CAPITULO IX
AQUELLO duró poco. Muy poco.
Roger cerró los ojos, respirando estremecido. Udanowsky, lívido, maravillado, asistía a la aterradora escena. Ivana se había desvanecido apenas comenzó el prodigio.
Cuando todo terminó, tras un forcejeo exasperado, unos gritos desgarradores, de hombres en la agonía, luchando contra lo inexorable, hubo roncos rugidos de fiera satisfecha... y dos cuerpos, velludo el uno, sinuoso y aterciopelado el otro, se movieron por entre despojos humanos, sangre y cuerpos destrozados a zarpazos y dentelladas.
Un silencio de muerte se extendió por la sabana. Lejos, en alguna parte, emitió un graznido algún buitre de buen olfato y mejor instinto...
—Dios mío... —susurró Roger—. Dios mío...
Al abrir los ojos, miradas fosforescentes estaban ante él, brillando en la noche de luna espléndida. Cuerpos reptantes, de animales feroces, se deslizaban hacia ellos, como si la carnicería fuese a proseguir.
Una pantera negra, sigilosa, y un salvaje lobo aniquilador se acercaron, se acercaron a los cautivos...
—Nada puede detener ya a esas fieras... —susurró Fedor Udanowsky—. Si alguna vez fueron humanos..., ya no lo son. Ahora comprendo, Roger..., las diferencias biológicas entre ellos y nosotros. Eran casi iguales..., pero no iguales...
—A buena hora nos enteramos... —susurró Roger.
Y se estremeció cuando la sedosa piel negra de aquella pantera que antes fuese la hermosa Kat, rozó su piel.
El lobo sanguinario caminó, rugiendo entre sus fauces terribles, hacia la inconsciente Ivana...
.* * *
El sol brillaba al amanecer.
Se elevó, rojo y redondo, desde el horizonte, más allá de Mombasa. Iluminó una terrible escena de muerte y sangre.
Porteadores nativos, el leal Watai... Y también, por otro lado, los cadáveres de Oxman, de Cravatt, de Lothar y de Cooley...
Un cementerio en la sabana. Arriba, en el azul, los buitres revoloteaban, siniestros y expectantes, aguardando su festín.
Roger se frotó las muñecas lentamente. Se incorporó despacio. Miró en torno, con fatiga, casi sin creer posible que viese amanecer un nuevo día...
No lejos de él, Udanowsky animaba a su sobrina a incorporarse. Pero procuró mantenerla de espaldas a la matanza de aquella trágica noche. En torno de ellos, el silencio era tan impresionante, que África toda parecía desierta, abandonada por toda clase de vida, salvo la de ellos mismos.
—La vida sigue, profesor... —musitó roncamente Carrel.
—Diablos, sí —afirmó el ruso—. Aunque no parezca posible..., todo sigue.
—¿Quién iba a decirlo anoche? —suspiró el explorador—. Primero, cuando Cravatt y Oxman iban a cosernos a balazos. Después... cuando esas dos fieras nos acechaban, rozaban nuestra piel, sentíamos la proximidad de su aliento, de sus miradas ardientes y feroces...
—Y todo pasó.
—Sí, todo pasó. Aún me pregunto cómo pudo suceder...
Por vez primera hubo un roce cercano, una señal de vida. Ambos se volvieron, miraron en esa dirección, más allá de las tiendas de lona...
—Ellos... —se estremeció Roger.
Afirmó despacio el profesor. No separó sus ojos de los recién aparecidos.
—Vuelve a ser todo como antes —musitó—. ¿Entiende, Roger? La luna... Es como la vieja leyenda. Los licántropos, los pueblos-gato de Centroeuropa... Nunca creí que todo eso fuese posible, salvo en la superstición de las gentes de viejos países...
—Ahora comprendo lo que sucedió la otra noche —musitó Carrel—. Los leopardos enloquecidos... Ellos..., ellos fueron.
