CAPÍTULO II
DRAGONES DORADOS
—Sí —afirmó Dobkin gravemente—. Es cierto lo que usted sospechaba, Cole. Los rayos X lo demuestran sin lugar a dudas. La cajita de laca contiene una figurilla de metal, posiblemente de oro. No sabemos cómo abrirla. Debe ser un recipiente de esos que se abren por medio de algún ingenioso juego de piezas acopladas. La radiografía muestra estrías confusas en su estructura. Haremos otra más nítida, para tratar de abrir el cubo de laca.
—Si no, romperemos la caja —propuso Cole—. No vale nada en sí. Es su contenido lo que cuenta, teniente.
—¿Esa figurilla de un dragón? Hay millares como ellas en los escaparates de Chinatown, Cole. No sé cuál pueda ser su valor. Aunque sea de oro puro, no puede pesar más de media libra. No es un valor que justifique nada. Y menos, todo cuanto sucede, aquí, en Hong Kong o en Macao.
—Yo llevo un dragón en mi bolsillo —dijo Cole—. Y Kwan Shang otro, en su equipaje. Son los Tres Dragones, teniente.
—Los Tres Dragones, ¿de qué? —farfulló el oficial de policía.
—Del Dios Ciego —añadió vivamente Kwan Shang—. Eso lo explica casi todo.
—Explica… ¿qué? —Se disgustó Dobkin, malhumorado.
—Es una vieja leyenda. Se la he explicado a Cole cuando veníamos desde el aeropuerto —habló pacientemente Kwan—. Ahorrando detalles pintorescos, le diré que en China se habla hace más de cinco siglos del Dios Ciego y sus Tres Dragones. Según la leyenda, sus cuencas están vacías. Y su frente ofrece un tercer orificio, el del legendario Tercer Ojo de los iniciados en poderes superiores. Cuando alguien deposite tres pequeños dragones de oro, robados al dios, hace muchos siglos, éste verá de nuevo. Y quien esto logre, se verá colmado de venturas.
—Es una simple leyenda —se encogió Dobkin de hombros—. Cosas de su país, señor Shang. Como comprenderá, no creo que tal relato me ayude mucho a dar con el asesino, del profesor Fong. Ni a ustedes a saber por qué intentaron dinamitarlos en pleno vuelo, o por qué el señor Cole corrió peligros en Hong Kong y una joven fue asesinada en su camerino… A menos que alguna secta de fanáticos ande por medio, claro está…
—A eso iba, teniente —suspiró cansadamente Kwan Shang—. Es que existe esa secta de fanáticos.
—¿Cómo?
—Existe en Asia. Y posiblemente en San Francisco…, puesto que en este mismo distrito de Chinatown…, hay una Pagoda del Dios Ciego, como usted mismo puede comprobar…
La Pagoda del Dios Ciego.
Existía. En pleno corazón de Chinatown. El teniente Dobkin podía comprobarlo ahora, contemplando aquel edificio peculiar, de estructura típicamente china, con sus tejados superpuestos, con sus escalones rojos hacia la puerta de entrada, y sus dorados dragones montando guardia a ambos lados de la misma.
El teniente puso su coche en marcha, tras el examen a distancia. Tras él, Cole y Kwan Shang, asistieron también, en silencio, a la revisión fugaz del lugar. El policía de color sacudió la cabeza, mientras se alejaba de allí.
—Es una vulgar pagoda —masculló—. Y no de las más frecuentadas. No tenemos pruebas de nada. No podemos hacer cosa alguna. Podríamos metemos en un buen lío si nos precipitamos.
—Usted no puede hacer nada, teniente. Es la ley —sonrió Cole—. Pero nosotros, es diferente. Y somos los dueños de los dragones…
—Esperen un momento —atajó él, mirándoles duramente a través del retrovisor—. ¿Qué se proponen? No me gustan los detectives aficionados, recuérdenlo.
—Yo soy oriental, teniente —suspiró Kwan—. Nadie puede impedirme visitar una pagoda. En cuanto al señor Cole…, puede que no necesite entrar. Pero sí quedarse fuera, esperándome.
—No tendrán mi colaboración en nada que pueda resultar ilegal —avisó Dobkin, seco.
—Tampoco la pedimos —sonrió Cole—. Sólo le pediré que conceda a Lena Tiger un favor.
