CAPITULO II
ALMUERZO EN LA RESIDENCIA

— ¡ACTUARIO! —llamó el juez, con la voz queda y ronca que solía emplear únicamente cuando formaba parte del Tribunal, muy diferente del tono en el que normalmente se expresaba.

Ubicado en su asiento, a la izquierda del juez, Derek pareció sobresaltarse con cierto aire de culpabilidad. A pesar de su entusiasmo por el derecho, no había logrado interesarse por ninguno de los casos que se habían ido presentando, y contra lo que podía suponerse le resultaba casi intolerable seguir con atención las monótonas exposiciones que se sucedían sin descanso. Al buscar casi inconscientemente una ocupación más entretenida, había tomado el único libro que tenía a mano, la Biblia, sobre la que los testigos debían jurar decir la verdad y toda la verdad. Como en Markshire vivían muy pocos judíos, y los que habían fijado allí su residencia eran demasiado ricos como para verse muy a menudo, obligados a comparecer ante una Corte criminal, no había mayor demanda del Pentateuco, y Derek se hallaba enfrascado en la lectura del Éxodo cuando el imperioso llamado de su superior lo sacó de su ensimismamiento. Con un gran esfuerzo logró arrancar la mente de la corte faraónica, para llevarla a la mucho menos interesante en la que Barber administraba justicia, y agachó la cabeza para escuchar mejor las órdenes de su señoría.

—Actuario —repitió el juez en un susurro—, invite a Pettigrew a almorzar con nosotros.

Era el segundo día de sesiones, y acababan de dar las doce y media. Pettigrew estaba ocupado en atar una cinta roja alrededor de su segundo y último alegato, antes de abandonar el recinto. Si Barber hubiese querido, habría podido hacerle llegar la invitación en cualquier momento, luego de haberse iniciado la sesión esa misma mañana. Al retardar su llamado hasta el último instante, debía moverle la intención de combinar el placer de dispensar hospitalidad con el máximo de inconvenientes para su invitado. Así por lo menos reflexionaba Pettigrew cuando, después de haberse despedido con una reverencia y haber hecho abandono de la sala, recibió finalmente el mensaje en la celda húmeda y tétrica que servía de cuarto de vestir a los letrados. Había planeado alcanzar el único tren rápido de la tarde a Londres, que partía a las trece, y pensaba almorzar en el camino. Si aceptaba, se vería obligado a pasar otra noche en Markhampton. Además, el juez había manifestado su intención de cenar con todos los letrados, y dos comidas en compañía de Barber eran más de lo que podía tolerar. Sin embargo, no había nada que requiriese su presencia inmediata en Londres, y Barber, que conocía muy bien la situación profesional de Pettigrew, tomaría su negativa como una afrenta personal. Pettigrew reflexionaba pues, que, en ese caso, Barber se encargaría de clavarle el cuchillo en cuanta ocasión fuera propicia, durante el resto del circuito. Analizó las alternativas que se le presentaban, en tanto que fruncía la nariz en una forma que le era peculiar y doblaba con delicadeza su peluca dentro de una abollada caja de latón.

— ¿Almorzar con su señoría?—comentó por fin—. ¿Quiénes son los demás invitados?

—El comisario principal, el capellán y Mrs. Habberton.

— ¿Quién es ella?—preguntó Pettigrew—. ¿Esa mujer bonitilla y tonta que estaba sentada detrás de él? Parecía un adorno valioso... Bueno —añadió por fin—, de acuerdo; acepto.

Derek, un tanto molesto por la forma altiva y desdeñosa con que Pettigrew había recibido la orden casi real de Barber, estaba a punto de salir de la habitación, cuando otro letrado, contemporáneo de Francis, abrió la puerta y pasó al interior.

—Me voy —dijo el recién llegado—. ¿Quieres acompañarme en el taxi hasta la estación?

—Lo lamento —repuso Pettigrew—, pero no puedo; estoy invitado a almorzar.

— ¡Oh!—exclamó el primero—; supongo que habrás recibido un mensaje de papá William.

—Así es.

—Antes que yo, compañero. ¡Hasta pronto!

Muy sorprendido, Derek logró reunir el coraje necesario para preguntar:

—Discúlpeme, señor, pero ¿por qué su amigo llamó a su señoría, papá William?

Pettigrew lo observó con expresión burlona.

— ¿Conoce usted a lady Barber? —inquirió por fin.

—No.

—Pronto tendrá usted ese placer. ¿Ha leído usted Alicia en el país de las maravillas?

—Por supuesto.

En mi juventud, dijo su padre, estudié derecho,

y discutí cada caso con mi esposa; y

la fuerza muscular...

