PRÓLOGO

CUANDO empecé a gustar el sobresalto de la lectura del Pascual Duarte (Cela ha contado cómo fui uno de los primeros lectores del libro) pensé, ante los primeros párrafos, en la posibilidad de una novela picaresca de nuestros días. Todos sabemos hacia dónde derivaron los acaecimientos de la vida de aquel hombre, que vino a acabar ajusticiado, final ignoto en la novela picaresca, y cómo el carácter de la novela por otros derroteros arribó a bien distinto puerto, frustrándose lo apacible y placentero que prometía el desenfado de aquellos párrafos.

Después, y tras Pabellón de reposo, plugo al autor escribir su novela picaresca, pero de frente y sin disimulo, declarando su intención en el nombre del protagonista, y aún más paladinamente, pues Lázaros puede haber y de seguro los hay no tocados de picardía, en el título alusivo del libro: Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes. Y su nuevo Lázaro, nacido en Ledesma junto al Tormes, aunque aguas arriba de Tejares, patria del primitivo, nos narra sus andanzas en el servicio de nuevos amos siempre terminadas en desgracia, y el novelista divide los compartimientos de las aventuras en «tratados», como hiciera el incógnito autor de la otra novela, y aun procura recortar y patentizar la acción con técnica pareja, y narrar paladinamente, lo que logra con felicidad completa.

Todavía había de procurar una fidelidad mayor al primitivo modelo, y así el relato tiene forma autobiográfica, pues como se prometía Ginés de Pasamonte, este nuevo Lazarillo ha de escribir sus hechos con sus propios pulgares, y la estructura de la novela es, como todas las picarescas, sencilla y plana. Quiero insistir sobre esta condición de los relatos picarescos. En ellos aparecen los sucesos podríamos decir que linealmente, patentizados en su directo discurrir, sin que cabos sueltos, así dejados maliciosamente por el novelista, vengan a involucrar la acción con imprevistas «prótasis, epítasis, catástasis, catástrofes, peripecias y anagnórisis», como quería y explicaba el don Hermógenes moratiniano.

La novela no picaresca, como el teatro, usan de estas malicias para sorprender al lector y cautivar su interés. En la picaresca parece fiarse todo a la eficacia de los casos sencillamente expuestos, de manera ordinal, como en friso en que quedarán grabadas las escenas limpiamente y para siempre, sin posibilidad de que los sucesos de una vengan a interferirse en las siguientes.

Así está concebido y escrito este Lazarillo, pero antes de perseverar en su consideración he de interrumpirla para hacer una poco profunda calicata que nos permita asomarnos a lo que es, o a mí me parece que es, el fondo propiamente picaresco de estas novelas, y sus cualidades y carácter.

No es dudoso que las novelas picarescas tienen todas un común denominador tan claro y notorio que hace pecar al género de monótono. Este fondo común, que es precisamente el carácter picaresco, no es fácil de definir. Al dibujarle o intentar dibujarle, rasgos importantes se evaden de su contorno, e inevitablemente se adentran en él otros concomitantes que no son esenciales. La acción picaresca tiene siempre por protagonista seres procedentes de las más bajas escalas sociales, y los más, nacidos fuera de toda legalidad, viven su infancia entre infamias, inmoralidades y malos ejemplos. Una necesidad ineludible en el hombre, la de comer, y una tendencia inseparable de nuestra naturaleza, la de holgar, han de ser motores del futuro destino de estos sujetos. Los medios de que se han de valer para conjugar tal necesidad con tal tendencia, abiertamente contradictorias dentro de nuestras instituciones y de nuestra moral, han de ser arbitrarios, improvisados y casi siempre delincuentes. El ingenio hambriento ha de ponerse a prueba para buscar expedientes resolutorios de la paladina contradicción, y estos expedientes que nunca han de tocar en criminales, han de constituir la acción de estas novelas.

Como ha notado sagazmente Amado Alonso, el medio y los sucesos están vistos a través del pícaro, de sus ojos y de su sensibilidad, y dicho se está que la visión ha de ser parcial y untada del color de su propia mugre. Por eso, cuando Mateo Alemán califica la vida de su Guzmán de Alfarache, «atalaya de la vida humana», puede asentirse a que nos da una visión de los sentimientos, de la condición y de los ardides de la sociedad de su tiempo, y aún (puede consentírsele la pretensión) de la Humanidad en abstracto; pero esta visión está falseada por el enfoque y por la situación baja del vigía, y por ello la novela tiene poco de atalaya, y la visión es rastrera y más propia de muladar que de almenar.