—¿Lena? Es una detenida. ¿Qué favor puedo hacer a esa chica?
—Antes de entregarla al fiscal…, dele un plazo de libertad. Pongamos…, veinticuatro horas.
—¡Imposible! —protestó Dobkin vivamente—. Ni lo sueñen, Cole. No puedo hacerlo. Además, ¿de qué iba a servirles ella?
—Tal vez de mucho. Si resuelve la muerte de Fong, el caso del avión y todo lo demás, se cubrirá de gloria. Y todo, gracias a nosotros. A cambio de eso, hágame ese favor. Le prometo que Lena volverá a su celda mañana mismo a esta hora, como máximo. Me hago responsable de ella.
—Es un disparate. Si se evadiera…, usted podría ser acusado. Y yo también, Cole.
—Corra el riesgo. Ella puede sernos útil. Muy útil. Hay mucho a ganar, teniente.
—Y mucho a perder…
—Lo sé. Pero vale la pena. Inténtelo, Dobkin. Puede ser… incluso la regeneración de esa chica. Y será obra suya…
Dobkin resopló. Aceleró la marcha, sin responder. Cole sonrió a Kwan. Sabía cuál iba a ser la respuesta del teniente, después de todo…
Los estudios de la Eastern Pictures en San Francisco eran mucho más pequeños y de menor importancia que sus centrales situados en Hong Kong. Quizá por ello, las voces de Burt Reagan, dando órdenes a todos sus subordinados, resonaban con mayor fuerza, hasta parecer aquello una casa de locos.
Frank Cole sonrió al escuchar sus palabras irritadas y ver su figura nerviosa, yendo y viniendo de un lado para otro por los reducidos sets del estudio. Obviamente, las cosas no le iban bien a su director. La suspensión de rodaje en Hong Kong, el viaje a la ciudad californiana y todo lo demás, había hecho mella en sus sensibles nervios.
—¡Cielos, Cole, tú por aquí…! —se lamentó al verle—. No sé si suscribirte un nuevo seguro de vida, a nombre de la Eastern, por valor de diez millones de dólares. ¿Qué es lo que va a sucederte la próxima vez? Cuando me comunicaron en Hong Kong que estuviste a punto de morir en el vuelo, por culpa de una carga explosiva, casi me da un Infarto. ¿Es que todos los criminales del mundo la han tomado contigo de un tiempo a esta parte?
—Eso parece, Burt —suspiró Frank, sacudiendo la cabeza. Miró en torno, a la jauría cinematográfica en plena actividad. Dirigió un tenue gesto de cordialidad a su compañera de rodaje, Mai Wong, que retocaba su maquillaje en su asiento—. ¿Cuándo empiezo yo el rodaje?
—Hoy no hay ningún plano en que intervengas tú —dijo Reagan distraído, rectificando la situación de unas luces y el emplazamiento de una cámara—. Puedes tomarte todo el día de descanso, si gustas. Mañana puede que rodemos las escenas de la primera secuencia, aquella en que te atacan los encapuchados… Pero no es seguro, Frank. Estoy hecho un lío. Imaginé que andarías mal de los nervios después de lo ocurrido en el avión, y decidí cambiar el plan Inicial de rodaje. Esta película va a terminar conmigo.
—Es lo que dice siempre, Reagan —se echó a reír Cole de buena gana, encaminándose a la salida de los estudios—. Nos veremos mañana. Hoy dedicaré el día a pasear.
—¿Con esa lluvia? —señaló Reagan a los altos tragaluces del estudio, a través de los cuales se veía la cortina de agua que, suave pero persistente, caía sobre la ciudad en las últimas horas—. Hace falta estar rematadamente loco, Frank. Sobre todo, ten cuidado. No quiero tener que suspender el rodaje definitivamente, por muerte de su protagonista.
—Me cuidaré, palabra —se detuvo junto a Mal Wong y se Inclinó, besando su mejilla cariñosamente. Ella le dirigió una mirada risueña, guiñándole el ojo al escuchar de nuevo las Imprecaciones malhumoradas de Burt Reagan, en su constante reparto de órdenes—. Hola, preciosa. Espero que sobrevivas a esto…
—Hago lo posible —rió ella de buena gana, tomándole afectuosamente una mano. Luego, le miró gravemente—. Frank, cuídate de veras. Fue horrible, eso del avión…
—Pudo ser peor, querida. Espero que me den algún respiro, ahora.
