CAPITULO VI
LAS ACCIONES CIVILES

Las sesiones de la Corte de Assizes en Southington se desarrollaron dentro de la normalidad acostumbrada. La ceremonia inaugural fué, excepto por algunas variantes típicas de la localidad, muy similar a la de Markhampton. Derek, que ya se creía muy versado en las formalidades tradicionales, desempeñó su papel con lo que creía ser la justa medida de dignidad y jerarquía. Observó que la presencia de lady Barber no modificaba para nada el procedimiento. La dama se mantenía a la distancia, y en cuanto al resto de los espectadores, era una figura más, vestida de negro, que pasaba inadvertida, oculta en uno de los últimos bancos de la iglesia o en un rincón lejano de la sala. Durante el segundo día de sesiones ni siquiera se hizo ver en el tribunal, pues decía que los delitos la aburrían sobre manera. Había leído las declaraciones con anterioridad y ningún caso presentaba el más mínimo interés de orden legal. Sin embargo, en la lista de acciones civiles que debían juzgarse a continuación había varias a las que se proponía asistir. Una de ellas en particular, que dilucidaría por primera vez un oscuro punto relacionado con la interpretación de una nueva ley promulgada por el Parlamento, prometía ser muy interesante. Al escucharla expresar su opinión con tono decidido, durante la cena, la segunda noche que pasara en la residencia de su señoría, Derek comprendió por qué el juez se había ganado el apodo de "papá William".

Hilda Barber era, en verdad, una mujer extraña, dotada de notables condiciones que la hubieran convertido en una excelente abogada. Había realizado estudios de derecho, según le informó a Derek, pero jamás había actuado en el foro. En realidad, y al igual que muchas otras mujeres abogadas, lo cierto es que no había logrado reunir una clientela numerosa que le permitiera actuar ininterrumpidamente. Carecía de un amigo influyente que la apoyara y no había podido superar el prejuicio que convierte a la abogacía en una profesión eminentemente masculina. Por espacio de dos años deambuló por los tribunales y escuchó todos los juicios importantes (diferenciándolos de los meramente notorios o escandalosos), sin dejar de estudiar afanosamente en la biblioteca de su colegio. En esta época, Hilda concurría como alumna a las clases que dictaba William Barber, que, a la sazón, se encontraba en la cumbre del éxito como abogado auxiliar. Poco después, Barber celebraba un doble acontecimiento, al ser nombrado procurador de la corona y contraer enlace con su ex alumna en el mismo mes. Corrió el rumor de que ambos eventos de importancia se debían a la iniciativa de la dama, y lo cierto es que, desde el punto de vista profesional, su señoría jamás tuvo motivos de que lamentarse.

Después de su casamiento, Hilda Barber dejó de concurrir a los tribunales. La peluca blanca e inmaculada y la toga brillante fueron guardadas como monumentos representativos de una ambición no realizada. Desde ese momento, se dedicó íntegramente a un noble propósito: el de fomentar la carrera de su esposo y gastar hábilmente las ganancias cada vez mayores que éste le entregaba. Sería difícil determinar en cuál de las dos tareas tuvo mayor éxito. Con su matrimonio, contribuyó a que Barber entrara en contacto con personalidades sociales que, hasta ese momento, le eran desconocidas, y que necesitaba, para dejar sentada su reputación profesional. Por otra parte, muchos abogados, que eludían a la ilustre Hilda Matthewson, letrada, ahora se disputaban la primacía en las invitaciones a fiestas y reuniones celebradas por la elegante Mrs. Barber. Los periódicos vespertinos que comentaban en una columna el discurso pronunciado por el "eminente K. C." en el juicio de mayor resonancia en el día, se referían en otra página a un baile de caridad o noche de gala en la que se había destacado la brillante personalidad de su esposa, y a continuación pasaban a detallar el modelo que ésta lucía, con mayor fidelidad que las palabras de su esposo; de manera que cada artículo publicitario sobre uno de los miembros de la pareja reaccionaba favorablemente en beneficio del otro.