—Nos salvaron la vida dos veces... —reflexionó en voz alta el profesor.
Aun así, tanto Roger como Ivana contemplaron con mudo respeto, casi con aprensión, a los dos hermosos seres que avanzaban hacia ellos, con sus ropas refulgentes a la luz solar.
Sonrientes, frescos, llenos de vitalidad y fuerza... Ni huella de sus heridas de bala, de su sangre. Y menos aún de la fantástica metamorfosis de la noche anterior, bajo la mágica luna de los licántropos y de las mujeres-gato.
Se detuvieron ambos ante ellos. Su sonrisa se borró lentamente, Hubo cierta tristeza en sus expresiones. Se miraron entre sí.
—Comprendo lo que sienten —dijo Kat, con voz suave—. No fue agradable presenciarlo...
—No, esas cosas nunca son agradables —convino Udanowsky—. Pero resultó impresionante. Un par de viejos mitos hechos realidad...
—Acaso en la Tierra sean sólo mitos. La luna, la transformación, licantropía y todo eso —habló tristemente Wolf—. En nuestro mundo de horrores... se hizo natural. También eran sólo leyendas. Hasta que la ciencia, la fría ciencia, quiso hacerlas realidad. Y lo logró. Vaya si lo logró, malditos sean todos ellos... Ya les hablé de monstruosas desviaciones biológicas, de experimentos increíbles... Este es uno de ellos. Mutantes de una condición infrahumana. Basta una luz blanca, como la lunar..., para alterar las células biológicas y provocar la mutación. Es horrible.
—Horrible —convino Roger, pensativo—. Pero debemos la vida a ese hecho. Por dos veces...
—Eso no puede borrar el horror que sentirán hacia nosotros —musitó Kat.
—No somos quiénes para juzgar —cortó Fedor Udanowsky gravemente—. Y sí sólo para dar gracias a su ciencia, por inhumana que ella fuese..., puesto que nos permite sobrevivir. Supongo que ustedes son diferentes cuando..., cuando se convierten en animales salvajes...
—No. Eso es lo terrible —replicó Wolf, con un jadeo—. Seguimos siendo nosotros. Con el mismo cerebro y sentimientos. Sólo que un instinto animal nos guía y hace feroces. Claro que, al atacar a aquella gente, lo hicimos conscientes de que con ello les salvábamos, como ocurrió la noche de los leopardos...
—Y en vez de atacarnos después a nosotros,.., se retiraron lejos del alcance de la luna —señaló Roger—. Por eso desaparecieron ambos..,
—Ya que tenemos ese estigma terrible en nuestro organismo, debemos luchar contra él. Por eso pensamos que..., que no seríamos aceptados plenamente en su sociedad.
—Desgraciadamente, es cierto. Serían señalados, perseguidos, acosados y muertos... —asintió Roger—. Por cierto..., ¿qué fue de sus heridas de bala?
—Balas de armas terrestres... —Wolf sacudió la cabeza—. Nuestros tejidos poseen un tratamiento especial bioquímico. Se regeneran los órganos y tejidos dañados. Se recupera la sangre perdida. No podemos ser muertos a tiros...
—Cielos, auténticos superhombres —musitó Ivana—. No, no los admitirá nadie... No conocen este mundo, amigos. Vienen ustedes de un planeta de horrores, pero aquí existen otros problemas. Intolerancia de los humanos, prejuicios, recelos, barreras sociales, morales y psíquicas. Leyes y orden establecido, y todo eso... No aceptarán a nadie superior. Serían... monstruos, en nuestro modo de vivir, estoy segura. Así les catalogarían, cuando menos.
—Y, en el fondo, lo seríamos —habló Kat tristemente—. ¿Imaginan un descuido nuestro, paseando públicamente bajo su luna? Inmediatamente... la metamorfosis.
