ciencia corresponde y poco amigo de hacer mofa de las imperfecciones ajenas, y aun quién sabe si menos todavía de las suyas propias, pero cuando un día me preguntó: «Mozo, ¿crees en la transmigración de las almas?», tal susto llegó a pegarme y en tan mala ocasión, que no faltó ni un pelo para que me hiciera perder el habla y hasta casi el movimiento.

—Mi amo —le dije—, ¿no ha pensado usted que todavía soy tierno para conocer de esas cosas, y que aún mi saber es escaso y ruin y ninguna idea ni palabra alguna se me ocurre para responderle?

—No, hijo, nada de eso; que bastante ya sabes sólo con existir, porque en ti a lo mejor está metido el espíritu de algún santo, o de algún sabio, o de algún famoso guerrero de la antigüedad y tú lo ignoras; que más ajeno todavía está un gallo que hay en mi pueblo, que antes fue procurador de los tribunales y hasta diputado provincial, y hoy tan bajo ha caído, que sólo la providencia sabe qué fin le está deparado después que haya pasado por la cazuela, como es de ley que en su encarnación de hoy día le acabe sucediendo.

Tales cosas, oídas en soledad y saliendo de tan rara persona, llegaron a forzar mi risa poco a poco y por las esquinas de la boca, sitio por donde no hay disimulador que capaz sea de disimularla, y aunque para mantenerme serio y prudente imaginaba —entre otras figuraciones de aun más grande pavor— que rondaba la muerte nuestras cabezas, llegó el momento en que la risa tan impaciente y escandalosa llegó a ser, que, no pudiendo sujetarla, la dejé marchar como mejor quiso, que realmente fue de la peor manera que pudo y mezclada con saliva, cosa que tanto le molestó que llegó a reñirme —lo que no volvió a hacer en sus días— con palabras tan bien medidas que juntas mismo parecieran un sermón.

—Hijo —exclamó—, sé sensato y no te mofes, que filósofo soy y hombre de bien, pero si te arreo una castaña te voy a sacar los dientes por los oídos. Recapacita y arrepiéntete, que si no lo haces por ti lo vas a hacer por mí, lo que es peor. No hagas befa en tu vida de las personas mayores, y si lo haces, hazlo por dentro y sin escupir, que la saliva sirve para adobar los alimentos y mi cara algún día lo será de los ciegos gusanos, pero aún hoy no lo es de tus fauces. ¿Estamos?

—Estamos; sí, señor. Y perdón le pido…

—¿Con el corazón en la mano?

—Sí, señor; con el corazón en la mano y de rodillas en tierra perdón le pido por haberme reído y haberle rociado de saliva.

—Así me gustan a mí los mozos: sencillos y respetuosos con sus mayores. Que tú para mí eres como un hijo y yo como un padre para ti.

Nunca fuera en mis días la terneza lo que más me distinguiera, pero en aquellas fechas, cuando tales cosas llegué a escuchar, a punto estuve de tornarme sentimental.

Pasaron los días y las noches sobre nosotros; amaneció el Señor mañana a mañana encima de nuestras cabezas, ora risueño y soleado, ora un tanto lluvioso y como llorador; envejecieron nuestras carnes por la vista de las aguas, que jamás paran de quejarse y de marchar, y una tarde —después de algún tiempo que gastamos en vivir—, estando parados en la confluencia de los famosos ríos Yeltes y Huebra, ni muy lejos ya ni demasiado cerca todavía de Vitigudino, y después de haber dejado a nuestras espaldas el conocido monte que llaman de Diego Gómez, y que aun se recortaba, un poco soleado, hacia el poniente, se presentó ante nosotros una flaca y desgreñada mujer, no demasiado cubiertas sus carnes a pesar de la multitud de harapos que mostraba, y con un gallito en el brazo, quien con una sonrisa de demonio en la boca y unos escandalosos ademanes, se dirigió a mi amo, que pálido y demudado se paró a escucharla, para decirle:

—¡Ah, bribón y malnacido hijo de Barrabás! ¡Mira lo que me has dejado, míralo bien! ¡Un pollo que de lagarto se llamaba Enrique, y ahora ni su misma madre, que soy yo, lo puede saber! ¡A la guardia civil, que ampara a las viudas, se lo he de decir! ¡Mastuerzo y fementido, que así abandonas a la mujer que Dios te dio! ¡El rabo, el rabo ya te veo y los cuernos del diablo que te salen de los carrillos! ¡Dame un real! ¡Dame un real! ¡Dame un real!