Sin embargo, sería erróneo suponer que por encontrarse ahora en una posición que le permitía ejercitar su talento para la vida de sociedad al máximo, su interés por los asuntos legales hubiera disminuido. Cualquier otra mujer en su lugar habría buscado en la beneficencia o la política la válvula de escape para el sobrante de sus energías, pero ella permanecía fiel a la jurisprudencia. La cantidad de trabajo que realizaba para Barber, entre bambalinas, como un pequeño duende, pasaba inadvertido para todos, excepto quizás para el secretario, pero era indudablemente enorme. Barber era un hombre capaz, y su actuación profesional lo hubiera, inevitablemente, llevado más tarde o más temprano a ocupar el alto cargo que desempeñaba; pero su esposa no estaba equivocada al suponer que la ayuda que ella le había prestado acortó el período en unos cuanto años, a la vez que le había permitido hacer frente a una gran cantidad de trabajo que, de otra manera, hubiera tenido que rechazar.

Hilda se sintió muy satisfecha cuando Barber K. C. fué trasformado a su debido tiempo en su señoría el juez Barber. El nombramiento tenía, sin embargo, sus desventajas. En especial, debemos señalar que muy pronto descubrió, como muchos lo hicieron antes que ella, que el sueldo asignado a un magistrado es un pobre sustituto de los honorarios que recibe un abogado competente que ejerce libremente su profesión. Si bien le resultaba agradable que la anunciaran en las reuniones como "lady Barber", no podía menos que sentirse un tanto incómoda al verse obligada a saludar a su anfitriona con un vestido del año anterior. Por otra parte, la designación de su esposo como juez, tuvo una consecuencia imprevista por Hilda, que quizás ella jamás llegó a comprender. Los jueces, aunque no actúen dentro de la esfera luminosa que rodea al trono, son hombres públicos, y son muy pocos los detalles de su vida privada que logran escapar al comentario general. Por lo tanto, mientras nadie había descubierto que las opiniones de Barber K. C.- se debían en más de una ocasión a las críticas y consejos de su esposa, pronto corrió el rumor de que las sentencias del juez Barber eran redactadas por lady Barber. En una oportunidad, en un juicio de apelación, la pregunta que pasaba sotto voce de un juez a otro: "¿La habrá escrito Hilda?", pronto llegó a oídos de los letrados. Afortunadamente, y para no perturbar la paz de su espíritu, todos prefirieron guardar el secreto. No obstante, conocía el apodo que le habían aplicado a su marido y lo toleraba con magnánimo desdén. En cuanto al público en general se refiere, lady Barber continuaba manteniéndose a la distancia, y de no ser porque quizás su figura era demasiado decorativa, desempeñaba el papel de esposa de un juez a la perfección.

Derek descubrió rápidamente que la sumisión que evidenciaba en público lady Barber no la aplicaba luego a su vida privada. Muy pronto tomó a su cargo la dirección de la casa, acosó a Mrs. Square en una forma a la que la autocrática mujer no estaba acostumbrada, criticó a Greene por su falta de atención al sombrero de copa del actuario, pisoteó al pobre Sa-vage y tuvo varios cambios de palabras con el propio Beamish. El desagrado que experimentaba lady Barber hacia el secretario era mutuo. Beamish no había servido a su señoría antes de su designación en la magistratura, y su predecesor en el cargo había declinado el ofrecimiento que le había hecho Barber de llevarlo consigo en el circuito, pues prefería quedarse en Londres y probar su suerte en el palacio de justicia. El nuevo juez había tenido, pues, que conformarse con el mejor servidor que logró encontrar a tan corto plazo. Lamentablemente, su elección no mereció la aprobación de Hilda, y desde su arribo a Southington ésta no perdió oportunidad de demostrar su sentir.

En cuanto al juez se refería, este elemento de discordia no parecía afectarle muy profundamente. No prestó atención al verdadero cataclismo que se produjo entre su personal, y rehusó firmemente discutir las cualidades de Beamish. Era obvio que el tema le resultaba por demás conocido, una vez tomada una decisión, que se le antojaba muy sensata, estaba determinado a mostrarse inflexible. Con excepción de esta diferencia de opiniones, las relaciones con su esposa después de la confesión que le había hecho durante la primera noche que ella había pasado en Southington eran perfectamente cordiales. Cualquier reforma que lady Barber deseara introducir en la casa tendía a aumentar las comodidades personales de su esposo más que las suyas propias, y a su señoría le agradaba disfrutar de esas pequeñas atenciones que su esposa le brindaba. El resultado de esta situación fué que Derek encontró la atmósfera de la residencia nuevamente amable y cordial y mucho más animada que antes del arribo de lady Barber.

