CAPÍTULO III

Cole había intuido inmediatamente que su compañero de infortunio, aquel joven chino de rostro anguloso e inteligente, era también un luchador, un hombre adiestrado en las Artes Marciales. Y no pensó que fuese precisamente una vulgaridad en tal terreno.

Quizá por ello fue el encargado de servir de señuelo. El cebo para que picase el suicida armado. Se limitó a erguirse en su asiento, como disparado por un resorte, y alzó sus brazos hacia el que en esos momentos era dueño absoluto de la situación.

—¡Cuidado! —aulló éste, rápido, volviéndose hacia Cole, cuya fama como actor cinematográfico especializado en karate era quizá mundial y, por tanto, conocida lo suficiente por su advertencia—. ¡Si intenta algo, le mato ahora mismo!

Por supuesto, a Cole le importaba poco morir ahora o cinco minutos más tarde. Tampoco le resultaba preocupante que esa muerte fuese por medio de una bala de calibre 45 o de un artefacto explosivo de relojería. Lo que no deseaba, era morir. Pero, sobre todo, era preciso impedir que más de cien inocentes hallaran una muerte cruel y estúpida en aquel criminal atentado en las alturas.

Por ello, Cole se apresuró a detenerse, como encogido por una amenaza que, en el fondo, le traía perfectamente sin cuidado. Y eso tranquilizó a su antagonista, que fijaba en él su «Parabellum», dispuesto a apretar el gatillo.

Entonces saltó un tigre humano. Una especie de manojo de músculos, nervios, tendones y huesos, de increíble armonía y singular capacidad de acción. Muchos de los presentes, apenas si pudieron seguir con su mirada a aquel relámpago humano que, saltando de su asiento, se precipitaba como un halcón sobre el hombre armado.

—¿Eh? ¿Qué diablos…? —comenzó a graznar éste, revolviéndose veloz hacia su agresor, más por intuición que por auténtica percepción real del hecho.

No pudo decir más. Ni intentar nada más.

Kwan Shang, con su mano diestra en forma Cheng-Chu, o Dragones Gemelos, cayó sobre el terrorista. Sus dedos índice y corazón extendidos en garfio, golpearon en punta sus ojos, cegándole y haciéndole emitir un largo alarido de dolor, al sentirse sin visión. Su mano se alzó, su pistola intentó dispararse.

No apuntaba a nadie, pero un orificio en el fuselaje podía provocar una brusca alteración en la presión interior del avión, y eso era peligroso. Kwan Shang lo evitó.

Utilizó su zurda en un veloz movimiento, adoptando el Ch’a Shou, o Mano de Cangrejo, atenazada, de forma que golpeó y, a la vez, aferró la muñeca del enemigo, hincando sus dedos engarbados en los tendones y nervios del brazo. Saltó disparada el arma, y entonces el oriental suicida trató de defenderse del formidable luchador de Kung-Fu que se le había venido encima.

No pudo hacer absolutamente nada. Porque esta vez, ya libre del peligro que, para los demás viajeros suponía la «Parabellum», Kwan Shang descargó en el cuello del otro un seco impacto. Esta vez, usó su diestra de nuevo, en posición Tao-Shou, o Cuchillo. Los dedos estirados, rígidos, golpearon en la parte sensible con la potencia y precisión de una pica o la punta de un arma blanca.

El contrario exhaló un gemido y se desplomó inconsciente. Un silencio profundo se extendió por el reactor tras ese instante de violencia. Se miraron todos entre sí, sorprendidos.

—Le venció, sí… —murmuró alguien—. Pero eso… ¿evitará que estalle la carga explosiva situada a bordo?

Frank Cole se había incorporado, mirando fijamente la esfera de su reloj. Su voz sonó grave, llena de tensión:

—Cuatro minutos y cincuenta segundos… Le felicito.

Le bastaron ocho segundos para abatirle. Creo que estuve seguro de eso, aun antes de verle actuar…

Kwan sonrió. Pero frunció el ceño, contemplando fijamente al caído.

—No todo está hecho —suspiró Cole, sacudiendo la cabeza—. Es un suicida. Su vida no vale nada, y él lo sabe. Tenemos sólo cuatro minutos para dar con la bomba. Nos bastará…

—Supongo que es un explosivo especial —señaló Kwan—. De otro modo, los detectores del aeropuerto de Hong Kong lo hubieran señalado… No hay más que un camino.

—¿Cuál? —Le miró Cole, pensativo—. ¿Registrar equipajes? No hay tiempo…

—Claro que no —rechazó Kwan Shang—. El único camino es él… Y yo…

Cole enarcó las cejas, mirándole pensativo. Kwan Shang se inclinó. Aferró al vencido por los hombros. Lo sentó a viva fuerza en un asiento del avión. Tocó ciertos puntos sensibles de su nuca y cuello. El cuerpo inerte se agitó un poco.

