CAPITULO X
TÉ Y TEORÍA
— ¿Quiere tomar el té conmigo, mañana? —preguntó de pronto Hilda a Derek, antes de despedirse en la estación.
Derek comprendió que se trataba de algo más que una mera invitación. ¿Acaso era una orden? No, exactamente. ¿Una súplica, entonces? Quizás una combinación de las dos. Sea lo que fuere, y sin saber a ciencia cierta la causa que lo movía, aceptó, sencillamente porque le parecía que no podía negarse. En realidad, no era eso lo que deseaba hacer. Había pensado visitar a su madre en Hampshire, esa misma tarde, y no lo seducía la perspectiva de tener que interrumpir sus cortas vacaciones. Sin embargo, cuando una dama del calibre de lady Barber mira a un joven fijamente a los ojos (aunque tenga un solo ojo disponible) y le hace una proposición, se necesita ser muy decidido para poder rehusar la hospitalidad ofrecida.
No obstante, tal como resultaron las cosas, al día siguiente Derek se sintió muy feliz de tener una excusa que le permitiera regresar a Londres. Mientras estuvo de viaje había olvidado hasta cierto punto la abrumadora sensación de inutilidad que pesaba sobre su espíritu, desde que un médico del ejército le había dicho sin embargo que no se hallaba en condiciones de servir a su patria bajo las armas. De vuelta en su hogar, esa perniciosa idea comenzó nuevamente a martillarle el cerebro. Todos sus amigos se habían marchado, asignados a los distintos cargos de guerra. Su propia madre se pasaba el día entero en un centro de personal civil, y su trabajo consistía en permanecer sentada, pacientemente, junto al teléfono, a la espera de que la oficina correspondiente la advirtiera de la posibilidad de un ataque aéreo, que jamás se producía; pero lo importante era que carecía de tiempo suficiente para dedicarse a su hijo. Además, los dos dormitorios sobrantes que había en la casa se hallaban ocupados ahora por un par de madres londinenses con sus respectivos niños de corta edad, que no le permitían descansar como pensaba y le resultaban intolerables. Estaba acostumbrado a la vida regalada que suele tener un único hijo de madre viuda, y el contraste era doloroso.
Derek pasó la tarde dedicado a escribir una carta a una persona que quizá pudiera encontrarle un trabajo adecuado en las filas del personal civil temporario, y llenó un formulario para su presentación en la desoladora institución denominada Registro Central del Ministerio de Trabajo. Al día siguiente tomó el tren para Londres, más temprano de lo necesario.
Hilda lo había citado en su club. Derek se dirigió hacia allí, con la idea de que encontraría a varias personas invitadas como él para tomar el té en compañía de lady Barber. Sin embargo, su anfitriona se hallaba sola, y lo aguardaba en una salita que al parecer había solicitado para su uso exclusivo, ya que en una o dos ocasiones entraron otros socios e inmediatamente se retiraron en puntas de pie, a la vez que murmuraban algunas frases de disculpa. Hilda lo saludó con su habitual cordialidad, a la par que hacía sonar la campanilla para pedir el té. Mientras tanto charlaba animadamente, pero sin un propósito definido y se perdía en comentarios insustanciales. Derek comenzó a preguntarse si el aislamiento en que se encontraban se debía únicamente a la desfiguración de su rostro, a lo que la dama hizo varias alusiones divertidas. En cuanto les sirvieron el té, y la camarera se hubo retirado, cambió el tono de voz y adquirió un aspecto casi solemne.
—Le pedí que viniera hasta aquí —declaró con seriedad— porque quería hablarle sin ser molestada.
No dijo por quién temía el ser importunada, pero era obvio que se refería a su esposo, y sus palabras subsiguientes demostraron el rumbo que habían tomado sus pensamientos.
—Derek —agregó con tono sombrío—, esto es serio, y lo peor es que William no se da cuenta de la gravedad del asunto.
