CAPÍTULO II
—Un golpe de karate… —Cole repitió sus propios pensamientos en voz alta, mientras se inclinaba sobre el cadáver femenino, examinando la singular belleza, frágil, y quebradiza, de la dama desconocida. Pero… ¿quién? ¿Por qué?
Observó su gesto de terror, petrificado, sin duda, al sufrir el ataque mortal. Puso las yemas de sus dedos en las vértebras cervicales y en la tráquea. Comprobó lo que temiera inicialmente. Un solo golpe había bastado. Seco, brutal, despiadado.
Frank Cole se estremeció. Como practicante de artes marciales, su mente rechazaba de plano toda idea de violencia, de crueldad, de ferocidad. Y más aún si esos métodos de lucha se aplicaban a un crimen. Pero a veces, los luchadores de artes orientales no eran personas mentalizadas para un uso noble y generoso de tales medios. A veces, no sólo en las películas había asesinos karatekas, por desgracia para los principios de quienes hacían de ese medio de lucha una educación mental y física, y no un arma criminal o violenta para el mal.
Pero había de afrontar crudamente la realidad. Un karateka, sin duda, había entrado en su camerino. Y había matado allí a aquella desconocida.
—¿Quién será ella? —se preguntó Cole, buscando en vano un bolso, algo donde pudiera haber documentos o medios de identificación. Ni siquiera vio bolsillos en su vestido. Luego, los ojos de Cole se clavaron en las manos apretadas, crispadas, de la infortunada joven.
La mano derecha estaba medio distendida. Pero la zurda, fuertemente oprimida, llegaba a clavar las uñas de sus dedos en la palma de la mano. Algo, un leve brillo amarillo, aparecía entre los dedos de la muchacha muerta. Cole se sintió intrigado.
Tomó esa mano. Suave pero firmemente, presionó, tirando de los dedos. Logró apartarlos, con algún trabajo. Algo cayó de la mano de la muchacha, en la alfombra de goma del camerino.
Cole se inclinó, recogiendo el objeto. Lo contempló, intrigado.
Era un pequeño dragón. Un dragón de color dorado. Posiblemente de oro, o con un baño de ese metal. No mayor que un pequeño tubo de tabletas o que el dedo meñique de una persona. Podría ser el colgante de un collar o cualquier cosa parecida. Lo guardó en su bolsillo, sin darle mayor importancia.
Luego fue a su tocador. De la mesita contigua descolgó el teléfono. Pidió línea a la operadora de los Estudios Eastern Films. Marcó luego un número.
—¿Departamento de policía? —preguntó, seco—. Aquí Frank Cole, de Estudios Cinematográficos Eastern. Les ruego vengan lo antes posible. Hay un cadáver en mi camerino. Sí, oyeron bien. Un cadáver. Una mujer a quien no vi nunca antes de ahora. Está muerta, en efecto. Juraría que de un golpe de karate que quebró su cuello…
Colgó, sin esperar a más. Luego se encaminó fuera del camerino. Asomó al corredor. Pasaba un empleado de los estudios. Le detuvo.
—Avise al señor Reagan —pidió—. Es urgente. Ocurre algo grave, dígaselo.
Luego esperó, parado ante la puerta de su cabina. Cuando Reagan llegó, su vozarrón atronó el corredor de los estudios, mientras se aproximaba a Frank:
—¿Qué diablos ocurre, Cole? ¿Qué es eso de que te pasa algo grave?
—A mí, no —rectificó suavemente el actor, con fría mirada—. Venga, por favor. Es en mi camerino, Burt. Algo terrible…
—¿Terrible? —jadeó el director cinematográfico, enarcando las cejas—. ¿A qué te refieres?
El camerino de Mai Wong también se abrió. Asomó la bella actriz oriental, con gesto de sorpresa ante las voces de Reagan. Miró a ambos, intrigada, y llegó a tiempo de escuchar las palabras escuetas de Cole, mientras éste abría la puerta de su camerino:
—Se trata de una mujer desconocida, Burt. En mi camerino. Está muerta. Creo que la han asesinado…
Mai Wong lanzó una exclamación, apresurándose a unirse a ellos. Cole la retuvo, con gesto grave.
—No, por favor —pidió—. Vale más que no entres tú. No es nada agradable…
—Soy una mujer entera, Frank —objetó ella, con gesto ofendido—. Te aseguro que no pienso desmayarme… ¿Cómo es posible que una desconocida entrase en tu camerino sin ser vista…, y alguien la matara ahí dentro? No tiene sentido, Frank…
—Lo sé. Pero es, exactamente, lo que ha sucedido. Ven, puedes verlo, si lo deseas. Espero que seas, realmente, todo lo fuerte que has dicho.