Fieras a la vista de todos. Monstruos, en suma. No, no es posible. Deberemos buscar otro planeta..., o resignarnos a ser nómadas en el espacio, a no tener nunca un hogar en ningún mundo habitado por seres como nosotros...
Hubo un embarazoso silencio. Wolf y Kat parecían aturdidos, vencidos, anonadados por su propia facultad sobrehumana...
Roger se acercó a ellos. Sabía ahora por qué se llamaban Wolf y Kat. Todo estaba claro. Miró a la joven cara a cara.
—Kat... —dijo despacio.
—¿Sí? —ella le contempló con su mirada, tan aterciopelada como la piel del felino en que se convertía a la luz de la luna.
—Kat, no podemos culparos de nada. Ni a ti, ni a tu compañero Wolf. Nunca pretendisteis engañarnos. Es más: por tres veces salvasteis nuestras vidas. De los leopardos, de las hormigas, de Cravatt y su gentuza...
—Acepto tu gratitud, Roger —sonrió ella—. Es mucho para mí, habida cuenta de mi condición, tan distinta a la tuya...
—Kat, es algo más que gratitud. Me gustaría... hacer algo por vosotros. Por ti, por tu compañero...
—Nadie puede hacer nada. Vuestra ciencia no puede compararse con la nuestra...
—Cierto, Roger —terció Udanowsky, sombrío—. Somos como párvulos junto a genios. Esa gente dominaba todo: mutaciones biológicas, alteraciones mentales y físicas, evoluciones genéticas, maravillosas transmutaciones celulares... No, Roger. Nunca, en siglos enteros, podremos hacer nada por un caso como el de Wolf y Kat, estoy seguro...
—Lo sé —se exasperó, Roger. De soslayo, observó que Wolf clavaba su mirada patética en la joven Ivana... y ésta lloraba en silencio, amargamente—. De cualquier modo, Kat, amiga mía, no hay ciencia ni prodigio biológico que me haga pensar de diferente modo: cuando eres una mujer, simplemente, eres hermosa, ideal, adorable. La más hermosa mujer que jamás vi. Incluso creo que es fácil amarte...
—Roger —musitó ella, enternecida—, eso que dices es maravilloso..., aunque no arregle nada. Sencillamente, somos diferentes. También tú me atraes. Me hubiera gustado integrarme en vuestro mundo, en vuestra sociedad. Pero eso no es posible.
—Si, al menos, no te viese en las noches de luna... convertida en felino... —jadeó el explorador.
—Sería inútil. Cuando uno de nosotros sufre la mutación conseguida por la ciencia de mi planeta... también lleva esa condición en su evolución genética. ¿Imaginas... unos hijos que, por las noches, fuesen gatos o panteras...?
Roger se estremeció. Inclinó la cabeza, abatido.
—Sí, entiendo... —musitó—. Entiendo. No hay solución.
—No —convino ella—. No la hay.
Carrel caminó hasta el cadáver de Cravatt. Lo registró, tratando de no pensar en Kat ni en Wolf, ni en su prodigiosa capacidad que les convertía en auténticos ejemplares monstruosos, de una forma de vida ambigua, entre ser humano y animal.
No encontró ni rastro de los diamantes. Reflexionó. Una cantidad semejante de piedras preciosas, tenía que abultar bastante. Estudió todo en torno suyo. Tampoco era fácil que Cravatt se deshiciera ni siquiera momentáneamente de su fortuna en gemas.
Deshizo el cigarro habano. No había nada. Era lógico. Tampoco hubiese habido espacio suficiente para el gran botín robado de las minas sudafricanas.
Repentinamente, sus ojos se detuvieron en algo: el fusil ametrallador. Algo que Cravatt jamás dejaba de su mano, según observó...
Desmontó pronto el arma. En su culata/vaciada, halló las gemas, envueltas en algodones.
Había exactamente una veintena de diamantes magníficos. Dos millones de libras esterlinas, al precio legal. Silbó entre dientes. El sol hirió las gemas con destellos maravillosos, deslumbrantes.
