TERCER DESTINO, TERCER DRAGÓN

(Macao)

CAPÍTULO I

Cuando Kwan Shang tomó el reactor de TWA con destino a San Francisco de California, en el aeropuerto internacional de Hong Kong, una larga cadena de terrores, de angustias y de muerte quedaba atrás. Algo lejana, pero no demasiado. Intentando olvidarla, pero sin que ello fuera siempre posible.

Kwan Shang, más conocido por muchas personas con su apodo de Steel Hand (Mano de Acero), tomó aquel avión por simple casualidad. Hubiera podido tomar cualquier otro, pero tuvo que ser precisamente aquél, para que el Destino completase su extraña, dramática jugarreta, uniendo unas vidas hasta entonces muy alejadas entre sí, sin nada en común entre ellas, salvo determinado factor imprevisible.

Kwan Shang iba huyendo. Huyendo de sí mismo, tal vez. Pero huyendo también de otras cosas, de otras personas… Sobre todo, de ellos.

Se estremeció al recordarlo, mientras el reactor tomaba altura, dejando atrás la ciudad de Hong Kong, sus colinas y su bahía, para adentrarse hacia el mar, en dirección a San Francisco. Ellos… No quería pensar en eso. Sin embargo, resultaba difícil no hacerlo. Estaban siempre presentes en su recuerdo. En sus pesadillas. En sus eternos temores.

Miró a su alrededor, a los asientos del avión que le distanciaba no sólo de Hong Kong, sino de su vecina Macao, la Puerta de China, el umbral hacia el inmenso continente amarillo, del cual el joven oriental escapaba ahora, quizá de modo definitivo.

Cualquiera, al verle huir, hubiera pensado en un político, en un descontento, evadido del régimen de Mao, en un joven chino de ideas anticomunistas. Y nada de eso era cierto, ni podía estar más lejos de la realidad.

Kwan Shang era un hombre totalmente apolítico. Jamás se había mezclado en nada, ni en favor ni en contra de sistema político alguno. No le perseguían los agentes del Gobierno, sino alguien que a él le preocupaba infinitamente más. Porque sabía que también la maldad de ese otro peligro situado tras de él, era mucho mayor que la de cualquier otro existente. Un político podía ser encarcelado. O podía morir, incluso. Pero había cosas que estaban más allá de la prisión y de la muerte, horrores que un occidental jamás podría imaginar, pero que una mente oriental conocía muy bien y sabía intuir a la perfección.

Después de todo, ¿qué sabían en Occidente de muchos de los grandes enigmas que todavía ocultaba al mundo la milenaria China, el gran país de las extensiones interminables, los remotos rincones, a veces ni siquiera hollados por el hombre, donde todo era posible?

Él hubiera podido explicarles muchas de esas cosas. Había nacido en el corazón mismo de un mundo distinto a todos, donde lo insólito era casi rutina, donde lo misterioso formaba parte de la propia atmósfera que uno respiraba. Donde el dolor, la agonía, la vida y la muerte, parecían tener otro significado…

Por ejemplo, ¿quién había oído hablar en Occidente de Aquel a Quien Nadie Puede Ver, pongamos por caso? ¿Quién sabía, fuera de las fronteras de China, y aun en muchas regiones, dentro del vasto continente asiático, lo que eran los Hombres Sin Rostro…, o los Adoradores del Dios de los Cien Dragones?

Enigmas eternos, misterios sin solución posible, perdidos en la noche de los tiempos, Mitos vivientes, que eran inmortales como los propios dioses; poderes oscuros, que persistían en derredor, como maldiciones ternas…

Sí. Kwan Shang sabía mucho de todo eso. Y de algunas cosas más. Sabía lo suficiente para ser sacrificado a Aquel a Quien Nadie Puede Ver. Sus conocimientos de secretos inviolables de China, le convertían en un ser diferente a los demás. Su destino estaba dentro del continente chino, no más allá de sus fronteras. Y él lo sabía. Pero él había desafiado a su propio destino. No había querido admitir, con el fatalismo propio de su raza, que su destinó estuviese trazado de antemano, sino que él mismo se lo trazaría, según su voluntad y libre albedrío.

Pero eso significaba algo. Significaba huir. Evadirse de China. Y sentenciarse a sí mismo a muerte. Ser perseguido, acosado. Y ejecutado, cuando fuese hallado.

No una ejecución a la usanza oriental, no. Algo diferente. Lento, refinado, doloroso. Algo que podía durar uña eternidad. La muerte más lenta del mundo.

No le importaba. Había elegido su camino. A todo riesgo. Ya estaba hecho. Sin remedio posible. Había dejado atrás China. Cruzó la Puerta; Macao. Y saltó al mundo. A un mundo nuevo, diferente, que no le era desconocido por completo, ni mucho menos. Conocía la lengua inglesa, la portuguesa, la francesa… Conocía los hábitos y costumbres occidentales. Incluso él vestía como un occidental.

Joven, delgado, elástico y ágil como un felino, el fugitivo oriental ocupaba uno de los asientos de aquel reactor que hacía el trayecto Hong Kong-San Francisco, después de haber burlado, en el dédalo de callejuelas de Macao, a sus perseguidores más enconados. A… ellos.

Respiró hondo, contemplando a los demás viajeros. Una mescolanza lógica, de occidentales y orientales, se acomodaban en el Boeing 747 de la TWA. Cerca de él, un joven alto, atlético, bien parecido, de ojos penetrantes y tez bronceada por el sol, leía una publicación gráfica de temas cinematográficos. Vagamente, recordó aquel rostro. Era popular en las pantallas de Macao y de otros lugares. Un actor especializado en películas de acción. Se preguntó si sería tan buen karateka en la realidad como en la filmación. Sonrió para sí al pensar en ello. Para un hombre como Kwan Shang, experto en Kung-Fu, y cuarto Dan en Judo, esa interrogante resultaba lógica, aunque quizá trivial en estos momentos, en los que debía preocuparse por temas mucho más graves y personales.

Siguió mirando a los viajeros. Cualquiera podía ser uno de ellos… O varios a la vez. Confiaba en haberles burlado, pero uno nunca podía estar demasiado seguro de eso con aquella clase de gente. Ellos eran diferentes a todos. Eran… algo más que humanos. Algo frío, cruel y despiadado, que sólo sabía destruir, aniquilar, servir a Aquel a Quien Nadie Puede Ver.

Y servir a Aquel a Quien Nadie Puede Ver… significaba cumplir las órdenes más perversas y deshumanizadas imaginables. Kwan Shang lo sabía muy bien. El mismo había estado a punto de convertirse en uno de ellos…

De pronto, la voz sonó, velada y chirriante, a bordo del avión:

—Señores, sólo nos quedan diez minutos de vida. La bomba estallará a bordo dentro de esos diez minutos, exactamente…