Hilda consiguió que el juez ofreciera varias reuniones en Southington. No eran otra cosa que simples recepciones oficiales a las que asistían el comisario principal, el alcalde y el juez del tribunal local con sus respectivas esposas, y luego de discutir los problemas del lugar se marchaban puntualmente a las veintidós y quince. Sin embargo, estas veladas sirvieron para demostrar el admirable tacto de Hilda. Sabía disponer de sus invitados con absoluta discreción, jamás permitía que la conversación degenerase en las simplezas típicas de las recepciones oficiales y, al mismo tiempo, ajustaba su personalidad al nivel de sus invitados. Mucho más de su agrado eran los almuerzos que ofrecía, de cuando en cuando, el juez a los letrados que actuaban en los juicios criminales. Nunca brillaba tanto como en la compañía de los hombres jóvenes. Derek observó tristemente divertido cómo otros pasaban por el mismo interrogatorio a que él había sido sometido. También advirtió que en ningún momento lady Barber admitía pertenecer al gremio. En una oportunidad escuchó sin mover un músculo a un joven que con su primer alegato en la mano le explicaba detalladamente un punto elemental del procedimiento, que ella conocía a la perfección (e inci-dentalmente, el muchacho incurrió en varios errores).

Los juicios criminales de Southington llegaron a su fin, y el día fijado para el caso que a Hilda le interesaba se hallaba ya muy próximo. Antes de que comenzara el proceso decidió ir a Londres. A su esposo le dijo que el propósito de su viaje era entrevistarse con su hermano por el asunto de Sebald-Smith, y esa misma noche, a su regreso, no mencionó para nada las gestiones realizadas y sólo manifestó que había tenido una jornada provechosa. El juez, que ante cualquier referencia al incidente de Markhampton se sentía visiblemente irritado, prefirió no pedirle aclaraciones, y el tema quedó de lado. Durante la cena, esa misma noche, lady Barber volvió a referirse al juicio que debía ventilarse al día siguiente en los tribunales.

—Veo por la demanda que Frank Pettigrew defiende al acusado —observó—. Lo invitaremos a cenar. Será una novedad tener un comensal entretenido.

—Mi querida —objetó Barber, con tono grave—, ya lo invité a almorzar en Markhampton. No me agrada demostrar ningún favoritismo entre los letrados, excepto en algunos casos muy especiales, y, francamente, no creo que éste sea uno de ellos.

—Quiero verlo —insistió su esposa con expresión de niña contrariada—; me divierte, y además, hace años que no sé nada de él.

—Eso no me sorprende lo más mínimo —repuso el juez—. Por otra parte, no me parece de muy buen gusto...

—Mi querido William —lo interrumpió la dama con un tonillo burlón que lo obligó a cambiar de argumento—, si piensas erigirte en árbitro de gustos...

—Además —prosiguió Barber—, eso de invitar únicamente al apoderado de una de las partes iría en contra de mis principios. Aun cuando el caso concluya mañana por la noche, como parece probable, insisto en mi objeción.

—Nada más sencillo, pues —observó Hilda con tono decidido—. Invitaremos a los dos letrados. Flack actúa por el demandante, ¿verdad? No me parece del todo mal. Entonces, como seremos cuatro, hasta podremos hacer una partidita de bridge. Supongo que usted juega, ¿no es así, Mr. Marshall?

Derek, que había presenciado la discusión con manifiesta turbación, repuso afirmativamente.

—...y así no lo molestaremos más con nuestra charla —proseguía entretanto lady Barber—. Le traje algunos libros nuevos de la biblioteca que creo le agradarán. Bueno, pues, ya está todo arreglado.

Y en verdad lo estaba.

La acción civil que había dado lugar a tanta discusión resultó ser, en opinión de Derek, una de las menos interesantes. En una sala completamente vacía, a excepción de los funcionarios y reporteros que cumplían con sus respectivas tareas, Flack, un individuo grave, de mediana edad, con un tono de voz particularmente desagradable, ocupó toda la mañana con su discurso inicial. En opinión de Derek, éste no fué otra cosa que una repetición, con diversos énfasis, de una sección de una ley promulgada por el Parlamento, que parecía haber sido redactada por un analfabeto especialmente dotado para la oscuridad del lenguaje, y la lectura de algunos pasajes de sentencias pronunciadas sobre otras leyes, que no tenían ningún punto de contacto con la anterior. Al finalizar su alocución, llamó al estrado a dos testigos que Pettigrew no quiso interrogar, a la vez que señalaba que su defensa se basaba en una cuestión puramente de orden legal.

