CAPITULO XII
ALGUIEN HABLÓ

Sheila Bartram era alta y rubia. Tenía ojos grises, grandes y prominentes, y cutis pálido, que muchos habrían clasificado como anémico, pero otros encontraban interesante. Contaba diecinueve años y estudiaba para graduarse de enfermera de la Cruz Roja. Su padre era el director gerente de una importante empresa fabril y se pasaba la mayor parte del tiempo ocupado en recorrer el país, yendo de una a otra sucursal con el fin de supervisar el fiel cumplimiento de los distintos contratos firmados con el Estado. Entretanto, Sheila y su madre habían hecho abandono de su residencia londinense para refugiarse en la casa de una tía. Derek se enteró de todo esto y mucho más durante la primera media hora que siguió a su encuentro. Su madre había conseguido, con cierta dificultad, que Derek consintiera en llevarla en el coche hasta el pueblo más cercano para asistir a la reunión del comité vecinal que debía discutir el problema de cómo proporcionar mayores comodidades a las fuerzas armadas. Se había visto obligado a esperar a su progenitora durante casi toda la mañana, sin saber qué hacer, y fué así como conoció a Sheila, que se encontraba en una situación similar a la suya. Antes de que ambos se dieran cuenta de lo que les ocurría, el aburrimiento de la mañana se había evaporado para dar lugar a una sensación de encantamiento, y Derek condujo el automóvil hasta su casa, tan aturdido y embelesado como la propia Sheila regresó al hospital, ambos incapaces de definir lo que sentían para ser envidiados o compadecidos por el resto del mundo, según el gusto personal o experiencia de cada uno.

Eso sucedía el sábado, y Derek debía reencontrarse con el juez en la estación el lunes por la tarde, cuando la comitiva proseguiría con el itinerario trazado. Se ingenió para pasar casi todo el domingo en compañía de Sheila, y las horas que no estuvo con ella las dedicó a meditar sobre su belleza o a maravillarse de la suerte que había tenido al encontrarla. En qué empleó la joven esas mismas horas puede deducirse de su fracaso desastroso y sorpresivo en los exámenes que rindió pocos días después. El lunes, después de una despedida tan triste y prolongada, como si Derek hubiese tenido que marchar al frente de batalla, el enamorado regresó a Londres de muy mala voluntad.

Al ver a Hilda, esbelta y elegante, que conversaba con una guarda servicial a la puerta del vagón reservado, Derek experimentó un ligero aunque positivo resquemor. Trató de hacer a un lado la desazón que lo embargaba, pero no pudo desprenderse del recuerdo, y lo que es peor aún, experimentaba conjuntamente una tenue sensación de culpabilidad. Dado el estado en que se hallaba su mente (si, en realidad, podía decirse que su cerebro tenía algo que ver con lo que sentía), era inevitable que Hilda o cualquier otra mujer en su defecto lo llevara a hacer comparaciones con la dueña de sus pensamientos. Las primeras consecuencias de este cotejo fueron un tanto desleales para Sheila, o mejor dicho, para la imagen que de ella se había formado durante los dos últimos días. Había olvidado cuán atractiva era Hilda. Claro está que era mucho mayor..., casi una anciana. En realidad, no era posible establecer ningún parangón. Sin embargo, al considerar el equilibrio reposado y tacto infalible, característicos de Hilda, así como su seguridad y aplomo en cualquier circunstancias, ¿acaso no pecaba Sheila de demasiada candidez?, y ¿no carecía su deliciosa ingenuidad de un auténtico savoir faire?

La sospecha desapareció tan pronto había surgido, y mucho antes de que su mente consciente reconociera su existencia. Cinco minutos después, Derek habría sido capaz de jurar que jamás se le había ocurrido pensar tal cosa; pero, la idea, aunque incipiente, tuvo sus efectos. Permaneció escondida en el más recóndito lugar de su memoria, como un ínfimo motivo de queja, y para compensarlo su imaginación produjo, una tras otra, mil capas de fantasías encantadas que resultaron en una perla de perfección sobre humana, una Sheila ideal, a la que la propia mujer de carne y hueso demostraría posteriormente ser su más peligrosa competidora.

