CAPITULO XVIII
REX VERSUS OCKENHURST
Mediante su propia dedicación al trabajo, y obligando a los que le rodeaban a dedicarse con la misma energía a sus funciones, Barber consiguió poner término a las sesiones de Whitsea exactamente el día antes del que debía darse comienzo a las de Eastbury. Se vió obligado, pues, a suspender el feriado del día de viaje, que, según la tradición, debía estar dedicado a la ceremonia de traslado de la corte de justicia de un condado al otro. Según los comentarios de los funcionarios del circuito, esta medida involucraba una violación de la práctica habitual que ni siquiera las exigencias de guerra podían justificar. Ambas ciudades distaban menos de treinta kilómetros la una de la otra, y se hallaban situadas sobre la misma línea de ferrocarril. Por lo tanto, no era una proposición tan descabellada el dar comienzo a las sesiones de Eastbury al día siguiente de haber terminado las de Whitsea. Sin embargo, todos, desde el secretario de justicia hasta el ayudante del actuario, concordaron en que, en principio, el haber suspendido la ceremonia del día de viaje implicaba un ataque contra el propio espíritu de la justicia inglesa. Al escuchar las opiniones expresadas tan firmemente por los oficiales de experiencia, Derek llegó a la conclusión de que ellos tendrían sus buenas razones para sustentar tales teorías, si bien no pretendió tratar de comprenderlas.
Eastbury es una ciudad comercial sin pretensiones, el centro de un condado pequeño y tranquilo. Los casos judiciales que se presentan en él son igualmente de escasa significación. Como Eastbury se halla ubicada al final del circuito, las sesiones de Assizes celebradas allí son una especie de delicado postre que completa el pesado y a menudo indigesto menú que ofrecen Rampleford y Whitsea. Sin embargo, eso de poner fin a un circuito con una ciudad donde jamás ocurre nada sensacional, y donde se sabe de antemano que habrá muy poco trabajo, es cosa poco común a la vez que inconveniente. El circuito sureño se enorgullece de proceder de distinta manera que los demás y, por lo tanto, se ha resistido obstinadamente a efectuar modificaciones en el itinerario trazado.
En esta oportunidad, la lista de casos que debían juzgarse en Eastbury, si bien tan corta como de costumbre, no pecaba de falta de pretensiones. Sólo constaba de tres juicios, de los cuales uno dió origen a tanta expectación y controversia como para prolongar el período de sesiones a un término sin precedentes, de cuatro días, que fueron para los presentes de intenso interés a la vez que de gran incomodidad. La sala del tribunal, como si hubiese sido diseñada para estar en un todo de acuerdo con el volumen de trabajo presentado, era de reducidas dimensiones. El estrado de los jueces, la tribuna del jurado, el banquillo de los acusados y la silla de los testigos estaban apiñados en una pequeñísima habitación de forma cuadrada, en la que los asesores legales se daban de empellones con los procuradores, y los abogados debían realizar verdaderas proezas de acrobacia para no perder sus respectivas ubicaciones en el único rincón desde donde era posible interrogar a un testigo, sin volver la espalda al jurado. En los costados de la sala, aquellos a quienes el deber o el interés obligaba a presenciar las deliberaciones tomaban asiento sobre unos bancos duros y sin respaldo.
En este decorado fué donde durante tres días y medio se juzgó a John Ockenhurst por el asesinato del amante de su esposa. El caso en sí jamás atrajo la atención del público británico. Posiblemente, si las comodidades ofrecidas a los representantes de la prensa hubiesen sido menos exiguas, o si Ockenhurst hubiera ocupado una posición social más elevada, se habría dado gran publicidad al asunto, a pesar de trascurrir en medio de la guerra. No obstante, los vecinos de Eastbury y sus alrededores se interesaron apasionadamente por el caso, y la pequeña sala de audiencias estuvo siempre colmada de público, desde el comienzo hasta el fin. En la aldea donde el acusado trabajaba como herrero, su historia ha sobrevivido al juicio y a su protagonista, y pasarán muchos años antes de que un turista no pueda estar seguro de originar una agria disputa en el bar de la posada donde haya decidido alojarse, con sólo preguntar si fué justo o no que ahorcaran a Ockenhurst.