Pasaron todos al interior. Reagan balbuceó algo entre dientes, contemplando con ojos dilatados el cuerpo inmóvil. Mai Wong dio unos pasos, con aire aturdido, la mirada fija en la muchacha muerta.
—Tiene algo de oriental —murmuró—. Pero evidentemente, hay mezcla de razas…
—Sí, pienso lo mismo, Mai —asintió Cole, sombrío—. Mirad su cuello…
—Roto —suspiró Reagan, frotándose el mentón, con gesto abatido.
—¿Crees que pudo ser de un golpe? —sugirió Mai Wong—. No hay hematomas…
—Eso indica que fue mediante un hábil golpe con la mano. Karate o Kung-Fu. No me gusta esto.
—A mí tampoco, Frank —confesó de mala gana Reagan. Miró a su actor—. ¿Seguro que no la conoces de nada?
—Totalmente, Burt —asintió Frank Cole, ceñudo—. Es la primera vez que la veo.
—En los estudios sólo entra el personal artístico y técnico. O los invitados con permiso especial de la productora. Han de usar un pase para cruzar el acceso, tú lo sabes. No puede ser una vulgar cazadora de autógrafos. Ni una admiradora tuya, Frank. No le hubiesen permitido llegar hasta aquí.
—No tiene que decírmelo. Lo sé tan bien como usted, Burt. Pero lo cierto es que ella está aquí, y no lleva el distintivo plástico de control adherido a su vestido, como es obligado aquí dentro.
—Tal vez su asesino la despojó de él. O ella lo perdió, si estaba asustada. —Reagan examinó el gesto de la difunta—. Realmente, creo que tenía mucho miedo cuando la atacaron.
—Sí, eso parece. Tal vez sabía lo que le esperaba… —Cole sacudió la cabeza, con aire sombrío—. En fin, no podemos hacer nada. Esperemos a la policía, Burt.
—¿La has llamado ya?
—Apenas hallé el cuerpo. Conozco mis obligaciones como ciudadano —les invitó a salir—. Vayamos fuera. Cuando menos removamos esto, tanto mejor. La policía querrá ver las cosas en orden y sin que nadie obstaculice su trabajo.
Salieron. Solamente unos siete u ocho minutos más tarde, la sirena policial penetraba en el recinto de los estudios cinematográficos. Reagan la escuchó, con un estremecimiento. Luego sacudió la cabeza, contrariado.
—Olvidad el rodaje por hoy —refunfuñó—. Creo que ninguno estamos en condiciones de continuar el trabajo. Notificaré la suspensión hasta mañana…
Frank Cole no respondió. Estaba pensando en la muchacha desconocida, muerta en su camerino. Y en un pequeño dragón de oro que manoseaba, distraídamente, en el fondo de su bolsillo, y del que nada había dicho a su director ni a su compañera de trabajo.
La duda era en estos momentos otra. ¿Se lo debía decir a la policía?
Tal vez fue un error.
Pero no se lo dijo a la policía. Ahora, mientras regresaba a su bungalow, en la zona residencial de Hong Kong más próxima a los estudios, iba pensando en ello.
Era una locura andar ocultando pruebas. Ni siquiera sabía por qué se guardó aquel dorado objeto diminuto, y menos aún por qué ocultó su existencia a la policía. Podía estar relacionado de alguna forma con el crimen. Porque crimen había sido, a juicio del médico forense de la policía, el doctor Tsai. Un golpe mortal, seguramente de karate, quebró el cuello de la muchacha, causándole la muerte instantánea, Cole conocía bien ese golpe de muerte. Practicando karate, solamente se marcaba, sin llegar a tocar al adversario.
De algo estaba seguro Cole, mientras conducía su automóvil, de regreso a casa, en la tarde ya oscura, casi anochecido. Allá abajo, en la bahía, las luces festoneaban la orilla del mar. En las colinas de Hong Kong, también brillaban luces salpicando sus laderas residenciales.
El budoka, o practicante de las artes marciales que además, se halla imbuido de su espíritu, tiene un código de honor y de dignidad. El karateka nunca emplea sus conocimientos en la violencia ni en el ataque. Como máximo, se defiende de los demás. No pudo ser ése el Caso de la muerte de una joven frágil y sin armas. La mataron intencionadamente. El crimen no podía ser obra de ningún budoka auténtico. De eso estaba bien seguro Frank Cole. Pero el autor de esa muerte conocía a fondo los secretos del karate.
