Revolviendo una vez entre los papeles de un amo judío, boticario y —si hemos de creer a los deslenguados— también castrón, con quien tuve la malaventura de servir, me encontré cierto día con un libro que hablaba de un Lázaro de Tormes que seguramente ya habrá muerto y que si vive deberá ser muy viejo, a juzgar por las cosas que dice.

El libro no pone de quién es, lo que me causa cierta fatiga, ni en qué año fue compuesto, y de esta manera todo lo que averigüé fuera producto de mis conjeturas y, claro es, no muy de fiar.

Sin embargo, a mí el tal libro me produjo una gran alegría, porque también me llamo Lázaro y soy del país y porque, ya que la providencia no quiso darme padres conocidos y sí sólo candidatos a porrillo, me ilusiona pensar que aquel Lázaro fuera abuelo mío —y de ello ya lo trataré en adelante— e hijo de padres con nombre y apellido como Dios manda.

Yo no soy de las mismas aguas del río, como mi abuelo, ni de Tejares, como mis bisabuelos, pero sí de la tierra del Tormes, ya que, según lo más probable, donde vi la luz del sol por vez primera fuera en Ledesma, en la misma provincia de Salamanca, debe hacer ya unos cuantos años, de los que no llevo la cuenta.

A mi madre no la conocí de vista, aunque sí de oídas y abundantemente, y ahora pienso que para saber de ella las cosas que supe, más me hubiera valido ignorarlas.

Como sin embargo nada quiero callar, ahí va lo que sé de malo y de bueno, y quién sabe si falso, si verdadero.

Los más de los autores coinciden en que se llamaba Rosa de nombre y López de apellido y en que era una moza garrida, de lozana color y carnes abundantes, allá por las fechas en que yo vine al mundo.

Estaba para todo, como se dice, en casa del recaudador de contribuciones y yo no sé a ciencia cierta qué es lo que éste entendería por para todo, aunque me temo que más de lo conveniente y que metería en esa frase y dentro de mi madre, algo que no sin peligro se saca ciertas veces.

De todas formas y como a mí no me agrada ser hijo de ningún chupador de sudores ajenos, alguna esperanza de no haber salido de tal cuerpo me queda sólo pensando que cualquier otro, de los muchos que la voz del pueblo apuntó como amantes de mi madre, puso los mismos medios que el recaudador, y aun quién sabe si más fuertes o más eficaces.

Otro novio que doña Rosa tuvo fue don Serafín Serrano, un confitero que era concejal, quien parece que bien libre está de ser mi padre, ya que si hemos de hacer caso de rumores, el pobre no metía ni sustos y se dedicaba a regalarle yemitas a mi madre porque se dejase palpar por el escote.

Según dicen, el tal don Serafín evolucionó con los tiempos y acabó como los hombres, aunque sean confiteros, no deben acabar jamás.

También estuvo algún tiempo en candelero un factor de la estación, santanderino y mala persona, a quien —dicen que por faltarle un ojo, aunque yo no lo entiendo— llamaban Chubasco, cosa que le irritaba y le abría la espita de los pecados que echaba a borbotones, por la boca como vómito de borracho.

Del Chubasco ya me da más que pensar si no seré hijo, porque, además de ser hombre fornido y jayán, parece que se juntaba con mi madre en mitad de la vía, sitio que siempre tuve por muy fecundo, no sé si por los aires del tren o por lo duro del lecho.

Por los tiempos en que mi madre quiso mejorar de situación y hacerse ama de cría, anduvo también al retortero un tal Froilán Quinteiro, de oficio peón caminero y natural de Betanzos, de donde hubo de emigrar por no sé qué líos con el famoso capitán Sánchez a resultas de una partida de mus.

El Froilán había hecho ya algunos favores a ciertas mozas que quisieron prosperar y como tuvo suerte y las dejó bien cubiertas a los pocos intentos, le pusieron por mote el Seguro.

Parece que el Seguro, que estaba cargado de hijos, se ayudaba para mantenerlos decentemente con el sobresueldo que sacaba como semental de las mozas que iban para amas y a quienes se encargaba de convencer su esposa Dorinda, celosa de recabar fondos para la familia.

Lo más probable es que a mi madre le prestara sus servicios graciosamente y en atención a lo florido de sus carnes. Por lo menos tal quiero pensar, porque no me decido a creer que fuera tonta sino más bien que se pasara de viva. Y después de todo, si el Froilán era seguro, ¿por qué no había de serlo también otro cualquiera, aunque tuviese que insistir un poco más?

Tan pronto como mi madre se encontró conmigo en el vientre se dedicó a cuidarme, cosa que una vez que hube salido jamás hizo, se conoce que para que no me estropease y echara por tierra sus buenos proyectos.

Nací, mamé de los pechos de mi madre durante dos semanas la leche que quiso darme, y como al fin de este tiempo apareció una casa de Salamanca donde la patrona encontró más cómodo dejarme a mí en ayunas que amamantar a su hijo, para allá se fue, dejándome tirado al amparo de unos pastores que tan escasos recursos tenían como buena voluntad para mi desgracia.