La historia que relató sir Henry Babbington, K.C., fiscal de la Corona, durante la primera tarde de las sesiones de Assizes, fué simple y melodramática. Sir Henry, que tenía una marcada propensión al melodrama, procedió a narrarla con verismo impresionante. En aquel ámbito reducido podía apreciarse en todo su valor, cada modulación de su voz grave y sonora, y cada uno de los gestos de su rostro expresivo. Cualquiera que al escucharlo pudiese resistir el encantamiento de su palabra, como para observar a Pettigrew, sentado en un rincón, con la peluca torcida que lo llegaba casi hasta la nariz arrugada, debía necesariamente experimentar un sentimiento de conmiseración hacia el hombre que esperaba medirse con tan recio oponente, y defender un caso tan difícil.
Pettigrew tenía, en verdad, motivos para hallarse inquieto. No temía a Babbington, a quien conocía y apreciaba, y cuyas flaquezas explotaba muy a menudo, pero no estaba muy conforme con la línea de defensa que se vería obligado a asumir, sobre todo porque él mismo no tenía plena fe en los argumentos que trataría de probar. "Por lo general", le había dicho un viejo y sarcástico abogado, cuando comenzaba su práctica profesional, "no es del todo malo que un joven crea en la inocencia de su cliente." Pettigrew ya no era tan joven, y consideraba que ésta era una de las ocasiones en las que se habría sentido más contento si hubiese tenido la certeza de que su cliente merecía ser condenado. Mejor juez que muchos, sabía que tenía muy pocas probabilidades de ganar el juicio, y no le agradaba la perspectiva de que pudiesen mandar al cadalso a un inocente.
—Para concluir, señores del jurado —decía Babbington—, la acusación les probará que la víctima de este crimen mantuvo durante mucho tiempo relaciones íntimas con la esposa del acusado; que esta situación era, si no conocida, sospechada por el acusado; que el acusado había amenazado de muerte a la víctima en más de una ocasión; y que durante la noche en cuestión la víctima fué encontrada a la puerta posterior de la casa del acusado, con una puñalada en la espalda, siendo el arma homicida una cuchilla fabricada por el acusado en su propio taller. Ustedes escucharán los testimonios, que no necesito entrar ahora a recapitular, sobre los ruidos y voces que oyeron los vecinos el día del crimen. Deberán considerar y pesar cuidadosamente las declaraciones hechas por el acusado a los oficiales de policía encargados de la investigación del crimen; declaraciones que, por otra parte, debo señalarles, son a la vez ambiguas y contradictorias. Después de analizar todos los aspectos posibles, a ustedes les corresponderá determinar si la acusación que pesa sobre este sujeto corresponde o no. Son ustedes los llamados a decidir la culpabilidad del reo. Y ahora, con el permiso de mi ilustre colega, pasaré a llamar a los testigos.
—Me parece —interrumpió Barber, luego de echar una ojeada al reloj— que éste es el momento oportuno para levantar la sesión.
—Como guste su señoría.
Pettigrew no esperaba otra cosa, pero no pudo evitar el mascullar un juramento, mientras el juez explicaba al jurado que, aunque por el sistema implantado durante la época de guerra se les permitía regresar a sus hogares en el trascurso del juicio, se hallaban obligados, bajo palabra de honor, a no discutir el caso con nadie. Barber sabía mejor que ninguno el efecto anodino que producía en los miembros del jurado el llamado a prestar declaración a los dos o tres testigos de forma que siempre eran los primeros en cuanto llegaba a término el discurso de apertura del fiscal, y también no ignoraba que al discutir cuestiones de hecho con planos y fotografías, la atmósfera emocional creada por las frases rimbombantes de Babbington perdería inmediatamente consistencia y poder de convicción. Si papá William hubiese accedido a prolongar la sesión durante veinte minutos más, los miembros del jurado se habrían marchado con la sensación de haber llegado a un anticlímax, además de tener la seguridad de que el caso que debían juzgar, aunque se tratase de una cuestión de vida o muerte, no se diferenciaba mayormente de la misma existencia humana, y era tan monótono y pesado como ella. En cambio, ahora, gracias a la orden de levantar la sesión, se marcharían con el eco de esa hermosa voz en sus oídos y regresarían al día siguiente con una idea formada sobre el asunto, que podría llevarlos, quizás, a tomar una decisión irrevocable.
