CAPITULO VIII

EL silencio de la serena y cálida noche africana era más impresionante que nunca.

Se prolongó unos minutos en torno a la fogata que ardía, y a cuya luz se agrupaban, todavía presa de renovadas supersticiones, los rostros oscuros, brillantes, sudorosos, de los porteadores nativos, con Watari a la cabeza, tratando de razonarles los hechos insólitos vividos últimamente.

Al lado opuesto, agrupados también, estaban el profesor y su sobrina, Roger Carrel... y los dos extraños, varón y hembra del lejano planeta convertido en estrella nova, allá en algún rincón de las galaxias insondables.

Las explicaciones habían cesado. Reinaba la calma en torno. Los grillos volvían a canturrear, apaciblemente. Ya no aullaban las fieras en la distancia. Había algo de paz y de orden ahora en la sabana de Kenya, al sur de Nairobi y no lejos de Mombasa.

Como si «algo» siniestro, oculto y maligno hubiera llegado a darse por vencido. O estuviera agazapado, en la sombra, a la espera de una nueva ocasión ele desencadenar su furia diabólica sobre los humanos...

—Es la historia más fantástica que jamás oí —acabó por confesar roncamente Roger.

—¿No la cree? —sonrió ella, mirándole con aquellos maliciosos, inteligentes, agudos ojos suyos, aterciopelados y profundos, extraña y bellamente rasgados, en sus facciones virginales, de hembra perfecta, casi hija de dioses.

—¿Cómo no creerla? —suspiró el explorador—. He vivido tantas, cosas increíbles últimamente, que su aventura entra ya en lo razonable. Gentes de mundos más avanzados que los nuestros, evadiéndose del terror de una forma de vida cruel y programada... y de un caos final, desencadenado por esa misma tecnología superior y por el orgullo de una raza que se creía perfecta. Después de todo, la historia no es nueva. Me temo que se repita en el futuro, en otros mundos. En el nuestro, por ejemplo... Los que pertenecemos a esta especie humana, amigos míos..., nunca escarmentamos ni aprendemos la lección.

—La nuestra fue una civilización de horrores —explicó él—. Experimentos biológicos monstruosos, investigaciones que iban más allá de lo permitido, supresión de sentimientos y de todo lo noble del ser humano, en aras de una perfección mental y física rigurosas... El amor, como algo prohibido. La germinación artificial de seres humanos, las alteraciones biológicas más audaces y terribles... De eso intentamos huir. Y lo logramos, cuando toda esa perfección científica, fría y despiadada causó el caos en nuestro mundo...

—Y llegaron a la Tierra —susurró Ivana.

—Sí. Llegamos a la Tierra... —convino el extraño, mirándola.

—¿Por qué, precisamente, a la Tierra? —quiso saber Roger, con su mirada fija en ella, la extraña.

—Era un mundo de humanos. Programamos nuestro traslado cósmico a través del Espacio-Tiempo, en el transportador de Materia, hacia otro mundo habitado por raza similar a la nuestra. Resultó bien la programación de datos y el rumbo de la máquina. Aquí nos materializamos.

—¿No hay otros mundos habitados por humanos, en todo el Universo? —dudó Udanowsky.

—Los hay, sin duda —afirmó él—. Algo nos hizo llegar aquí, estoy seguro. Se lo dije a ella. Hay «algo» que influyó en nuestra ruta, en nuestra materialización. De otro modo,, ¿cómo aceptar la casualidad, que para mí no es tal, de que nos materializásemos, al fin del viaje intergaláctico, justamente aquí, en África, en Kenya, cerca de ustedes..., cuando ustedes estaban buscando una forma de vida de otro planeta?

Udanowsky se agitó ante el comentario de él. Inclinóse, preocupado, hacia el extraño.

—Usted..., ¿usted cree que... hay relación entre ambas cosas? ¿Entre ustedes y... y eso que se oculta en alguna parte de esta maldita geografía?

—Estoy convencido —afirmó él.

—Sí —corroboró ella—. Es casi seguro, profesor.

Todos se miraron entre sí. Ivana aventuró una tímida pregunta:

—¿Acaso... proceden del mismo planeta?

—No —rechazó, rotundo, él—. Puedo garantizarles que no. Cuando menos, la «cosa», sea ello lo que sea esa forma de vida capaz, según creemos, de influir en el orden establecido en este planeta, alterando incluso la morfología y dimensiones de los seres vivos..., no procede de nuestra época. Si, siglos o milenios antes, hubo algo parecido en nuestro planeta..., la cosa ya sería diferente. Pero jamás oímos hablar de tal forma de vida, pese a los estudios históricos y biológicos que desarrollamos allí.