—recitó Pettigrew—. Será mejor que vuelva usted a la sala —agregó luego—, o el juez se extrañará de su prolongada ausencia. Debe estar muy próximo al final de la lista. Nos veremos en el almuerzo.

Una vez que el joven se hubo retirado, Pettigrew permaneció solo durante unos pocos minutos en el oscuro cuarto de vestir, con el rostro alargado, surcado de arrugas y una expresión pensativa.

—Fué una tontería de mi parte hablarle así al muchacho —murmuró—; después de todo, quizá le guste Barber, y con toda seguridad que se sentirá cautivado por Hilda... ¡En fin!

Trató de reprimir una leve sensación de remordimiento que pugnaba por salir a la superficie. A esa hora del día, no necesitaba experimentar ningún sentimiento delicado hacia ella.

Pettigrew se dirigió a pie desde la sala magna hasta la residencia del juez, y fué el último en llegar de todos los invitados. Entró en la sala de recibo a tiempo para oír a Barber que repetía:

—Marshall de nombre y actuario de ocupación.

Luego escuchó la carcajada juvenil y cristalina de Mrs. Habberton, que evidenciaba haber disfrutado de la broma. Al efectuarse las presentaciones de práctica, Pettigrew observó que la risa de la dama en cuestión no era lo único aniñado en ella. Sus ademanes, ropas y cutis estaban arreglados en forma tal como para crear y mantener la ilusión de que, si bien no podía contar menos de cuarenta años por el calendario, permanecía firme en las diecinueve primaveras, con toda la ingenuidad e inexperiencia propias de una adolescente casta y pura. Sin embargo, reflexionó Pettigrew, "arreglados" no era el término apropiado. Ninguna mujer tan evidentemente tonta como aquélla podía ser capaz de disponer algo de antemano con un fin ulterior. Lo más seguro era que por aquella cabeza, aún hermosa y coronada de pelo rizado, jamás hubiera cruzado el pensamiento de que el correr de los años había modificado a la joven bonitilla e inocente, que se había casado al terminar sus estudios, hacía una veintena de años. Por otra parte, sólo bastaba echar una ojeada a su marido para comprender que él tampoco había notado que se produjese algún cambio. Dentro de unos pocos años más, probablemente Mrs. Habberton se trasformaría en un espectáculo patético, si bien, entretanto, conservaba cierto encanto felino cuya atracción Pettigrew no dejaba de reconocer. Barber también parecía compartir la misma opinión.

Marshall, un tanto sonrosado el rostro por el eco que hallaron las palabras de Barber en Mrs. Habberton, servía jerez con mano temblorosa, y pocos momentos después Savage abrió de par en par las puertas para anunciar con una profunda reverencia:

—El almuerzo está servido, excelencia.

Mrs. Habberton fué la primera en aproximarse a la puerta, pero el juez se le adelantó.

—Pido a usted mil perdones —se excusó con voz ronca—; pero en el circuito es tradicional que sea el juez quien tenga precedencia por sobre todos los invitados, hasta de las damas.

— ¡Por supuesto!—exclamó Mrs. Habberton, con una risita—. ¡Qué tonta soy! ¿Cómo pude olvidarlo? Usted es el rey, ¿verdad? ¡Qué picara he sido! Supongo que debí haberlo recibido con una reverencia cuando entré en la habitación.

—Personalmente —explicó Barber, en tanto entraba en el comedor—, no me interesa lo más mínimo el protocolo, pero algunos de mis colegas...

Su voz se perdió al cruzar la puerta.

El almuerzo que sirvieron fué muy sustancioso. No había comenzado aún el racionamiento, y Mrs. Square, la cocinera, consideraba que la tradición no podía sufrir ninguna modificación en razón de un asunto de orden tan secundario como la guerra. Mrs. Habberton, para quien el llevar la casa era una perpetua pesadilla, se agitó con envidia y excitación al echar un vistazo al menú. Pudo descubrir a través del típico francés de Mrs. Square que tendrían filetes de lenguado, chuletas de cordero, panqueques y un apetitoso plato final cuyo nombre no logró descifrar. Sus ojos brillaron con deleite infantil.

— ¡Cuatro platos en el almuerzo! —exclamó—. ¡A pesar de la guerra! ¡Esto es una verdadera revelación!

Como de costumbre, comprendió demasiado tarde que había dicho algo inoportuno. Su marido enrojeció, en tanto que el capellán tosía un tanto bruscamente. El juez arqueó las cejas en forma imprevista y volvió a bajarlas para hacer una profunda inspiración antes de hablar.