— ¡Como si tú no lo supieras, viejo bruto! —murmuró Pettigrew, al tiempo que saludaba respetuosamente a Barber, que ya hacía abandono de la sala. Sin embargo, su observación era injusta, ya que el juez sólo pensaba en que era hora de tomar el té.
Todo aquel que desee informarse ampliamente sobre el caso Rex v. Ockenhurst encontrará una detallada reseña al respecto en los archivos de la Eastbury Gazette and Advertiser, donde se registraron al pie de la letra todas las declaraciones formuladas durante el juicio. Baste señalar que los testimonios ofrecidos por la Corona confirmaron las afirmaciones hechas por sir Henry en su discurso de apertura, así como muchas otras premisas a las que apenas hizo referencia o dejó totalmente de considerar, ya que sabía el valor que puede tener, muchas veces, una velada alusión. El joven Fred Palmer, a quien Alice Ockenhurst había entregado su amor, cansada de soportar los malos tratos e infidelidades de su esposo, había muerto asesinado. El arma utilizada era un tanto extraña, pues se trataba de la hoja de un viejo cuchillo, hábilmente insertada en un mango de hierro, que la convertía en una verdadera daga. Por otra parte, no cabía la menor duda de que el propio Ockenhurst la había armado en su fragua. Se ofrecieron también testigos que declararon haber escuchado la agria disputa sostenida por el acusado y su esposa durante la tarde anterior a la muerte de Palmer. Aterrorizada por las amenazas de su marido, Alice huyó de la casa, y durante su ausencia, llegó Palmer convencido de que a esa hora Ockenhurst se hallaría, como de costumbre, en la cantina, pero en lugar de su amante encontró al marido, loco de celos y armado con la daga de fabricación casera.
— ¿Sabe usted —había manifestado Pettigrew al procurador que le presentó el asunto— que mi impresión es que las cosas no han ocurrido así? Sé que nuestro cliente goza de mala reputación, pero a pesar de todo no lo creo capaz de matar a nadie. Sin embargo, ¿para qué quiere un herrero, un estilete como los que usan los matones italianos? ¿Por qué no ultimó a su víctima con uno de sus martillos u otra de las herramientas que utiliza en su oficio?
—Sí —repuso el interpelado—, reconozco que es extraño; pero no podemos olvidar que fué él quien fabricó la daga, y en cuanto a la explicación que nos ha dado al respecto, es bastante inverosímil.
—Tan inverosímil, por cierto —replicó Pettigrew—, que me siento inclinado a aceptarla. Dice que vió una daga en la vidriera de una tienda de antigüedades, al precio de diez libras, y como se encontraba falto de dinero, ya que tenía poco trabajo en la fragua, pensó hacer un arma parecida, para luego venderla como una auténtica antigüedad. ¡Eso es justamente lo que iría a ocurrírsele a un imbécil como él! Pero, ¿qué opinará el jurado al respecto?
—Por lo que sé sobre los jurados elegidos en este condado —comentó el abogado—, me temo que todo lo que dirán, será: Si Jack Ockenhurst no mató a Fred Palmer con ese cuchillo, entonces ¿quién fué?