Tales aspavientos hacía y tal era el estupor de mi pobre amo el penitente Felipe, que yo intenté rescatarlo con sabias palabras que calmaran a la hembra, cosa que si no hice fué porque nada se me ocurrió.

—¡Ah, ladino —siguió gritando—, que así engañas a las mozas y de ellas te aprovechas! ¡Ya te darán el día del Juicio, ya! ¡Ya verás cómo te mandarán a la caldera! ¿Me das un real?

Mi amo estaba mudo de estupor, tan mudo como cuando ella apareció, y no daba ni el real ni muestras de querer volver a la vida.

—Mi amo —le dije por lo bajo, mientras ella acariciaba un momento las plumas del gallito—, ¿y si escapáramos?

—Calla, mozo —me respondió casi sin mover los labios—, que todavía hacen bien a mi alma los improperios. Todo se andará.

—¡Y empanada quisieron hacer en Ledesma con mi hijo! ¿Te parece bien? ¡Y cuando era lagarto le decían: «Enrique, Enrique, toma una colilla, toma un pedazo de pan»! ¡Y a ti, mal hombre, ya te llegará el fin que te mereces, ya verás! ¡Que no me quieres reconocer como esposa, y eso Dios lo castiga! ¡Del monte bajé para curarme el estreñimiento con estas aguas beneficiosas, y mira tú por dónde fui a toparme contigo!

Mi amo seguía sin dar mayores muestras de impaciencia, y a mí me desazonaba pensar en qué iba a parar aquello, cuando de improviso, y sin dar tiempo ni a respirar salió galopando para el agua, al tiempo que decía:

—¡Échate al agua, muchacho, y ven detrás de mí! ¡Escapa de sus garras que te ha de sacar los ojos!

No había acabado todavía de reaccionar y gritar sus voces cuando ya me le vi, la cabeza sobre la línea de la corriente, braceando a la otra orilla. En pos de él me eché porque hice cuenta que de loco a loco, más vale irse con el varón que quedarse con la hembra, y a duras penas, porque aun de nadar no sabía mucho y la ropa me pesaba tanto como el frío me hacía molestia, llegué hasta la otra orilla, donde ya el penitente me esperaba y desde donde se veía, enfrente, a la desgraciada, que asida al gallo seguía voceando sin descanso:

—¡Ah, mal hombre, mal hombre! ¡Dame un real!

Mi amo estaba como entristecido, y una amarga sonrisa se le dibujaba en los labios.

—¿No recuerdas, hijo, que un día te advertí que no abandonaras el curso de las aguas?

—Sí, señor; ya recuerdo.

—¿Y que te dije que no caminaras las orillas distantes, no fuera el diablo a hacer que no pudieras cruzarlas?

—Sí, señor, también recuerdo.

—Pues ahí ves tú por qué te lo decía, que yo no hablo por hablar, ni aconsejo para que se me respete, como hacen los señores. Que yo soy llano de natural, y si algún día ahueco la voz jamás es sin motivo.

Dicho esto, echó a caminar delante de mí, la vista clavada en el terreno y las manos a la espalda, y ni una sola palabra dijo lo menos en dos horas, lo que me forzó a pensar si la mojadura no le habría quitado el habla, ya que la voz se veía que no, pues cada paso suyo retumbaba en los montes, de salpicado como iba de toses y estornudos.