—También los asesinos aprenden artes marciales —suspiró, hablando consigo mismo—. Eso lo explica todo. No sólo esa joven se infiltró en los estudios, burlando los sistemas de seguridad del recinto. También el asesino…, a menos que estuviera ya dentro de él.
Y recordó los numerosos extras contratados para las escenas de lucha. No todos eran quizá lo que parecían. Podía haber uno entre ellos, uno solo, que no fuese un luchador leal, un hombre íntegro, educado en la doctrina humanística de los karatekas. Y en tal caso…
—En tal caso, ese solo individuo, diferente a los demás…, mató a la chica. Pero ¿por qué? ¿Por qué…?
No había respuesta. Frank Cole viró en una amplia avenida arbolada, en dirección al distrito residencial donde habitaba. Justo entonces, los faros del otro coche lo hicieron tras de él.
Miró por el retrovisor, repentinamente tenso. Ya le había resultado sospechosa la presencia del automóvil oscuro, color azul cobalto, en pos de su deportivo «Jaguar». Pero lo atribuyó a coincidencia en el trayecto. Ahora, esa coincidencia empezaba a resultar excesiva. Desde la salida de los estudios, llevaba tras de sí ese automóvil.
Intencionadamente, redujo la velocidad. Notó que el otro le imitaba. Aceleró casi en el acto. Y el seguidor aceleró.
Cole apretó los labios, con una fría mueca. No le gustaba ser seguido. Y menos, después del asesinato de una mujer en su propio camerino.
Con una idea repentina, metió los frenos de su coche, justo frente a un establecimiento de libros y publicaciones. Detuvo el vehículo junto al bordillo, y esperó, tenso.
El coche azul cobalto pasó raudo, a su lado. Se perdió en la distancia. Cole respiró aliviado. Quizá, después de todo, se había equivocado.
Bajó del coche. Adquirió unas revistas cinematográficas y una novela de evasión, regresando a su «Jaguar». Emprendió la marcha de nuevo, a mediana velocidad.
Cuando alcanzó la siguiente curva en la alameda, y enfiló la recta línea asfaltada que conducía al grupo de bungalows donde se hallaba el suyo, una ojeada al retrovisor le demostró que todo seguía igual.
Dos faros apuntaban a su coche, desde detrás. El automóvil azul cobalto había surgido de entre dos edificios, situándose en pos del suyo. La persecución continuaba.
Cole no dudó un momento. Por naturaleza, distaba mucho de ser agresivo. Sus principios de budoka, de hombre adiestrado en las artes marciales, dentro de sus reglas de caballerosidad y respeto a los demás, de autocontrol y de serenidad absoluta, le hacían rehuir siempre toda iniciativa violenta. Pero no le gustaba ser seguido. Quería averiguar lo que sucedía.
De súbito, cruzó el coche en la carretera, en diagonal, bloqueando el paso al seguidor color azul cobalto. Rápidamente, abrió la portezuela y salió a exterior, deteniéndose ante los faros del otro coche. Este tuvo que frenar, con un largo chirrido, quedándose inmóvil.
—¡Eh, ustedes! —pidió Frank con voz fría, cortés—. ¿Esto es casual, o no?
Las portezuelas del automóvil azul se abrieron. Las cuatro a la vez. Y vomitaron a cuatro hombres simultáneamente.
Era como en las películas que Cole interpretaba para la Eastern. Pero con la diferencia de que ahora no había cámaras ni focos. No era una película.
Además, los cuatro hombres, cuatro orientales vigorosos, de trajes oscuros europeos, iban armados. Cole observó los dos revólveres provistos de silenciador en las manos de una pareja. Y la cadena y la barra de hierro en las manos de los otros dos.
Vinieron hacia él los cuatro, sin responder. Su actitud era elocuente.
Iban a atacarle. El no llevaba armas. Sólo sus brazos y piernas. Eran todos sus recursos para enfrentarse a cuatro agresores armados.
—Es mejor que se entregue —avisó uno de ellos con tono glacial—. No oponga resistencia. Le necesitamos. En caso contrario…, nos veremos obligados a matarle aquí mismo.
Cole sabía lo que eso significaba. Si se rendía, sería muerto igualmente. No podía tener demasiadas ilusiones, después de la muerte de la muchacha. Por el motivo que fuese, su vida no valía ahora un centavo.
