Neveras y frigoríficos
Todo sucedió un miércoles por la mañana, tras haberme levantado de la cama. Antes hice lo que todas las mañanas, entrar al lavabo para mear y lavarme la cara. Recuerdo que se me rompió una uña al secarme con la toalla. Debí de habérmelo imaginado entonces.
Cuando entré en la cocina, como comprenderéis, mi sorpresa fue mayúscula. No pasa todos los días el que te encuentres con una tipa en tu cocina. Y, encima, desayunando.
—Buenos días —dijo con una sonrisa.
—Buenos días —contesté. ¿Qué podía hacer si no? Escuché el grifo que acababa de abrir Ricardo en el lavabo—. Perdone, pero ¿quién es usted?
Bebió un trago del café con leche que se había preparado y dijo:
—Soy la técnica de Frimesa. Ya sabes, el frigorífico.
Me acordé de que Ricardo había llamado a no sé qué empresa hacía un par de días para que nos arreglasen la nevera. Me quité el pelo de la cara y la contemplé. Puedo aseguraros que me extrañó que una chica tan guapa y tan joven trabajara reparando neveras. Iba vestida con una camiseta blanca que permitía adivinar un par de buenas tetas, un pantalón vaquero descaradamente ceñido y unas zapatillas deportivas.
—Hola, buenos días.
Acababa de entrar en la escena Ricardo. El muy cerdo, aun sabiendo que había alguien más conmigo en la cocina se presentó con sólo el pantalón del pijama.
—Buenos días, me llamó Marta y soy la que ha venido a arreglar el frigorífico.
Frigorífico. Siempre me ha parecido estúpido decir frigorífico en lugar de nevera. ¿Por qué la gente tiene que complicar tanto las cosas?
—Yo soy Ricardo y ésta es Alicia, mi mujer.
—Ya me lo imaginaba —dijo—. Lo de tu mujer, claro.
—Claro —dije yo.
Marta, la-reparadora-de-frigoríficos, cogió otra tostada del paquete y lo bañó en mermelada de melocotón. Ricardo se sentó a la mesa y se sirvió un café. Yo no sabía qué hacer o decir.
—Bueno, y tú ¿cómo has entrado aquí? —le preguntó Ricardo.
—Cuando fui a llamar al timbre, me di cuenta de que la puerta estaba abierta, así que decidí entrar.
—Cómo, ¿es que nos hemos dejado la puerta de casa abierta toda la noche? —dije. Casi grité—. Y tú, ¿cuánto rato llevas metida en nuestra cocina? —le pregunté ya a grito pelado.
—Hora y media. Por cierto, ya os he arreglado el frigorífico.
El «frigorífico». Me senté y, al mirar hacia abajo, me di cuenta de que llevaba puesto el camisón blanco que me había regalado Ricardo en mi cumpleaños último. ¡El camisón blanco! ¡Un camisón supercorto y transparente! ¡Y no llevaba bragas! ¡Y, encima, no iba depilada! Me levanté lo más rápido que pude, fui al cuarto y me puse lo primero que encontré.
Mientras me vestía me pregunté si habría estado roncando durante la reparación del «frigorífico». Me estaba poniendo nerviosa. Podía escuchar las risas de los dos en la cocina. Me asomé a la ventana y vi que hacía sol y que la gente caminaba preocupada y que las moscas acechaban para entrar en nuestra habitación nada más que abriera una pequeña rendija.