—Mira, Lázaro —me hubo de decir cuando ya era casi completa la oscuridad—, de buscar unas retamas y algún palito, que para mí tengo que el fuego ha de sernos sano, porque esas aguas beneficiosas de que hablaba la pobre Dolores, pienso que si saludables para el estreñimiento porque rompen lo que está duro, no lo son tanto para la tos que parece haberme invadido.

Busqué sin gran trabajo con qué encender el fuego, y aunque lo más difícil resultó animarlo a que ardiera —de humedecido y chorreante como nuestro bagaje estaba—, una vez que lo hube conseguido, se armó tan noble fogata y tan hermoso resplandor que mismo pareciera —si no miráramos para detrás— que estábamos a pleno día.

Al amor de la lumbre fuimos cobrando de nuevo confianza con la vida, y ya casi secos y reconfortados estábamos cuando se plantó ante nosotros, y de sopetón, un guarda jurado de semblante bigotudo y ademán retador, quien con palabras tan claras como escasas nos dijo que allí estábamos de más y que nos marchásemos.

—Mire su autoridad —hubo de decirle mi amo— que nos deje calentar las carnes en este fuego que con ello a nadie mal hacemos ni el coto sufre, y que sin él nos vamos a morir, que estamos ateridos y más húmedos que sopas. Y que si hay en el mundo tres cosas frías, que según es fama son mano de barbero, hocico de perro y trasero de mujer, esta noche mejor pareciera a quien los fríos se dedicase a estudiar, aumentar su número hasta cinco: que los otros dos son los cueros de este muchacho y los de un servidor. Mire lo que le digo y vea de cumplir su obra de caridad.

—Usted ya me entenderá, maestro —le replicó el guarda jurado—, que a mí me tienen por este monte bajo con una escopeta en bandolera para hacer cumplir las ordenanzas, y que no vale que yo los quisiera dejar —que hasta el corazón se me ablanda de ver la ducha que a sus años le han dado— porque el fuego a todos nos delata, y si yo puedo hacer la vista gorda y no enterarme de un conejo que asome sus mostachos fuera del morral, no así en este caso, en el que por cierto tengo que si usted y este mozo se calientan, a mí me echan de la finca.

—Cierto es lo que decís —contestó mi amo— y la verdad adorna la boca de quien la dice, pero yo quisiera que tan secos acabáramos nosotros como vuestra autoridad libre de todo daño. Y para mí pienso que un arreglo no habría de ser difícil, que hablando se entienden las gentes y preguntando se llega a Roma; yo ordeno al muchacho —que es dócil y bien mandado, como por sus mismos ojos podrá ver— que pise el fuego y lo desbarate, que con ello las llamas cederán, y el rescoldo nadie ha de verlo, y a vos, a cambio, os ofrecemos compañía y conversación, un sitio a nuestro lado en este terreno, que sin ser de ninguno es más vuestro que nuestro, y si esperáis con paciencia a que amanezca Dios, hasta con un buen guiso de conejo o de pollo de perdiz os podremos festejar.

—¿Y el conejo?

—No es eso obstáculo, señor; que para pasar todo el coto a nuestros estómagos no necesitamos apetito, que harto tenemos ya, sino aquella vista gorda de que vuestra autoridad hablaba. Muchacho —dijo dirigiéndose a mí— usa de la bondad de este señor y ve a colocar dos pares de lazos donde encuentres una senda y agárrate un palo y espera el día para traerte unos perdigones con que saludarlo. Anda diligente, que a quien madruga Dios le ayuda, y piensa que los sesos son para usarlos y sacarles beneficio.

—Allá voy, sí, señor —le respondí—; que para bien mandado ya sabéis que sirvo.

Busqué en el macuto un trozo de cable con qué fabricar los lazos, desgajé con la navajilla una vara de un roble que por allí había, y eché a través de la ladera en busca del sitio donde apostarme para vigilar las trampas o para sacudir el palo.