—¿Qué pretende? —quiso saber Cole.

—Hacerle reaccionar —habló Kwan Shang—. Y probar mi poder hipnótico…

Frank Cole no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza. Kwan levantó los párpados del inconsciente. Hizo algo, y éstos permanecieron levantados. Comenzó a mirar con fijeza al fondo de las pupilas oblicuas de su adversario. Cole miró el reloj. Los minutos pasaban con rapidez. Ya eran solamente cuatro exactos los que les separaban de las once. Azafatas y funcionarios de la compañía habían asomado ya al pasillo, acercándose al lugar del suceso. Los viajeros esperaban, pendiente su alma de un hilo tan quebradizo como el que sostenía sus vidas en el aire.

—Estamos descendiendo —dijo una azafata—. Pónganse los chalecos salvavidas. Intentaremos salvar a los viajeros. Por favor, serenidad. Vamos a hacer lo imposible…

Cole no comentó nada, pero sabía que tres minutos y un poco más, era menos de lo que se precisaba para salvar a diez o doce personas solamente. Todo dependía, en realidad, de aquel joven chino que ahora, con su faz convertida en una extraña máscara, se enfrentaba al hombre abatido. Y su voz comenzó a desgranar inexorablemente las órdenes mentales que, de no hacer efecto en el cerebro del sujeto, nada podrían hacer por salvarles de la muerte…

—Escucha… Tienes que hablar… Hablar poco. Sólo unas palabras… Tienes que decir dónde está el explosivo y cómo desconectarlo… Tienes que hacerlo… o tu esposa y tus hijos morirán…

Era un ensayo. Un intento de influir en el subconsciente del criminal a sueldo. Cole seguía mirando su reloj, mientras las azafatas abrían la puerta de paso a la cabina de carga, a la espera de la información preciosa que pudiera salvar sus vidas…

Inexorable, monocorde, la voz de Kwan Shang se elevaba en silencio mortal de la larga cabina de pasaje, tratando de obtener la respuesta anhelada:

—Tienes que oírme… Es una orden… Estás entre amigos… Amigos que quieren salvar a tu mujer y a tus hijos… Habla… ¡Habla…! Ese explosivo… ¿dónde está…?

Y así, la aguja se aproximó a los tres minutos del reloj, en dirección a las once. Luego, a los dos minutos…

El presunto hipnotizado, no parecía ceder a la fuerza hipnótica de Kwan. Este, exasperado, masculló con fatiga y tensión, al cumplirse los dos minutos de fatídica distancia:

—¡No es posible! ¡No puede resistir tanto! ¡Yo he hipnotizado antes a otras personas! ¡Sé lo que estoy haciendo…, pero él no colabora!

Frank Cole le escuchaba con el ceño fruncido, los labios apretados. Súbitamente, se inclinó hacia el hipnotizado, que permanecía sentado, rígido en su asiento, los ojos vidriosos, dilatados y sin expresión. Aventuró unas palabras, mientras dentro de su pecho, el implacable, angustioso tic-tac del reloj, parecía transmitirse a los latidos de su corazón, marcando el paso del tiempo que les separaba de la muerte…

—Ese equipaje tuyo… —dijo con voz lenta, fría, imperiosa—. Ese equipaje que llevas a bordo… Dime cuál es… En él hay un medicamento… Algo que te salvará la vida…

Ya no estarás enfermo… Tu mujer y tus hijos estarán en tu compañía para siempre… Seréis felices todos… ¡Vamos, tienes que decirlo! Necesitas ese medicamento antes de un minuto…, o tu enfermedad te llevará… ¿Cuál es? ¿Qué maleta, qué bulto es…?

Kwan le miró asombrado, escéptico, como si no creyera posible que la cruel estratagema diese resultado. Pegó un respingo al oír la respuesta:

—La maleta roja… La maleta pequeña, roja…, con la etiqueta del hotel Raffles, de Singapur… —recitó fatigosamente el hipnotizado, agitándose con respiración entrecortada—. Es… es mi única… valija…

Cole y Kwan se miraron triunfalmente. El americano se volvió, rápido, a las azafatas.

—¡La maleta roja! —gritó—. ¡Rápido, busquen una maleta roja, pequeña…, con la etiqueta del hotel Raffles, de Singapur…! ¡Está allí el explosivo…!

Las azafatas se lanzaron a la cabina de equipajes, acompañadas de un oficial de a bordo. Cole y Kwan les siguieron. Faltaban exactamente un minuto y cincuenta segundos para el desastre…