—Pero ¿qué sucede realmente, Frank? Tiene que haber alguna razón, para que esa gente, sea quien sea, trate de matarte…
—Seguro que la hay. No lo hacen para divertirse, puedes estar convencida de ello —hizo un gesto jovial, como quitando Importancia a todo eso—. Mal, ¿no puedes venir conmigo a alguna parte, a divertimos un poco?
—¿Con ese negrero ahí? —señaló a Reagan—. Ya ves que no quiere perder tiempo. El presupuesto de la película le trae loco. Pero esta noche sí tendré tiempo, aunque tenga que quitármelo de mis horas de sueño.
—¿Esta noche? —Cole arrugó el ceño, sacudiendo la cabeza—. Lo siento, Mal. Por la noche no puedo Ir a ninguna parte. La tengo comprometida con unos amigos…
—Ya lo ves —suspiró ella, risueñamente—. SI estuviéramos enamorados, habría que empezar a pensar que éste es un amor Imposible…
Ambos rieron de buena gana, y Cole se alejó, tras darle un cachete afectuoso en una mejilla a su bella compañera cinematográfica, la actriz eurasiática Mai Wong. Cuando asomó al exterior, torció el gesto. La lluvia no sólo persistía, sino que era más copiosa, Y el cerrado celaje gris, sobre la ciudad de San Francisco, no tenía trazas de abrir claros en las inmediatas horas.
—Va a ser una noche de perros —murmuró Cole entre dientes, aventurándose a cruzar hacia donde había aparcado su automóvil, dentro del recinto de los Estudios Eastern en San Francisco—. Si al menos sirve para llegar a alguna conclusión…
—¿Por qué lo hizo?
—¿Por qué hice… qué?
—Ya lo sabe. Salir fiador de mí. Pedir el favor al teniente Dobkin. Ponerme en libertad estas horas, bajo palabra… En fin, todo esto.
—Si lo hice, no fue para divertirnos, Lena. No creas que vamos a un happening —susurró Cole, enfilando con su automóvil hacia Chinatown, a través de la noche lluviosa de la ciudad. Ella se acomodaba a su lado, Kwan Shang detrás.
—Lo imagino —murmuró Lena Tiger, escudriñando la oscura noche, salpicada de luces, a través del parabrisas donde oscilaba ininterrumpidamente el limpiador, para permitir la visión al conductor—. ¿Adónde vamos?
—A una pagoda, Lena.
—¿Una pagoda?
—Sí, pero no creas que vamos escoltando a mi amigo a que cumpla sus obligaciones religiosas. Tu dragón dorado tiene su parte de influencia en todo esto.
—Mi dragón de oro… —ella arrugó el ceño—. ¿Cómo es posible que hubiera algo así en aquella caja? Ni siquiera podía abrirse normalmente.
—Era difícil dar con las junturas de los bloques de madera —admitió Cole—. Una especie de juego chino para dificultar la contemplación de su contenido. Una vez hallado, es sin embargo sencillísimo. Siempre ocurre así.
—Sigue sin contestar a lo que le pregunté antes. ¿Por qué me han soltado? ¿En qué espera que yo le sea útil?
—En varias cosas. En primer lugar, son tres los dragones de oro. Kwan Shang tiene uno, yo tengo otro…, y tú el tercero. El azar ha querido que todos seamos buenos luchadores. Es justo que asistas a algo que espero salga bien esta noche. Y si vienen mal dadas, nos repartiremos los problemas…
—Muy bien —se encogió de hombros Lena—. Los problemas no me asustan. Toda mi vida está llena de ellos, Cole. Y lo que me queda por delante.
—Reza porque salga bien lo de esta noche —sonrió Cole—. Y posiblemente todos esos problemas se diluyan en la nada…
Detuvo el automóvil. Justamente a una manzana de la Pagoda del Dios Ciego. Miró a Kwan Shang por el retrovisor. Este asintió. Cole apagó los faros del coche. Luego entregó una bolsa negra de plástico a la joven. Llevaba una correa para colgarla del hombro.