Por cierto tuve siempre que el cielo ampara a los desvalidos y protege a los hombres de buena voluntad; la prueba la tuve aquel día una vez más, y bien verdadera, ya que si me volví para los restos de la hoguera donde mi amo y el guarda jurado me esperaban tan pobre y de vacío como me había ido, ello fué —o por lo menos a ello lo achaco— porque ni desvalido me sentí de poderoso como ya me figuraba comiéndome yo solo los dos conejos y los dos pares de pollos de perdiz que pensé atrapar sin llegarlo a conseguir, ni buena fe demostré con mi engañoso propósito. Quizá de haber sido más humilde otro gallo me hubiera cantado.

—¿Dónde traes la caza? —me preguntó mi amo cuando hube regresado, ya a las dos horas o tres de luz— ¿en dónde la has echado?

—Señor Felipe —le repliqué—, vea que todo el tiempo anduve azarado y con preocupación, que el señor guarda a nada me autorizó, y eso me cortaba las alas; que los lazos ni los puse y aquí están, y el palo sólo me valió para apoyarme y tentar el terreno.

—Me parece —dijo el guarda jurado interrumpiendo y dirigiéndose a mi amo— que este muchacho es tonto, porque yo no dije ni esta boca es mía, y ya es sabido que el que calla otorga. ¿Por qué no te has traído con qué comer?

—Mire el señor guarda que fue porque no pude, que la conciencia me ataba los movimientos y el temor a hacer mal me ponía paralítico. Yo bien lo siento, y a fe que si tales cosas antes supiera, habría estado más listo. ¿Esto de tonto lo dice de broma el señor guarda?

—No, hijo; que lo digo en serio y bien en serio. Que si la cara la tienes de avispa tus hechos son mismamente torpes y cobardones como los de una oveja. Como los años no te hagan más avisado, muchas hambres has de pasar en tu vida.

A mí me impresionaron aquellas palabras, y de ellas me acordé varias veces al pasar del tiempo, no por lo sabias, sino por lo necias que vinieron a resultar después; que para comer todos los días y mantenerse derecho no hay como caminar y no estarse quieto, que en los pueblos dan al que va de camino —quizá para que no se pare— y niegan al que vieron nacer. Y tan crueles son, que si tiene hambre le llaman vago, y si le falta el sentido, le tiran piedras; con lo que siempre resulta que en cada pueblo de España hay un hombre en los huesos al que apedrean los mozos, llaman tonto las mujeres y dicen los demás hombres que lo que quiere es vivir sin trabajar. A uno conocí, al cabo de los años, en un pueblo al que llaman Bocigas, sobre el río Perales, allá por las provincias de Soria o de Burgos, que hacía en las fiestas de su pueblo el papel de cagalaolla para que todos se divirtieran haciendo burla de él y de su falta de seso, y a quien, cuando —todos los años confiado y todos los años sin escarmentar— se le ocurría pedir un alivio para su desgracia, untaban la cara con una boñiga o con un cagallón —cuando no con caca mismamente—, entre grandes juergas y risotadas hasta hacérsela tragar. El inocente se volvía a su cueva después de la fiesta y se pasaba llorando las semanas, y cuando ya el sabor se le había quitado del paladar, decía con su media lengua, que la fiesta aquel año había resultado muy bien. Comía lagartos y hierbas que arrancaba de los caminos, y algún mozo del pueblo, por broma, se las quitaba y se las pisaba, y si al pobre se le ocurría levantar la voz, le restregaban los hocicos contra la tierra. Él nunca se incomodaba y para todos tenía una sonrisa que quería ser de amor y que mismo parecía la de una calavera.

Volviendo a lo que íbamos y pidiendo perdón por el desorden: el guarda jurado siguió hablando con razones tan cumplidas como, a mi parecer, falsas sobre mi tontería, y cuando se hubo hartado de ponerme por los pies de los caballos nos ofreció unas tajadas de una perdiz guisada que llevaba a la espalda.

—De mi morral tendremos que usar —dijo— y bien me duele, que una cazuela con guiso de perdiz que me hizo mi señora llevo en una tartera dentro de él; pero veo que no es de ley que lo descubra para comérmelo yo solo, que ustedes son así como mis convidados, y en esta tierra sabemos hacer las cosas y no engañar a los vientres de nuestros huéspedes sólo con el olor.

