CAPÍTULO II

Todos se volvieron hacia el que hablaba. Un instintivo movimiento de terror se originó a bordo, desde la cola hasta la proa del aparato. Unas mujeres chillaron histéricamente.

—¡Silencio! —ordenó con voz potente el que hiciera el siniestro anuncio—. Dejen que me explique. No ganarán nada con dar rienda suelta a sus nervios.

Kwan Shang contempló fríamente al que hablaba. Estaba éste erguido en medio del pasillo del avión. Empuñaba una potente pistola «Parabellum» en su mano derecha, y acababa de salir de la cabina de mandos del aparato. Era un oriental de rostro suavemente aceitunado y cabellos negros, de brillo grasiento. Vestía un temo gris impecable. Parecía decidido a todo.

—Hable —era el alto americano, el actor de cine especializado en filmes de karate el que levantó la voz ahora, con toda serenidad en su aire y en su tono—. ¿No se trata de ninguna broma?

—No, ninguna. Acaban de transmitir la noticia a tierra firme. Ya saben lo que sucederá, justamente a las once.

Miraron todos a sus relojes. Las, once menos nueve minutos y cuarenta segundos, exactamente. Kwan Shang tenía un cronómetro automático preciso.

—¿Es un acto de terrorismo? —quiso saber Frank Cole con tono glacial.

—¿Terrorismo? —El oriental se echó a reír—. No exactamente, en el sentido que usted le da, señor Cole.

—¿Me conoce? —Parpadeó el americano, sin inmutarse.

—Mucha gente le conoce, señor Cole. Usted es una de las razones por las que este avión debe volar en pedazos.

—¿Yo? —Cole enarcó las cejas, sin desviar sus fríos ojos del rostro del oriental—. ¿Por qué motivo? Nadie gana mucho con mi muerte.

—Tal vez esté equivocado. Usted mismo se sentenció cuando hizo lo que no debía,

—¿Y qué es ello? Si he de morir aquí, estúpidamente, dentro de… nueve minutos, creo que no hay motivo para ignorar las causas de este horrible crimen en el que usted implicará a más de cien personas por completo ajenas a la cuestión.

—Ese caballero tiene razón —asintió Kwan Shang, saliendo de su mutismo—. ¿Por qué condenar a todos los demás, si sólo busca usted la muerte de él?

—No es el más indicado para hablar —rió entre dientes el oriental, volviéndose hacia él con gesto irónico—. Usted es el otro motivo para pulverizar este avión.

Kwan Shang no se sorprendió demasiado. Su rostro no reveló emoción alguna. Era una joven máscara de rasgos oblicuos, bajo los rebeldes cabellos oscuros.

—Aun así, pudo hacerlo mejor —replicó—. Por ejemplo, disparar sobre él y sobre mí. Eso reduciría el número de víctimas, suponiendo que usted pretenda ser el kamikaze de turno y morir con nosotros estúpidamente, en este juego brutal.

—Lo acertó. Estoy aquí para morir con ustedes —se encogió de hombros, tras su escalofriante confesión—. No tengo mucho mérito como kamikaze. Padezco leucemia…

Siguió un silencio tenso, mortal, en el avión que sobrevolaba apaciblemente el Pacífico, llevando la muerte a bordo. Cole preguntó:

—¿No espera que la bomba pueda ser desconectada todavía, en los minutos que quedan?

—Imposible. No hay tiempo. Ustedes no se moverán. No sabe nadie dónde está, excepto yo. Y tras Informar a tierra, he destrozado el emisor de a bordo. No hay contacto. Sólo hay que esperar.

—Esperar… a morir —suspiró Kwan. Cambió una mirada con Cole. Ambos parecieron entenderse. Aun así, Kwan Shang preguntó al oriental armado con la «Parabellum»—: ¿Eres uno de… de ellos?

¿Ellos? —Parpadeó el suicida, mirándole pensativo—. ¿Quiénes son ellos?

—¡Oh, no Importa! Olvídalo —volvió a mirar al americano—. ¿Sabe por qué nos ocurre esto, Cole?

—Tengo una ligera idea —murmuró el karateka secamente—. Pero en esa idea, no entra usted, sea quien sea, amigo. Creí que era algo estrictamente personal…

—Y yo pensé en otra posibilidad mucho más compleja —confesó Kwan Shang, pensativo, mientras las miradas de los demás viajeros, angustiadas, se fijaban en ellos y en el extraño kamikaze enfermo de muerte. Tras un silencio, se encogió de hombros—. Lo cierto es que no logro saber por qué usted y yo hemos sido elegidos a la vez…

—Nuestro verdugo podría explicárnoslo —suspiró Cole, mirando su reloj. Eran ya las once menos siete minutos y cincuenta segundos—. Ya dije antes que no significaría gran cosa, habida cuenta de que hemos de morir todos aquí, y sólo podríamos repetir lo que oyéramos, a nuestro Supremo Juez, en el Más Allá…

—Eso es cierto —admitió Kwan Shang, con la misma sangre fría impresionante con que se expresaba el americano. Miró al oriental provisto de la pistola «Parabellum»—. ¿No podemos saber nosotros dos la causa de este atentado en el aire, que va a costar, además, tantas otras vidas humanas, totalmente ajenas a nuestra posible culpa?