Kat se acercó a él. Miró las piedras facetadas, aún faltas del pulido necesario para convertirlas en auténticas maravillas de la joyería mundial.
—Nunca vi nada parecido —dijo—. ¿Qué es eso, Roger?
—Algo por lo que los habitantes de este planeta, sin necesidad de evolucionar a otra especie animal, matan o mueren ferozmente. Eso es peor que la ciencia de tu planeta, Kat. Un puñado de vidrios hermosos... y nada más. Millones. Una fortuna. ¿Hay algo más absurdo? Simple carbono cristalizado. No sirve para nada, salvo para exhibirlo, cuando no se aplica a usos puramente industriales, en pequeños tamaños. Como verás, ningún planeta es perfecto. Y el nuestro, menos que ninguno.
—¿Tratas de darme consuelo? —sonrió ella.
Dios me libre de eso, Kat. Te digo las cosas como son. Esos hombres mataban sólo por dinero. Por lucro. Por esto, por unos billetes impresos... Seguramente tu civilización deshumanizada, allá en tu lejano planeta, dejó ya muy atrás esas locuras estúpidas.
—Pero aprendió otras iguales o peores, Roger. —Sí, claro. Eran humanos, después de todo. No se les podía pedir más... —hundió el montón de diamantes, envolviéndolos en algodón y un trapo, dentro de uno de los bolsillos de parche de su cazadora color marfil. Sacudió la cabeza—. Bien, ahora imagino que el profesor Udanowsky, no escarmentado con todo cuanto nos sucedió..., querrá seguir adelante.
Lo había dicho en voz alta. El científico se apresuró a responder, solemne:
—Por supuesto, amigo mío. A menos..., a menos que usted prefiera regresar ya a Nairobi y dar por terminada esta aventura...
—Un buen profesional nunca regresa por su voluntad. Nos faltan porteadores, pero con los jeeps no harán tanta falta. Podemos seguir adelante. Estaremos en Mombasa antes del mediodía, aun contando con el cruce de una zona amplia de jungla... ¿Cree realmente que vamos a acabar encontrando... la «cosa» de otro mundo?
—Estoy seguro de ello. Algo me dice que estamos cerca. Muy cerca...
—Pues vaya un consuelo... —refunfuñó Roger—, Si a distancia fue capaz de alterar a los leones y a los leopardos, y agigantó a las hormigas carnívoras..., no sé lo que será capaz de hacer estando cerca de nosotros... —Haga lo que haga, hemos de seguir adelante. Investigar, tratar de hallar el medio de controlar esa formidable forma de vida y de poder... De otro modo, lo que llovió del espacio exterior seguirá ahí, en alguna parte de África..., quizá desarrollándose en silencio para ser un día el poder supremo de la Humanidad.
—No le falta razón —aceptó Wolf, pensativo. Miró a Udanowsky—. Por cierto, profesor, anoche no llegó a contarnos cómo supo usted que esa «cosa» espacial estaba en África...
—Oh, es cierto —el ruso afirmó despacio con la cabeza. Luego, empezó a hablar con tono solemne—: Mis queridos amigos, fue la impresión más vivida que jamás recibí. Apenas estuve cerca de aquella célula viva...
—Una..., ¿una célula viva? —se interesó Roger—. ¿Dónde?
—En la Luna —suspiró el astronauta ruso.
—La Luna... —Carrel hizo un gesto de extrañeza—. Creí que en la Luna no sobrevivían las formas orgánicas de vida ante la ausencia de agua, oxígeno y otras materias imprescindibles para los desarrollos vitales orgánicos, profesor...
—Y es lo cierto, amigo mío. Aquella especie de célula agonizaba cuando la hallé...
—¿Qué era, exactamente?