Cuando Alice Ockenhurst, pálida, hermosa e inesperadamente distinguida en apariencia finalizó su testimonio, Pettigrew consideró llegado el momento de encontrar una respuesta al interrogante que nadie se había atrevido a formular. Dicha respuesta surgió de las repreguntas suaves, aunque insistentes, con que acosó a la testigo, y dió lugar al momento más sensacional del juicio. Al principio, no se veía muy claro adonde quería llegar el abogado defensor. El jurado se mostró perplejo, que era, evidentemente lo que Pettigrew deseaba. A medida que avanzaba el interrogatorio, descubrieron que Mrs. Ockenhurst no era tan inocente como la había descrito el fiscal. Había tratado con rudeza y acritud a su marido, y quizás también a Fred Palmer. Lo que quería sugerir el defensor era que Alice Ockenhurst era una mujer liviana, que había jugado con los sentimientos de Fred Palmer y deseaba verse libre de él lo más pronto posible, para poder dedicarse libremente a un tercer individuo, objeto de sus amores. Si esas implicaciones eran ciertas, debía considerarse el asunto de muy distinta manera. Sin embargo...
— ¿Pretende usted sugerir, Mr. Pettigrew —lo interrumpió bruscamente su señoría—, que la testigo asesinó a la víctima?
Desde el punto de vista.de la defensa, ésta era la peor pregunta que podía hacer el juez, en el peor momento del juicio y con el peor tono de voz. Las palabras de Barber lograron desbaratar el plan de campaña que Pettigrew había trazado con tanto esmero, y que había empezado a poner en ejecución con tan eximia habilidad. Pettigrew se había propuesto infiltrar poco a poco, en la mente de los jurados, una sospecha que podía llevarlos a dudar de la culpabilidad de su cliente. Más tarde o más temprano, se habría visto obligado a acusar abiertamente a la esposa del reo, pero no hasta que su supuesta compostura hubiese cedido ante sus innumerables ataques, y su reputación se hubiera visto debilitada por una cantidad de forzosas admisiones sobre asuntos de importancia secundaria. En ese momento, el jurado estaría preparado para creer lo peor acerca de una mujer cuya liviandad quedaría perfectamente demostrada; pero en los comienzos de su interrogatorio, la abierta acusación denunciada en forma brusca por el juez, asustaba y escandalizaba a los miembros del jurado.
—Señoría —repuso Pettigrew, con toda la calma que logró mantener—, no es a mí a quien corresponde sugerir quién cometió el delito. Todo lo que pretendo es señalar, en el momento oportuno, que la acusación carece de pruebas suficientes para convencer al jurado de la culpabilidad del acusado. Tengo el derecho de hacer estas preguntas a la testigo con el fin de llevar al jurado a dicha conclusión.
—Sin duda —replicó el barbero, con sequedad—, pero algunas de las sugestiones hechas a esta testigo conducen, en mi opinión por lo menos, a un único resultado. Para hacerle justicia, aunque sólo sea a ella considero que usted, señor letrado, debería expresar sus pensamientos con mayor claridad. Sin embargo, si no quiere preguntárselo directamente, lo haré yo por usted. Mrs. Ockenhurst —agregó, dirigiéndose a la testigo—: ¿se declara usted culpable de la muerte de Fred Palmer?
—No, excelencia.
—Muy bien. Prosiga, Mr. Pettigrew.
Y Mr. Pettigrew, consciente de su derrota y humillación, no tuvo otra alternativa que continuar con el interrogatorio.
El arte de las repreguntas es eminentemente el arte de saber regular el tiempo con exactitud. La pregunta que puede dar lugar a una reacción inesperada, siempre que sea realizada en el momento oportuno, carece de valor si se la hace cuando no corresponde; y eso fué lo que ocurrió. Por otra parte, la intromisión del juez puso sobre aviso a la testigo de lo que venía a continuación, y le permitió prepararse para el golpe, de manera que al producirse éste lo enfrentó con mesurado aplomo.