Lo que al actuario le había resultado intolerable y aburrido había estimulado hasta el éxtasis a lady Barber. La dama regresó con ellos a almorzar en el mejor estado de ánimo. Derek consideró que su actitud se asemejaba mucho a la de una jovencita durante el entreacto de una comedia de suspenso y misterio. Poco después, descubrió que parte de su alegría se debía a que había resuelto el problema, o por lo menos, así lo creía ella.

—Flack no sabe lo que hace —observó mientras almorzaban—. No citó el único caso que tiene relación con el asunto que debe tratarse.

— ¿Ah, sí? —preguntó su señoría, visiblemente interesado al tiempo que levantaba la vista del plato—. ¿A qué caso te refieres?

—Al de Simpkinson y el Consejo del distrito urbano de Haltwhistle —replicó su esposa con la boca llena—. Está archivado con los juicios de apelación de 1918 y además...

—Mi querida Hilda —interpuso el juez—, conozco el caso perfectamente bien. Es uno de los muchos juicios sobre la legislación de emergencia que surgió durante la pasada guerra. No veo cómo puede ayudarme a determinar la interpretación de esta ley.

—Si dices eso es porque no conoces el caso. Establece un principio general aplicable al asunto que nos preocupa. El canciller lo señala con toda claridad.

Barber, que escuchaba las opiniones de su esposa con evidente respeto, se permitió emitir una breve carcajada.

—Supongo que habrás solicitado ayuda a tu hermano, ayer, cuando fuiste a Londres —observó.

— ¡Nada de eso! —replicó Hilda, con las mejillas encendidas—. Michael no sirve para discutir las cuestiones de forma, a pesar de toda su inteligencia y capacidad. Está demasiado ocupado con la redacción de testamentos de señoras maduras y los consejos que requieren sus otros clientes sobre la mejor forma de eludir el pago del impuesto a los réditos. Lo único que le pedí fué que me permitiera revisar su biblioteca. Estaba segura de que había un fallo de gran importancia para el caso, y era cuestión de buscarlo.

—Te lo agradezco, Hilda —repuso el juez—. Lo examinaré cuando regresemos a Londres y verificaré si tienes razón.

—No es necesario que te molestes —replicó su esposa—. Frank también lo tiene. Pude alcanzar a verlo sobre su escritorio esta mañana. No piensa referirse a él, a menos que lo considere imprescindible, porque va en contra de su cliente; pero así son las cosas.

—Sería muy poco digno de un letrado el saber que existe una sentencia sobre el particular y mantenerla oculta del tribunal, ya sea en su favor o no —expresó su señoría con tono solemne.

—Bueno, sólo quise decir que yo no la presentaría si estuviese en su lugar —replicó Hilda, sin dar mayor importancia al asunto.

Luego la conversación giró sobre detalles exclusivamente técnicos y se mantuvo en ese terreno hasta el final de la comida.

Después del almuerzo, tuvo lugar un curioso incidente que, si bien insignificante en apariencia, resultaría en consecuencia harto grave. E1 juez tenía verdadera pasión por los dulces, y después de almorzar acostumbraba comer tres o cuatro chocolatines o caramelos con la misma fruición de un colegial; por eso, una de las características de su casa era la caja de bombones que aparecía invariablemente al terminar cada comida. En esta ocasión particular, Savage presentó una caja de chocolates que ostentaba en su tapa la figura de una famosa confitería londinense.

— ¡Bombones de Bechamel! —exclamó el juez, con los ojos brillantes—. ¡Qué agradable sorpresa! ¿Quién los envía, Savage?

—Llegaron esta mañana por correo, excelencia —repuso el mayordomo.

— ¿Ah, sí?—observó el juez—. Hilda, querida —prosiguió—, veo que tus ocupaciones en Londres no se referían únicamente a investigaciones de orden legal. Te agradezco la atención.

—Sin embargo, no los he mandado yo —replicó lady Barber, sorprendida—. Ni siquiera me acerqué al West End. Debe tratarse de un error.

—Un error muy oportuno, por cierto. Son los que siempre compro para Navidad, con el centro de limón que tú gustas de morder, mientras yo prefiero chupar. Sírvase uno, Marshall.

—Ahora no —interpuso Hilda, puntillosa—. Si alguien te ha enviado una caja de bombones de Bechamel, debemos guardarla para esta noche. Una caja así es capaz de otorgar distinción a cualquier cena, y Dios sabe la falta que le hace a las comidas que organiza Mrs. Square.