Derek se impresionó tanto al oírla dirigirse a él por su nombre de pila, que no prestó mayor atención a sus palabras, y durante unos segundos miró a lady Barber con una expresión estúpida. Hilda advirtió inmediatamente su falta de interés y pareció darse cuenta del motivo que la provocaba, porque enrojeció suavemente y frunció el entrecejo, en su intento por concentrarse en el tema que la preocupaba.
—No asigna —agregó— (y jamás lo ha hecho), ninguna importancia a su seguridad personal. Por esa razón, siempre ha evidenciado un descuido casi infantil en cuanto a sus propios asuntos se refiere. Usted mismo ya ha podido comprobarlo, y le aseguro que es una gran responsabilidad para usted.
Derek se acomodó lo mejor que pudo en la silla, bajo la mirada penetrante de su interlocutora. Hasta ese momento, nadie le había señalado que el cargo de actuario de un juez involucraba una responsabilidad especial, aparte de usar un sombrero de copa y servir el té, y le fué difícil ajustar la mente a esa idea.
Hilda, como era habitual en ella, pareció adivinar sus pensamientos.
— ¿Sabe cuál era originariamente la tarea que le correspondía al actuario?—le preguntó—; pues el ser el guardaespaldas de su superior. Antiguamente, debía dormir a la puerta de la habitación destinada al juez para protegerlo contra cualquier ataque.
Derek repuso que no hubiese pasado peores noches en Wimblingham, si hubiera seguido la vieja costumbre, pero su ligero comentario no fué bien recibido.
—Un guardaespaldas —repitió lady Barber—, eso es lo que necesita mi esposo, y eso es lo que usted y yo trataremos de proporcionarle durante todo el circuito.
—Entonces, ¿cree usted realmente que su vida corre peligro?—inquirió Derek—.
—No me cabe la menor duda —repuso Hilda— ¿Acaso hay alguien que opine lo contrario? No se trata solamente de que desde el comienzo de este circuito hayan ocurrido acontecimientos extraños, sino de que cada vez parecen revestir mayor gravedad. Vayamos por partes. Primero, tenemos un anónimo; después, el accidente automovilístico...
—Bueno —interpuso Derek—, supongo que no irá usted a decirme que ese asunto tiene algo que ver con los incidentes restantes.
—...seguido de otro anónimo —prosiguió Hilda, triunfante—. Eso quiere decir que el individuo que planeó los sucesivos ataques está informado del accidente y se propone utilizar sus conocimientos en su propio beneficio. En cuanto al accidente en sí..., aún no estoy muy segura de que no haya sido provocado. Tal vez piense usted que es absurdo de mi parte, pero tengo la impresión de que todos estos hechos se hallan conectados en alguna forma entre sí, y eso significa que debemos vérnosla con un sujeto peligroso. Luego nos envían los bombones envenenados, y finalmente me atacaron a mí directamente, si bien era otra su intención. ¿Qué nos espera ahora? Porque tengo la certeza de que algo irá a producirse, y debemos estar alerta para recibir el golpe.
—Cuente con mi decidido apoyo —manifestó Derek—; la ayudaré en todo lo que sea posible, si bien suponía que nadie podía estar tan bien custodiado como un juez que actuaba en la Corte de Assizes. Por otra parte, ¿no le corresponde a la policía velar por su seguridad?
Hilda se sonrió.
—No me he olvidado de ellos —replicó—. Tal vez se pregunte usted cómo me atreví a salir hoy, en lugar de permanecer en casa a su lado para vigilarlo mientras estemos en Londres. Bueno, la respuesta es que Scotland Yard nos ha enviado a uno de sus hombres con ropas de civil para que lo acompañe constantemente. Con seguridad que ahora lo está esperando a la puerta del Athenæum. William no sabe nada al respecto, pues fui yo quien tomó las disposiciones necesarias. Conozco a uno de los comisarios auxiliares. ¡Ahora que recuerdo...!—echó un vistazo al reloj—. Estoy esperando a alguien que quiero presentarle. Ya debería estar aquí, pero entretanto —se interrumpió, para ofrecerle una de sus más encantadoras sonrisas—, ¿está dispuesto a ayudarme, Derek? La seguridad de que puedo contar con usted significa mucho para mí.