Ése fué el punto crucial del juicio, y como tal lo reconocieron Pettigrew y Babbington en una conversación posterior que mantuvieron sobre el caso. La batalla librada por los letrados fué ardua hasta el fin, pero los miembros del jurado no olvidaron, y Barber en su alocución final no les permitió olvidar, la impresión de que la defensa se había permitido hacer una acusación infundada contra una mujer injustamente agraviada e, incidentalmente, muy hermosa.
Después del testimonio de su esposa, lo que mayormente contribuyó a condenar a Ockenhurst fueron sus propias declaraciones. Ella había sido una excelente testigo. Él, en cambio, feo, tosco, torpe y evidentemente falto de sinceridad, era terrible. Sin embargo, al llegar a las últimas etapas del juicio, la decisión del jurado aún no estaba tomada. La alocución final de Babbington fué una obra maestra. Sus afirmaciones fueron bien razonadas, convincentes y justas. Sólo en los párrafos finales evidenció abiertamente su tendencia a dramatizar las cosas. Había demasiado calor en sus palabras y demasiada energía en sus ademanes, que estaban un tanto fuera de lugar en un fiscal de la Corona. No obstante, Babbington no tenía la culpa; era imposible que actuara de otra manera. A pesar de sus buenas intenciones al empezar, en cuanto promediaba su discurso se posesionaba de él el viejo demonio del teatro y, una vez más, se trasformaba en el Babbington de Magdalen, presidente de la O.U.D.S., destinado, según la opinión pública, a lograr una exitosa carrera en las tablas.
Pettigrew, que tomaba unos apuntes indescifrables en un papel que tenía frente a sí, dudaba entre si debía dar comienzo a su alocución con el exordio que en una acción por calumnias había merecido la calurosa aprobación de Babbington:
Al igual que en el teatro, los ojos de los hombres, luego que un actor famoso abandona la escena, apenas si reparan en el que le sigue...
Miró al jurado y decidió suprimir la referencia shakespeariana. Lo tacharían de petulante, y en ese momento debía evitar todo comentario adverso. La verdad era que el caso no ofrecía muchas probabilidades de éxito. Era absurdo que, a su edad, se pusiese nervioso por el resultado del juicio que debía defender, pero en esta ocasión determinada no podía dominar su creciente inquietud. Deseó no hallarse tan desesperadamente interesado en sacar libre a su cliente y, al mismo tiempo, no podía desechar la certidumbre de hallarse en una situación de inferioridad con respecto a la parte contraria, ya que eran tres los oponentes que debía enfrentar: Babbington, que ahora se enjugaba la frente luego de su dinámica perorata; el acusado, con su cara de villano, que era su peor enemigo, y el barbero, sentado con aire altivo en su tribuna.
Procedió sabiamente y no intentó sobrepasar a Babbington en cuanto a elocuencia se refiere. Pettigrew sabía que la cantidad de retórica que un auditorio cualquiera es capaz de absorber en una ocasión determinada es limitada, y el grupo de individuos que colmaba la sala de audiencia estaba fatigado, no sólo por el torrente de palabras que se había visto obligado a soportar, sino también por el aire viciado que debió respirar durante los últimos tres días. Si hubiera decidido hacer un llamamiento a los sentimientos del jurado, éste se habría aprestado a escucharlo en una especie de trance hipnótico, del que finalmente hubiese emergido convencido de las habilidades lingüísticas del letrado defensor aunque sin tener la menor idea de lo que había querido decir. Muchos abogados han adquirido la fama y reputación de que gozan merced a discursos de esta naturaleza, pronunciados en circunstancias similares, pero es sorprendente el número de acusados en cuya defensa e interés fueron hechas dichas alocuciones que recibieron sentencias condenatorias. Por esa razón, en esta oportunidad los papeles de acusador y defensor se invirtieron. Pettigrew habló con tono seco y sin evidenciar emoción alguna, y pronto comprendió que su plan comenzaba a dar el resultado buscado. Los miembros del jurado, que al principio se sintieron defraudados al ver que la defensa no les ofrecería otro magnífico discurso como el del fiscal, comenzaron a enderezarse en el asiento y a prestar atención a sus palabras. Ante su propia sorpresa, comprendieron que habían empezado a reflexionar; y poco a poco, con frases sencillas y naturales, Pettigrew hilvanó los hechos en forma tal como para llevarlos a considerar el problema desde el punto de vista que a él más le convenía.
