De vacaciones

Los dos apoyados en la barra de un bar. Calidez ambiental, dos cervezas frías y amarillas y de sabor extraño. Éramos una pareja en un bar; éramos una pareja de vacaciones en un pueblo costero, playero. Estábamos de vacaciones.

Ella me decía: «Es curioso que yo sea mayor que tú. Seis meses tan sólo, lo que no tiene ninguna importancia, aunque tú sí que se la das, y no sé por qué. Son sólo seis meses de diferencia».

Yo asentía con gesto vago, expulsaba humo por la boca, y escuchaba sus palabras y la música de fondo. También observaba a la gente; todos de vacaciones, mariposas en el momento álgido de sus vidas; jóvenes veinteañeros con algo de dinero en sus bolsillos y ganas de pasarlo bien.

Olía a sexo, a crema hidratante. En los rostros, represión de los instintos mediante «una bonita, agradable sonrisa de felicidad y bienestar».

Pero es que yo era seis meses más joven.

Yo abría los ojos y una inmediata conmoción sensorial bloqueaba mi cerebro. Desconocía durante unos segundos el tacto de la sábana; la almohada, dura y blanca; las cortinas, opacas, grises, pesadas; el colchón, donde-se-había-de-des-cansar-y-follar; y la presencia, aquella presencia, «su» presencia. Un estar cerca y lejos a un tiempo. Ruidos desde la calle, desde el pasillo, desde los pulmones. Ajustaba la vista y el oído. Me «hacía cargo de la situación». Ella me había dicho:

—Podíamos irnos de vacaciones a la playa. Cuatro o cinco días. Así estaremos solos, ya sabes, al fin un poco de intimidad. Nos lo pasaremos bien —una sonrisa ligera que me paralizaba.

Yo estiraba el brazo y acariciaba su cara. Ella dormía. Tocar su piel morena, tostada, marrón. Explorar su alma, al fin y al cabo.

Ella me decía: «¿Qué haces? Me has despertado».

Ella había abierto un ojo.

Eran días y noches de reposo y excitación. Siempre a un paso de la «totalidad».

Ella me decía: «Tío, odio las lentejas, de verdad que las odio, y cada dos semanas o así, ahí las tengo, en el plato, con ese asqueroso olor a lentejas. En mi casa, a la única a la que no le gustan las lentejas es a mí, también es casualidad, joder».

Ella me decía después: «Soy la mayor de seis hermanos, y aún así no consigo que dejen de hacer lentejas. ¿A ti te gustan las lentejas?».

Yo la observaba, inquieto, expectante —como si el que a mí me gustaran o no las lentejas fuera un hecho decisivo. Nosotros y las lentejas. Lentejas-y-su-función-en-el-mundo; nosotros y cierto aire conspiratorio.

Ella me decía: «¿Te gustan las lentejas?».

Estábamos en la cama; yo también era el primogénito; a mí «sí» que me gustaban las lentejas.

Ella salía de la ducha y yo inflaba el colchón hinchable. Ella se ponía las bragas y yo leía el periódico. Ella miraba el sol y el cielo y yo encendía un cigarro.

Nuestros movimientos eran lentos, callados, pero el hotel estaba lleno de ruidos que nos ponían alerta.

Ella me decía: «Los italianos son todos igual de ruidosos, unos pesados los guiris estos, ya sabes, siempre tienen que dar la nota».

Ella se maquillaba los ojos y los labios y los pómulos, y me decía:

—Lárgate de aquí, que me pones nerviosa, ya sabes que no me gusta que me mires cuando me pinto, coño, sal de una vez del baño. ¿Quieres irte de una vez, «por favor»?

Dios, cómo alargaba las vocales la jodida…

Nos deslizábamos al atardecer, entre cientos de caras sonrosadas, puestos de venta de zapatillas y gorras, aquellas constantes búsquedas de garitos donde detenernos —tiempo ralentizado, «moribundo»— y beber una cerveza y darnos un beso, un abrazo.

Ella me decía: «Cuando estuve hace un par de años ponían más música española, ahora lo han cambiado».