Sin saber cómo, Derek descubrió que tenía la mano de Hilda entre las suyas.
—Puede disponer de mí como mejor le parezca..., Hilda —repuso con una voz que se había tornado repentinamente ronca.
El corto momento de emoción se esfumó tan rápidamente como había nacido. Unos instantes después lady Barber se recostaba sobre el respaldo del asiento para señalarle con tono impersonal cuáles eran las precauciones que deberían tomar para velar por la seguridad del juez durante el resto del circuito.
—No sabemos de dónde provendrá el próximo ataque —observó—; y después de lo sucedido en Wimblingham, me temo que debemos estar preparados para cualquier cosa. Lo único que podemos hacer es mantenerlo bajo nuestra vigilancia constante, día y noche. Sería conveniente el que nos turnáramos como si fuésemos centinelas, y no hay motivo para que, si lo hacemos bien, él mismo se entere de que sucede algo fuera de lo común. Quizá todo esto le parezca un absurdo.
Derek protestó de que no era así.
—Muy bien. Trataré de trazar un plan desde hoy hasta el lunes y...
Alguien golpeó a la puerta, y entró una sirvienta.
—Hay un caballero que desea ver a la señora —indicó la mujer, en tanto aparecía detrás de ella un hombre alto y grueso.
El recién llegado permaneció silencioso en medio de la salita, y su corpulenta figura hacía parecer aún más pequeña la reducida habitación. No emitió sonido alguno hasta tanto la sirvienta se hubo retirado con las tazas y platos utilizados. Al cerrarse la puerta tras de ella, se presentó con voz queda:
—Soy el detective inspector Mallett, de la policía metropolitana.
A invitación de Hilda, corrió una silla hacia adelante y tomó asiento. Derek advirtió que a pesar de su corpulencia sus movimientos eran tan ágiles como los de un gato. Un momento después se encontró enfrentado por un par de ojos grises, muy brillantes, y un rostro grande y colorado, de expresión afable que contrastaba con el bigote militar, puntiagudo y feroz que ornaba su labio superior. Fué un rápido escrutinio, realizado en términos amistosos, aunque igualmente apreciativos, y cuando el examen hubo llegado a su fin Derek experimentó la sensación de haber sido investigado, registrado y descrito a fondo, además de haber sido pasado al archivo en previsión de futuros acontecimientos. Eran muchos los que tenían motivos para recordar y temer esa mirada rápida y resuelta.
— ¿Ha tomado ya el té, inspector? —preguntó Hilda.
—Sí, gracias, señora —repuso Mallett, cortés, si bien podía advertirse en su tono un dejo de pesar.
Se aclaró la garganta e inmediatamente procedió a actuar en su categoría de funcionario.
—De acuerdo con las instrucciones que me dió el comisario auxiliar —observó—, realicé algunas averiguaciones esta mañana en Bond Street, en la casa de comercio que ocupan los señores Bechamel.
Pronunciaba el nombre en una forma extraña, pues decía "Bichamle", sin avergonzarse por ello, ya que, dado el tono austero y policial que había adoptado, cualquier pronunciación que no fuera la estrictamente británica hubiera parecido ridícula.
—Se me indicó que le informara a usted directamente del resultado de las investigaciones realizadas —añadió—, para recibir sus instrucciones, que por el momento no conozco. Quizá lo más conveniente será que primero le presente mi informe. Usted podrá así determinar hasta qué punto afecta a los demás asuntos que requieren una investigación policial.
Extrajo del bolsillo una libreta de notas, buscó cuidadosamente la hoja donde comenzaban sus apuntes y luego la colocó sobre la mesa que tenía a su lado. Pasó luego a referirse en detalle a los datos consignados en ella y, haciendo ostentación de su buena memoria, jamás la miró durante todo el relato. Mallett se sentía muy orgulloso de sus facultades recordatorias, y la presencia de la libreta podría explicarse como una especie de reliquia de una época temprana en su evolución detectivesca.