Esta visión deformada del mundo es el punto de tangencia de la novela picaresca con lo que el arte literario se llama realismo, y claro es que si la visión concedemos que es, como sin duda es, deformada, se pasa de realista, aunque por el lado contrario del idealismo entendido a lo vulgar y corriente. El ambiente picaresco, como deformación de la realidad, es tan convencional como el de la novela pastoril o la morisca de que gustaba aquella sociedad que celebraba las travesuras de Lázaro o las sentencias de Guzmán. Puestos los autores en la pendiente de la idealización de esta vida o del elogio de los móviles que la impulsan llegan a paradójicos desvaríos, como este de Juan de Luna en su continuación del primitivo Lazarillo de Tormes: «Si he de decir lo que siento —hace razonar al pícaro— la vida picaresca es vida, que las demás no merecen este nombre. Si los ricos la gustasen, dejarían por ella sus haciendas, como hacían los antiguos filósofos, que por alcanzarla dejaron lo que poseían. Digo por alcanzarla porque la vida filósofa y picaral es una. Sólo se diferencian en que los filósofos dejaban lo que poseían por su amor, y los pícaros sin dejar nada la hallan. Aquéllos despreciaban sus haciendas para contemplar con menos impedimento en las cosas naturales, divinas y movimientos celestes; éstos para correr la rienda suelta por el campo de sus apetitos. Ellos las echaban en la mar, y éstos en sus estómagos; los unos las menospreciaban como cosas caducas y perecederas; los otros no las estiman por traer consigo cuidados y trabajos, cosas que desdicen de su profesión. De manera que la vida picaresca es más descansada que la de los Reyes, Emperadores y Papas. Por ella quise caminar como por camino más libre, menos peligroso y nada triste». El paralelo es desatentado, pero él nos lleva a la consideración de una calidad bien española que adscribe el género con fuerte amor a nuestro carácter: la sobriedad española, que a lo filosófico y falto de rigor llamamos estoicismo. El propio Luna ha de calificar a Lázaro de «espejo y dechado de la sobriedad española».

Henos con esto en el centro del tema esencial de la picaresca, que no es otro que el tema del hambre. La pobreza ha creado nuestra sobriedad: no es ésta, virtud que nos haya hecho conllevar alegremente la necesidad. Por el hambre, por ganar el sustento perpetran sus fechorías los pícaros. Éstos sirven las más de las veces por la pitanza, sin procurar otros emolumentos. Claro es que el hábito de holganza impediría aspiraciones más subidas, pues como había de decir uno de ellos, «siempre quise más comer berzas y ajos sin trabajar, que capones y gallinas trabajando». Es la necesidad la que lanza al pícaro desde sus primeros años al camino de la picardía. Pero lo curioso del caso es que siendo el pícaro el protagonista de todos los desafueros, y a veces también su víctima, sus maestros no pertenecen al género picaral, y son por desdicha harto más repulsivos que el propio pícaro. Porque todas estas novelas son en realidad pedagógicas: una pedagogía orientada hacia el mal, es decir, una pedagogía al revés. La necesidad creada por la holganza da el impulso a estas vidas, pero los procedimientos, las maneras, son obra de la enseñanza de los sucesos o de los que en ellos intervienen. De lo que, descargando responsabilidades propias y ajenas, solemos llamar, «la vida». Y acaso por esto decimos así tan sólo, si no más expresivamente, y no sin alusión a la materia que ahora traigo entre manos, «la pícara vida».

Como he indicado, las acciones las comienza el pícaro en su primera edad, pero las escribe en sus últimos años, generalmente desengañados. Por ello el cinismo con que todos suelen comenzar narrando sus orígenes y las costumbres abominables de sus progenitores, no es imputable a los años pícaros, sino al escepticismo, experiencia y total desprecio de toda noción moral de los años maduros. No debe olvidarse esta circunstancia cuando quiera aquilatarse el valor psicológico de estas novelas. Aun a través de relatos hechos con tan maliciada experiencia, suele descubrirse en las primeras aventuras de los pícaros un fondo ingenuo y primordialmente sano. La experiencia desdichada de los hombres y las dificultades que han de sortear entre ellos ahogan tales impulsos hasta llegar al canalla que ha de escribir su autobiografía.