El suicida vaciló. Sus ojos almendrados parecieron humanizarse ligeramente. Más de cien rostros vueltos hacia él, eran como una enorme interrogante, a la vez que Cole y Kwan Shang esperaban respuesta a su pregunta.

Tras una corta pausa, cargada de electrizante tensión, en aumento a cada simple tictac del reloj, la voz del terrorista sonó crispada:

—Trabajo a sueldo. No tengo nada que ver en el asunto. Ni me beneficiaré de él. Voy a morir con todos cuantos están a bordo, ustedes lo saben. Moriría de todos modos, no más tarde del próximo mes. Pero hay una diferencia: con esto, mi esposa y mis dos hijos tienen asegurado su futuro. En cuanto este avión estalle… recibirán una cartilla de ahorros con cincuenta mil dólares. Es cuanto necesitan para vivir felices cuando yo falte.

—Entiendo —asintió Cole—. Su esposa y sus hijos… a cambio de casi ciento cincuenta seres humanos que también tienen esposas, hijos, padres, hermanos…

—No vamos a discutir eso —cortó abruptamente el suicida, agitando con ira su mano armada, como si le molestara el tema—. Querían saber los dos lo que sucede. Bien, se lo diré. Pero sólo en la medida de mis conocimientos, más bien escasos. Y que nuestro común viaje a la Eternidad sea lo más suave posible… Usted, señor Cole, debe morir porque se apoderó de algo que no debe estar en sus manos. Algo que no le pertenece. Y que significa mucho para alguien… En cuanto a usted, Kwan Shang, recuerde sus últimas horas en Macao…

—¿Qué debo recordar? —Pestañeó el joven chino—. Apenas si estuve allí dos días…

—Había otro suicida como yo, encargado de pulverizar su avión, cuando lo tomase. El hecho de que ambos coincidieran en este vuelo, facilitó las cosas —puso un gesto sarcástico, como viendo algo grotesco a la cosa—. Así, sólo bastaba conmigo. Y con este avión. Se salvaron casi ciento ochenta personas, por encontrar usted pasaje en este vuelo…

—Empiezo a darme cuenta —se estremeció Kwan-Shang—. Pero sigo sin entender por qué debo morir, si no son… ellos… los que están detrás de este horror.

—No sé de quiénes me habla —suspiró el terrorista. Cole miraba su reloj: las once menos seis minutos y cuarenta segundos—. Ya le dije que trabajo a sueldo de alguien… Me dijeron que usted posee algo parecido a lo que lleva el señor Cole… Un objeto similar. De un gran valor. Algo que debe serles arrancado…, o debe ser destruido. Sin alternativa posible. Ellos optaron por la destrucción total. Lo siento.

—Por todos los diablos, ¿a qué cosa se refiere? —masculló Kwan Shang, malhumorado.

—No lo sé —negó el suicida—. Ni me interesa. Pedí más datos, eso sí. Se limitaron a decirme que, siendo oriental como era, trabajaba por una gran causa de Asia, contra los intereses occidentales. Eso me bastó. Creo recordar que añadieron algo, sobre un dios ciego…

¡El Dios Ciego de los Tres Dragones! —masculló Kwan Shang, sorprendido—. ¿Qué puede tener eso que ver conmigo…, con nosotros?

—Espere —habló Cole—. Creo que lo sé. Tengo un dragón dorado. ¿Y usted?

El joven chino cruzó su mirada con la del americano. Tras un momento de duda y sorpresa, asintió, desorientado.

—Sí —musitó—. Yo tengo… un dragón de oro. Pero no entiendo…

—Eso basta —cortó Cole, mirándole fijamente. Señaló su reloj—. Son las once menos cinco minutos y treinta segundos…

—Eso es —asintió el suicida de la «Parabellum»—. Cinco minutos y medio. Es todo lo que nos separa de la eternidad… La bomba estallará puntualmente.

Se repitieron gritos, llantos, gemidos. Había hombres muy pálidos que hacían un esfuerzo de voluntad y abrazaban a sus familiares, dándoles unos alientos que para sí necesitaban. Solamente el propio agresor del avión, con su arma y su locura suicida, y los dos directos responsables de aquel suceso a bordo, conservaban su extraña, casi deshumanizada serenidad.

Pero de nuevo los ojos de Cole y de Kwan Shang se habían cruzado en una inteligente mirada de mutua comprensión. Fue como un doble mensaje de alerta, un desesperado aviso que ambos transmitieron y ambos captaron con nitidez. Eran mentes gemelas, hombres hechos y moldeados en escuelas de una muy especial idiosincrasia. Capaces de pensar de modo parecido ante lo que aparentaba ser inevitable…

Y lo probaron inmediatamente. Cuando faltaban justamente cinco minutos para el estallido de la bomba situada a bordo del vuelo Hong Kong-San Francisco.