CAPITULO XV
¿ADENTRO O AFUERA?
Las sesiones de la Corte de Assizes en Rampleford duraron una semana más. Para Derek fué una de las más tediosas de su vida. Las largas noches de vigilia, que Hilda insistía en mantener, aunque no pareciesen necesarias, le producían gran cansancio físico. Su inquietud por lo que podría haberle ocurrido a Sheila, en lugar de mitigarse se veía aumentada por la falta de noticias de ésta, y se pasaba las horas de guardia con una especie de malhumorada impaciencia. Durante el día, las cosas tampoco iban mejor. El juez se mostraba tan reservado y olímpico que casi dejaba de ser humano, y desde el incidente del ratón Hilda parecía poco dispuesta a conversar, preocupada con sus pensamientos y especulaciones que no deseaba compartir con nadie.
En realidad, el único habitante de la casa que estaba satisfecho con su suerte era Beamish. Le confió a Derek que Rampleford era para él la ciudad ideal. Le resultaba sumamente apropiada. Aparte de destacar que el comisario superior era un caballero decente, no pasó a explicarle en qué consistía esa peculiaridad de la ciudad, pero Derek observó que había tomado la costumbre de escaparse diariamente de la casa en cuanto la comitiva regresaba del tribunal, para volver ya muy avanzada la noche y en muy buena disposición de espíritu. Más por aburrimiento que por otra causa. Derek cultivó su amistad con el secretario o, mejor dicho, permitió que este último intensificara sus relaciones con él, y aun contra su voluntad se vió obligado a admitir que era un compañero entretenido. Sabía gran número de anécdotas relativas a los jueces y letrados, que eran similares a las que relataba Pettigrew sobre los mismos temas, si bien correspondían a la edición especial del patio de los sirvientes. Lo que más llamó la atención de Derek fué que en todas ellas había un fondo común de malicia que las caracterizaba por igual. Los ojos pequeños y redondos de Beamish nunca brillaban con tanto placer como cuando relataba la historia del desconcierto o humillación sufridos por alguna persona. Derek presintió que tras su carácter egoísta y presumido se escondía una poderosa vena de crueldad.
Una noche, luego que el juez e Hilda se habían retirado a descansar, Derek, a quien le correspondía el primer turno de guardia, se encontraba en el hall, a punto de subir las escaleras, cuando Beamish apareció por la puerta principal. Lo saludó con el tono meloso de amistad que Derek asociaba con sus expediciones nocturnas. Sin embargo, en esta oportunidad se le antojó más afectado que de costumbre. En realidad, Beamish venía triunfante. Luego de un período de comparativo fracaso había logrado vencer en el tiro al blanco con flechas al campeón de las fuerzas canadienses y locales y regresaba luego de haber celebrado la victoria como correspondía.
— ¿Quiere venir un rato a mi habitación?—preguntó Beamish—. Podemos fumar una pipa mientras charlamos.
—No, muchas gracias —repuso Derek—. Es ya muy tarde y me iba a retirar.
La batalla ganada contra el Dominio del Canadá parecía haber soltado la lengua del secretario, que, por lo normal, se mostraba más reservado.
— ¿Retirarse, eh? —repitió—. No me diga que se va a acostar. ¿Acaso no es su turno de guardia?
— ¿Qué sabe usted de eso? —preguntó a su vez Derek, sorprendido.
Beamish dejó escapar vina risita irónica.
— ¡Dios bendito! —repuso—. ¿Cómo suponer que yo no me enteraría? No he nacido ayer.
Mientras hablaba, se dirigía hacia su salita. Luego de una breve vacilación, Derek siguió tras de él.
—Hubiese resultado un secretario muy poco ducho en el cargo si no hubiera sido capaz de descubrirlo, con todas las cosas raras que han sucedido en este circuito —prosiguió Beamish, al tiempo que se dejaba caer en un sillón y se ocupaba de llenar la pipa—. El trabajo del secretario consiste en enterarse de todo, no lo olvide, señor actuario. Me animaría a decirle un par de cositas que usted mismo no sabe todavía.
Derek se sentía irritado cada vez que Beamish se dirigía a él por el título de su cargo, y si bien el secretario había tomado la precaución de aclararle que no lo llamaba por su apellido, sino por su oficio, y que, lógicamente, tal designación no involucraba una pérdida de respeto, a Derek le resultaba muy molesto. Por eso su respuesta fué hecha en un tono agrio y malhumorado.
—Supongo que todos los miembros de la casa estarán enterados —observó.