—A las once, esta mañana, visité el comercio de los señores Bechamel en New Bond Street —comenzó—. Llevaba conmigo una caja de una libra de bombones, que me había sido entregada por el comisario auxiliar, conjuntamente con la información de que la había recibido de manos de lady Barber, en el mismo estado en que se encontraba. En la confitería, interrogué a la encargada mademoiselle Dupont. Le notifiqué que yo era un oficial de policía y que debía realizar algunas averiguaciones acerca de la caja que le mostraba. Le expliqué que teníamos motivos para suponer que el contenido de la caja había sufrido algunas modificaciones y que deseábamos determinar, dentro de lo posible, la fecha en que había sido vendida y la persona que efectuó la compra. Mademoiselle Dupont me informó que los bombones de ese tipo, que denominan Bouchée Princesses, se manufacturan y venden en cantidades pequeñas, aproximadamente cincuenta libras semanales. La mitad es para los restaurantes y otros clientes que tienen pedidos fijos. De todos ellos me suministró una lista detallada. En cuanto a la fecha; en que se efectuó la compra, pudo determinar que la caja en cuestión había sido empaquetada en la fábrica alrededor del dos del corriente. Le fué posible establecer este dato con tanta exactitud por la envoltura de papel de cada bombón. A causa de dificultades creadas por las condiciones de guerra, después de esta fecha se había utilizado un papel de calidad inferior. Normalmente, se procede a vender en el negocio los bombones empaquetados en la fábrica el día anterior. En consecuencia, la caja en cuestión debió ser adquirida entre el tres del corriente y el día de su arribo a Southington, o sea el siete.
—A menos que los hubiesen vuelto a empaquetar —interpuso Hilda, con brusquedad.
—Invité a mademoiselle Dupont a considerar esa posibilidad —prosiguió Mallett, con el mismo tono suave—. Me informó que en cuanto a la capa superior de bombones se refería, era indudable que alguien los había vuelto a colocar en su lugar, si bien el papel era idéntico o similar al original. La capa inferior, sin embargo, con dos excepciones, había permanecido intacta y, según su opinión, nadie que no fuera uno de los expertos oficiales confiteros de la fábrica podría haber dispuesto los bombones de esa forma. Procedí luego a investigar las ventas de este tipo de chocolates realizadas en el período del tres al siete del corriente. Me suministraron una lista de las firmas y personas a quienes se les habían enviado por correo cajas de una libra. La tengo aquí. Tal vez pueda decirme si reconoce a alguien.
Entregó a Hilda una hoja de papel con unos nombres y direcciones. Lady Barber la leyó rápidamente y movió la cabeza hacia uno y otro lado.
—En cuanto a las ventas realizadas al contado y en el mostrador —prosiguió Mallett, al tiempo que volvía a tomar la lista—, no anotaron los nombres de los clientes, y ninguna de las vendedoras fué capaz de proporcionarme una descripción más o menos clara de ellos. Pude, sin embargo, determinar el número de cajas vendidas cada día. Fueron las siguientes: tres cajas, el tres; una, el cuatro; ninguna el cinco, porque era domingo; cuatro, el seis, y dos, el siete.
—Es decir, diez en total —señaló Hilda—. ¿Y dice usted que no hay forma de averiguar quién adquirió cada una de ellas?
—Así es.
—Entonces, no veo que sus averiguaciones hayan tenido mayor éxito.
—No diría yo otro tanto —replicó Mallett, sin perder su tono cortés—. Hemos podido circunscribir la fecha en que esta caja fué adquirida, a tan sólo cuatro días. Eso nos permite hacer ciertas deducciones. En primer lugar, podemos eliminar de la lista de sospechosos a aquellos que no se encontraban en Bond Street a la sazón, y además, sabemos con exactitud cuál es el período al que debemos dedicar nuestra atención cuando pasemos a investigar los movimientos de cualquier persona determinada. Créame que eso es mucho más de lo que la policía cuenta muchas veces para solucionar los diversos casos que se le presentan. Por otra parte —agregó luego de una pausa-, debo añadir que hemos hecho analizar en nuestro laboratorio los bombones de la caja, y los resultados obtenidos confirman por completo la investigación que ustedes realizaron privadamente.