—Era... como una diminuta gragea rosada, levemente púrpura... Parecía un grano o una semilla, Roger... —las explicaciones de Udanowsky, al provocar en él una sucesión de recuerdos, hacían centellear sus ojos agudamente—. Primero pensé que formaba parte de la propia posibilidad vital de la Luna... Creí estar ante el gran descubrimiento de una materia viva y orgánica, en un satélite muerto como el nuestro...
—Y no fue así —dijo Roger, mientras montaba todo en los jeeps, para iniciar de nuevo el viaje a través de Kenya.
—No, no fue así. Aquella partícula viva había llegado de otros lugares...
—¿Cómo pudo saberlo? —se interesó Wolf.
—Había un medio sencillo. Mi equipo de astronauta llevaba un" completo laboratorio de análisis de muestras lunares. En el acto, el análisis electrónico me reveló que estaba ante una célula ajena a la Luna. Llegada de muy lejos, sólo Dios sabe por qué extraños medios. Yacía sobre un auténtico lecho de piedras carbónicas, en una agonía lenta pero decisiva. Su índice de vida era de uno coma tres por ciento... Casi inapreciable ya.
—De eso a imaginar la existencia de algo parecido en la Tierra, concretamente en África, media un abismo, profesor —Roger se puso al volante del jeep, invitando a su lado a Kat, mientras en el otro jeep Ivana Udanowsky se disponía a conducirlo, con Wolf junto a ella. El profesor eligió el vehículo de Roger para situarse tras él, y seguir sus explicaciones complejas sobre tan extraña materia.
—Aquí llega lo más insólito, lo más fantástico de toda la historia de mi viaje lunar, Roger —dijo con lentitud, mientras arrancaban, dejando atrás la matanza a la luz solar del nuevo día—. Algo que ni siquiera el Instituto de Ciencias de mi país aceptó. Algo que el Centro de Investigaciones Espaciales rechazó de plano... y algo de lo que los técnicos americanos de la NASA, colaboradores en el programa internacional que yo protagonicé, se rieron estrepitosamente. Ante mi fracaso, resolví buscarlo yo solo. A todo riesgo, y con medios propios.
—Todo eso, lo sé. Lo que cuenta es: ¿cómo descubrió usted el supuesto hecho de una existencia extraña en el corazón africano? —insistió Carrel.
Los jeeps rodaban por la sabana, hacia la selva cercana a Mombasa. Kat escuchaba con interés las explicaciones del profesor:
—Roger, yo..., yo viví mi más tremenda experiencia cuando, tras el análisis de la supuesta forma de vida lunar, una vez dentro de mi cápsula posada sobre la Luna, estudié más a fondo aquella especie de rosada semilla... y descubrí que no sólo gozaba de una vida ya débil, agonizante, sino que..., que pensaba.
—¡Pensaba! —Roger tuvo que dominar con firmeza el volante, para no despistarse, tal fue su sobresalto al oír al profesor. Le miró por el retrovisor, perplejo—. ¿Seguro?
—Completamente. Entiendo su escepticismo, amigo mío. Ya estoy curado de ello, tras de tantos esfuerzos por persuadir a científicos, técnicos, políticos y militares de que mi informe era verdad. Sí, Roger. Esa célula pensaba, tenía mente. Era algo terrible. Un diminuto cuerpo, de insignificante aspecto, de forma orgánica de vida, era capaz de emitir y captar ideas.
—¿Cómo descubrió eso? —era grande el interés de Kat ahora por el tema.
—Tratando a la célula por un procedimiento electrónico de registro de vibraciones. El computador señaló una serie de intermitencias regulares, como sonidos o expresiones repetidas insistentemente. Aquella manifestación de vida ordenada, me intrigó. Utilicé un traductor electrónico de códigos cifrados, y lo apliqué a aquellas vibraciones. Mi asombro no tuvo límites cuando me tradujo una serie de palabras, formando una frase repetida hasta la saciedad: «Yo pienso y quiero comunicar contigo... Yo pienso y quiero comunicar contigo...»