Echó mano del saco, buscó y no encontró, y a la cara un color se le venía y otro se le iba.

—Por Dios, que juraría que aquí estaba. Con tanta cosa como uno lleva encima resulta a veces difícil toparse con lo que se busca.

Dejó la escopeta sobre una piedra; se descargó el fardelejo, lo vació en el suelo, y como la cazuela no apareciese, tal cólera le entró y tan mal la supo reprimir, que mismo se puso abotargado y como rabioso.

—Que la dé usted —le dijo a mi amo— si se la ha llevado, que yo no soy hombre de bromas y tengo tan malas pulgas como el que peor las pueda tener. Mire de hacer lo que le digo y de no engañarme, que este encuentro va a terminar como el rosario de la aurora.

—Señor mío —le contestó el penitente—, guarde las palabras para cuando las precise, que ni yo le robé la perdiz ni está usted diciendo verdad.

—¿Que no digo verdad?

—No, señor; que si la perdiz la guardó, como dice, en el morral, en él deberá estar, que nosotros no la llevamos encima, y de ello podrá usted percatarse si nos registra, cosa que no nos ha de parecer mal, porque somos inocentes.

—Sí, señor —intervine yo—; que no se puede dejar en entredicho la fama de nadie. Regístrenos en buena hora y deje ya de sospechar.

—¡Muy farruco está el mozo!

—No, señor —exclamó mi amo—, que lo que pasa es que es hombre de bien y le quema la sangre verse acusado sin motivo.

—A nadie acusé yo.

—Cierto, sí, señor; pero de los dos sospecha, que bien se lo veo en la cara, y yo conozco a los cojos en la manera de andar. A veces es peor una mirada que diez palabras, y el ojo que usted no nos saca de encima para mí que tiene más inquina y más mala intención que todas las palabras encerradas en un libro donde se nos acuse. Regístrenos en buena hora, como dice el mozo, y ya que no podemos decirle que se vaya, porque está como en su casa, déjenos al menos marchar.

—Pues bien, señor mío —replicó el guarda jurado—, ya que ustedes lo quieren, yo les voy a registrar; piensen que me hace violencia y que sólo lo hago para alejar la duda de mi cabeza.

—Muy bien hablado —respondió mi amo—, eso es lo que nosotros queremos. Escucha, Lázaro —me dijo a mí—, lo que este señor dice y limpia un poco el suelo para descargar el equipaje, que si el señor guarda piensa bien, pronto se va a convencer de que no lo hace sin motivo, y si piensa mal va a salir chasqueado.

Obedecí a mi amo lo que mandara, descargamos lo que encima llevábamos sobre el santo suelo, y como el guarda, que por más que vigilaba no acababa de ver lo que hubiera querido, empezaba a dar señales de impaciencia, en cueros nos hubimos de quedar por dar gusto a su curiosidad y por calmar la cólera que le mantenía enhiesto el bigote, como a los gatos, y que de haber estallado entonces, de cierto que hubiera sido contra nuestras pobres carnes.

—Vea su autoridad —dijo mi amo, dando diente con diente y sin cesar en los estornudos— de no ser cruel, que de ello tendrá que dar cuenta a Dios en el valle de Josafat, y de no permitir a sus instintos el deseo de vernos al aire ni un minuto más, que si el muchacho es joven y fuerte y parece que la ropa no le sirve más que de adorno, yo ya no ando tan bien de juventud ni de fortalezas, y pienso que a estas horas deberé tener encima, si no el guiso y su tartera, sí una pulmonía y quizá doble, tal es la forma por pareados en que se me puede ver estornudar.