—Lleva esto —indicó—. No te deshagas de ello. Puede serte muy útil esta noche… Ahora, vamos ya. Hemos llegado a nuestro destino.
Abandonaron el automóvil. La zona en derredor de la pagoda era una de las menos iluminadas de Chinatown. Los alrededores aparecían desiertos. La pagoda era un alto bloque silencioso y sombrío, sobre cuyos tejadillos superpuestos y curvados caía la lluvia en forma monocorde.
Llegaron a la puerta del templo. Estaba cerrada, cosa bastante lógica a tales horas. Lena parpadeó sorprendida, al ver que Frank Cole utilizaba un manojo de modernas y variadas ganzúas para manipular en la cerradura. Esta cedió al fin con un chasquido.
—Escalo y nocturnidad —musitó ella entre dientes—. ¿No podemos ir a la cárcel?
—Podemos ir —sonrió Cole en la sombra—. El teniente Dobkin no se hace responsable de nada de cuanto hagamos.
—¡Cielos, lo que me faltaba! —gimió ella con desaliento.
Pero cuando Cole y Kwan Shang se aventuraron dentro del templo chino, ella siguió unida a la comitiva. Dentro, la oscuridad era total. Cole susurró en voz baja:
—Lena, busca en tu bolsa. Encontrarás una lámpara para colgar de tu cinturón. Hazlo. Y pulsa el botón interruptor. No dará luz alguna. No te importe. Ponte entonces unas gafas que llevas dentro. Es todo.
Ella obedeció. Cuando se aplicó las gafas de vidrios oscuros, sujeta por una ancha banda de goma a su nuca, fue como un prodigio. El templo todo, apareció suavemente iluminado por tres haces de luz rojiza. Esa luz partía de las tres lámparas situadas en las cinturas de ellos. Pero era invisible sin aquellas gafas.
—Infrarrojos —murmuró Lena Tiger, dominando su sorpresa—. ¡Cuántos recursos, Cole!
—Todos son pocos, cuando uno ha de hacer ciertas cosas —susurró él, dirigiendo la operación.
Se movieron por la amplia sala circular del templo chino, bordeada de altas columnas. En vez de la imagen tradicional de Buda, se descubría otra divinidad antigua de los pueblos orientales, una especie de espantoso gigante con aspecto fiero y rostro dorado. Mostraba tres boquetes circulares en sus cuencas y en el centro de su frente. Parecía un monstruo ciego, acechándoles desde la oscuridad.
—No me gusta este lugar —musitó entre dientes ella.
—Ni a mí —confesó Shang—. Es el templo de una religión minoritaria de mi país. Y terriblemente cruel, además. Odian a los budistas. En realidad, odian a todo el mundo, desde tiempo inmemorial. Es una secta parecida a la de la diosa Kali en la India, ¿entiendes, Lena?
Ella asintió sin ningún entusiasmo, y pareció recordar algo:
—Aquéllos son estranguladores… —murmuró—. ¿Y éstos?
—Algo parecido —confesó Kan—. Degolladores. Y según los casos, trituradores. Dominan una forma de lucha peor que el karate o el Kung-Fu. Trituran a golpes a sus enemigos. Les encanta oír quebrarse los huesos humanos bajo sus impactos…
Lena se estremeció. La aventura nocturna, evidentemente, no le gustaba. Y menos, en semejante lugar y con semejantes adversarios acechando quizá en alguna parte.
Pero no desertó. Llegó, junto con ellos, al pie de la enorme estatua. Cole calculó su altura. Miró a Kwan y a Lena.
—Ocho pies —dijo—. Bastará. Yo permaneceré abajo. Soy el más alto y pesado. Tú, Kwan, sitúate sobre mis hombros. Y luego, sube a Lena sobre los tuyos. Lena, tú situarás los tres dragones en sus huecos respectivos…
—¿Es algún alto honor? —dudó ella, oteando las alturas.
—Quizá —sonrió Cole—. Todo depende del resultado…
Hicieron la pirámide con rapidez y elasticidad. Kwan era ágil. Pero Lena era una pantera elástica. Los músculos de Cole resistieron el peso. Lena llevaba en sus manos tres pequeñas figuras de oro. Tres dragones. Los insertó en los huecos. No sucedió nada.