—Francamente, no sé qué encuentras de malo en los platos que prepara Mrs. Square —observó el juez con indulgencia—; pero aunque comamos ahora unos chocolates, estoy seguro de que quedarán suficientes para esta noche.

—Ya lo creo que no —insistió Hilda, con firmeza—. Nada tiene un aspecto tan mezquino como una caja de bombones a medio llenar. Si puedes presentar a tus invitados una caja completa de Bechamel comprenderán que te has preocupado por servirles algo delicado, y ahí radica el secreto de saber recibir a la gente.

— ¿A pesar de que no haya sido usted, lady Barber, quien la encargara? —interpuso Derek, que osó intervenir en la discusión.

Hilda lo miró sonriente; le encantaba comprobar que el joven era capaz de hacerle frente.

—Especialmente porque no fui yo quien la encargara —observó—. Lo único que interesa es el efecto que se logra. Si bien en este caso me estoy tomando un verdadero trabajo al intentar persuadir a mi esposo de que se abstenga de probarlos. Vuelve a poner la tapa, William, y ata la cinta. Toma uno de estos caramelos, en su lugar.

E1 juez acató la superior voluntad de su esposa con mansedumbre, y poco después se marchaba para reanudar su trabajo en el tribunal.

Derek halló la sesión vespertina menos aburrida que la matutina, si bien era difícil trasformar un tema de por sí árido en algo de interés. Pettigrew estaba dotado de una habilidad y elocuencia naturales que le permitían cautivar la atención de su auditorio por poco atrayente que fuese el asunto que estaba en discusión, y hasta conseguía salpicar su relato con algunas referencias humorísticas que quebraban la monotonía del tema. Barber, cualesquiera que fuesen sus defectos, tenía el mérito (si bien éste era meramente negativo) de no ser un juez locuaz. Permaneció silencioso mientras escuchaba la perorata de Pettigrew, que demoró tres cuartos de hora, y sólo tomaba alguna que otra nota en el enorme libro que tenía frente a él. No evidenciaba apreciar las pequeñas bromas que éste hacía, pero es posible que también hiciese referencia a ellas en su libro.

Al llegar la alocución a su fin, hasta el mismo Pettigrew se había tornado aburrido. Una vez que se refirió con toda claridad y vigor al punto que debía someter al arbitraje del juez, pasó a mencionar los párrafos citados por su oponente con el fin de señalar que no modificaban para nada el asunto en discusión. Luego procedió a citar, a su vez, uno o dos juicios que podían tener alguna relación con el caso, no sin antes disculparse ante el juez por hacerle perder un tiempo que reconocía como sumamente valioso.

—Quizás —agregó con un mal disimulado bostezo— debería llamar la atención de su señoría sobre el juicio de Simpkinson contra el Consejo del distrito urbano de Haltwhistle, aunque tal vez su señoría considere que no es necesario.

Barber no cambió la expresión del rostro, que permaneció impasible, mientras anotaba en su libro el nombre del juicio y la referencia hecha por el letrado. Su esposa, por el contrario, hizo una profunda inspiración y apretó los puños enguantados, presa de gran excitación. Derek creyó advertir que Pettigrew lanzaba una ojeada en dirección de lady Barber antes de empezar a leer.

El juicio caratulado Simpkinson contra el Consejo del distrito urbano de Haltwhistle le pareció a Derek muy similar a los que habían sido citados ese mismo día, aunque tal vez era aún más incomprensible que aquéllos. Comenzaba a preguntarse por qué habían armado tanto alboroto al respecto Barber y su esposa, cuando el juez abrió los ojos, que hasta ese momento mantuviera entrecerrados.

—Ese párrafo que usted acaba de leer —observó— está en contra de su cliente, Mr. Pettigrew.

—Excelencia —repuso el interpelado, sin inmutarse, no concuerdo con esa opinión—. En primer lugar, no creo que el canciller pretendiera establecer un principio general, y su señoría podrá comprobar que más adelante...

—Está bien —lo interrumpió Barber—. Continúe, Mr. Pettigrew.

El abogado prosiguió leyendo las observaciones señaladas por el canciller y luego dejó el libro sobre la mesa.

—En verdad, no sé si este caso puede contribuir mayormente a aclarar el asunto que nos preocupa —expresó—; pero como me pareció que se encontraba in pari materia con algunos de los traídos a colación por mi oponente, me consideré obligado a llamar la atención de su señoría al respecto.