—Ahora se va a referir una vez más a sus colegas —pensó Pettigrew y se lanzó desesperadamente al rescate. Como era habitual en él, dijo lo primero que le pasó por la mente.

—Los cuatro jinetes del Apocalipsis —observó.

Durante el silencio que se produjo tuvo tiempo de reflexionar que difícilmente podría haber dicho algo peor. Hubo, en verdad, una leve carcajada por parte del actuario, acallada inmediatamente ante la mirada de reconvención de su señoría. Mrs. Habberton, en favor de quien Pettigrew se había permitido la broma, evidenciaba una total incomprensión, y el capellán demostraba sufrir desde el punto de vista profesional. En cuanto al comisario principal, parecía como si encontrase el cuello de su camisa más apretado que nunca.

Su señoría, en el ejercicio de sus prerrogativas reales, procedió a servirse pescado antes que sus comensales, en el más ominoso silencio.

—Veamos, Pettigrew —observó al cabo de algunos minutos, con marcada ironía—, ¿actúa usted como fiscal en el juicio por asesinato que abrimos a prueba esta tarde?

"Sabe perfectamente bien que no", pensó Pettigrew. Hacía algunos meses que había llegado al circuito un nombramiento especial de procurador general, y consideraba que Barber, seguramente, no era ajeno a ello.

—No, Excelencia —repuso en voz alta, si bien con tono suave—, Frodsham tiene a su cargo la acusación, y creo que Flack es el abogado auxiliar. Quizás usted pensó en el crimen de Eastbury, donde actúo personalmente como defensor.

— ¡Ah, sí!—respondió Barber—. Se trata de una defensa de oficio, ¿verdad?

—Así es, señor.

—Nuestro sistema judicial es maravilloso —prosiguió el juez, mientras se volvía para mirar a Mrs. Habberton—; hoy en día, los pobres tienen derecho a ser defendidos por los mejores abogados del país a expensas del Estado. Aunque me temo —añadió— que los honorarios sean, desgraciadamente, por demás exiguos. Me parece muy altruista de su parte, Pettigrew, el que haya aceptado ocuparse del caso. No creo que le convenga pecuniariamente el venir desde tan lejos, para obtener una recompensa tan escasa, cuando podría ganar sumas mucho más sustanciosas en Londres.

Pettigrew se sonrió cortésmente al tiempo que asentía con una inclinación de cabeza, pero tenía los ojos vidriosos por la ira reprimida. ¡Tanto comentario irónico sobre su pobre actuación profesional, como represalia por una mísera broma! Era típico de Barber. El crimen de Eastbury era un caso bastante difícil y, probablemente, causaría sensación en el público, a pesar de la guerra. Pettigrew había acariciado la secreta esperanza de que la defensa que debía asumir en ese juicio le permitiera gozar de cierta popularidad que pudiera sobrepasar los límites del circuito sureño. Ahora comprendía con amargura que si Barber se lo proponía, dispondría las cosas en forma tal como para que el caso pasase inadvertido. Encontró tiempo, además, para conjeturar si su cliente sería condenado a morir en la horca, simplemente porque el juez no simpatizaba con el abogado defensor.

Entretanto Barber continuaba su sermón.

—Indudablemente, el sistema actual es superior al antiguo —recalcó sentencioso—; pero no sé cuál habría sido la opinión de mis predecesores al respecto. Les hubiera parecido completamente ilógico un arreglo por el cual el Estado, luego de acusar a un individuo de un delito determinado, tuviese que incurrir en gastos imprevistos para que un defensor se esforzara en convencer al jurado de que el acusado era inocente. Creo que hubieran considerado el sistema como representativo del sentimentalismo que se está adueñando de todo nosotros, en muchos y variados aspectos.

El coronel Habberton murmuró algo incomprensible en señal de asentimiento. Como muchos otros hombres honestos, regía su vida por conceptos preestablecidos e inconmovibles. "Sentimentalismo" era un término que se hallaba íntimamente ligado en su mente, al de "bolcheviquismo", como raíz de todo mal, y había muy pocas reformas, sociales o políticas, que no cayeran bajo una u otra denominación.

—Este clamor contra la pena capital, por ejemplo —señaló el juez, y de pronto, la conversación, que amenazaba convertirse en un monólogo, se hizo general. Todos tenían algo que decir sobre ese tema, como sucede habitualmente. Hasta el actuario se animó a intervenir, para exponer los conceptos, no muy bien digeridos por cierto, que había escuchado pronunciar en una ocasión durante uno de los debates sustentados por una sociedad polémica. Pettigrew fué el único que permaneció silencioso, por motivos personales que sólo él conocía. Sabía de antemano que pronto le llegaría el turno.