En ese momento se produjo el desastre, pero encubierto bajo un disfraz tan trivial y poco heroico que, probablemente, no fueron más de media docena de personas las que lo reconocieron como tal. Pettigrew discutía, a la sazón, los testimonios presentados sobre las supuestas amenazas que el acusado había hecho a la víctima, y pasó a considerar, una tras otra, las diferentes declaraciones, en forma tal como para implicar que se trataba, en cada caso, de palabras dichas al azar, recogidas por testigos pocos dignos de crédito.
—Llegamos así —señaló— al testimonio de Mr. Greetham. Declaró, según ustedes recordarán, que encontró al acusado en la calle, a la puerta de su taller, el lunes anterior a la noche del crimen, y...
—Martes —interpuso Barber, de pronto—. Fué el lunes cuando Mr. Rodwell vió el cuchillo. El testimonio de Mr. Greetham corresponde al martes, o sea al día siguiente.
—Agradezco a su señoría la enmienda —expresó Pettigrew, un tanto irritado por la interrupción—. Señores del jurado, ustedes recordarán el incidente a que me refiero. Ya sea el lunes o el martes, no tiene importancia, pero Mr. Greetham...
—Muy por el contrario —insistió Barber—, tiene importancia. En un caso de la gravedad de éste, es fundamental el ser exacto en todo lo que se dice. Aquí tengo anotado claramente el martes. Sir Henry, ¿recuerda usted qué día era?
Sir Henry lo lamentaba muchísimo, pero no lo recordaba y así se lo manifestó a su señoría.
—En mis notas dice martes —repitió el barbero—, aunque puedo haberme equivocado, pero...
En ese momento, el propio Mr. Greetham se puso de pie en la oscuridad, al final de la sala, para hacer una observación, pero los chistidos de los presentes lo obligaron a callar.
—Excelencia —comenzó Pettigrew—, ya fuese lunes o martes...
—Creo que lo mejor será que determinemos qué día era según la declaración hecha por el testigo, ya que, al parecer, no podemos ponernos de acuerdo. Señor taquígrafo, ¿tendría usted la amabilidad de leernos las palabras exactas de Mr. Greetham?
Siguió un silencio embarazoso, mientras el interpelado luchaba con una masa de papeles revueltos, hasta que luego de varios intentos fracasados, consiguió encontrar lo que buscaba.
—"Era un lunes o un martes, no estoy muy seguro, pero creo que era un martes" —leyó con su voz aflautada de acento cockney.
— ¡Ah! "Creo que era un martes". Gracias, señor taquígrafo. Prosiga Mr. Pettigrew.
El incidente duró apenas dos o tres minutos, que fueron suficientes para romper la ilación del discurso que se hallaba pronunciando Pettigrew, y lo que era peor aún, consiguió quebrar el invisible lazo que lo unía al auditorio. La relación de interdependencia que tan hábilmente había construido se disipó por completo, y ahora debía recomenzar la tarea. Todo le hubiese resultado menos penoso si no hubiera estado tan nervioso y deseoso de no dar un paso en falso a lo largo del camino que debía recorrer. El hecho de que la interrupción fuese tan trivial e innecesaria contribuía a aumentar su irritación, y el que proviniese de Barber, lo sacaba de quicio. En muchas ocasiones, en el ejercicio de su carrera profesional, se había visto obligado a comparecer ante jueces que no podían dejar de hablar. Las palabras fluían de sus labios incesantemente, ya fuese en medio del discurso de la defensa, en un juicio al que podía llegarse a la pena capital, como en ocasiones de menor enjundia. Con ellos, había aprendido a hacer concesiones y disculpar las flaquezas humanas, a la vez que a soportar con ecuanimidad la carga que pesaba sobre los hombros de todos los mortales. Pero papá William no era un juez muy locuaz. Durante el desarrollo de ese juicio en particular, apenas si había despegado los labios, y las pocas veces que había hablado, sus observaciones iban dirigidas al fondo de la cuestión. Por lo tanto, esa incursión provocativa y sin sentido debía tener como único objeto el interrumpir deliberadamente a Pettigrew en su disertación.
