Toses y bostezos
Despertó con pesadez, la cabeza dándole bandazos, al escuchar una serie de sonidos guturales que se iban repitiendo de un modo paulatino. Levantó la cabeza y la vio doblada formando un ángulo de noventa grados, apoyada en el lavabo que había a los pies de la cama. Cada pocos segundos, vomitaba un líquido blanquinoso. El grifo del agua estaba abierto.
Entonces recordó la noche anterior. Llegaron a eso de las doce y medía a lo que en el pueblo denominaban, graciosamente para ellos, «pub». Sin apenas darse cuenta, a punto estuvieron de terminar con las existencias de cerveza y Pasport. Al menos, esa era la impresión que ambos tenían aquel domingo a las nueve de la mañana.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él. Ella escupía y tosía.
—Estoy hecha una mierda —contestó ella—. Creo que me voy a morir de un momento a otro.
Se agarró la cabeza con las dos manos y, después, cerró el grifo. Se asomó a la ventana y escuchó durante unos instantes el sonido de los insectos de afuera. Él, mientras tanto, bostezaba y se frotaba los ojos.
—Me parece que ayer nos pasamos un poco —dijo él.
—Sí, eso me parece a mí también —dijo ella, apenas un hilillo de voz. Se acostó junto a él.
—¿Te encuentras ya bien? —preguntó él—. ¿Lo has soltado todo?
—Creo que sí —contestó pálida—. Vamos a intentar dormir un poco más. A ver si me encuentro mejor dentro de un par de horas.
—Coño, es verdad, que hoy nos vamos. Ya no me acordaba. Joder qué putada.
Fila recostó su cabeza sobre el pecho de él e intentaron conciliar el sueño. En pocos minutos ella se durmió. El sol entraba por la ventana y el aire poseía el olor a hierba fría y húmeda que satura los pulmones.
Los muelles crujían por mínimos que fueran los movimientos de una u otro. Sabía que no iba a conseguir volver a dormirse, así que con mucho cuidado se removió debajo de ella y se levantó. El suelo de madera estaba helado bajo sus pies, por lo que se vistió con rapidez. Era algo a lo que no podría acostumbrarse en la vida, aquello de estar en agosto y pasar frío nada más levantarse de la cama.
Le dolía la cabeza, pero había aprendido a llevar medianamente bien una fuerte resaca. Intenta seguir mi ritmo y después la caga, pensó. En alguna ocasión había leído u oído que debido a una serie de secreciones hormonales en el estómago, los hombres soportaban mejor el alcohol que las mujeres, y, creía recordar, había estado la noche anterior bromeando con ella acerca de eso.
La observó un rato, acurrucada bajo las sábanas y las mantas, el rostro sin maquillar y el pelo despeinado, y sintió que de veras la amaba. Se trataba de una sensación extraña, indefinible, como si ella hubiera pasado a formar parte de él a través de un confuso y complejo proceso. Justo en ese momento ella entreabrió sus ojos.
—¿Vas a salir?
—Sí —contestó él, pero no sabía a qué había contestado que sí.
—Pues me traes algo para tomar.
—¿Para tomar? —preguntó aturdido.
—Sí, algo para beber —dijo ella.
—Ah, ya —dijo él—. ¿Una cerveza?
—No seas idiota. Tráeme un zumo de algo, de lo que sea —dijo ella, y después bostezó.
—¿Naranja, melocotón, piña?
—De melocotón si hay. Y si no, de piña.
—Bien. Ahora duerme un rato —dijo y salió de la habitación.
Ella, una vez sola, relajó su cerebro y sus músculos. Como siga así, cualquier día de estos van a tener que recoger mi estómago del lavabo a pedazos, fue su último pensamiento. Mientras tanto, él salía del hotel y se dirigía al bar.
Encendió un cigarro y, antes de entrar en el bar, permaneció quieto un par de segundos admirándose de lo madrugadora que era la gente cuando estaba de vacaciones. Ni que fueran a llevarse las montañas y el lago de la oficina de turismo, se dijo. Entró, bebió una cerveza y pidió un botellín de zumo de melocotón. Cuando pagó, el camarero le sonrió. Tan sólo llevaban tres días en el pueblo, pero tanto el camarero como él sabían perfectamente, lo que podían esperar el uno del otro.
En silencio, abrió y cerró la puerta de la habitación, con el botellín de zumo en la boca. Contempló fascinado el caos de ropa y calzado y demás objetos que había. Encendió un cigarro.
—¿Ya has vuelto? —preguntó ella semidormida.
Se acercó a ella y le dio un beso en los labios.
—¿Qué tal estás? —preguntó él.
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
—Las diez menos cuarto.
—¿Todavía? —dijo ella, y cambió de posición su cabeza en la almohada. Él se había quitado los zapatos y se había acostado boca arriba en la cama.
—¿Quieres el zumo?
—No, ahora no —contestó ella—, para más tarde.
—Vaya noche la de ayer —dijo él. Expulsaba el humo hacia el techo y sostenía el botellín de zumo con la mano libre, colgándole a un lado de la cama. Por el pasillo oía pasar gente que hablaba y reía.
—¿Cómo es posible que siempre acabemos igual? —preguntó ella. Tosió—. ¿Me lo puedes explicar?
Se giró y la miró a los ojos. Entre sus caras mediaba algo menos de un palmo de distancia, por lo que los dos podían oler sus alientos, pútridos, enfermizos.
—En serio, ¿me lo puedes explicar? —volvió a preguntar con firmeza.
—No sé —contestó él—. A mí me gusta —añadió mientras acercaba el cuello del botellín hacia su boca. Bebió un largo trago de zumo y notó una leve erección en su entrepierna. Pero algo en su interior le dijo que no era aquel, ni con mucho, el momento adecuado para intentar llegar un poco más lejos.