CAPITULO XIV
REFLEXIONES Y REACCIONES

Era el intervalo que media entre la hora del té y la de la cena. Barber, que había manifestado su intención de dedicarse a estudiar una sentencia, dormitaba (como descubrió un sigiloso observador) en un sillón del salón de fumar. Derek consideró que éste era el momento oportuno para enseñar a Hilda el paquete y su contenido. Lady Barber lo examinó con profundo interés y aprobó su decisión de separarlo del resto de la correspondencia, por considerarlo sospechoso. Era obvio que asignaba un significado especial a este desagradable incidente, que a Derek se le antojaba tan insustancial como repulsivo, pero Hilda no se mostró dispuesta a revelarle sus pensamientos.

Primero observó la leyenda que traía la etiqueta (que Derek había tenido la preocupación de separar del ratón, a pedido de la propia interesada, antes de que consintiera en tocarla) y luego exclamó un significativo:

— ¡Ah!

Derek esperó algún otro comentario más aclaratorio, pero en vano.

Después, lady Barber procedió a examinar el papel que lo envolvía.

— ¡Dirigida a él y no a mí! —observó—. ¡Muy típico!

Derek comprendía cada vez menos.

Finalmente, Hilda dirigió su atención al sello de correos que estaba muy borroneado.

— ¿Puede usted descifrarlo? —le preguntó.

—No estoy muy seguro —repuso Derek—, pero me parece que dice Rampleford.

—Sí. Creo que tiene razón. ¿Alcanza a distinguir la hora?

—Algo como 45 p.m. Me parece que es un seis.

—Sí; seis u ocho —observó Hilda, dubitativa—. Podemos averiguar a qué hora se realiza la última recolección de correos aquí.

—Quizás la policía pueda proporcionarnos ese dato —sugirió Derek.

—No creo que sea necesario molestar a la policía por este asunto. Si resulta ser lo que supongo, tenga la seguridad de que no hará falta.

—Entonces, usted no cree...

— ¿Sería usted tan amable, Derek, de traerme un Bradshaw? Sé que Beamish tiene uno en su habitación. Y por favor, busque la forma de eliminar ese horrible objeto. Me enferma el pensar que lo tengo delante.

Derek arrojó el ratón a las llamas que ardían en la chimenea del comedor y se marchó en procura del Bradshaw solicitado. Cuando se lo entregó, Hilda le agradeció su gentileza y le pidió que no mencionara el asunto al juez ni a ninguna otra persona, para luego retirarse con todos los elementos de juicio a su habitación, en tanto Derek se preguntaba, sombrío, por qué las mujeres tendrían esa pasión desorbitada por ocultar las cosas.

En cuanto hubo leído el mensaje atado al cuello del ratón, Hilda tuvo la certeza de que el paquete provenía de Sally Parsons. Sólo le restaba verificar si a ésta le habría sido físicamente posible el enviarlo. De no ser así, tendría que pensar en alguna otra persona. Afortunadamente, para la fe que tenía en su instinto, la guía Bradshaw pareció darle la razón. Se enteró de que saliendo de Trafalgar Square puntualmente a las dos y quince, Sally podía haber alcanzado el rápido que le permitiría llegar a Rampleford a las cuatro y treinta y cinco. Si alguien la esperaba en la estación, podría haber arribado a la casa alrededor de las cinco. Después de media hora, durante la cual Sebald-Smith le relataría los pormenores de la entrevista que sostuvo con ella, Hilda, a la mañana, y otra media hora, durante la cual habría decidido qué actitud debía asumir y prepararía el paquete, hubiese tenido exactamente el tiempo suficiente para regresar a Rampleford al anochecer y llegar a la oficina de correos antes de las seis y cuarenta y cinco.

Sin embargo, aunque el plan parecía factible en teoría, no era fácil el que hubiese sido puesto en práctica. En primer lugar, no daba ocasión a cazar el ratón, a menos que la simpática criatura tuviera almacenados varios de éstos para distribuirlos entre sus amistades. Más importante aún, quizás, era el hecho de que Sally, a pesar de que estaría ansiosa por expresar su opinión acerca de la interferencia de Hilda en el asunto y pensaría rápidamente en la mejor forma de vengarse, jamás se habría decidido a actuar sin antes detenerse a tomar una taza de té. Probablemente, no habría almorzado otra cosa que algún bocadillo durante el entreacto, en el bar de la Galería Nacional, y por otra parte, la guía Bradshaw no especificaba si el rápido llevaba coche comedor. Todo dependía entonces de que Derek hubiese acertado en la hora del sello de correos y que fuese, realmente, las seis y cuarenta y cinco. Hasta que ese dato no fuera confirmado, no se podía estar seguro.