Consecuentemente, Pettigrew se hallaba visiblemente alterado cuando se le permitió proseguir con su alocución, una vez que la cuestión sobre el testimonio de Mr. Greetham quedó aclarada. Por otra parte, un hombre irritado no es capaz de pronunciar un discurso efectivo. Como ya había incurrido en un error de detalle, trató en todas las formas posibles de evitar una nueva equivocación, y el resultado fué que volvió a confundirse en cuestiones insignificantes, que el juez se encargó de corregir solemnemente en cada oportunidad. Comprendió que el jurado comenzaba a perder interés en sus palabras. Hasta le parecía palpar cómo sus mentes se alejaban de él, a medida que avanzaba el reloj. Si hubiese estado dotado de una capacidad oratoria similar a la de Babbington, quizás aún hubiera podido ganar la partida con unas cuantas frases rimbombantes, pero no estaba en su naturaleza el poder hacerlo. Ofreció al jurado todo lo que tenía: sinceridad, un lenguaje claro y un relato bien hilvanado. Trató de defender a su cliente en la mejor forma posible, pero cuando finalizó su discurso y tomó asiento, se sentía descorazonado y fuera de lugar.
El resumen del juicio hecho por Barber fué magnífico. Al leerlo y releerlo posteriormente, con el fin de encontrar algún detalle que le permitiera apelar, Pettigrew se vió forzado a admitir que, desde el punto de vista técnico, era perfecto. Sin embargo, los que lo habían escuchado, recibieron la impresión de que el discurso del juez implicaba una fuerte recomendación al jurado para que condenase al acusado, si bien las palabras registradas por el taquígrafo no hacían ninguna referencia directa, y la sugestión emanaba tan sólo de las sutiles inflexiones de voz, las pausas significativas y miradas expresivas con que salpicaba su relato.
Quizás el momento más peligroso para la defensa se produjo al llegar la alocución a su término. El barbero había reservado para el final la teoría sugerida por Pettigrew de que la esposa del acusado podía ser, en realidad, la culpable del asesinato. Se refirió a ese punto con frases claras y flemáticas que, al ser leídas posteriormente, parecían indiferentes y académicas, pero en el momento en que fueron pronunciadas el tono desdeñoso de la voz empleada por el juez no dejaba lugar a dudas de la opinión que le merecía la sugestión de Pettigrew, así como lo que quería insinuar al jurado. Por último, con el único ademán dramático que se permitió realizar durante el curso de sus consideraciones, tomó del escritorio la daga de fabricación casera que había ocupado un lugar tan prominente en el juicio, y la mostró al jurado.
—Se ha sostenido —añadió con voz ronca, al tiempo que blandía el arma homicida con su hoja herrumbrada por la sangre del pobre Fred Palmer—, se ha sostenido que éste no es el tipo de arma que utilizaría un herrero que quisiera cometer un crimen. Son ustedes, doce hombres y mujeres razonables que pueden juzgar por sí mismos, si éste es un argumento lógico o no. Lo que sí saben a ciencia cierta, porque así lo han probado los testimonios ofrecidos y la defensa no ha intentado negarlo, es que éste es el tipo de arma que puede fabricar un herrero y que este herrero, en particular, fué quien la preparó en su taller. ¿Con qué fin? Han oído la explicación del acusado, y son ustedes los que deben determinar si les parece satisfactoria. Además, pueden preguntarse si ése es el tipo de arma que utilizaría Mrs. Ockenhurst, a quien tuvieron ocasión de escuchar en el banquillo de los testigos, y también si consideran que ella es una mujer capaz de usar un arma cualquiera. Se trata de un asunto que deben decidir ustedes, pero si están de acuerdo en que los testimonios presentados por la acusación señalan al reo como responsable de la muerte de la víctima, no creo que asignarán mayor importancia al hecho de que el medio elegido para llevar a cabo su propósito criminal, en lugar de ser uno de los ciento uno que tenía al alcance de su mano, haya sido... éste.