Creídas éstas literalmente, es justa la acusación de inmorales que Gregorio Marañón lanza tan severamente sobre estas novelas en el espléndido prólogo que escribió para el Lazarillo de Tormes. Pero de tal cargo las salva precisamente su falta de verdad, su evidente antirealismo. A él aludí hace poco y es preciso insistir sobre ello. Al menos avisado han de presentársele como inverosímiles las aventuras que en estos libros se narran. En la sociedad más primariamente organizada, el pícaro no podría dar materia con sus acciones a más de un «tratado» de su vida sin la intervención rigurosa y suspensiva de ellas de la justicia. El ambiente convencional está creado a medida de las futuras trazas y aventuras del pícaro, como los prados amenos, los bosques sombríos y los arroyos rumorosos para la distracción platónica de amores imaginados por pastores poetas y zagalas cortesanas. A este idealismo o sobrerrealismo de la novela pastoril corresponde exactamente el infrarrealismo de la novela picaresca. Tan sólo el primitivo Lázaro de Tormes se salva de esta aseveración, si bien ha de tenerse en cuenta que es libro singular y único, y que antecede en sesenta años a la primera novela —el Guzmán de Alfarache— en que el protagonista es llamado por primera vez pícaro. Lázaro fue un precursor de hartas mayores virtudes humanas y literarias que los Mesías que anunciara, o acaso más bien un Mesías sin precursor, con seguidores que a veces le imitan y muchas más le niegan. Considerada esta falta de realidad del medio y de las aventuras de los pícaros, queda tan sólo una caricatura de cierto ambiente y de ciertos tipos sociales, caricatura ciertamente del más alto y grave sentido en ocasiones, pero que para que llegue a representación veraz hay que podar sin compasión de rasgos y colores que son precisamente los que la convierten en picaral. Así quedaría el no mal ejemplo de los pícaros que rara vez alcanzan la fortuna, antes bien acaban en galeras o en forzados sin remos, y en el mejor de los casos en arrepentidos como Alonso, el charlatán donado, o en irónica, e indigna, prosperidad y fortuna como el propio Lazarillo. El que la juventud aventurera y arriesgada tenga una aureola de simpatía aun siendo delincuente, es caso tan conocido y cotidiano que no creo pueda hacer mella ni incitar a imitación dolosa. Cuanto más que la mayor parte de las aventuras que se narran en estos libros son tan sólo eso: cosas de muchachos, con el coeficiente negativo de la patente imposibilidad del suceso.

Estas cualidades que he querido subrayar en la novela picaresca alcanzan al relato de Cela, pero ni a éste ni a los que pudieron servirle de incitación o de ejemplo les desposeen de su alto valor artístico. Y en este nuevo Lazarillo el mérito es más subido. Desde que se escriben los últimos relatos picarescos han transcurrido tantos años que pueden contarse por siglos. La sensibilidad ha cambiado radicalmente y el tema capital de la picaresca, el hambre, que antes podía tratarse jovialmente y ser objeto de risa y algazara en una sociedad férreamente asentada sobre jerarquías de riqueza y poder inconmovibles, hoy es no menos que el tema central de la preocupación política. Una novela picaresca de hoy al modo de las viejas tendría por tema nada menos que la cuestión social. Esto hace que tengan sabor tan ácido novelas como las de Baroja del ciclo La lucha por la vida. Sin proponérselo el novelista, al centrarlas en el tema que en el siglo XVII se habría tratado a lo picaresco, adquieren gravedad y porte de novelas sociales. La necesidad y la pobreza no pueden ser hoy tema de regocijo literario sino de preocupación política. Sólo puede soslayarse este obstáculo como lo procura Cela. Al tratar de poner en pie a un pícaro de nuestros días le pone en contacto con gentes singulares, algunas, como el penitente Felipe, de gran tradición en los santeros y ermitaños de nuestras novelas picarescas. Me viene a la memoria otro penitente, el señor Vicente, de El Peregrino entretenido, de Ciro Bayo, escritor que sin llegar a escribir una novela picaresca, ni intentarlo, supo crear en sus libros de viajes por España un medio picaresco y que es uno de los contados eslabones que unen esta novela con sus predecesores de nuestro siglo de oro. Estos personajes de Cela no representan, como podían representar los puestos en pie por los viejos novelistas picarescos, clases sociales, estratos definidos y operantes de la vida española. Son casos y no tipos. Son caracteres singulares, más próximos en algunos casos a la realidad que sus antepasados, pero por excepcionales más aptos para la complacencia literaria que para la lección moral, o inmoral, aplicable e inmediata.

Mas, pese a ello, esta novela tiene toda la dureza de aristas de las más hirientes, toda la cargazón sombría de color de las más embadurnadas y negras. Como en la fuente del verso sombrío de Lucrecio, siempre en los libros de Cela surge «algo amargo», amari aliquid. Por el humor desgarrado y torvo acaso fuera Mateo Alemán el novelista picaresco a quien mejor pudiera aproximarse la producción novelesca de Cela. Pero en ésta faltan los sermones morales dilatados y macizos, aunque no la reflexión breve y muchas veces libre y desvergonzada. Pero es que, además, el tono actual de la novela se ha provisto de un ingrediente apenas conocido de los antiguos novelistas: la imagen incisiva, de plasticidad intencionada y punzante, que antes tan sólo era manipulada por los poetas y en tímidas dosis. La visión del cadáver del penitente Felipe es buena prueba del poder corrosivo de este nuevo factor.

Este Lazarillo tiene, pues, personalidad acusadísima en el panorama de la actual novelística española, y Cela ha sabido, pienso que más por intuición de artista que por reflexión de estudioso, atinar con los elementos esenciales del género picaresco, y crear el único medio posible para el desarrollo de semejantes aventuras en nuestros días.

Pero me doy cuenta de que este deseo mío de caracterizar y situar la novela pasa los términos de prólogo para entremeterse en los dominios de la crítica. Si he sobrepasado el lindero, Cela y el lector sabrán perdonármelo, puesto que así se lo pido.

José M. ª de Cossío.