—¡Increíble! —se admiró Roger.
—Increíble, sí. Aun muriéndose, la fuerza mental de aquella especie de grano era enorme. Imaginé un cuerpo mayor, en plenitud vital, y me horrorizó la idea de su poder. Por medio del traductor de códigos, establecí una breve relación con... la pequeña «cosa». Y así, inesperadamente, cuando ya estaba muriendo, descubrí la existencia de la gran «cosa».
—Siga, profesor. Me tiene fascinado —dijo Carrel.
—Para entonces, yo estaba maravillado, atónito ante mi descubrimiento ya. Logré hacerme entender, mediante impulsos electrónicos repetidos, por aquel microorganismo mental. Para horror y admiración mía... me respondió.
—¿En qué sentido?
—Me dio un informe sorprendente, increíble. Lo capté nítidamente con el traductor electrónico: «Busca la célula-madre. África, planeta Tierra. Punto de longitud y latitud terrestres...» —Udanowsky resopló, muy pálido—. Me dio los datos precisos. Era aquí, en Kenya. Entre Nairobi y Mombasa, junto a Tanzania quizá... Excitado, traté de convencer a todos. Para entonces, la célula estaba totalmente muerta, y no pude probar nada.
—Pero... ¿y el registro electrónico de esa especie de... de diálogo entre usted y la «cosa», profesor?
—No quedaba nada.
—¿Qué? ¿No lo guardó?
—Lo guardé, Roger. Pero algo sucedió en los circuitos electrónicos. Se borró todo. No había pruebas. Siempre pensé que..., que «aquello», el grano, semilla o lo que fuese, antes de extinguirse, utilizó un último impulso magnético, que borró lo grabado.
—Sería factible, sí —aceptó Roger. Se mordió el labio inferior, pensativo—. Y ahora..., va usted hacia su destino.
—Mi destino: la célula-madre, Roger. La «cosa» llegada del cielo...
—Entiendo —resopló Carrel, entre dientes. Aceleró la marcha, hundiéndose en la jungla—. Cuanto antes lleguemos a Mombasa, tanto mejor. Debo entregar los diamantes de Cravatt a las autoridades... y llevarle a usted lo antes posible a su encuentro con esa forma de vida. Pero, eso sí. Una vez vividas las experiencias previas..., ¿no piensa que va a encontrarse con un enemigo... y muy poderoso, capaz de aniquilarnos a todos?
—Espero que no —negó Udanowsky—. Creo que, de un modo u otro, la «cosa» presiente que se acercan a él, y quiere impedirlo. Pero cuando nos encontremos frente a frente, trataré de convencer a esa célula de que ningún daño le haré, y, por el contrario, podremos cooperar en investigar los grandes misterios de la vida cósmica, de las formas de existencia en otros mundos y, quizá, un futuro mejor, en este mismo planeta, para la célula y para todos nosotros...
—Tenga cuidado —avisó Roger—. Ese juego puede ser muy peligroso...
—No tema nada —rechazó el científico—. Tengo todo previsto. Recuerde que podrá ser hostil en principio, pero tiene vida... e inteligencia. Todo lo que es inteligente, razona y comprende. Verá cómo llegamos a algo realmente importante, quizá trascendental. ¡Seré el más grande científico de todos los tiempos, el primero que estableció contacto con una forma de vida diferente a la humana...!
Roger no dijo nada. Condujo en silencio. Cambió una mirada de soslayo con Kat.
Ella, la mujer de otro planeta, se limitó a susurrar entre dientes:
—Creo que es peligroso, Roger. Muy peligroso... para todos.
Roger asintió. Udanowsky, tras ellos, soñaba despierto, entornados sus ojos, en auténtico éxtasis.
—Lo sé —afirmó el explorador—. Temo por el profesor... y por nosotros. Y lo malo es que ni siquiera sé de qué tengo miedo...