—Bueno, no sabría decirle qué piensa Mrs. Square —repuso el secretario—. Nada le interesa fuera de su cocina, y en cuanto a las mucamas del lugar que hemos contratado, no se darían cuenta de nada, aunque sucediese propiamente debajo de sus narices. Tampoco ven el polvo que se acumula sobre los objetos que deben sacudir. Si la señora no estuviese tan preocupada, ya las hubiera reprendido por su desidia.
Abandonó su intento de encender la pipa y cerró los ojos.
— ¿Por dónde iba?—agregó, de pronto, al tiempo que se incorporaba de un salto—. ¡Ah, sí! Savage está enterado, no le quepa a usted la menor duda, y Greene, también. Y no porque yo les haya pasado el dato. Conozco mi lugar y les he enseñado a ellos a guardar el suyo, pero en una comunidad tan pequeña como la nuestra, es difícil guardar un secreto.
Derek prefirió abstenerse de hacer comentario. Trató de analizar el verdadero significado que encerraban las palabras de Beamish, cuando éste interrumpió sus reflexiones.
—Personalmente, creo que está usted perdiendo el tiempo —le dijo—. Me disgusta ver que un joven como usted tenga que permanecer despierto sin motivo alguno. Comprendo que pueda haber otras causas que lo obliguen a perder la noche —agregó con una expresión maliciosa que hizo ruborizar a Derek—. En realidad, las cosas son así: o bien se trata de un ataque que proviene de afuera de la casa o de alguien de aquí dentro..., y eso siempre que se trate de un verdadero ataque y no de una simple alucinación. Ahora, en caso de que el ataque provenga del exterior, ¿para qué está la policía? Se les ha dado aviso y, por lo tanto, han distribuido sus hombres por toda la extensión del parque. Si, en cambio, se trata de una amenaza de orden interno, el criminal no puede ser otro que Savage, Greene o yo mismo, y por qué iríamos a atentar contra la vida del juez y arriesgar nuestros respectivos puestos es algo que no alcanzo a comprender. Sin embargo, supongo que ya que la señora se divierte con la farsa, no es a mí a quien corresponde opinar a favor o en contra, y si le llegan a poner otro ojo negro una de estas noches, no seré yo quien lo lamente.
Volvió a cerrar los ojos, y Derek creyó que se había dormido. No obstante, poco después habló nuevamente sin abrirlos.
—Sea como sea, señor actuario —observó—, le podría haber dicho de antemano que nada extraordinario ocurriría en esta ciudad del circuito. Existe una gran diferencia entre las sesiones que celebramos aquí y las demás. Una gran diferencia, sí señor.
— ¿Se puede saber cuál es? —preguntó Derek, impaciente.
Beamish entreabrió los ojos soñoliento.
— ¿No lo adivina?—inquirió a su vez—. La diferencia está en el grupo de letrados que nos acompañan. Pettigrew no se halla presente. Eso es todo.
— ¿Qué diablos quiere usted insinuar? —gritó Derek, irritado.
—No es necesario hacer tanto ruido, señor actuario. Me he limitado a hacer una observación, nada más. Esos dos no se quieren mucho... hace rato que lo sé. Los secretarios nos enteramos de... todo; es su obligación..., saberlo todo. No se quieren...
Esta vez, Beamish se había dormido.
En ningún momento, durante los días subsiguientes, hizo Beamish alusión alguna, con ademanes o palabras, a este desagradable episodio. Derek, por su parte, prefería darlo por olvidado, si bien su memoria se negaba a desecharlo, así como aquel otro fugaz instante en la estación de ferrocarril. No hizo ninguna referencia de él a Hilda, y sólo se limitó a sugerirle tímidamente que podrían simplificar el sistema de vigilancia, a lo que lady Barber se negó rotundamente.
De cualquier modo, Beamish tenía razón en cuanto al desenvolvimiento normal de las sesiones de Assizes en Rampleford. Nada imprevisto ocurrió que modificase el monótono curso de la justicia; nada, excepto dos incidentes, uno tan trivial como para pasar casi inadvertido, y otro tan tardío como para que no se lo considerara dentro del período asignado a las audiencias de Rampleford.
