CAPÍTULO IV

El mar se agitó con el estallido de la carga explosiva. Justamente a las once.

El avión ya había dejado atrás ese punto, en su vuelo hacia San Francisco. Y, sin embargo, el aire se agitó con la expansión de la onda explosiva. Fue el final de lo que pudo ser una horrible masacre en las nubes.

El reactor de la TWA llegó a San Francisco sin novedad. Ambulancias y policía aguardaban en torno al aeropuerto. Pero ya no era necesario nada de todo aquello.

Frank Cole y Kwan Shang no olvidaban el momento de la explosión que levantó una columna de agua, espuma y humo en pleno océano. Como tampoco olvidarían la búsqueda febril contra reloj, en la cabina de equipajes. Ni el hallazgo de la maleta roja. Y su lanzamiento al vacío, por parte de los tripulantes del aparato.

Ahora, mientras contemplaban el coche celular que se llevaba al suicida de a bordo, parecían evocar ambos toda la tremenda odisea de a bordo, en aquellos dramáticos nueve minutos que mediaron entre la, revelación escalofriante y su final feliz. Las felicitaciones masivas de los viajeros, quedaban también atrás…

—Bueno, el juego terminó —dijo Kwan Shang, sacudiendo la cabeza con aire sombrío—. Ha sido un placer conocerle, a pesar de todo. Veo que sabe hacer las cosas. Distrajo muy bien a ese infeliz. Y tuvo una buena idea, al hacerle pensar en su medicamento… En el fondo de su subconsciente, lo que él desea es seguir viviendo, estar junto a los suyos… Fue el método más eficaz.

—Resultó por pura casualidad, créame —sonrió Cole—. Le felicito por su técnica. Lucha usted maravillosamente bien.

—Gracias. Esas palabras, en un experto, son todo un elogio.

—Parece que no soy el único experto —dijo el americano—. Pero tampoco soy el único que tiene un dragón dorado…

—¡Eh, ahora que recuerdo…! ¿Qué sabe usted de ese dragón dorado? —quiso saber Kwan—. ¿Cómo llegó a su poder?

—De un modo muy especial. Lo tenía una persona que fue asesinada. —Cole clavó sus ojos pensativos en Kwan—. ¿Y usted?

—Es un caso más simple. No pude imaginar siquiera que esa figurilla tuviese tanta importancia, después de todo… Lo cierto es que la obtuve en Macao, en eso tenía razón el tipo que quiso hacernos saltar en pedazos a bordo de ese avión…

—¿Cómo lo obtuvo?

—De un modo raro, pero sencillo. Yo vengo de muy lejos. Procedo de una región de la China Continental que muy pocos occidentales visitaron jamás. Llegué a Macao con la idea de viajar a Occidente, lejos de mi país. Y le aseguro que no tiene nada que ver con la política.

—Ya. Entonces, ¿quiénes son ellos?

—Veo que tiene mucha agudeza. No se le pasa nada por alto, ¿eh? —Miró a Cole con renovado interés—. Bueno, dejemos eso a un lado ahora. Hablábamos del dragón de oro… Es una pequeña figurilla dorada… Un bello objeto, pensé. Pero nada más. Me lo vendió un hombre, en una taberna de Macao. Por cien dólares. Lo raro es que, poco después, vi a ese mismo individuo en medio de la calle… Le había atropellado un coche que se dio a la fuga. Estaba muerto… ¿Usted cree que…?

—Asesinado —suspiró Cole—. Podría jurarlo. El pobre diablo tenía miedo. Se deshizo de la figurilla, y usted fue la persona elegida, como pudo ser cualquier otro… El destino le juega a veces, a uno, bromas así… ¿Sucedió algo más?

—No… Bueno, espere. Cuando Iba camino de las oficinas de la compañía donde adquirí mi pasaje de avión a San Francisco…, una enorme maceta cayó de una terraza. Me libré de ser aplastado por ella de pura casualidad… —Los ojos almendrados del joven chino centellearon—. Sí, no me lo diga. Sé lo que piensa, Cole: intento de asesinato…

—Exacto —suspiró Cole—. Me ha sucedido lo mismo a mí en Hong Kong. Suspendimos el rodaje de una película. MI equipo técnico y artístico viene en otro vuelo. Pensaron que sacándome a mí el primero, evitaban riesgos. Y ya ve lo que pudo suceder…

—En ese caso… ¿qué cree que está sucediendo? ¿Por qué quieren matamos? ¿Qué valor real tienen esos dos dragones dorados?

—Usted debería saber algo más que yo sobre el asunto. —Cole le escudriñó con fijeza, ya fuera del servicio aduanero de San Francisco—. Usted mencionó al Dios Ciego de los Tres Dragones, ¿recuerda? Fue con motivo de algo que citó ese suicida de a bordo…

—El Dios Ciego de los Tres Dragones… —Kwan Shang meneó la cabeza—. No tiene sentido.

—Aun así, ¿por qué no me lo cuenta, camino del centro?

—¿Va a alguna parte en concreto? Yo no tengo rumbo fijo…

—Yo, sí. Debo ver a un viejo amigo. El hombre que me enseñó cuanto ahora sé sobre el karate. No es japonés, pero estuvo allí muchos años. Domina tanto el karate como el Kung-Fu, el judo o el aikido… Tengo que hablar con él, precisamente sobre esos dragones. Y sobre una chica que murió asesinada en Hong Kong…

—Entonces, vamos allá. —Kwan llamó a un taxi—. Hablaremos por el camino… de ese Dios Ciego de los Tres Dragones. Pero temo que se sienta defraudado.

—¿Por qué motivo?

—Porque es una vieja leyenda. Tiene al menos quinientos años. Y no creí nunca que pudiera tener visos de realidad…

—De todos modos, cuéntemela. Será más distraído que hablar de deportes, pongamos por caso…

Asintió Kwan Shang, todavía pensativo. Momentos después, camino del centro urbano de la ciudad, hablaban de una vieja leyenda. Y de tres dragones de oro que eran el camino hacia la fortuna…, o hacia la muerte.

Ambos Ignoraban en ese momento que Iban al encuentro del tercer eslabón en una cadena que habría de resultar decisiva en sus vidas.

Ese eslabón, lo constituía una mujer. Una mujer de color, llamada Lena Tiger.

Y con ella, un dragón. El tercer dragón de oro…