—Lo siento —dijo Cole—. No hay trato.
Los cuatro orientales permanecieron silenciosos. Avanzaron los individuos de la cadena y de la barra de hierro. Los de las pistolas silenciosas se limitaban a cubrir a estos dos. Cole entendió con rapidez. De momento, les interesaba cazarle vivo. Algo necesitaban preguntarle. Algo que quizá podía salir mal, si le mataban. Iban a golpearle brutalmente. Si eso fallaba le matarían.
Silbó la cadena en el aire, dirigiéndose velozmente hacia él, en un impacto brutal.
Frank Cole no necesitaba evocar sus papeles en la pantalla cinematográfica. Era un experto karateka, por encima de todo. Eso le había llevado al cine, con la ayuda de su físico.
Ahora ya no era el actor ante las cámaras. Era un luchador acosado, en peligro. Frente a enemigos armados, dispuestos a todo.
El golpe iba dirigido a su cabeza. La cadena silbó en el aire, dirigida hacia su cráneo vertiginosamente. Si llegaba a hacer impacto, el chasquido del hueso quebrado sería espeluznante. Y mortal, por supuesto.
Solamente la increíble vivacidad de reflejos de Cole, pudo salvar su vida de aquel ataque mortífero. Todo ello, al servicio de una técnica perfecta. De una mente fría y serena, que difícilmente se alteraba ante nada.
Rápido, casi como movido por un centenar de resortes electrónicos encerrados bajo su epidermis, Frank Cole movió su propio brazo contra el adversario. Le lanzó un golpe de tajo sobre la muñeca, al mismo tiempo que retiraba su cabeza lo más lejos posible, hacia el lado opuesto, con una rotación inverosímil de su bien entrenado cuello.
Su golpe de tajo paró en tal forma el impacto lanzado por su atacante, que se detuvo en seco la mano en el aire, enarbolando la temible cadena ruidosa, girando amenazadora sobre los cabellos del joven actor americano.
Sin que mediara ni una décima de segundo entre una y otra acción, Cole adelantó el pie derecho, llevándolo hacia atrás de la pierna derecha de su adversario, momento preciso que aprovechó para descargar una patada de talón en la pierna izquierda del mismo. Eso le hizo perder el equilibrio al agresor de la cadena, mientras Cole había procurado girar levemente su cuerpo hacia la izquierda, sin soltar la mano del atacante, frenada por su acción.
Cayó el contrario con toda facilidad, al describir Cole un movimiento giratorio, ayudado por otro oscilatorio de la cadera. Parecía una maniobra sencilla, pero cualquier experto sabía la gran práctica y rapidez de reflejos y movimientos que precisaba para ser eficaz.
Sin embargo, aquello era sólo el principio. Un segundo o dos había durado toda esa pugna, mientras los otros atacantes se hacían inevitablemente más peligrosos para la integridad física de Cole.
Pero Cole era un experto en la tarea de enfrentarse a varios enemigos simultáneamente, ya fuese en el gimnasio, ya en los sets cinematográficos, ante las cámaras, con auténticos luchadores especializados en artes marciales.
Ello le permitió, casi simultáneamente, practicar su segundo contraataque, dirigido esta vez al hombre de la barra de hierro. No había dado la espalda en ningún momento a los dos armados de pistola con silenciador, y menos aún al de la cadena, ya abatido en tierra, entre espasmos de dolor que le inutilizaban. Ahora, notó que el de la barra de metal estaba a su espalda…, e iba a descargar el contundente objeto en su cráneo.
Lo había previsto todo. Le dejó acercarse, incluso, como si nada temiera. Inmediatamente, su pierna se disparó. El impacto de talón, seco y durísimo, alcanzó en la rótula al hombre, que exhaló un gemido de dolor, doblándosele las piernas. Cole, sin perder momento, había alzado la otra pierna, apenas puso la anterior en tierra. Su nuevo impacto de talón fue esta vez como un martillazo brutal a los testículos del agresor con intenciones homicidas.