Se adentraron en la selva. El camino serpenteaba entre frondas y altas arboledas. Pájaros y simios, rivalizaban en chillidos, saltando de árbol en árbol, allá arriba. El sol no llegaba a entrar totalmente, tamizado por la umbría masa de hojarasca que formaba un verde y dorado dosel en el interior de la amplia, densa jungla africana.
Era el tramo final, antes de llegar a Mombasa.
—Mira... —dijo repentinamente Kat—. ¿Qué es eso?
Roger frenó suavemente su jeep. Redujo la marcha con expresión preocupada.
—Cuidado —silabeó—. Parece..., parece una gran planta carnívora, Kat...
* * *
Era una planta carnívora.
La más hermosa que viera Roger en su vida. Y la más grande también.
Siempre había pensado que la historia de las plantas carnívoras era un poco mito de las gentes. Conocía algunas pequeñas, que se alimentaban de moscas e insectos, pero eso era todo.
Esta de ahora, era diferente. Muy diferente.
Tanto, que estaba devorando en ese momento a un gran pájaro de bello y polícromo plumaje...
El ave chillaba agudamente, intentando revolotear. La planta carnívora, inexorable, cerraba sus pétalos grandes, ásperos, punzantes, en torno al alado animal, que era engullido de modo implacable. Era una planta de gran tamaño, de bellísimo colorido púrpura, de largos tallos, de grandes hojas voraces, repletas de ventosas succionantes... Una baba pegajosa, amarillenta, fluía de aquel cuerpo vegetal monstruoso, situado a un lado del sendero.
Alrededor de la gran planta, capaz de engullir a dos o tres hombres a la vez, a juzgar por su volumen, crecían numerosos ejemplares más pequeños, igualmente bellos y llamativos, e igualmente voraces. En muchos de ellos, insectos o pequeñas alimañas luchaban estérilmente por evadirse.
—Es horrible... —musitó Kat—. Plantas carnívoras...
—Nunca vi tantas —confirmó Roger—. Ni una tan grande como esa central... Sigamos adelante, y de prisa. No me gusta este lugar...
Tras ellos, venía Wolf con Ivana. Ambos miraban, también perplejos, el insólito paisaje florido, tan hermoso como terrible en su presencia. Udanowsky pegó de repente un brinco atrás, en el asiento.
—Eh, ¿qué es esto...? —jadeó—. Mi cabeza...
—¿Le ocurre algo? ¿Jaqueca tal vez? —se interesó Roger.
—No, no... —se oprimió las sienes—. Mi cabeza, Roger... Capto algo. Algo fuerte, absorbente... Ondas... Ondas mentales, creo.
—¿Mentales? —dudó Roger—. ¿De dónde, profesor?
No preguntó más. El también notó algo que penetraba a oleadas en su cráneo. Eran como aromas de flores dulzonas, pegajosas. Eran también ideas confusas, como lejanas frases pronunciadas por alguien, sin formar sonidos:
«Vosotros... Vosotros... Venid. Venid a mí. Somos amigos... Estaremos unidos. Confiad... Confiad en mí...»
—No entiendo —jadeó Roger. Miró a Kat—. ¿Captas algo mentalmente? Parecen... pensamientos, ideas, vibraciones mentales...
—No, nada. Evidentemente, mi cabeza recibe diferentes señales que tú... Pero este lugar tiene algo embriagador. Esos aromas, esta calma...
El pájaro había desaparecido totalmente entre los grandes pétalos ásperos de la gran planta carnívora. Ya no se percibía ni un ruido, ni un grito.
Pero allá, en el fondo de la mente de Roger, insistía, machacona, la idea, un pensamiento, acaso una obsesión:
«Vosotros... Venid... Venid... Ya nos hemos encontrado...»
Roger había frenado el coche, aunque algo le decía que hubiera sido mejor seguir adelante, luchar por vencer ese impulso, esa orden llegada de alguna parte, borrosamente...