—Dos formas de vida de épocas diferentes, de estructuras celulares distintas, separados acaso ustedes, entre sí, por algo más que milenios. Quizá por millones de años, por cientos de civilizaciones diversas, en el curso del tiempo y de la vida. Su mundo, evidentemente, era ya un mundo viejo, ultracivilizado, con todo lo bueno y lo malo que eso comporta... —Udanowsky se expresaba apaciblemente, eligiendo con cuidado sus palabras—. Sí, eso no es ninguna tontería, amigos míos... Además, está otro factor extraño, que parece hacer coincidir, sobre el planeta Tierra, las coordenadas imaginarias de su rumbo y del de esa otra maligna forma de vida que ustedes desconocen...

—¿Qué factor? —indagó ella, curiosa.

—El modo en que vencieron a los felinos rabiosos. Y a las hormigas agigantadas por un poder fuera de lo común. Ustedes fueron capaces de deshacer lo que otro había hecho. No sé cómo hicieron lo de los felinos, pero... sí sé cómo han hecho lo de las hormigas: con una especie de fuerza magnética propia, un poder destructor que emanaba de sus cuerpos, en forma de vibraciones luminosas, todos pudimos verlo.

—Es cierto —afirmó Roger—. Vibraciones luminosas... ¿Qué clase de poder es el vuestro?

—Mental —informó ella, risueña—. Emitimos unas radiaciones aniquiladoras, concentrándonos ante un peligro. Pero no imaginamos que llegase a tanto su poder.

—Estáis en un mundo muy distinto al vuestro —suspiró Udanowsky—. Me temo que aquí vais a ser poco menos que un superhombre... y una supermujer.

—Nos gustaría ser mucho menos —suspiró ella—. Sólo hombre... y mujer.

—Tal vez con el tiempo... —sacudió la cabeza, pensativo, el sabio ruso—. No sé...

—Por cierto —dijo Roger—. Aún no sabemos siquiera cómo llamaros..., si es que tenéis algún nombre...

Ellos dos se miraron. Habló él:

—En nuestro mundo éramos simples números. Pero antes, acostumbrábamos a tener nombres. Nombres raros y difíciles para vosotros. Traducidos a vuestro idioma, digamos que podrían ser... Wolf el mío. Kat el de ella...

—Wolf... y Kat —sonrió Roger, divertido—. Fuerte y vigoroso el varón, como un lobo... Femenina y astuta la mujer, como un gato... 2. No está mal la definición..., amiga Kat.

—Me alegra que te guste —respondió ella, complacida. Parecía realmente felina, casi ronroneante—. Roger Carrel... También suena bien. Espero que seamos buenos amigos todos nosotros...

—Tenemos que serlo, Wolf —habló Udanowsky, que de soslayo observó el interés con que su joven sobrina estudiaba la vigorosa, joven, atlética figura del extraño—. Nos hemos conocido en difíciles circunstancias. Y os debemos mucho. La vida... y quizá las vidas de otros muchos humanos, si llegamos a saber qué es lo que cayó del cielo... y dónde puede ocultarse...

Wolf miró curioso al ruso. Su pregunta fue razonable, llena de lógica y curiosidad. Era algo que Roger mismo estaba ansiando saber desde un principio. Desde que allá, en Nairobi, fue lo bastante loco o visionario para aceptar aquel extraño safari científico con un astronauta ruso que afirmaba buscar un ente extraterrestre, caído en el planeta Tierra... y por el momento, todo parecía confirmar su peregrina teoría.

La pregunta de Wolf fue contundente, precisa:

—Profesor, ¿cómo supo usted que había «algo» extraño en la Tierra, llegado de otras galaxias?

Fedor Udanowsky meditó en silencio su respuesta. Parecía decidido a guardar su secreto un poco más, como hasta entonces. Pero, repentinamente, cambió de idea.

—Está bien. Se lo diré —suspiró—. Creo que es justo desvelar este misterio...

Roger respiró con alivio. Al fin iba a conocer las razones ocultas del sabio ruso para iniciar aquella expedición misteriosa al corazón del África oriental.

Fue justamente entonces cuando sucedió algo imprevisible.

Restallaron dos detonaciones secas en la oscuridad.

Inesperadamente, con un doble gemido de dolor y de agonía... ¡Wolf y Kat cayeron de bruces, quedando inmóviles junto a la fogata! Algo rojo brotó de sus heridas. Sangre. Sangre humana, como la de seres nacidos en la Tierra... Sangre, enrojeciendo sus extraños trajes luminiscentes, platinados.

Roger soltó una imprecación. Ivana gritó, en un sollozo de horror. Los porteadores negros vacilaron, Watai saltó a por un arma, y recibió otro balazo, cayendo inerte a tierra.

—Intenten algo, hagan un movimiento, y se irán a hacer compañía a los demás cadáveres —dijo glacialmente una voz, en la sombra.

Los cerrojos de armas automáticas de buen calibre chascaron en la oscuridad. Roger supo que sus asaltantes no fanfarroneaban. Se quedó inmóvil, a medio camino entre su asiento y el rifle poderoso de caza mayor.

—Obedezcan —masculló secamente, al profesor, a su sobrina y a los asustados porteadores—. Creo que es la única forma de conservar la vida por el momento...