—El sentimentalismo es una enfermedad que afecta particularmente a los jóvenes —observó el juez—. Pettigrew, por ejemplo —agregó—, solía oponerse violentamente a la pena capital. ¿No es así, amigo?

—Aún me opongo, excelencia —repuso Pettigrew.

— ¡Válgame Dios!—exclamó Barber, a la vez que hacía chasquear la lengua con gesto conmiserativo—. Algunos no conseguimos desprendernos jamás de nuestras ilusiones juveniles. Personalmente, en lugar de abolir la pena de muerte estoy en favor de extenderla como castigo por otros delitos.

—Estirando lo estirado —murmuró Pettigrew al oído de Derek, que estaba sentado a su lado.

— ¿Qué dice, Pettigrew?—preguntó Barber, que no era tan sordo como se supone que lo sean todos los jueces—. ¡Oh! ¡Ah! ¡Sí! Usted puede bromear, pero muchos de nosotros tomamos el problema muy en serio. Debo admitir que apoyo abiertamente la ejecución de muchos más delincuentes de los que se condenan al cadalso en la actualidad, tales como el ladrón reincidente o el motorista temerario. Los colgaría a todos. Estarían mucho mejor fuera de este mundo.

—Y en el otro —interpuso el capellán, inesperadamente— pueden estar seguros de encontrar justicia.

De todos los solecismos que habían surgido en esta reunión tan poco grata, el último fué el más devastador. Un representante de Dios se había permitido dar expresión a sus creencias en público, y lo que es peor aún, sus palabras indicaban que creía en la existencia de una justicia superior a la que se administraba en el Alto Tribunal. La opinión del capellán puso fin a una discusión que si bien no muy profunda, había sido, por lo menos, animada, y cayó como una lápida sobre los comensales. De ahí en adelante, la conversación languideció, a pesar de algunos esfuerzos intermitentes por reanudarla. Mrs. Habberton, en un desesperado intento por alegrar la reunión, volvió a cometer una nueva indiscreción al preguntar al juez si opinaba que el acusado en el caso que había de juzgarse esa tarde era realmente el criminal, pero aparte de eso, nada más fué dicho que merezca mencionarse en especial. Savage, ayudado por Greene, se desplazaba rápidamente de un lado a otro, portando los exquisitos platos. Detrás de la puerta podía verse ocasionalmente a un individuo misterioso, conocido como el mayordomo de la casa, que les entregaba diversas botellas y platos. Sin embargo, la mejor comida, vinos y servicio no podían ocultar el hecho de que el almuerzo, como reunión, era un absoluto fracaso. Todos se sintieron aliviados cuando Savage anunció que los automóviles habían llegado, y Barber se retiró para colocarse la peluca antes de regresar al Tribunal.

Cuando el juez, con expresión aún adusta y malhumorada, cruzaba el hall en dirección a la puerta, Beamish le hizo entrega de una carta.

—Le pido mil disculpas, excelencia —murmuró—, pero acabo de recogerla. Debe haber llegado cuando su señoría estaba almorzando.

Barber examinó el sobre, arqueó las cejas, sorprendido, y procedió a rasgarlo. El mensaje era corto y lo leyó rápidamente. En tanto lo hacía, se le aclaraba la expresión del rostro, y por primera vez, esa tarde, adquiría un aspecto alegre. Luego se lo entregó a Derek.

—Aquí tiene algo para divertirse —le dijo—. Será mejor que informe al respecto al jefe de policía en cuanto lleguemos al Tribunal.

Deker tomó entre las manos la delgada hoja de papel escrita a máquina que el juez le tendía, y Pettigrew, a sus espaldas, alcanzó a leer por sobre su hombro:

Al juez Barber, alias barbero:

Se hará justicia, aun para los jueces. Ten la certeza

de que tus pecados te condenarán. Estás avisado.

No había firma.

—Bueno —exclamó su señoría, con afabilidad—, esto es lo que logra animar una sesión de la Corte de Assizes. Adiós, Mrs. Habberton, he tenido un gran placer en conocerla. Hasta luego, Pettigrew; nos veremos esta noche en la cena de letrados. ¿Está usted listo, señor comisario?

Y al decir así, se marchó de muy buen humor.

Pettigrew lo observó alejarse y no pudo reprimir un sentimiento admirativo.

— ¡Demonios!—masculló—; ¡el viejo bruto tiene agallas!

Sin embargo, no lo alegraba en absoluto la idea de volver a encontrarlo esa noche, en la cena.