Entretanto, lady Barber, que había sido la causante de tanta preocupación, no carecía de sus tribulaciones personales. Si a los ojos de Derek en ese momento aparecía calma y serena, era porque e1 joven tributaba a su poder de control sobre sí misma un homenaje mucho mayor del que merecía. La verdad era que había tenido un fin de semana muy agitado. Había regresado a su hogar, luego de la entrevista que sostuvo con Derek en el club, mucho más reconfortada por la impasible placidez de Mallett de lo que había querido reconocer en el momento, pero el juez, de vuelta de la reunión que había tenido en el Athenæum, se encontraba sumido en la más profunda desesperación. Tenía frente a sí una carta abierta de su cuñado, donde le informaba de las pocas probabilidades que existían de llegar a un arreglo amistoso con los apoderados de Sebald-Smith, y pronto notificó a su esposa que, si bien éste era un serio motivo de preocupación, también era el menos importante de todos ellos. Lo que verdaderamente lo inquietaba era un incidente ocurrido esa misma tarde, dentro del ámbito tranquilo, del club. Terminado el té, había solicitado su atención uno de sus colegas, mucho más entrado en años que él, un hombre a quien admiraba abiertamente por sus profundos conocimientos y a quien temía en secreto por su lenguaje cáustico y mordaz. Luego de una conversación intrascendente y casual, a la que cualquiera no hubiese asignado otra importancia que la de un simple interés amistoso por las ocurrencias del circuito sureño, el pobre Barber había comprendido con toda claridad que su interlocutor se hallaba al corriente de todo lo sucedido en Markhampton. Una vez que hubo dejado caer la gota de veneno en la forma paternal y suave que lo había hecho famoso, su torturador procedió a encender un cigarro con toda parsimonia, para luego marcharse, dejando tras de sí a un hombre furioso y asustado.

— ¡Alguien habló!—gritó Barber al relatarle los sucesos a su esposa—. Después de las precauciones que tomamos, ¡alguien habló!

—Evidentemente, tienes razón —repuso Hilda, luego de tomar una rápida decisión por la que consideraba que unas palabras de dinámica eficiencia de su parte serían el mejor antídoto para el estado de postración en que se hallaba su esposo—. Después de todo, ¿qué otra cosa podíamos esperar? Eso siempre suele saberse, más tarde o más temprano.

— ¿Quién puede haber sido?—prosiguió Barber—. Habría jurado que el actuario era digno de toda confianza. En cuanto a Pettigrew, él mismo vino hasta la residencia, en su afán por mantener el asunto oculto... Claro que el oficial de policía era muy joven e inexperto, pero aun así... ¿Te parece que Pettigrew haya sido capaz de traicionarme, Hilda? Somos viejos amigos...

—No —repuso Hilda, al tiempo que apretaba los labios—. No creo que haya sido capaz de eso. Pero, a mi juicio, desde que se ha descubierto el asunto, no veo que tenga mucha importancia el determinar quién ha sido el culpable. Ahora que, si te interesa, William, me parece que la respuesta a tu interrogante es obvia.

El juez la miró sorprendido.

—Olvidas que siempre hay dos partes en un accidente —prosiguió Hilda, con impaciencia—, y de las dos, la que resulta lesionada y sus amigos son los que más fácilmente hablan del asunto. Sally Parsons tiene muchos conocidos, y no me cabe la menor duda de que todos están informados de lo ocurrido.

— ¡Pues todo el Temple lo sabrá!—se quejó Barber, con las manos en alto, en un ademán desesperado—. ¡Todo el Temple!

— ¡William!—exclamó Hilda—. Trata de recobrarte. Si todos están enterados, ¿qué te importa? Puedes tener la seguridad de que si el asunto consigue arreglarse sin que haya pleito, no aparecerá la noticia en los periódicos, y eso es lo único que interesa. ¡Realmente, William, te comportas como un niño!

Ante la reprimenda de su esposa, Barber recobró algo de su dignidad.

—Hay cosas que interesan a un hombre de mi posición tanto como una acusación abierta publicada en los periódicos —observó—. ¿No comprendes, Hilda, que mi situación se haría intolerable cuando este asunto sea el tema de conversación de mis colegas? Hasta dónde ha llegado ahora, no lo sé, pero en cualquier momento puedo recibir el llamado del presidente del tribunal para sugerirme…

— ¿Sugerirte qué...?

—Sugerirme que presente mi renuncia.

— ¿Renuncia? —repitió Hilda, sin perder su tono animado—. ¡Tonterías! No puede obligarte a eso. Nadie ni nada lo conseguirán.

—Excepto una resolución de ambas cámaras del Parlamento.

—Bueno, eso es todo.

No obstante, el juez se negaba a ser consolado.

—No sería capaz de soportar una cosa así —señaló—. Si se suscitara la cuestión en el Parlamento, mi posición se tornaría insostenible. Por otra parte, no sería yo solo quien sufriera las consecuencias de esa situación, sino que todo el poder judicial se vería arrastrado...