—Me parece, buen hombre —replicó el guarda con cara de enterrador—, que no sois vos quien en tal berenjenal os habéis metido, sino este granuja de mozo que os acompaña, que más parece hijo del pecado que amigo de la virtud, y que más da qué pensar que sea aprendiz de ruindades que discípulo de buen oficio. Vestíos en buena hora, que la perdiz se la llevó el diablo, no sé si solo o con cómplices, y vos estáis al borde del constipado por su culpa. Y tú, galán —dijo mirándome—, cubre también tus carnes, que con las nalgas al aire me están entrando tentaciones de marcártelas a palo limpio, cosa que no quiero hacer.

—Gracias, señor guarda —contesté—, que ya me estaba entrando el frío y no sabía cómo decirlo.

Nos vestimos, nos arrimamos otro poco a las brasas, tratamos de animarlas para que ellas nos animasen a nosotros, y cuando lo conseguimos, ya con el sol casi en mitad del cielo, nos echamos a dormir para reponer un poco las fuerzas.

Nos abrazamos como de costumbre, mi amo y yo, para cambiarnos el calor, y de aquella vez guardo el recuerdo de haber perdido en el cambio, tales eran los fríos que del penitente se escapaban.

—Señor Felipe —le dije ya a más del mediodía, cuando nos despertamos—, ahora nos haría buena falta comer un poco, que yo ya noto el vientre como vacío.

—Y yo, hijo, que tengo las tripas más huérfanas y desheredadas que las de cómico en cuaresma, y que me encuentro tan decaído y tan pachucho que no sé si voy a levantar cabeza.

—Hágase fuerte, mi amo, que todo se andará. ¿Recuerda usted de cuando el guarda me llamó tonto?

—Sí, hijo.

—¿Y recuerda usted también que me anunció muchas hambres para el mañana?

—También recuerdo, hijo, y a fe que no le creí, que se me antojas muchacho listo y avisado, y no me parecen tus carnes las más a propósito para dejar que el hambre se les arrime.

—No lo sé, mi amo, pero le agradezco sus frases. Lo que sí sé es que si mañana hemos de pasar hambre es cosa que sólo Dios sabe, como también sabe —y esto usted lo ha de ver— que hoy no la pasaremos, que el guiso de perdiz está agachado de mi mano.

—¿Qué dices?

—Digo que el guiso lo tengo yo, mi amo; que cuando me mandaron por caza pensé que mejor sería hallarla ya aderezada, y husmeando me llevó mi nariz al morral del guarda, arramplaron mis manos con lo que suyo era, y de él alejaron mis pies lo que perdió por necio.

—¿Y dónde lo tienes?

—¡Calma, señor penitente, un poco de calma! Por él voy ahora y pronto dentro de nosotros estará; no se impaciente, que quien aguarda un siglo puede aguardar una hora, y…

—Anda, mozo —me interrumpió—, no perores que es feo vicio en ayunas. Tráete eso y que Dios te proteja en la excursión. ¿Está muy lejos?

—Algo, mi amo.

—Pues anda allá, que yo te aguardo mientras recojo estas brasitas que quedan.

Las toses no quitaron diligencia al señor Felipe, y cuando salí en busca del guiso, ya él quedaba apañando las brasas aún vivas, para calentar nuestro almuerzo.

Marché, busqué, atopé y volví en menos que canta un pollo —que siempre es más ligero y más desafinado en su canción que un gallo como Dios manda— y cuando ya estaba de nuevo a la vista del hondón donde nos guareciéramos, poco me faltó para derramar el guiso y perder la calma, tal fue el susto que me pegué al ver a mi amo caído de bruces contra el santo y duro suelo y preso de unas convulsiones que mismo parecían, y así vinieron a resultar después, las de la agonía.

Dejé con cuidado la tartera en el suelo y corrí a ver qué le pasaba.

—Mi amo —le dije—, anímese que ya llega la perdiz. Tenga valor y busque fuerzas que en esto ya es sabido que lo peor es empezar.

—Hijo…

Yo estaba asustado porque adiviné que poco le quedaba ya de sufrir en este valle de lágrimas y de tiranías. Lo puse boca arriba —que me pareció mejor postura para un enfermo—, le levanté la cabeza con el morral y le arrimé las brasas a los pies.