—Bajemos, Roger... —musitó Udanowsky; afable. Miró en torno, respirando profundamente—, Presiento que hay algo cerca... Busquemos. Busquemos...
—No, profesor... —trató de rechazar él, que se sentía repentinamente débil, como dominado por algo o alguien—. Vámonos ya...
—No sea loco —insistió el científico ruso—. Es un hermoso lugar... Me gusta. Respiremos en paz. Esta calma, este aroma...
Roger miraba aturdido a Ivana. Ella también caminaba, como sonámbula, hacia donde se encontraban ellos. Una voz imperiosa, pero sin sonidos, parecía retumbar en la mente de Roger ahora:
«Ven, amigo... Ven... Te espero... No te resistas... No te apartes... Ven, ven...»
Y él iba. Iba como ebrio, como hipnotizado, hacia alguna parte.
Ni siquiera se dio cuenta de que iba hacia la gran flor carnívora. Y con él, Ivana. Y su tío, Fedor Udanowsky...
* * *
Era ya una sensación profunda, embriagadora...
Alrededor suyo, aromas, olores pegajosos, dulzones, que viscosamente penetraban en sus sentidos, en su mente...
Esta parecía acorchada, como si sintiera un profundo sueño, un sopor sin límites. Y no tenía fuerza ni voluntad para vencer ese sueño.
Se dejaba llevar, arrastrar...
Hacia la gran flor púrpura. Hacia los grandes pétalos vibrantes, ávidos, golosos... Hacia el enorme vegetal carnívoro, expectante...
—Roger... —sonó la voz de Kat, muy lejana—. ¡Roger! ¿Qué hacéis todos?
—El... nos llama —susurró Roger, beatífico, sonriente—. Nos llama... a su paz y amistad... Es un amigo. El mejor amigo de todos...
—Ivana, profesor —añadió Wolf, brusco su tono—. ¿Qué les sucede a todos ustedes? ¿Es que no saben lo que hacen? Están cerca... demasiado cerca de esa planta...
No les hicieron caso. Siguieron adelante. Ya las grandes hojas espinosas, erizadas de ventosas succionantes, se abrían, voraces. Chorreaba el humor amarillento, como la baba de un glotón ante su festín supremo...
Y ellos no veían nada. No se daban cuenta de nada.
—Kat... —jadeó Wolf—. ¿Entiendes tú esto?
—No, no logro entenderlo... Parecen dormir, flotar, no sé...
—Flores... Plantas carnívoras... Nunca vi ninguna allá, en nuestro mundo...
—No había, Wolf. Hacía miles de años que fueron extirpadas y destruidas, sus semillas arrojadas del planeta en naves especiales destructoras... ¿Recuerdas lo que dicen los textos? Cuando se descubrió que las plantas pensaban y poseían inteligencia y buscaban el dominio del planeta, el Sistema resolvió...
Kat se detuvo, repentinamente demudada. Miró con horror a su camarada de viaje cósmico. El la miró, esperando que siguiera hablando.
—Kat, ¿te pasa algo? —indagó.
—¡Wolf! —chilló ella—. ¡Wolf! ¿Es que no comprendes? ¿No te das cuenta? Las plantas carnívoras de otro tiempo... Las... Las semillas lanzadas al espacio...
—Cielos... —Wolf se volvió, angustiado, hacia sus amigos terrestres—. Las flores carnívoras... ¡inteligentes!...
Repentinamente, para los dos extraños, todo estaba claro.
Sabían qué era la «cosa» llegada de otros espacios. Sabían en qué consistía la semilla, una vez crecida. Sabían cuál era la forma de vida inteligente, llegada del Cosmos...
¡Flores carnívoras, inteligentes, ambiciosas y dominadoras!
Flores púrpura, dotadas de cerebro...
Ya era tarde. Kat gritó, trató de evitarlo.
—¡Imposible! —chilló Wolf—. ¡Mira! ¡La flor... engulle a los tres...!