Dos días después de las confidencias emanadas del letargo alcohólico de Beamish, y el día anterior a aquel en que debían finalizar las sesiones, el comisario auxiliar se presentó como de costumbre para escoltar a su señoría hasta el tribunal. Como las acciones criminales habían finalizado, llegó solo, si bien la ceremonia fué exactamente la misma. Puntualmente a las diez de la mañana debía arribar el comisario auxiliar. Lo recibiría Greene y lo conduciría a una pequeña habitación ubicada en el primer piso, que aparentemente no tenía otra utilidad que la de servir de sala de espera en esa ocasión determinada. Aquí entraría a conversar (y a medida que pasaban los días, cada vez con menos interés) de temas insustanciales, con Derek y, en ciertas oportunidades, con la misma Hilda, siempre y cuando ella lo creyera conveniente. Entretanto, Savage estaría en la habitación del juez, ocupado en arreglarle la peluca, las bandas, la toga y ese extraño aditamento conocido como "el estuche del revólver". Después de un intervalo más o menos prudente, el juez, ataviado con el atuendo que correspondía a su cargo, descendería hasta donde lo esperaban sus acólitos. Como la residencia se hallaba construida a distintos niveles, el corredor a que daba el dormitorio de Barber se comunicaba directamente con la sala de espera mediante unos pocos escalones un tanto empinados. El barbero tenía la costumbre de bajarlos con paso lento y ceremonioso, y con una expresión solemne, como para destacar el hecho de que, si bien una hora antes, durante el desayuno, no había sido otra cosa que un anciano malhumorado, ahora era todo un juez de la corte de Assizes que debía administrar la justicia en nombre de su majestad el rey. Era evidente que la pequeña ceremonia le proporcionaba un placer inofensivo.
Lo que ocurrió en esta determinada ocasión puede ser relatado en pocas palabras. El juez se hallaba a mitad de camino por la escalera y llevaba en una mano los guantes de cabritilla blanca, mientras que con la otra se levantaba el ruedo de la toga, cuando Hilda, que estaba presente, profirió un grito de alarma y se abalanzó sobre su esposo, en el preciso momento en que éste perdía pie y caía de cabeza al suelo. Al principio pareció que se produciría un accidente de serias consecuencias, pero la presencia de ánimo de lady Barber aminoró lo que hubiese podido ser una mala caída para un hombre pesado y poco ágil como el juez. Tal como sucedieron las cosas, Hilda logró sostenerlo y recibió todo el peso sobre su hombro, si bien no pudo evitar perder el equilibrio, y los dos se precipitaron al suelo ignominiosamente, pero ilesos.
Derek y el comisario auxiliar los ayudaron a ponerse de pie. Alguien tomó la peluca de su señoría y se la colocó, en tanto que otro le sacudía rápidamente la toga, y todos los presentes prorrumpieron en las exclamaciones típicas de estos casos. Sin embargo, Hilda permaneció en silencio. Después de asegurarse de que su esposo no se había hecho daño, y responder con cierta petulancia a las preguntas que le hacían sobre si se había lastimado, puso fin a las expresiones de conmiseración y felicitaciones con una áspera observación.
—Lo que quisiera saber es cómo se produjo este accidente —dijo.
Savage contestó a su pregunta desde lo alto de la escalera donde se encontraba y había observado lo ocurrido.
—Creo que se ha salido una de las varillas que sostienen la alfombra —señaló.
— ¿Y por qué tenía que salirse una varilla? —inquirió lady Barber, al tiempo que se dirigía hacia la escalera para comprobar por sí misma qué era lo que había sucedido.
Nadie fué capaz de responderle.
— ¡Son peligrosas, estas varillas —observó el comisario auxiliar—; recuerdo que en una ocasión...
—Señor Comisario —lo interrumpió Barber, que no se hallaba con ánimos de escuchar relatos de accidentes ajenos—, si usted está listo, creo que podemos salir.
—No iré con ustedes esta mañana —señalo Hilda.
—Como gustes, querida. Tal vez prefieras recostarte un rato. Me temo que te hayas asustado un poco.
—No; te repito que me siento perfectamente bien. Lo que ocurre es que he cambiado de opinión.
Al salir de la sala de espera, Hilda lanzó a Derek una mirada significativa. El joven no tuvo mayor dificultad en reconocerla, si bien no alcanzó a definir con exactitud a qué se refería. En verdad, lady Barber tenía una expresión determinada y hasta excitada, pero ¿por qué? ¿Acaso se le habría ocurrido que este incidente tenía algo que ver con la supuesta conspiración contra el juez?
En efecto, eso era lo que pensaba Hilda. Esa misma noche lo llamó aparte.
—Derek —le dijo con tono grave—, quiero hablar unas palabras a solas con usted—. Yo misma revisé las varillas esta mañana, y todas estaban firmes. Era difícil moverlas. La que se aflojó tiene que haber sido aflojada de su lugar intencionalmente.
—Pero no puede ser —objetó Derek—. ¿A quién se le iba a ocurrir semejante cosa?
—Eso es lo que me pregunto —replicó Hilda, solemne.