Al terminar su discurso, dejó caer ruidosamente la daga sobre el escritorio.
Agregó unas pocas palabras más para completar el resumen de los hechos, y el jurado se retiró a deliberar.
Tres cuartos de hora más tarde, todo había acabado. El público que llenaba la sala se marchó, y los miembros del jurado se dirigieron a sus hogares, en tanto que el acusado era encerrado en su celda. El secretario del condado discutía las costas del juicio, mientras los testigos aguardaban impacientes a que finalizara la disputa, para que el tesorero pudiera hacerles efectivos los gastos realizados. Babbington y su auxiliar conversaban sobre el caso en el cuarto de vestir, en tanto que su señoría bebía la taza de té que Greene le había preparado, en la habitación reservada para los jueces y que se hallaba ubicada detrás del estrado. En la sala, los oficiales de policía se ocupaban de poner a buen recaudo los documentos de prueba presentados en el juicio.
—Con esto acabamos —observó alegremente un sargento, al tiempo que guardaba un chaleco ensangrentado en una abultada valija—. Tenemos todo, menos la prueba número cuatro. Tom, ¿la has visto por algún lado?
— ¿Qué es el número cuatro, sargento? —preguntó su ayudante.
—Pero, si es el maldito cuchillo que dió origen a toda la cuestión. ¿Dónde está?
—Supongo que en el escritorio del juez. La última vez que lo vi, su señoría lo esgrimía ante el jurado. Echaré un vistazo.
No obstante, en el escritorio del juez no había nada más que unos papeles rotos.
—Quizá se mezcló con sus libros y demás pertenencias —sugirió el sargento—. Pregúntale a su secretario si lo ha visto.
Mandaron llamar a Beamish, que compareció malhumorado.
—Todo lo que coloqué en el escritorio de su señoría fué lo que posteriormente me llevé —repuso irritado—. No es a mí a quien corresponde ocuparse de que la policía cumpla con sus deberes específicos. Puedo asegurarles que no tenemos ningún documento de prueba, y que su señoría no se ha llevado ninguno en sus bolsillos. Traten de encontrar el cuchillo ustedes. Me voy para casa.
— ¡Qué raro! —comentó el sargento risueño, una vez que Beamish se hubo retirado—. Hubiera jurado que el juez fué el último que lo tocó. No es que me importe su desaparición, pero supongo que debemos informar al jefe de lo ocurrido. Tal vez le gustó a sir Henry.
Sin embargo, al abandonar el tribunal, interrogaron al fiscal al respecto, pero tampoco llegaron a averiguar nada en concreto, aunque sus respuestas fueron más corteses que las de Beamish.
—Ahora que me acuerdo... —observó Tom—, me pareció oír al procurador de Mr. Pettigrew que le preguntaba si le gustaría guardarlo como recuerdo.
— ¡Eso es!—concordó el sargento—. Vi que se acercaba al estrado cuando el juez abandonó la sala, luego del resumen final de los hechos. Se lo preguntaré para estar seguro.
No obstante, no pudieron encontrar a Pettigrew. Se había marchado tan pronto el jurado emitió su veredicto, y las indagaciones posteriores demostraron que también se había alejado de la ciudad.
—Bueno, qué le vamos a hacer —comentó el sargento, con resignación—; lo importante es que el cuchillo ha desaparecido. Pero no vale la pena que nos preocupemos por ello, ya que no creo que nadie vaya a interrogarnos al respecto.
Los acontecimientos subsiguientes probaron que su profecía estaba equivocada.