Después de guardar bajo llave etiqueta, caja y papel, regresó a la sala. Derek, que se hallaba leyendo el periódico vespertino, levantó la vista para informarle con una expresión de mártir malhumorado (a la que lady Barber ni siquiera prestó atención) que había llamado por teléfono a la oficina de correos donde le indicaron que la última recolección de cartas se realizaba a las ocho y cuarenta y cinco. Las suposiciones de Hilda quedaron, pues, confirmadas, y no dió más importancia al asunto. Recibió la noticia con tan evidente complacencia que Derek, que había resuelto no demostrar curiosidad alguna, no pudo menos que formularle ciertas preguntas.

— ¿Cree usted saber a ciencia cierta de quién provenía el paquete? —le dijo.

—Sí, estoy segura.

— ¿Y aun así, prefiere no informar al respecto a la policía?

—Sí, Derek. Sabiendo lo que sé, tengo la certeza de que este incidente no se halla relacionado en ninguna forma con las amenazas que pesan sobre mi esposo. Esto no es otra cosa que un comentario soez y vulgar, dirigido, en realidad, contra mí..., y me temo que eso es todo lo que le puedo adelantar por ahora.

—Confieso que no veo qué diferencia puede haber entre enviar a una persona un ratón muerto o una caja de bombones con carburo; pero..., lógicamente usted sabrá lo que afirma.

Sin decir otra palabra más, Derek se marchó, malhumorado, al piso superior, para vestirse para cenar.

Hilda estaba tan satisfecha de su propia perspicacia para descubrir la identidad de la persona que había enviado el ratón (aunque pecaba de ingenuidad, ya que era por demás obvio quién lo había remitido, así como el motivo que impulsó a Sally Parsons a hacerlo), que no se había detenido a considerar seriamente qué podía significar. Ahora que examinaba el asunto con tranquilidad, comenzaba a preocuparse. En primer lugar, la comparación establecida por Derek entre este paquete y el que había dado lugar a tanto alboroto en Southington era justificada. Sin embargo, había una notable diferencia entre ambos. El primero había sido una forma indirecta de ataque, cuidadosamente disimulado, aunque no revestía mayor gravedad, y el segundo, en cambio, era una abierta balandronada. No obstante, lo más probable era que una sola mente hubiera concebido los dos: la de Sally Parsons. De ahí surgía entonces (los pensamientos de Hilda seguían hacia adelante) que el inspector Mallet tenía razón, y ella estaba equivocada. Su teoría de que todos los extraños acontecimientos que les habían ocurrido durante el circuito debieran atribuirse a una sola persona era errónea. Era obvio que Sally Parsons no podía ser la responsable del anónimo que había recibido el juez, antes de producirse el accidente automovilístico, y por otra parte Hilda dudaba de que hubiese sido capaz de contratar a alguien para que le pusiese un ojo negro en Wimblingham. Le resultaba bastante amargo el tener que admitir que su instinto le había fallado. La certidumbre de que había por lo menos dos enemigos que los amenazaban desde la sombra le confirió la inquietante sensación de hallarse cercada de peligros.

Sólo cuando entró a considerar el verdadero significado del mensaje que contenía el paquete se sintió realmente intranquila. Evidentemente, involucraba un desafío. ¿O acaso también un triunfo? Al regresar de su visita a Sebald-Smith, Hilda tenía la certeza de haber conseguido persuadirlo para que aceptara transar en su demanda por daños y perjuicios. Ahora, en cambio, no estaba tan segura. La osadía de su enemiga parecía sugerir que había logrado convencer al vacilante Sebald-Smith de que los argumentos expuestos por Hilda no eran suficientemente valederos y, por lo tanto, el pianista pronto los desecharía y dejaría caer en el olvido. De ser así, las perspectivas para Williams e Hilda eran bastante poco halagüeñas. No abrigaba ninguna ilusión en cuanto a la intensidad del odio que experimentaba Sally Parsons hacia ella, y en caso de que aún no lo supiera, este último mensaje hubiese contribuido a abrirle los ojos. Por otra parte, el hecho de que hubiera dirigido su desagradable comunicación al juez ponía en evidencia su deseo de disminuir a Hilda a los ojos de su marido y añadir disgustos domésticos a todas sus demás preocupaciones. Gracias al Cielo, esa última parte del plan se le había desbaratado. Entretanto (y para el temperamento dinámico de Hilda, ésta era la peor parte), no le restaba otra cosa que hacer que permanecer tranquila a la espera de los acontecimientos. La noche anterior le había escrito a Michael para informarle de lo que suponía, el triunfo de sus negociaciones, a la vez que le pedía hiciera una oferta en firme a los abogados de la parte contraria. Ahora debía aguardar su respuesta y ya sabía de antemano que no le sería muy favorable.