Mi padre, el Chubasco, el Seguro, o quien diablos fuera, nada quiso saber de mí, y mi madre, sabe Dios si como castigo a su egoísmo, fue a morir de un tifus cuatro años más allá cuando —¡también es casualidad!— estaba pensando en llevarme con ella, según doña Matilde, la madre de mi hermano de leche Desiderio, hoy abogadete en Valladolid y el tío más memo y desagradecido que me he echado a la cara.

El primer recuerdo de mi niñez me coloca agarrado a la teta de una cabra, mi madre adoptiva, la que me dio su calor cuando horro de calor estaba, su leche cuando hambriento andaba y sus inclinaciones, cuando inclinarme era fácil de tierno y mamón como era.

Si alguna vez en mi vida me porté mal acháquese a las tendencias que, según dicen, se heredan de las amas.

Desde luego, entre haber mamado de las ubres de una cabra o haberlo hecho de las de una oveja va grande diferencia, porque en esta vida —por cierto lo tengo— más vale topar que balar y preferible es cabrear a ovejear.

Como estaba de Dios que prosperase, la leche de la cabra me sentó como agua de mayo, y me crié algo sucio, sí, pero lozano y fuerte como un roble.

A los pocos meses de mi vida, los pastores comenzaron a darme sopas de pan con vino como a los caballos, alimento sano y caliente para los meses del invierno, que en el país son muy crudos, y que tiene la ventaja de ir acostumbrando las carnes al morapio, con lo que siempre se gana, amén de unas prácticas que alejan el feo vicio de la borrachera, un aromilla que destierra los espíritus de las enfermedades.

Lo cierto es que a mí me probaron las tales sopas como anillo al dedo, y que las enfermedades, si hemos de quitar dos o tres sin importancia, siempre me respetaron.

Las borracheras ya no me tuvieron tanto desapego, y con vergüenza y sonrojo he de confesar que el número de las que agarré a lo largo de mis años muy alto deberá ser, cuando ya perdí la cuenta, aunque pienso, para consolarme, que sin la práctica de mis primeros meses con los cabreros, la cantidad de ellas hubiera sido mucho mayor.

Cuando ya me tuve derecho y aprendí los dos o tres pecados que se precisan para que las cabras obedezcan, empezaron a dejarme en la cabaña al cuidado de algún animal enfermo o entretenido en mondarles las patatas o en mantener vivo el fuego de cocer el puchero, con lo que me fui haciendo al mismo tiempo pastor y pinche, y no digo que ladrón porque, aunque ocasiones de antojo me sobraron, siempre pensé que debería respetar la pobre hacienda de mis protectores.

El que sin apuro esquilmare a sus amigos por mal nacido deberá tenerse, que para aprovecharnos de ellos a diario ya nos topamos con desconocidos que nada podrán echarnos en cara.

A los cinco años de mi vida empalmé unas viruelas que me tuvieron al borde, si no del sepulcro, cosa que en aquellas laderas no se estila, sí del pie de un roble o de una encina, sitio ya más frecuente, pero que en el fondo viene a ser lo mismo.

Las tales fiebres me dejaron flaco y consumido y con más agujeros que una criba, señal que mucho me molestó por aquello de que todo el mundo siempre tenía que preguntarme algo y porque además fue causa de que al poco tiempo me colgaron el feo mote del Picado, con el que me conoce más gente de la que quisiera.

Las carnes las recobré quedándome semana y media en el chozo dedicado a las buenas costumbres y no haciendo más cosa que comer hasta cansarme, dormir para descansar y vuelta otra vez al principio.

Cuando me puse bueno todos vieron que había estirado cerca de un palmo, lo que bastó para que ya creyeran habérselas con un hombre y me llevaran con ellos a la faena. Un hombre, realmente, no sería, pero puedo asegurar con orgullo que en aquellos tiempos llegué a creérmelo, como lo prueba el celo que en el oficio ponía y el cantazo con el que a veinte pasos vacié un ojo al hijo del Mellado, mozo de más años que yo, pedrada de la que todavía se acordaban hace poco tiempo por Ledesma.

El mérito del cantazo no fue dejarlo tuerto, cosa no difícil con ayuda de la suerte, sino haberlo tirado a sobaquillo.

Como el trato del ganado es oficio duro y como la regalada vida de niño vi de cierto que había acabado para mí, procuré hacerme a los hábitos del pastor, lo que logré con la ayuda del tiempo, y que si antes no alcancé fue por mor de esas resistencias que siempre tuvieron mis carnes a meterse en faena por sí solas.

El rabadán de aquellos pastos y de mis padrinos los cabreros era un sujeto mal encarado, de tez más que morena, falto de carnes aunque sobrado de espíritu para el mal, badajoceño y pendenciero, a quien llamaban Lucas de nombre y Cabrito de apodo y por detrás, ya que de frente hubiera tenido su peligro.

El tal Lucas siempre me miró con inquina y, como era malhablado de natural, no desperdiciaba ocasión para mentarme a la madre —no sola sino acompañada del juicio que le merecía— cosa que a mí me sacaba los colores de la vergüenza y hasta me hacía llorar, quién sabe si por encontrarlo demasiado cierto en el fondo.

