En la guarida de los moribundos

Es miércoles por la mañana, pero, en realidad, podría ser cualquier otro día cutre semana. Corren tiempos intempestivos para todos nosotros, los estudiantes. Vivimos fechas de huelga, tanto da en sector público que en sector privado, enseñanzas superiores que enseñanzas inferiores, alumnos brillantes de rostro barbilampiño que fracasados escolares «ad eternum». En fin, gozamos de tiempo de ocio.

Reunidos en torno a una mesa llena de jarras de cerveza y paquetes de tabaco, intentamos pasar la mañana lo más relajadamente posible. Rostros distendidos de COU en la guarida de los moribundos. Tertulias del descojone. Carne de barrio sin limitaciones.

—¿Cómo creéis que va a acabar todo esto? —pregunta Ricardo, el de la cabeza como una bola de billar, el de los ojos amarillos—. Quiero decir, que esto nos viene de puta madre.

Desde la calle nos llegan gritos de eslóganes del tipo «el que no pita no pasa», «Aragón ye un abión».

—Ju, ju —ríe Juanma con el cigarro en la boca—. Y a ti qué más te da si casi nunca vas a clase.

Si hay algo que adoro en este chico es su sagacidad. El típico seudopunk heredero del post-jipismo que soporta con cierta dignidad su peculiar diarrea mental desde el día en que vino al mundo. Un tipo afable y cariñoso. Le conozco desde hace al menos catorce años.

—Los profesores deben de estar echando pestes —apunta Chema, un rocker de baja estofa. Apenas fuma porros—. No saben qué hacer con nosotros. Y eso está bien. Siempre éramos nosotros los que no sabíamos qué hacer con ellos.

—Sí, les hemos devuelto la pelota. De momento, que se jodan y sigan nuestras reglas —dice Luis, desvaído permanente y manos pajeras.

—Sí ya, pero el problema está en cuánto tiempo van a aguantar los demás —dice Fede—. Porque cualquier día se nos rajan y se acabó el espectáculo.

—Sálvese quien pueda —dice Chema.

—Uno para todos y todos contra todos —dice Juanma.

Giro la cabeza y me encuentro con la mirada escrutadora del dueño del bar, mirada de barbo fuera del agua, interrogante, huidiza. Todavía no hemos roto nada, tranquilo.

Fede apoya sus zapatillas de quince talegos encima de la mesa. Claro que Fede no las llamaría nunca zapatillas, ni deportivas, ni las adidas. Para él son sus pisacacas, y punto. Mercancía no revalorizable, capital paterno imposible de reinvertir en drogas o alcohol.

—Desde luego, vivís como reyes —dice Merche, último fichaje, primer año de COU, medio kilo de maquillaje sobre los ojos. Me gusta resaltar los párpados con una buena dosis de sombra de ojos, nos dijo en una ocasión.

—Ya te irás acostumbrando, va —dice Ricardo—. Porque nosotros tenemos experiencia en esto, ¿verdad, tíos?

Un SÍ unánime, atronador, se eleva hacia el techo. Y es que éste es uno de nuestros escasos puntos en común, el de la indolencia. Aparte se encuentra, por supuesto, el gusto por todo lo que suene a etílico y nicotínico. Y no hay que buscar más. El resto es campo minado, terreno prohibido, que cada cual haga de su vida privada lo que le venga en gana. A nadie le interesa todo eso.

Las jarras se llenan y se vacían. Falta menos de un mes para que se acabe el curso y ya se respira cierta conmoción corporal, ganas de tumbarse boca arriba y mirar las nubes, los aviones, los pajarillos flotantes, el sol, el helicóptero de la pasma, cosas así.

—¿Todavía no sabe nadie quién fue el cachondo que le pinchó las ruedas a la de inglés? —pregunta César con la cabeza apoyada en la palma de la mano.

—Fijo que fueron los del ministerio —dice Luis—, para reventarnos la huelga —echamos a reír.

—Esa lo que necesita es un buen polvo, ju —dice Juanma.

Los ruidos de las bolas del futbolín retumban de pared en pared, casi se pueden sentir en el estómago. Un grupito de tías de segundo está a punto de sentarse en la mesa de al lado, pero al ver a Fede escupiendo en el cenicero, sopesa la situación y decide no hacerlo. Lo siento, chicas.

Roberto, que acaba de aparecer, se apoya en el respaldo de mi silla y comienza a darme la vara. Uno, dos, adelante, atrás. Me vuelvo y le meto una leche, un golpe de amistad, una suave caricia entre elefantes. Se echa la melena a un lado, coge la jarra, tose un poco dentro de ella, de la que salen burbujitas rechonchas, viciosas. Cuando termina, dice:

—Venga, que parecéis unas mariconas veinteañeras, coño.

—«Tenemos» veinte años, colega —dice Chema.

—¿Y somos unas mariconas? —pregunta Juanma.

—El delirio —dice Merche.

—El copón —dice Ricardo.

Alguien trae más jarras. La mesa parece un campo de batalla, un área de pruebas de alta seguridad, un estercolero de pueblo. Apoya un codo y despídete de él, chaval. Ni el Supergén, vamos. Esta especie de barrillo originado por cerveza caída, ceniza diluida, japos surgidos de los más remotos alvéolos pulmonares y otros deshechos corporales como pestañas, sebo, trozos de uña y pelos da lugar a un superpotente compuesto químico de dudosa denominación, pero de incuestionables electos adhesivos.

—¿Y el día que aprobemos el COU qué vamos a hacer, eh? —pregunta Fede—. ¿Qué cojones vamos a hacer?

Difícil pregunta, puede leerse en todas las caras. Instantes de concentración, de búsqueda de respuestas imposibles. Todo un dilema moral.

—Oye, ¿es cierto lo de la reencarnación? —pregunta César—. Porque es una historia cantidad de rara.

—¿Nos montamos una granja de caracoles? —pregunta Chema.

—¿Existieron los aztecas o no? —pregunta Merche.

Y todo continúa con normalidad, sin asperezas, sin reproches intimidatorios.