— ¡Ah! —exclamó Hilda, con tono contrariado. El hecho de que el odiado Mr. Flack hubiese acertado, evidentemente no le resultaba muy agradable.
—Creo que con esto terminamos el asunto de los bombones —observó el inspector, al tiempo que guardaba la libreta—. Lógicamente, continuaremos con nuestras investigaciones, pero no me parece que, por el momento, consigamos descubrir nada nuevo. Pasemos ahora al otro asunto sobre el que, según me informaron, usted quería hablarme.
—Como le explicaba a Mr. Marshall, hace unos instantes —observó Hilda—, creo que todo forma parte del mismo problema.
El inspector adquirió una expresión dubitativa.
— ¿Ah, sí? —preguntó—. Hemos recibido un informe de la policía de Wimblingham sobre lo ocurrido allí, y a primera vista no parecería que existiera ninguna conexión entre ambos acontecimientos.
—Sin embargo, aún no ha oído usted toda la historia —objetó Hilda.
—Tiene razón —concordó Mallett, al tiempo que se acomodaba en la silla, mientras Hilda pasaba a relatar una vez más el catálogo de las desventuras que les sucedieron a lo largo del circuito.
— ¿Tiene alguna idea de quién puede haber sido el responsable —preguntó el inspector una vez que Hilda hubo finalizado su relato—, suponiendo que sea un solo individuo el causante de todos esos infortunios?
—Me parece que por lo menos hay un sospechoso en firme —repuso lady Barber.
— ¿Se refiere a Heppenstall?
—Sí. En cuanto logren localizarlo...
—Pero si ya lo hemos hecho. Esta mañana lo interrogamos, y yo mismo estuve con él.
— ¿Quiere usted decirme que no lo han arrestado?
—Desgraciadamente, señora, no teníamos ningún cargo que nos permitiera meterlo entre rejas.
—Pero es un convicto en libertad...
—Exactamente, y aun en un caso así, nuestros derechos son muy limitados. Están muy bien determinados por una ley del Parlamento.
—Lo sé —repuso Hilda, rápidamente—. La ley de prevención de delitos de 1871.
Mallett la miró con respeto.
—Así es —replicó—. De acuerdo con ella, todo lo que un hombre en la posición de Heppenstall debe hacer es notificar su domicilio a las autoridades y presentarse ante ellas una vez por mes. Heppenstall ha cumplido estrictamente con las condiciones estipuladas. Admite haber viajado hasta Markhampton durante las sesiones de la Corte de Assizes y, a mi juicio, las razones que aduce para justificar su visita son muy plausibles. Niega haber ido a Wimblingham, y no tenemos pruebas de lo contrario. Por ahora me limitaré a verificar la autenticidad de sus declaraciones, pero eso es todo lo que podemos hacer.
— ¿Así que este hombre está en libertad y puede asesinar a mi esposo cuando mejor le parezca, sin que ustedes hagan nada para impedirlo?
— ¡Oh, no! —replicó Mallett, con una sonrisa indulgente—. No quise decir eso. La verdad es que carecemos de pruebas para arrestarlo; pero eso no significa que hayamos dejado de lado nuestra vigilancia.
—Entonces, ¿puede usted garantizar la seguridad de mi esposo?
—En cuanto a los peligros que podría correr por parte de Heppenstall, creo que sí, por ahora.
— ¿Acaso supone que las amenazas puedan tener otro origen?
Mallett repuso con un encogimiento de hombros.