Con él siempre procuré andarme con ojo, porque bien seguro estoy ahora de que a la primera pifia me hubiera tundido a cachavazos hasta deslomarme.

Del pellejo de una res teticiega que matamos y con la ayuda de los buenos consejos de Sebastián, un pastor que para mí fuera talmente como un padre, logré hacerme unos calzones abrigosos, dejando el pelo para adentro, y escurridos para el agua enseñándole a las lluvias el curtido, con los que anduve varios años tan orgulloso como si hubieran sido de terciopelo.

Como el cintal me lo ponía mismo debajo del sobaco y me quedaba el vientre guardado y caluroso, muy bien debí haber hecho las digestiones por entonces, ya que se me veía medrar a cada día.

Por los hombros llevaba una zamarra que hice con la piel de una oveja muerta que encontré y que tanto me calentaba el pecho que la mitad del año la llevaba colgada del fardelejo, y a los pies me eché unas abarcas que tiró por viejas Lucas el Cabrito, después de haberlas recortado no poco y enderezado lo bastante para quitarlas el vicio.

A la cabeza lo primero que llevé fue una boina con más agujeros que un balcón, que sólo me duró el tiempo que gasté en alcanzar mejor cosa que ponerme, que vino a ser una gorra de visera que me regaló un tísico porque le dejara colgarse de la teta de una cabra hasta hartarse de mamar, faena que consentí, no por la gorra, sino porque pensé que hacía una obra de caridad.

Por si los pastores no pensaban lo mismo, lo metí en el chozo, a que hiciese la mamada y, como la teta no se daba vacía y él parecía no hartarse de chupar, trabajo me costó buscar una disculpa cuando vi que los hombres se acercaban ladera abajo.

El hombrecillo, quién sabe si por temor a que le hicieran vomitar la leche, salió arreando con su débil trote por la senda, consiguiendo taparse con unas piedras antes de ser visto, después de haberme dado la gorra en premio.

Cuando los pastores me vieron cubierto como un caballero con aquella prenda que, aunque me llegaba hasta la nuca, dejaba pronto ver su calidad, me preguntaron por ella y que dónde la había encontrado, a lo que hube de responderles que había venido volando con el viento, lo que no creyeron, pero lo que les hizo reír a carcajadas y cesar en sus preguntas.

—¡Qué hijo de tal, decían, cómo inventa sus patrañas!

Lo malo fue cuando quisieron ordeñar la cabra que dejó caer una meadina de leche y tenía aún las ubres calientes y que bien se vengó así del trato que con ella quise comerciar, ya que de la mano de palos que me pegaron, si no solté la leche que robé fue porque Dios no quiso.

Al tísico, aunque me dijeron que era de aquellos barros, no lo volví a ver, por lo que debe estar muy agradecido al Criador, ya que entonces juré cobrarme a cantazos el sobreprecio que los pastores pusieron a la visera, y que aún hoy, si pudiera, quién sabe si no lo haría.

Después de recibir los palos y pasarme la noche llorando a moco tendido, empezó a cobijar mi mente la idea de la fuga, que no quise intentar hasta tener unos ahorrillos en la bolsa con los que marchar más sobre seguro.

Como a real los domingos, que me daba doña Blasa la Machorra por acercarle en tal día una cántara de leche hasta su casa, poco iba a prosperar, tuve que ir dando largas al negocio hasta que a los dos años, una tarde que estaba a la vista de un ganado que ramoneaba por el robledal, tuve la fortuna de darme de hocicos con un saquito con dieciséis duros dentro, que escondí contra el pecho, y tuve buen ojo de no dar a nadie cuenta.

El tal saquito fue pregonado con pelos y señales y hasta ofrecieron una recompensa a quien, habiéndolo encontrado, lo devolviera, pero me pareció que más cauto sería hacerse de extraño, ya que el premio, según pensé, nunca alcanzaría los dieciséis duros encerrados.

Con esta cantidad y otros siete y pico que tenía de los ahorros, ya había bastante para echarse al mundo.

Busqué sin prisas la ocasión, que fue a parecer al comienzo del invierno, una madrugada que bajábamos ajorando camino de los pastos.

La luz no había nacido cuando tiré en sentido contrario que mis compañeros, con tanta prisa como decisión y tanta cautela como miedo, ya que de haber sido alcanzado, a estas horas a buen seguro que no lo contaría.

Con veintitrés duros y once reales encima juzgaba que jamás me moriría de hambre, aunque quién sabe si de palos, vergajazos o perdigonada de guardajurado. Lo que ha de pasar en los años que quedan por delante es cosa que sólo Dios lo sabe y a nadie dice.

El mundo es grande, cierto es, aunque no tanto como entonces pensara, pero los cuartos que llevaba encima tampoco iban en bolsa pequeña, sobre todo para entonces.

A los pastores no los volví a ver, ni ganas que tuve en la vida. Les guardo agradecimiento por haberme dado de comer, pero cariño, lo que se dice cariño, jamás llegué a cobrarles.

Tenía entonces un servidor ocho años cumplidos, que es una buena edad para empezar a usar de la razón.