Se interrumpió con un estremecimiento de terror ante la perspectiva que vislumbraba.

—Resumiendo —interpuso Hilda, con vigor—, estamos obligados a transar privadamente con las exigencias de Sebald-Smith, y eso ya lo sabíamos. Una vez arreglado el asunto, ni el presidente del tribunal ni nadie querrán dar lugar a un escándalo. Por otra parte, la gente olvida pronto estas cosas, especialmente ahora que tiene la mente ocupada con la guerra. Déjame ver lo que dice Michael.

La carta no había sido redactada como para alentar esperanzas. Los apoderados del herido no parecían muy dispuestos a reducir el monto de la demanda original. Michael había remitido adjunto una carta de los referidos letrados, donde exigían una respuesta concreta a breve plazo. También se había practicado una consulta médica entre peritos designados por ambas partes, y el informe presentado por el médico nombrado por el juez era peor de lo que podía suponerse. Aparte de la amputación del dedo meñique, habían resultado dañados los músculos de la mano, y momentáneamente el traumatismo restringía el uso del miembro, con probabilidades de dar lugar a una lesión permanente. Sea como fuere, el tratamiento era caro y prolongado. Además, se había requerido la opinión de un músico de renombre, cuya declaración concordaba con la demanda de la parte actora en que la ausencia de un dedo reduciría a cero las posibilidades de un pianista para ganarse la vida. Seguían otras consideraciones similares y, finalmente, Michael pedía instrucciones.

Hilda dejó la carta sobre la mesa con aire desalentado, pero se puso de pie y encendió un cigarrillo, antes de tomar una decisión.

—Creo que tendré que ir a verlo —observó por fin.

—Sí, quizá sea lo mejor —repuso su esposo—. Pero a juzgar por su carta, me parece que podrá hacer muy poco por nosotros.

— ¿Quién? ¿Michael? No me refería a él, aunque probablemente también lo visitaré, sino a Sebald-Smith.

— ¡Hilda! ¿Hablas en serio?

—Por supuesto.

— ¡Pero estaría fuera de lugar! Tú…tú no puedes hacer eso.

— ¿Por qué no?

—Porque, para empezar, sabes tan bien como yo que cuando un asunto ha pasado a manos de letrados profesionales, no es correcto que una de las partes se entreviste con la otra a espaldas de su apoderado y...

—No me interesan los convencionalismos. Hay que hacer algo, y creo que eso es lo único que nos queda por intentar. Si insistes en los tecnicismos, yo no soy parte en el asunto.

—Hilda, te ruego que recapacites. Tu intervención, en lugar de arreglar las cosas, podría tener resultados irreparables. ¿Cuál supones que será la reacción de un extraño...?

—No es un extraño.

—Está bien. Aceptemos que haya visitado nuestra casa en una o dos oportunidades, si bien yo no lo recuerdo, pero desde el punto de vista práctico, es un extraño.

—Pues era muy amigo mío en otras épocas —observó Hilda, con lentitud—, muy íntimo, en verdad.

El juez la miró sorprendido, con expresión sospechosa.

— ¡Oh, no! ¡No tanto como tú supones! —protestó Hilda, con una carcajada, para después estamparle un beso en la coronilla. Luego tomó asiento en un banquito junto al sillón que ocupaba su esposo—. Bueno, eso ya está arreglado, ¿no es cierto? —agregó con tono persuasivo.

—Si vas —protestó el juez, débilmente—, que sea sin mi aprobación.

—Puedes desautorizarme si lo prefieres, y no se hable más del asunto. Lo que importa ahora es: ¿a cuánto asciende nuestra contraoferta?

A partir de ese momento, la discusión degeneró, como suele suceder siempre que el dinero es el eje de la cuestión. Después de considerar la posición financiera del juez, pasaron al tema poco grato de las posibles economías que podrían realizar en el futuro. Hilda se mostró inesperadamente resignada en cuanto a sus gastos personales se refería, si bien un tanto obstinada en lo que su esposo calificaba de exigencias irrazonables sobre las suyas propias, pero el coloquio se tornó positivamente hiriente, e Hilda subió el tono de voz cuando se derivó a las regiones estériles del pasado. ¿Qué se habían hecho de los cuantiosos honorarios que había percibido durante los últimos años de su práctica profesional, cuando el impuesto a los réditos y los eventuales eran menores que los actuales, y nada si se los comparaba con lo que podrían ser en el futuro? Hilda, cuyos nervios se hallaban sobreexcitados por la agitada tarde pasada, perdió el habitual control que tenía sobre sí misma al escuchar las viejas acusaciones de extravagancia que le hacía su esposo. En lugar de dejarlas pasar inadvertidas, comenzó a tratar de justificar con manifiesta irritación el costo de vestidos que había usado y cenas que había ofrecido muchos años atrás. Primero se mostró indignada y. por último, comenzó a gritar en defensa propia. Cada penique gastado había contribuido a su mayor gloria y honor, además de permitirle avanzar en su carrera, a la que ella, su esposa, le había dedicado (sus propios oídos, sorprendidos, escucharon de sus labios el viejo axioma) los mejores años de su vida. De no ser por el plan que ella había trazado de antemano, como a él bien le constaba, jamás hubiera logrado alcanzar la posición de la que ahora disfrutaba, y que ahora también, a causa de su descuido criminal, había puesto en peligro. Y en cuanto a extravagancias... Aquí fué Barber quien debió repeler un ataque que, para ser fieles a la verdad, no estaba bien fundado, ya que sus propios gustos habían sido siempre por demás sencillos.