—No estoy muy satisfecho —observó por fin, con sencillez—. Tenemos que considerar tres hechos bien diferenciados entre sí. Primero, los anónimos; segundo, los bombones; y tercero, el ataque personal contra usted. Pudiera ser que los tres formasen parte de un plan determinado o no. En el primer supuesto, y siempre que Heppenstall fuera el causante, podemos eliminar la posibilidad de otro ataque con resultados satisfactorios, pero únicamente en el caso de que ambas suposiciones fuesen correctas. No me agrada dar garantías basadas sobre una doble hipótesis. Ahora pasemos a considerar las probabilidades. Heppenstall puede haber escrito los anónimos; por otra parte, ese delito me parece muy de acuerdo con su carácter. Tampoco podemos dejar de lado la posibilidad de que haya estado en Wimblingham. Sin embargo, creo que el asunto de los bombones es un incidente totalmente aparte y, a mi juicio, no fué Heppenstall el causante. Ninguna de las vendedoras pudo reconocerlo por la fotografía que de él les mostró esta mañana, si bien éste no es un dato terminante. Podría haberlos adquirido mediante una tercera persona, pero ¿acaso estaba en condiciones de saber que al juez le agradaba esa clase particular de bombones?
—Si tuviese una memoria privilegiada, sí —repuso Hilda.
Mallett arqueó las cejas, pero no expresó su sorpresa con palabras.
—Aun así —continuó—, no creo que el individuo que cometió el violento ataque del que usted fué objeto en Wimblingham la semana pasada sea el responsable de lo que no pasó de ser una broma tonta y pesada. Quizá me equivoque, pero se me ocurre que los dos hechos no tienen ninguna conexión entre sí.
—Y yo creo que usted está en un error —replicó lady Barber, con firmeza—. Estoy convencida de que todos estos acontecimientos están relacionados entre sí, y que mi esposo es objeto de una persecución organizada.
—Muy bien —concordó Mallett, con manifiesto buen humor—; consideremos el asunto desde ese punto de vista, pero dejemos a Heppenstall de lado. ¿Hay algún punto común a los tres, o mejor dicho a los cuatro incidentes, ya que no debemos olvidar que hubo dos anónimos? ¿Existe alguna persona que pueda haber sido físicamente responsable de los cuatro hechos?
Hubo una pausa, y finalmente fué Derek quien habló.
—Veamos —dijo—. Para empezar por el principio, la primera carta llegó a la residencia de Markhampton mientras nosotros estábamos almorzando.
— ¿Quiénes eran "nosotros"?
—El juez, yo mismo, el comisario superior y su esposa, el capellán y Mr. Pettigrew.
—Supongo que el personal doméstico también se hallaría en la casa.
—Sí. Beamish, el secretario; el mayordomo; mi ayudante y Mrs. Square, la cocinera.
—Tengo entendido que nadie vió al empleado de correos hacer entrega de la carta.
—Así es.
—Entonces, es posible (se trata de considerar las posibilidades) que fuera introducida en la casa, o escrita allí mismo por alguno de los nombrados.
—Sí, supongo que sí.
— ¿Podría aplicarse la misma teoría a la segunda carta?
—Creo que fué Beamish quien la encontró en el buzón..., o quizá fué Savage. No recuerdo bien.
— ¿Había ido alguien a la casa esa mañana antes de que llegara la carta?
—Sólo el jefe de policía y Mr. Pettigrew. El comisario auxiliar arribó un poco más tarde para acompañar al juez hasta el tribunal.
—Hay otra cosa con respecto a la segunda carta. Al parecer, se refería a un lamentable accidente ocurrido la noche anterior. ¿Quiénes tenían conocimiento de él?
—En fin, nadie en particular, con excepción de la policía y los que íbamos en el auto. También hubo un testigo presencial, que luego se escabulló.
—No debemos olvidarlo. ¿Quiénes eran los que iban en el auto: el juez, usted y...?
—Mr. Pettigrew.
—Realmente... —interpuso Hilda, pero Mallett no le prestó atención, dejando de lado su habitual cortesía.
—Pasemos ahora a Southington —continuó—. Las cosas cambian. Los bombones llegaron por correo, ¿verdad?
—Así lo declaró Beamish, pero el papel en el que venían envueltos fué destruido, y tanto él como los otros sirvientes no dijeron nada en concreto.