—Señor Felipe, yo creo que si quisiera tomar un poco del guiso el ánimo se le levantaría, que usted no tiene más que frío por dentro y por fuera, y un hambre, que si la vence, no le dejará huella alguna, pero que si ella lo derrota va a espantar el alma de su cuerpo.

—Es verdad, hijo mío; pero tales arcadas siento y tal dolor en todas las entrañas, que para mí que estoy ya en los últimos minutos de mi vida.

Tanto sentimiento daba a sus palabras, que a mí se me caían las lágrimas de los ojos, y un nudo que me subía del corazón se me cerraba en la garganta. Nunca tuve padre a quien querer, ni amigo —fuera del penitente señor Felipe— por quien llorar en su desgracia, y entonces —Dios sabe si como presintiendo la soledad que para siempre ya mi espíritu no había de dejar— se volcó mi sentimiento como una torrentera, y mi pena tan doliente llegó a ser, que a poco me mata lo que tan malherida dejó mi voluntad: la muerte de mi amo, una de las dos únicas personas de bien con las que en mis días me tropecé.

—Hijo, escucha —me dijo con un hilo de voz— cuáles son mis últimas palabras. Quiero decir que de todo me arrepiento y que temo la justicia de los Cielos; que de mi cuerpo puedes hacer lo que quieras menos quemarlo —que tengo por fin de herejes— o arrojarlo a un río, que entiendo manera de terminar impropia de un cristiano; que el guiso de perdiz que te sobre me lo restriegues por los labios cuando haya expirado, que mejor me parece un cadáver con aire de haber muerto de indigestión, que otro con aspecto de haberlo hecho de hambre y de frío; que para ti te doy todo lo que llevo encima, que para presentarse ante el Señor todo sobra, y, por último, que cuando ya me veas frío del todo digas tres veces seguidas: «Señor, perdónalo y acógelo en tu seno, que fue pecador, pero no malo». ¿Te acordarás?

—Sí, señor —le dije guardándome las lágrimas por no apurarlo.

—Bueno, hijo mío, Lázaro: que Dios te proteja siempre. Dame la mano y no me sueltes hasta que ya no te necesite. Poco tendrás que esperar…

Le di la mano y esperé; no sé cuánto tiempo. Cuando el frío de su cuerpo dio a ver bien a las claras que ya no había nada qué hacer, se la solté. El brazo se le cayó todo lo largo, y sus ojos, entreabiertos, tenían un dulzor amargo y triste que me sobrecogió; se los cerré con cuidado.

Fui a buscar el guiso para embadurnarle un poco los labios y me encontré la cazuela negra de hormigas; pensaba haberle untado todo el guiso al señor Felipe, pero con aquello de las hormigas ya no tenía mérito alguno el sacrificio que hacía de mi hambre.

Volví al cadáver y le toqué el sitio del corazón; nada se oía, pero yo no me atreví a enterrarlo. Aquella noche la pasé en vela, agarrado a su cuerpo y llorando como una Magdalena.

Cuando, al amanecer del día siguiente, le volví a tocar el corazón y vi que nada tampoco se escuchaba, decidí darle tierra.

Lo miré un instante, por última vez. Por la boca le corría una araña de largas patas que se paraba, de cuando en cuando, para ver mejor el terreno que pisaba; por los oídos andaban un par de hormigas, buscando quizá el camino que llevaba a los sesos del señor Felipe, a aquellos sesos que tantas amarguras y tantas desdichas inventaron siempre para su amo.

No me atreví a desnudarlo; me daba apuro.

Lo primero que tapé fue la cabeza, lo que más miedo me daba. En cubrirlo bien tardé bastante porque no tenía más que una navajilla.

Cuando terminé, ya muy entrado el día, estaba rendido y muerto de hambre.

Eché a caminar, y desde unas peñas me volví para ver el sitio donde Dios quiso dejar a mi malaventurado amo. La tierra estaba removida, pero allí debajo nadie diría que quedaba un hombre…