—De acuerdo —repuso el juez con sequedad—. ¿Tiene la bondad de entregarme el informe, por favor?

Tomó el volumen entre las manos, lo hojeó durante unos minutos y luego leyó en voz alta el pasaje al que Pettigrew se había referido. Con ese párrafo como punto de partida pasó a explayarse largo y tendido. Analizó y comparó el trozo con otras observaciones incluidas en la sentencia, señaló los puntos de contacto que tenía con otros juicios citados anteriormente y lo relacionó con los principios establecidos por los textos y autoridades en la materia. Convirtió así a este párrafo aparentemente inofensivo y trivial en un instrumento mortal, que, al ser insertado con toda delicadeza en la argumentación expuesta por Pettigrew, la despedazaba y aniquilaba por completo. Fué una disertación brillante, especialmente si se considera que Barber sólo tenía a su disposición una débil sugestión con que empezar. Lo único que la desmerecía era la evidente satisfacción que experimentaba el juez al haber descubierto un principio legal que echaba por tierra los argumentos sostenidos por Pettigrew, y la brutalidad innecesaria con que expuso los errores de juicio que encontraba en su exposición. Barber señaló con toda claridad que el abogado defensor de la parte demandada no sólo había demostrado encarar el asunto desde un punto de vista completamente equivocado, sino que a la vez evidenciaba un total desconocimiento de las leyes. Si bien no pasó por sus labios un solo término descortés, consiguió persuadir a su auditorio de la exactitud de sus palabras.

Pettigrew aceptó su derrota con resignación y hasta aparente buen humor. Intentó discutir el punto, pero sabía reconocer cuando estaba vencido y no tenía por costumbre prolongar la agonía del demandado cuando se trataba de casos sin esperanza como éste. Quizá su actitud pecaba de imprudente. Los clientes son humanos y se consuelan más fácilmente de haber perdido un juicio, si el apoderado elegido demuestra luchar denodadamente, a pesar de tener plena conciencia de que todo esfuerzo será en vano. Gran parte de su fracaso se debía a su creencia errónea de que los demás eran tan razonables como él. En consecuencia, pocos minutos después de la intervención del juez, puso fin a su alocución, tomó asiento y escuchó cómo el barbero, sin esperar a que Flack contestara a la exposición del defensor, pronunciaba una sentencia favorable al demandante.

Sin embargo, bajo su máscara de cortés indiferencia, Pettigrew ocultaba un sentimiento de creciente indignación. No le importaba perder un juicio (pues tal posibilidad entraba en su tipo de trabajo), pero lo irritaba el trato injusto a que había sido sometido. El punto que no había considerado era muy oscuro, y a cualquier otro en su lugar se le había podido escapar. La verdad es que Flack, su oponente, que era un abogado capaz, lo había pasado por alto, en tanto que él, Pettigrew, lo conocía y había informado de su existencia a sus clientes, para ponerlos sobre aviso de que las posibilidades que tenían de ganar el juicio eran muy pocas, a raíz justamente de ese formulismo legal. Pero ¿acaso recordarían ahora su advertencia, luego de escuchar a papá William? Lo más probable era que recordaran que ellos habían perdido el juicio, en tanto que los clientes de Flack habían triunfado, y dispusieran sus asuntos futuros de acuerdo con ello. Por otra parte, era muy probable que lo culparan por haber cumplido con su deber al citar el párrafo fatal que, de no ser por él, jamás hubiera llamado la atención del tribunal. Luego se acordó del leve movimiento que le había parecido percibir en el auditorio, cuando hizo referencia al caso Simpkinson, y comprendió que el juez sabía de antemano lo que iba a ocurrir y lo esperaba con sus argumentos preparados y sus flechas envenenadas apuntadas para dar en el blanco. Fué rescatado de sus negros pensamientos por su invariable sentido del humor, que lo obligó a prorrumpir en una sonora carcajada. Ni siquiera la casi certeza de haber perdido a un cliente, esa tarde, consiguió entorpecer su entendimiento como para no permitirle apreciar lo ridículo de la situación. Desde ese momento consideró la invitación a cenar que tenía para esa noche con mucho más interés de lo que jamás hubiese creído posible.