La injusticia de la acusación lo movió a refutar a su esposa con algunos comentarios mordaces y arbitrarios, que llevaron a la penosa escena a su punto culminante, cuando Hilda, llorosa y compungida, se marchó, mientras el juez murmuraba algunas frases de disculpa, en tanto que ninguno recordaba el tema original de la discusión.

A la mañana siguiente ya se había restaurado la paz hogareña, pero el problema que la disputa suscitó continuaba tan insoluble como antes. Si Sebald-Smith no se avenía a reducir el monto exigido, Barber era un hombre arruinado desde el punto de vista económico. Si no lograban ponerse de acuerdo y se iniciaba la acción legal, estaba arruinado económica así como profesionalmente. La única esperanza radicaba en que el actor o sus apoderados comprendiesen que era mejor no llevar el asunto adelante, puesto que un juez del Tribunal Superior, que recibe un sueldo mensual y paga su deuda a plazos, es preferible a un deudor fallido que carece de renta o perspectiva de remuneraciones. Finalmente, y como Barber se vió obligado a admitir de mala gana, lo mejor sería que Hilda se entrevistara con él para inducirlo a entrar en razón.

Hilda puso en práctica su plan sin pérdida de tiempo, pero inmediatamente tuvo que superar un obstáculo. Sabía que Sebald-Smith se hallaba en su casa de verano y lo llamó por teléfono, pero no consiguió hablar con él. La voz que contestó el llamado era la de Sally Parsons, e Hilda colgó el receptor sin revelar su identidad. No quería hablarle ni tampoco arriesgar una entrevista con ella como testigo. Recordaba varias oportunidades en las que la había hecho objeto de grandes desaires, y tenía la certeza de que Sally Parsons tampoco se había olvidado de ellos. El pensamiento la hizo estremecer ligeramente. Si la actitud de Sebald-Smith, tal como se reflejaba en las cartas enviadas por sus apoderados, era una de venganza, ¿se debía acaso a la influencia perniciosa de Sally? Sin embargo, todo no estaba perdido. Si pudiese entrevistarse con él, a solas, quizás lograría contrarrestarla y obtener una victoria. Su casa de verano se hallaba ubicada en las proximidades de Rampleford, la siguiente ciudad del circuito, y Sally Parsons jamás había podido tolerar la vida campestre por más de uno o dos días. Ya vería cómo encontraba el momento para llegarse hasta allí, siempre y cuando pudiese dejar a su esposo con absoluta confianza...

El recuerdo del otro peligro, más siniestro y misterioso, que se cernía sobre ellos, se hizo presente con renovados bríos, por el solo hecho de haber sido momentáneamente relegado a segundo término. Lo desechó con esfuerzos y se dirigió nuevamente hacia el teléfono. Llamó a la oficina de su hermano y concertó una cita para el siguiente lunes en horas de la mañana.

Michael era más joven que su hermana, si bien parecía varios años mayor que ella. Al igual que Hilda, era de baja estatura y tez morena, pero su figura no era esbelta como la de ella, pues había permitido que la gordura lo desfigurase por completo. Poseía mente ágil y sutil, y era capaz de evidenciar gran tacto y simpatía, que alternaba, según las circunstancias, con una franqueza aterradora. En esa ocasión, había decidido hablar sin rodeos.

—Tu digno esposo se ha metido en un lío, Hilda —observó—. Nos tienen a su merced y, lo que es peor aún, a ellos les consta que es así.

—No es necesario que te solaces por ello —repuso su hermana, con voz quejumbrosa—, aunque no te agrade William.

Michael dejó pasar la observación sin pronunciar palabra.