—Sea como fuere, llegaron de Londres y habían sido adquiridos unos pocos días antes. ¿Quiénes había en Southington que hubieran ido a Londres en esa época?
—Lady Barber.
— ¿Alguien más?
—No, en cuanto a los ocupantes de la casa se refiere.
—Pues eso excluye a todos los que consideramos como posibles sospechosos en Markhampton con excepción de...
Hilda no permitió que el inspector siguiera adelante con sus deducciones.
—Inspector Mallett —exclamó—, no puedo escuchar esas tonterías por más tiempo. ¡Es completamente absurdo el suponer que Mr. Pettigrew pueda haber tenido algo que ver con esto! Pierde usted el tiempo lamentablemente.
—Espero que no, señora —repuso Mallet, cortés—. Todo lo que trato de hacer es probar su teoría de que estos acontecimientos se hallan relacionados entre sí y considerar las posibilidades que existen. Si nos conducen a una conclusión absurda, entonces es porque la teoría resulta inaplicable. No obstante, sigamos adelante con ella. ¿Estaba por casualidad Mr. Pettigrew también en Wimblingham?
—Sí —admitió Hilda—, estaba; pero eso no prueba...
— ¡Oh!—exclamó el inspector—; nos encontramos aún muy lejos del terreno de las pruebas. Supongamos que eliminamos el asunto de los bombones, ¿podemos en realidad extender las posibilidades más allá de lo que hemos hecho hasta ahora?
—No quiero dejar de lado el asunto de los bombones —insistió Hilda, obstinada—. Usted mismo señaló que podrían haber sido adquiridos por un tercero que actuaría como intermediario. Eso significa que cualquier persona de la casa habría podido hacerlos llegar por correo.
—Con certeza; cualquiera de dentro o afuera de la casa. Ahora bien, si debemos limitarnos a los que tuvieron ocasión de intervenir en los demás incidentes en las otras dos ciudades, eso nos dejaría únicamente a Mr. Marshall y los miembros del personal. ¿Existo alguien en particular sobre quien recaigan sus sospechas?
—Hay uno, en verdad, de quien desconfío —contestó Hilda, sin vacilar—, y es Beamish.
— ¿El secretario del juez? —preguntó Mallett, sorprendido—. Sin embargo, supongo que su sustento depende de que su jefe conserve la vida y actúe en el tribunal.
—Puede ser, pero igualmente desconfío de él. Es un individuo peligroso y poco digno de crédito.
— ¿Qué la ha llevado a formarse esa opinión?
Hilda no quiso o no pudo precisar ningún detalle. Tan sólo se limitó a repetir, en términos generales, que estaba segura de que si algún criminal en potencia se ocultaba entre el personal de servicio, éste no podía ser otro que Beamish.
—Y no necesito que me indique que él no habría podido escribir el segundo anónimo —concluyó—, porque tengo la seguridad de que estaba al corriente del accidente en cuanto éste se produjo. Todavía no ha nacido el abogado que pueda mantener algo oculto a su secretario.
Mallett no intentó discutir este antiguo axioma legal, si bien continuó con la búsqueda de hechos concretos.
— ¿Puede recordar alguna ocasión durante el período en que ocurrieron estos acontecimientos en la que el comportamiento de Beamish fuera sospechoso o extraño?
—Yo sí —repuso Derek—. La noche del incidente de Wimblingham.
Prosiguió luego a describir su infortunado encuentro con Beamish en el corredor y expresó los motivos que tenía para pensar que el secretario no se hallaba, en realidad, acostado cuando todos se despertaron ante la sucesión de ruidos extraños.
—Aún tengo resentido el lugar donde me golpeó —observó.
— ¡Ahí tiene usted!—exclamó Hilda, triunfante, a la vez que se volvía para mirar al inspector—. Siempre tuve la certeza de que no era trigo limpio, y ahora no puede cabernos la menor duda.
—En verdad, parece algo raro —comentó Mallett, dubitativo—; pero según dice usted, Mr. Marshall, aparte del enorme levitón que lo cubría, ¿no podría usted determinar con exactitud cómo iba vestido?