Yo paladeaba la cerveza, olfateaba el ambiente, movía una pierna, luego la otra.

Estábamos de vacaciones.

Ella me decía: «Lo que yo quiero es ser actriz».

Nos metíamos en el agua; salada; corrientes marinas frías, después cálidas. El pelo mojado, pegado a nuestros rostros, y la fina arena entre nuestros dedos de los pies, en las uñas. El sol brillaba allá a lo lejos, como un guardián, un alfil dispuesto a realizar un quiebro. A menudo, yo notaba una erección —¿la temperatura del agua, el deseo insatisfecho, el roce del bañador?— que me forzaba a «doblarme-en-dos» y buscar su cercanía.

Ella me decía: «Si me detuviera a pensar un momento que aquí debajo hay peces circulando, me moriría de miedo, ya sabes, que se muevan entre las piernas. No es que me den asco, pero me pondría histérica, me daría un ataque de nervios».

Yo le decía que estuviera tranquila, que no había peces, que lo único que podía haber era pañuelos de papel, condones, mocos, compresas, jiñadas, algas.

Ella me decía: «Eres un cabrón. Y un guarro».

Ella se acercaba y me besaba; y la agarraba de la cintura; nos echábamos el pelo hacia atrás —instantes de desorientación. Rituales de pare-ja-de-vacaciones-en-la-playa. Concisos estados de relax. Peticiones «regaladas».

Un estúpido acto como el atarse los cordones de los zapatos se convertía en una odisea. O el aprovechar que ella estuviera en el baño para contemplar su ropa interior; visión global, no eran ya entes separados, individualizados cuando se hallaban cumpliendo su función en el cuerpo, tal era el «objetivo»; diez u once o doce bragas juntas en un cajón configuraban algo que se acercaba peligrosamente a lo que se entiende por «vida-en-común», cada una de un color y una forma distintos. O el apagar la luz a las cinco de la mañana.

Nada era lo mismo.

Ella me decía: «Fumo más aquí que en Zaragoza, no paro de fumar».

Ella me decía: «Ya me jode no poder sacarte una foto en bañador».

Ni una sola de las noches conseguíamos follar en condiciones. Cerebros alcoholizados; embotados, «extenuados»; somnolientos y abotargados, la mitad en la cama y la otra mitad en la taza del váter.

Ella me decía: «Espera un momento, que tengo que ir a “vomitaaar”».

Y salía corriendo y yo encendía un cigarro y pasaba la lengua por mis labios. Y la oía en la lejanía.

Ella me decía: «De pequeña me gustaba disfrazarme, jugaba con mi hermana y nos disfrazábamos las dos, nos poníamos ropas viejas. Todavía me gusta disfrazarme. Cuando me visto de baturra para el Pilar es igual que si me disfrazara, ya sabes, ponerte otra ropa diferente de la que sueles llevar. Otra persona, eres eso, otra persona, aunque claro, no eres “realmente” otra persona. Sí que me gustaba disfrazarme».

Yo me echaba hacia atrás en la silla, encendía o no un cigarro. Comenzaba a vislumbrarse la luna; ella sorbía la horchata a través de la paja de color rojo —«mira, de las que se doblan»—, me había dicho.

Yo echaba en falta la música en la habitación del hotel.

Ella se ponía un vestido y se iba al baño y se miraba en el espejo; volvía y se ponía un collar y me preguntaba; se quitaba el vestido y se ponía una camiseta y una minifalda; dudaba y se quitaba la minifalda y se ponía un pantalón… Acontecimientos que desprendían una falta de «lo-sorprendente». Seriedad en los gestos y en la misma mecánica del estar-seria, desempeñada con un deje de monotonía —¿mohines «circunspectos»?

Ella me decía: «¿Tú qué te vas a poner?».

Ella me decía después: «Dime lo que te vas a poner para así saber yo qué ponerme, porque si vas a salir en plan guarro no me voy a vestir yo como una marquesa, me pongo cualquier camiseta y cualquier falda o pantalón y ya está, no tengo que pensar más».

Estábamos de vacaciones.