—Hay que hacer algo —insistió Michael—; la gente ya ha empezado a hablar del asunto.

—Sí; lo sé.

—Bueno, ¿qué se propone hacer tu marido?

—Yo he decidido entrevistarme con Sebald-Smith —replicó Hilda, con marcado énfasis en el pronombre personal.

— ¿El ataque directo? Supongo que eso no le gustará mucho a tu marido, pero no sé si no es lo más indicado en un caso como éste. ¿Cuándo piensas visitarlo?

—Espero que muy pronto.

—No hay tiempo que perder. Entretanto, tenemos que contestar a la última carta de sus abogados. De lo contrario, son muy capaces de iniciar la demanda sin más trámites.

—Sí, ya lo he pensado —repuso Hilda—. Creo que lo mejor será que les digas que el juez se halla de viaje por el circuito y que te comunicarás con ellos en cuanto recibas instrucciones directas.

—Bueno, esperemos que eso logre mantenerlos tranquilos por un tiempo. Afortunadamente, los letrados que patrocinan a Sebald-Smith no son muy despiertos y quizás no se den cuenta de que Barber ha tenido varios días libres durante los que podría haberme impartido todas las instrucciones que juzgase necesarias. En verdad, es una gran ventaja para nosotros el que no sean muy sagaces. Si yo hubiese tenido que defender a la parte contraria, ya habría dejado caer algunas indirectas en los oídos de la policía de Markhampton.

— ¿Por qué?

— ¿Por qué? Pues tendría solamente que sugerirles que estaban procediendo en contra de la ley al ocultar un delito, y se verían obligados a iniciar la acción. Eso sí que habría sido una verdadera venganza; y aún pueden hacerlo. Siempre existe esa posibilidad.

—Veamos —dijo Hilda—. De acuerdo con la ley, la acción judicial por conducir un automóvil en forma imprudente debe promoverse dentro de los catorce días posteriores a la infracción, a menos que se establezca por resolución escrita que se ha procedido a estudiar el caso, y esto no ha ocurrido. Por lo tanto, podemos estar tranquilos por ese lado. Sin embargo, pueden procesarlo por conducir un automóvil sin haberlo asegurado. Tienen seis meses para eso, y aún más, según las circunstancias.

— ¡Mi buena y vieja Hilda!—exclamó Michael, con una sonrisa—. Siempre fuiste el mejor abogado de todos nosotros. Me había olvidado de esas disposiciones y, de cualquier modo, hubiera tenido que consultar mis libros antes de proceder. Pero ahora que tú las citas, no me cabe la menor duda de que estás en lo cierto, y las acepto incondicionalmente.

—Quédate tranquilo, que no me equivoco —repuso Hilda, orgullosa—. La perención de instancia fué siempre uno de mis temas favoritos y me dediqué especialmente a estudiarlo con afán.

—No me extraña. ¡Siempre fuiste una mujer extraordinaria, casi te diría, inhumana!

—No veo que haya nada de inhumano en recibirse de abogado.

—Sin embargo, no es una carrera corriente para una mujer. Dime, ¿por eso te casaste con William..., para convertirte en un famoso abogado por poder?

— ¿Eres siempre tan rudo con tus clientes, Michael?

— ¡No. por Dios!

—Bueno, pues ahora te estoy consultando en calidad de letrado, y ésa no es la pregunta que contestaría a mi apoderado, a menos que viniese a verlo para obtener el divorcio.

—Tú ganas —repuso Michael, de buen humor—. Trataré de hacer todo lo que pueda, por ti y por William. Les enviaré una carta de acuerdo con tus sugestiones y, entretanto, espero que me des noticias de la entrevista que celebres con Sebald-Smith. ¡Que Dios te bendiga!

Hilda vió a Derek que avanzaba por la plataforma de la estación y lo saludó con un ademán de bienvenida, acompañado de una amplia sonrisa. Su ojo negro se había curado por completo, o por lo menos se hallaba perfectamente disimulado bajo un maquillaje impecable. Parecía tan despreocupada y segura de sí misma como una mujer hermosa, con una posición desahogada, tiene el derecho de serlo. Unos momentos más tarde Derek ascendió al vagón y fué recibido con un apretón de manos, un poco más cordial que el que exigía 1a cortesía, como para recordarle del pacto secreto y amistoso sellado entre ellos. Cinco minutos después, el policía de civil que los había acompañado hasta la plataforma giró sobre los talones, y el tren, que conduciría a este extraño grupo de individuos que formaban la comitiva del juez, con su aún más extraña carga de esperanzas, temores, ambiciones y angustias, partió rumbo a la próxima ciudad del circuito.