—En fin —añadió Derek—, tal vez haya sido la mucama. Tienen que sacarlas para limpiarlas, ¿no es así?
—Hablé con ella y me dijo que jamás las había tocado mientras trabajó aquí.
Derek recordó los comentarios de Beamish sobre la servidumbre de la casa y tuvo que admitir que, tal vez, Hilda tuviese razón. Intentó hacer un cálculo de las posibilidades, en caso de que la suposición de Hilda estuviera bien fundada. La última persona que, presumiblemente, había utilizado esas escaleras era Savage. ¿Cómo no se había dado cuenta de que faltaba una varilla? Tal vez no lo advirtiera si hubiese ascendido por ellas. La verdad es que tenía una expresión sorprendida cuando observó la caída del juez desde lo alto. ¿Era sorpresa únicamente lo que evidenciaba su rostro? No era fácil recordar con exactitud la expresión de un individuo en un momento determinado. Quizás había algo más...
— ¿Comprende ahora por qué insisto en que mantengamos nuestra vigilancia?—decía Hilda—. Debemos estar preparados para defendernos de los peligros que se ciernen desde adentro así como desde afuera de la casa. Es una situación espantosa, y la verdad es que no sé en quién confiar.
Nuevamente, Derek recordó las palabras de Beamish. "O bien se trata de un ataque que proviene de fuera o de alguien de aquí dentro..." Si era alguien de adentro, ¿acaso no podía ser Savage tanto como cualquier otro? Pero ¿por qué Savage y no los demás? ¿Qué sabía sobre cada uno de estos individuos con los que había compartido una existencia peripatética durante las últimas semanas? ¿Qué se ocultaba tras la melancolía de Greene, la humildad de Savage y la familiaridad de Beamish? ¿O sería tan sólo, como había dicho el propio Beamish, el producto de una alucinación? La verdad es que todo era demasiado absurdo para ser cierto, los incidentes se hallaban totalmente desconectados entre sí, y la teoría trazada no tenía ningún punto de contacto con la realidad de la vida. Lo único verdadero era que lady Barber se hallaba sumamente nerviosa, y si seguían sucediéndose los acontecimientos extraños, como hasta ese momento, el mismo Derek reflexionó que pronto perdería él también todo control.
Derek se alegró de abandonar la ciudad de Rampleford. Su último día se había visto alegrado, aunque no muy notoriamente, por la llegada de una carta de Sheila, en la que le decía que si bien le era demasiado difícil explicarle las cosas por escrito, en cuanto pudiesen verse trataría de aclararle todos los puntos oscuros dé su relato. La siguiente ciudad del circuito a la que ahora se dirigían estaba situada en un lugar que lo acercaba al momento deseado, y aunque Beamish describió a Whitsea, la próxima parada, como "terrible", esperaba con impaciencia la hora de llegar a ella. Fué entonces cuando con verdadero alivio se encontró una vez más en el coche reservado, mientras observaba por la ventanilla la inseparable guardia policial que los acompañaba, y el comisario auxiliar que charlaba animadamente, en tanto que un grupo de soldados canadienses contemplaban el espectáculo inesperado, que les resultaba sumamente divertido.
Acababa de sonar el silbato de partida, y ya el último de los muchos seres no privilegiados que viajaban en el tren había logrado ubicarse en algún lugar de los vagones recargados de pasajeros, cuando apareció un oficial de policía, a todo correr, por la plataforma. Saludó apresuradamente a su jefe, al tiempo que le hacía entrega de una carta y le murmuraba unas frases en el oído. A su vez el jefe de policía golpeó el vidrio de la ventanilla del juez, que Derek terminaba de cerrar.
—Esto acaba de llegar desde la residencia —observó, una vez que los viajeros hubieron logrado abrir la ventanilla—. La deben de haber entregado después que ustedes partieron. Espero que no se trate de un asunto importante —agregó, al tiempo que le alcanzaba la carta. El juez la tomó y procedió a abrirla y leer su contenido.
— ¡Vamos! —exclamó enojado—. ¿Cómo fué...?
Era demasiado tarde. El tren acababa de partir. El jefe de policía les hizo la venia con una sonrisa estereotipada en el rostro y retrocedió unos pasos. El comisario auxiliar pronto desapareció de su vista, en tanto se colocaba el sombrero en la cabeza. El juez tenía sobre sus rodillas un papelito escrito a máquina y un sobre sin estampilla.
Hilda lo levantó. Su lectura no le llevó mucho tiempo. Decía así:
La próxima vez no te será tan fácil escapar, ¿sabes?
Nuevamente cruzó con Derek una mirada significativa, que no le resultó, a éste último, difícil de interpretar.