La reunión en la residencia del juez fué todo un éxito. No había más invitados que los dos abogados opositores, e Hilda se permitió expresar su inquietud ante el desequilibrio que presentaba su mesa, si bien esta situación no resultó ser ninguna desventaja. El juez y Flack eran antiguos condiscípulos y pronto entraron a recordar hechos del pasado que no podían compartir con los demás. Hilda los dejó libres para gozar de su mutua compañía, mientras dedicaba toda su atención a Pettigrew. Sin embargo, conocía demasiado bien sus deberes de anfitriona como para olvidarse de la presencia de Derek, y con la colaboración que le prestaba el mismo Pettigrew consiguió convencer al joven de que era el verdadero centro de la conversación, en más de una oportunidad. Tanto lady Barber como el abogado se mostraron apenados porque Marshall no tuviese una compañera de mesa apropiada y le hicieron algunas bromas por su falta de atención a la importante discusión legal librada en los tribunales durante ese día, a la vez que lo hicieron sentirse un tanto avergonzado cuando Pettigrew apeló a sus conocimientos bíblicos para verificar la exactitud de un párrafo que citó del Libro de los jueces.

— ¿Acaso hoy no pudo llegar tan lejos? —le preguntó el letrado con aire inocente.

En otros momentos y, a medida que pasaban las horas, Derek experimentaba la sensación de hallarse en una posición similar a la de una acompañante de señoritas que se ve obligada a escuchar un coloquio rico en pormenores íntimos, que si bien entiende no puede compartir. Era obvio que la amistad que unía a Pettigrew con lady Barber databa de época antigua. Quizá se conocían demasiado bien como para sentirse totalmente cómodos en sus respectivas presencias, pero Derek no alcanzaba a determinar con precisión cuál era el vínculo que los ligaba. Al parecer, podían entenderse hasta con señas. Ciertas alusiones, a medio expresar, eran interpretadas sin demora por el otro y contestadas en términos igualmente incomprensibles para el tercero. Era como si sus mentes trabajaran al unísono, e hiciesen innecesario el laborioso proceso explicativo. Sin embargo, el espectador tenía la impresión de que por debajo de esta inteligencia existía una latente hostilidad y cautela, tanto de una parte como de la otra. Su charla se asemejaba a un lance de esgrima entre amigos, en el que ninguno quería herir al otro..., pero no se usaban botones en la punta de los sables.

En forma indirecta, Pettigrew señaló que consideraba a Hilda responsable de su fracaso en los tribunales .esa misma tarde. Derek observó que en esta ocasión lady Barber no pretendió guardar el secreto de cómo había llegado el juicio Simpkinson a su conocimiento, sino que, por el contrario, pasó a explicar detalladamente el proceso deductivo que la había llevado a buscarlo, e hizo un relato entretenido del análisis que practicara en los polvorientos volúmenes de la biblioteca de su hermano.

—El empleado del estudio no aprobó mi intromisión —observó lady Barber—, pues, por lo general, no se trata de estimular a los clientes para que busquen por sí solos las leyes que puedan favorecerlos.

—Por supuesto —replicó Pettigrew—. El lugar donde deben buscarse las leyes es en las oficinas de un abogado, previo pago de los honorarios correspondientes. Me imagino que el pobre hombre se devanaría los sesos pensando bajo qué rubro iría a colocar en la cuenta de gastos el servicio que prestaba. Entre paréntesis, lady Barber —añadió—; ¿acaso fué usted a visitar a su hermano con el mero propósito de derrotarme?

Hilda contestó con un movimiento negativo de cabeza.

—Hum —murmuró Pettigrew—. ¿Entonces supongo que habrá sido por el asunto de Markhampton?

—Usted también iba en el auto, ¿verdad? —preguntó Hilda.

—Desgraciadamente, sí.

— ¿Sabía que era Sebald-Smith?

— ¿El pianista? —inquirió a su vez Pettigrew, con los labios fruncidos en un silbido inaudible—. Lo más probable es que les cree un verdadero problema... Su dedo meñique vale más que los ijares de cualquier otro individuo. Primer Libro de los reyes. Actuario —prosiguió mirando a Derek—, no tendrá usted tiempo de llegar hasta ese capítulo antes de terminar el circuito, a menos que saltee las genealogía. Personalmente, me resultan muy entretenidas, pero sé que son pocos los que comparten mi opinión. ¿No lo conocí en su casa? —agregó, dirigiéndose ahora a lady Barber.

—Quizá —repuso Hilda—. He perdido todo punto de contacto con él, después de mi casamiento, pero creo que en una oportunidad alguien lo trajo a una de mis reuniones.

—Sin duda. Sally Parsons es una vieja amiga suya, ¿no es cierto?