Miró con desaliento a los otros dos. Kwan susurró una orden:
—Cámbialos de lugar. Ve probando los diferentes huecos y figurillas…
Asintió, entendiendo. Extrajo las estatuillas. Probó otra vez. Y así hasta cuatro veces diferentes. A la quinta, sonó un chasquido en alguna parte. Cole avisó con rapidez:
—¡Ya puedes bajar de ahí! Kwan, rápido, todos al suelo… Algo ha surgido de la base del ídolo…
El monstruoso dios dorado y ciego, parecía haber recuperado la vista con sus tres dragones en los orificios, bien encajados. De ellos brotó un destello amarillo. El de su tercer ojo, apuntó al suelo de color verde intenso, espejeante ahora a la luz: algo había aparecido, ciertamente, en la base del ídolo, entre sus pies deformes: Una larga y bellísima llave de oro, de empuñadura llena de arabescos. Debía medir, al menos, dos pies[1]. Al bajar todos al suelo, Cole se inclinó, recogiendo aquella misteriosa llave. Tenía caracteres chinos grabados a lo largo de su cilindro dorado, rematado por unos dientes curvados, de centelleante oro amarillo.
—¿Qué significa esa inscripción? —preguntó Cole en voz baja.
Kwan la leyó, arrugando el ceño. Sacudió la cabeza, con gesto de estupor.
—Nada que nos retenga aquí ahora, Cole —dijo con voz apagada, clavando sus ojos en el actor americano—. Es una inscripción muy antigua, escrita en mi lengua… Dice que esta llave abre la puerta de la fortuna y de la riqueza a su poseedor…, en cierto lugar de Asia. En un viejo templo…
—¿Sabes qué templo?
—Sí —asintió Kwan, con ojos brillantes—. Creo que sí. Pero si es cierto lo que aquí dice…, son auténticos tesoros. Oro para hundirse en él, para no gastarlo jamás, Cole…
—Tal vez sea cierto —suspiró Cole—. En cuyo caso…, seríamos inmensamente ricos. Los tres.
—Dice aquí que quien obtenga ese oro, debe destinarlo a practicar la justicia y el bien en el mundo… Pero claro, quizá sea sólo un antiguo ritual de mi pueblo…
—No, Kwan. Si realmente llegamos a ese tesoro fabuloso…, será para el bien y la justicia entre los hombres —sentenció gravemente Frank Cole—. Vámonos ya. Creo que va siendo hora de…
No terminó su frase. De súbito, un bramido pareció brotar del interior del Dios Ciego, cuyas luces en los tres ojos se extinguieron. Alrededor de ellos, sonaron sirenas de alarma… ¡y una plancha de acero descendió ante la puerta, cerrándola herméticamente!
—¡Estamos encerrados aquí! —jadeó Lena—. ¡Han descubierto nuestra presencia!
—Eso me temo —murmuró Kwan—. ¡Mire, Cole!
Cole miró en la dirección señalada por su amigo chino. La llamada de alerta del ídolo daba sus resultados.
Hasta una docena de rapados sacerdotes, orientales todos, de ropaje verde, surgían por doquier. Sus manos se alzaban hacia ellos, con gestos de amenaza. Eran katas de un arte marcial que los tres ignoraban. Cole creyó entender:
—¡Los Trituradores, Kwan! —jadeó—. ¡Ese arte marcial es diferente a los que conozco!
—Sí, también yo —exclamó agriamente Kwan Shang—. Cuidado, Cole. Son peligrosos. Muy peligrosos. Entre otras razones, porque son fanáticos, son trituradores de hombres… ¡y son ciegos!
—Ciegos… —repitió Lena, impresionada—. No hay luchadores ciegos, Kwan…
—Estos lo son. Como su propio dios… ¡Pero sus otros sentidos son tan agudos, que no necesitan ver a quienes atacan para destrozarles los huesos!
La docena de monstruos luchadores de ojos vaciados, de rapados cráneos, se movieron en torno de ellos, en forma envolvente. Era un cerco mortal, que ningún guionista cinematográfico pudo imaginar más terrible ni más devastador. Uno de ellos emitió un bramido atroz entre sus labios apretados, como si el grito, equivalente al ¡Kiai! que ellos conocían, brotara de su propia alma implacable.
Y cayó sobre Cole, con la precisión mortal de quien no tiene duda de adonde ir…