—No; no presté mayor atención a su ropaje. Sólo al día siguiente empecé a sacar mis conclusiones.
—Me parece que ahí puedo ayudarlo —terció Hilda—. Recuerdo que, al día siguiente, mi esposo se refirió a lo cómico que quedaba Beamish con un par de pantalones de pijama de color verde que le sobresalían por debajo del sobretodo. ¡Oh! —añadió luego, con tono quejumbroso—, ese detalle va en contra de su teoría.
—No necesariamente —interpuso Mallett—, ya que eso es, en realidad, lo que uno esperaría ver en el caso de un hombre completamente vestido que deseara simular que acaba de saltar de la cama. Se pone el pantalón del pijama sobre la ropa y con el sobretodo oculta lo que no quiere hacer ver.
—Está bien, entonces —observó Hilda.
—Lo que me preocupa —continuó el inspector— es el mismo hecho que dió lugar a las sospechas de Mr. Marshall. Me refiero a las botas o zapatos que le causaron tanto daño. Si un individuo pretende deslizarse inadvertido por la casa donde se aloja, con el propósito de cometer un crimen, no es dable suponer que usaría un calzado de calle, sino algunos zapatos suaves, con suela de goma, en caso de que los tuviera, y de no ser así, caminaría en medias. No; me temo que la indumentaria de Beamish va en contra de la suposición de que pudiese ser él quien la atacó, lady Barber.
— ¿Qué hacía, entonces, vestido a esa hora de la madrugada? —inquirió Hilda.
—Eso ya es otra cosa, y su pregunta puede tener varias respuestas interesantes. Todo lo que quiero destacar es que sus ropas no son argumento a favor de que haya sido él quien cometió ese delito en particular,
— ¡Bueno! —exclamó Hilda, irritada—. Creí que había venido usted aquí para ayudarnos, inspector, pero, por lo visto, no hace otra cosa que abrumarnos con más y más dificultades.
—Lamento que piense usted así, señora. Repito que todo lo que me he limitado a hacer fué poner a prueba las posibilidades que ofrecían distintas teorías, y me temo que mis planteos le hayan conferido esa impresión. Como usted comprenderá —agregó, al tiempo que se ponía de pie y comenzaba a recorrer la habitación a grandes pasos—, éste no es un caso vulgar. En términos generales, podemos decir que la gente nos llama cuando se ha cometido un crimen, y nuestra tarea se limita a identificar al asesino. Algunas veces tenemos motivos para suponer que un individuo contempla la posibilidad de cometer un crimen y debemos vigilarlo para evitar que ponga su plan en ejecución. Pero en este caso, tenemos algo mucho más indefinido. ¿Qué es lo que se nos pide? Pues evitar que alguien a quien nadie conoce haga algo, que tampoco sabemos qué es. No es fácil, pero trataremos de encontrar la mejor solución posible.
Poco después, y antes de que pudieran darse cuenta, este hombre vigoroso y corpulento se había evaporado, e Hilda y Derek se encontraron nuevamente solos en la habitación.
Derek abandonó el club unos diez minutos después. Al retirarse el inspector volvieron a discutir los mismos problemas tratados, una y otra vez, sin llegar n ninguna solución concreta. Antes de dejarlo partir. Hilda solicitó nuevamente su ayuda, y Derek le reiteró su promesa de velar por el juez en todos los peligros que pudieran cernirse sobre él. Sin embargo, no pudo experimentar la misma emoción que surgió espontáneamente cuando empeñó su palabra por primera vez. A la luz del razonamiento propuesto por el inspector Mallett, el asunto se había convertido en un problema aburrido al que quizás el policía lograra encontrar una solución, aunque momentáneamente permanecía en el más profundo misterio. Al salir del club y entrar a la oscuridad de Piccadilly, Derek reflexionó que le resultaría mucho más difícil ganarse sus dos guineas diarias de lo que jamás había supuesto al aceptar el cargo de actuario del juez Barber.