Afortunadamente para la paz de su espíritu, la cena de esa noche le proporcionó una distracción del tipo que más le agradaba. Como el juez había dormido durante las horas que pensaba dedicar al estudio de uno de los juicios que se dilucidarían al día siguiente en el tribunal, no encontró mejor recurso para compensar su negligencia que discutir los puntos vitales del caso durante la comida. Hilda, que deseaba ocupar su mente en otros problemas que no fueran los suyos propios, rebatió cada argumento con energía, y el resultado fué que Derek se convirtió en el espectador improvisado de un debate entre expertos sobre las obligaciones de los posaderos según el derecho común y la exacta significación y efecto del quebrantamiento de la ley ab initio. Sin embargo, sus propios motivos personales de inquietud le impidieron aprovechar plenamente de la oportunidad que el azar le brindaba para ampliar sus conocimientos legales.

Al terminar la cena y una vez que se habían discutido todos los aspectos legales y de hecho del caso en cuestión, el juez señaló cuál sería su sentencia, e Hilda tuvo la amabilidad de mostrarse de acuerdo con su decisión, de manera que podría haberse supuesto que no se hablaría más del asunto. Pero así como Pettigrew había buscado en el whisky el olvido de que era a Jefferson a quien habían preferido para el cargo de juez del condado, Hilda se lanzó de lleno a refutar un ínfimo argumento legal, en un supremo intento por conseguir desechar de su mente el hecho de que Sally Parsons hubiese ganado la batalla. Instintivamente, tendía a dejar de lado la desagradable realidad, al igual que el común de las personas busca en el cinematógrafo, la cantina o la biblioteca circulante una liberación de sus respectivas existencias áridas y monótonas. Los medios que tenía a su alcance eran de un valor intelectual mucho mayor que los normalmente utilizados. Sin embargo, su enorme desventaja radicaba en el hecho de que al cabo de un tiempo prudencial la conversación de lady Barber se hacía pesada, tediosa e insoportable para todos los que se encontraban en su compañía.

El juez evidenció una paciencia ejemplar durante un lapso considerable, mientras Hilda se aferraba a un tema que ya había perdido toda significación. Repantigado en su silla, se contentaba con expresar alguno que otro monosílabo de conformidad con las opiniones de su esposa, cada vez que terminaba de comer un caramelo recubierto de chocolate y volvía a llevarse otro a la boca. Por último, consideró que era el momento oportuno para alterar la rutina.

—Mi querida —la interrumpió—, si tanto te interesa el asunto, lo mejor que puedes hacer es refrescar tu memoria con la opinión de las autoridades en la materia. Actuario —llamó, dirigiéndose a Derek—, sobre mi escritorio hay unos libros. ¿Quiere hacerme el favor de traerlos?

Desde ese momento reinó el más profundo silencio en la habitación. Hilda enterró la cabeza entre los pesados volúmenes de derecho, como si se tratara de las más apasionantes novelas de aventuras. Poco después, Barber se retiró a descansar, aunque probablemente preparó por escrito la sentencia que le interesaba, antes de meterse en cama. Derek no tardó en seguir su ejemplo. Hilda, entretanto, continuaba enfrascada en la lectura de los textos legales, y aparentemente había olvidado que de acuerdo con el plan trazado debería levantarse a las tres de la mañana para cumplir el segundo turno de vigilancia. Tenía un volumen de las publicaciones oficiales de decisiones judiciales sobre la falda y, aparentemente, se había apartado del tema original de la discusión, ya que daba vuelta las páginas y leía un párrafo aquí y otro más allá, con la misma ansiedad y deleite que un amante de la poesía experimentaría al hojear el contenido de una antología. Derek pensó que Hilda ofrecía un espectáculo por demás extraño, y mucho después tuvo ocasión de recordar la importancia que había tenido ese momento.