Con un aullido exasperado, el atacante soltó la barra, que resonó pesadamente en el pavimento callejero, y el cuerpo humano chocó igualmente en el suelo, revolcándose en medio de atroces dolores. Cole hubiera podido matarle, de haberlo deseado así. Pero su sentido de la ética y de la rectitud eran demasiado grandes, para matar sin necesidad. Cierto que ellos eran asesinos, profesionales del crimen, que utilizaban armas contundentes, mortíferas, en su oficio criminal. Pero él no podía descender a tal nivel. Su propia superioridad como luchador, sus principios de nobleza y honestidad, su sentido de la disciplina física y mental, la cortesía con el adversario, su simple necesidad de la defensa propia o la protección del desvalido, estaban en contraposición ante cualquier idea de la violencia gratuita o de la muerte innecesaria. Frank Cole, ante todo, como un personaje shakespeariano, era fiel a sí mismo y a su educación de luchador. Había aprendido a ser generoso, noble y honesto, sobre los suelos de los gimnasios y en las doctrinas limpias de los budokas. Eso podía trasladarse a la vida real. Incluso en algo tan sórdido y terrible como podía serlo la lucha por la vida, contra cuatro asesinos dispuestos a todo.
Ahora quedaba lo peor. Apenas dos segundos de lucha, y aún estaban allí dos enemigos armados con pistolas provistas de silenciador, mientras los dos más cercanos adversarios habían sido reducidos a la incapacidad casi total.
No era lo mismo luchar contra una cadena y una barra de hierro que contra dos armas de fuego a una relativa distancia corta. Al menos, en teoría.
Pero ese principio lógico podía fallar, cuando se trataba de un karateka como Frank Cole. Y, desde luego, falló también en este caso.
Hubo un doble grito ronco en los dos orientales armados de pistola, al advertir con qué pasmosa facilidad, el americano se había deshecho de sus dos más directos contrincantes. Luego, tras un instante de vacilación, alzaron sus pistolas hacia Cole.
Este había previsto ese momento fugaz de duda en sus enemigos. Era previsible, casi lógico. Y esa relativa lógica, no fallaba habitualmente.
Esta vez tampoco falló. Su cuerpo trazó en el aire un perfecto, elástico salto del tigre, metiendo su cabeza contra el pecho, para evitar cualquier posible lesión en el tórax, al tiempo que su garganta emitía el ronco, desgarrado, electrizante grito:
—¡Kiai!
Parecía como si filmase una nueva escena para la pantalla. Pero no era una filmación. No fingía. Sencillamente, pasaba al ataque para defender su vida en peligro.
Al caer ante su adversario, a cortísima distancia, bajó los brazos con rapidez de auténtico relámpago, al tiempo que daba un giro al cuerpo hacia la izquierda.
Justamente al bajar sus brazos y ejecutar el traslado del cuerpo, ya había sujetado con su zurda la mano armada, y al desviarse, la pistola llameó hacia la altura, sin tino alguno. Hubo un sonido apagado, como un zumbido seco, cuando la bala brotó, perdiéndose en las sombras de la noche de Hong Kong. Luego, cuando cayó la derecha y pegó de lleno en el arma, ésta saltó como algo vivo de entre los dedos de su enemigo. El impacto del canto de su mano, había dado duramente en el alargado cañón, justo en el punto preciso para desarmar al criminal.
Quedaba un solo adversario, justamente cuando el desarmado rival recibía un impacto de talón en el hígado, y se doblaba, con un jadeo, cayendo de rodillas primero, y luego de bruces en el húmedo asfalto, tosiendo secamente, incapaz de reaccionar. Y ese adversario, pese a ir armado también de pistola, tuvo una reacción imprevisible para Cole, aunque quizá justificada ante lo que sucedía. Al ver a sus tres camaradas abatidos tan fácilmente por Cole, en unos escasos instantes —quizá menos de cuatro o cinco segundos en total—, en vez de intentar algo, miró con terror a su solitario enemigo, y echó a correr disparando alocadamente su arma, con la intención quizá más de frenar que de herir al temible contrincante.
Frank se detuvo, oyendo silbar la bala lejos de él. No intentó perseguir al fugitivo ni cobrarse una cuarta pieza. Estaba muy por encima del orgullo y de la presunción. Una victoria no le envanecía lo más mínimo. En realidad, ser luchador era aceptar deportivamente la derrota o la victoria. En un simple juego, en una práctica marcial…, o en la propia vida. Así le habían enseñado, y así aceptaba las cosas.
Contempló a los tres individuos caídos a sus pies. Uno, el último, intentaba arrastrarse, dar alcance a su pistola. Se limitó a dar un puntapié a ésta, alejándola algo más. Luego se inclinó. Le bastó un golpe seco en la nuca del caído. Este se quedó inmóvil, totalmente inconsciente.
Frank Cole se encaminó a una cercana cabina telefónica. Desde allí hizo una llamada a la policía, indicando el lugar donde estaba. Y algún detalle de lo sucedido.