—Hace años que no la veo —replicó Hilda, con un tono que implicaba que la amistad con esa persona era una cosa del pasado—. ¿No era...?

—Es —confirmó Pettigrew, decidido—. Luego de una gran lucha, consiguió alcanzar una posición en la que no se la podía invitar a una fiesta sin tener que recibir igualmente a Sebald y viceversa. Los unía un vínculo muy poco recomendable, ya que debían enfrentar todas las tediosas incomodidades del matrimonio sin gozar de ninguna de sus ventajas. No obstante, hay muchas personas que se sienten atraídas por asociaciones de esa naturaleza, y Sally, como usted sin duda ya sabe, tiene varias.

— ¡Qué terrible! —exclamó lady Barber—; y pensar que ella y yo...

—Mejor no pensarlo —la interrumpió Pettigrew—. Es un tema sórdido y no sé por qué lo he traído a colación. Además, estamos escandalizando al actuario. Para volver al asunto del que hablábamos: me temo que va a ser algo muy serio —añadió, al tiempo que miraba en derredor.

—Lo sé —contestó Hilda, en respuesta a su pensamiento no expresado—. No deberíamos ofrecer cenas con la amenaza que se nos cierne sobre la cabeza, ¿verdad? Y ésta es la cuarta reunión que celebramos esta temporada. Es hora de que empecemos una nueva vida.

—Es muy difícil economizar cuando no se está acostumbrado a ello —observó Pettigrew—. Me disgustaría muchísimo verla obligada a hacerlo.

—Pues empecé el mismo día que nombraron juez a William.

Pettigrew hizo un mohín antes de responder.

—Yo hablaba de una auténtica economía —expresó con cierta sequedad—; después de todo, hasta la misma Becky Sharp no pedía nada más que el sueldo de un juez. ¿Gusta de leer a Thackeray, Marshall?

—Sí —repuso Derek, e inmediatamente deseó haber contestado con un convincente "por supuesto"—; pero la escala de valores ha sufrido cambios muy serios desde entonces, ¿no le parece?—agregó—, y eso sin mencionar los impuestos.

—Por otra parte —interpuso lady Barber, en voz baja—, hasta la misma Becky Sharp no era muy recta que digamos.

—Los dos tienen razón —señaló Pettigrew—. Han cambiado y no lo era. Como de costumbre, hablé sin pensar mucho en lo que decía. Sea como sea, me siento aliviado porque haya usted decidido postergar las economías por esta noche. ¡Y ahora esto, por ejemplo! —exclamó con un ademán hacia el otro extremo de la mesa redonda, donde Savage ofrecía ceremoniosamente al juez la caja de bombones todavía sin empezar.

—No se trata de una de mis extravagancias —protestó Hilda—; es un regalo de un admirador desconocido.

El juez, con un suspiro de placer largamente diferido, introdujo uno de los delicados bocadillos en la boca y comenzó a chuparlo vigorosamente. Entretanto, Savage se aproximó a Hilda, quien, a su vez, se sirvió uno. Los dos letrados prefirieron abstenerse, y Derek acababa de estirar el brazo para probarlos cuando se produjo una alteración a su lado.

— ¡Un momento!—gritó lady Barber—. Estos bombones..., estos bombones tienen algo raro...

Tenía en la mano uno de los dulces que acababa de partir por la mitad con sus dientes parejos y fuertes.

La otra mitad estaba sobre el mantel donde la había dejado caer de la boca. Se había incorporado y permaneció unos instantes inmóvil, muy pálida, con la mano apretada sobre la garganta, mientras los cuatro hombres la contemplaban azorados y sin saber qué hacer. Antes de que nadie reaccionara, saltó más que corrió hasta donde se hallaba sentado su esposo y luego de insertarle el dedo en la boca, como una niñera que trata de extraer el juguete que se ha tragado el niño a su cargo, logró sacarle el bombón de entre las mandíbulas.

El juez fué el primero en quebrar el silencio.

—Mi querida Hilda —observó, mientras contemplaba la esfera empequeñecida que había caído sobre su plato—, no era necesario que hicieses eso. Yo mismo podría haberlo expelido.

Hilda no dijo una sola palabra. Tomó con fuerza el vaso de agua que Pettigrew le ofrecía, lo bebió de un trago y luego se dejó caer en la silla más cercana para prorrumpir en un llanto desconsolado.

No hubo partida de bridge esa noche.