—Esa es una medida muy inteligente por su parte, Carrel —rió una voz llena de cinismo.

Y de la noche, emergieron hasta cuatro figuras, armadas de fusiles automáticos tres de ellas, y de un fusil ametrallador el cuarto personaje.

Ivana y su tío reconocieron inmediatamente al explorador Derek Oxman, a sus esbirros, Lothar y Cooley... y también al hombre moreno, cetrino, elegante y cruel, que esgrimía el fusil ametrallador.

Sin duda era el supuesto señor Calvados, brasileño. En realidad, Tony Cravatt, ladrón de diamantes y asesino.

Los ojos de Roger se clavaron en Watai. Estaba muerto. También parecían estar sin señal alguna de vida Wolf y Kat, allá junto a la fogata, sangrando por sus heridas de bala...

* * *

—Ha sido la más cruel y cobarde agresión imaginable, Oxman. Pagará por esos asesinatos, esté seguro...

—No me asustan sus amenazas —rió Oxman, cínico—. Para que surtieran efecto, tendría que llegar con vida a

Mombasa o Nairobi, y denunciarme por agresión y homicidio. Eso nunca sucederá.

—De modo que piensa asesinarnos... —jadeó Roger.

—Exacto. Fueron muy ingenuos entregándose con vida. De todos modos, su suerte será la misma, a fin de cuentas.

Ligados como estaban, ninguno podía ya rebelarse contra su trágico destino, en poder de los asesinos. Habían atado juntos a Roger y a Udanowsky, el uno con el otro, de espaldas entre sí, y sin posibilidad de soltar mutuamente sus ligaduras. Ivana estaba atada por las muñecas al poste de una de las tiendas de lona, y obviamente tampoco podía hacer nada.

Tableteó un arma de fuego rabiosamente. Roger rechinó sus dientes con rabia. Los desdichados porteadores negros, cosidos a balazos por Tony Cravatt, rodaron por el claro, quedando inmóviles, bañados en sangre. Era un asesinato masivo e incalificable, que exaltó la ira contenida de Roger, pero que no pudo estallar en la ansiada revancha contra los criminales.

—¿Por qué...? —jadeó roncamente—. ¿Por qué todo esto? ¿Sólo para estar seguro de la fuga lejos de Kenya,

Cravatt?

El tipo moreno, elegante y cínico rió entre dientes, acercándose a ellos. Su fusil ametrallador humeaba, tras la ráfaga que acribilló a los porteadores nativos. Encañonó a los dos y a Ivana, con perversa complacencia, sin llegar a apretar aún el gatillo del arma.

—Exacto, Carrel... Cuando Oxman me encontró, perdido en la sabana, y me explicó su presencia en la zona, le aconsejé de modo inteligente —habló el rufián—. Llevo demasiados diamantes encima para correr riesgos. Y yo también capté en mi receptor el mensaje de la radio

de Mombasa. Era demasiado peligro dejarle suelto por aquí, habiendo visto a Oxman, habiendo hablado de un tal Calvados...

—Y acertó —dijo Oxman—. Fue muy astuto, Cravatt. Hemos impedido que Carrel nos delate a las autoridades, seguro.

—Eso será la impunidad para mí —rió Cravatt—. Los diamantes llegarán a Sudán. Mis socios pagarán esa suma convenida... y usted, Oxman, conforme a lo convenido, percibirá una importante parte de los beneficios, para repartirlos con sus camaradas. Me gusta ser generoso con los que me ayudan a huir de la Interpol y de las autoridades africanas enviadas en mi busca...

—Ya lo ve, Carrel —rió entre dientes Oxman—. No tiene sentido práctico. Se une a chiflados científicos, en vez de buscar buenas ganancias. Siento que no reciba un solo billete en este negocio...

—¿Billetes? —habló Cravatt, despectivo—. Balas es lo que van a recibir él y sus amigos. Suficientes balas para lastrar sus cuerpos y esperar que reposen tranquilamente bajo esta sabana...

Miró a los dos cuerpos inertes, de ropas luminiscentes, tendidos cerca del cadáver de Watai. El campamento todo parecía un cementerio. Y dentro de poco, la matanza sería total. Roger sabía que les quedaban momentos de vida nada más. A él, a Udanowsky, a la muchacha... Sus vidas garantizaban la impunidad del ladrón de diamantes. No iban a correr riesgos en ese sentido.

—Esos tipos, ¿de dónde salieron, Oxman? —se interesó Cravatt—. Extrañas ropas las suyas... Parecen despedir luz. Como si fuesen cosa de magia...

—No son ropajes adecuados para pasar desapercibidos de noche —soltó Oxman, una soez risotada—. Por eso fueron los primeros en caer. Ofrecían un blanco perfecto. Pero no sé de dónde salieron. ¿Qué responde a eso, Carrel?

—Vinieron de otro planeta —replicó Roger secamente.

—Ese chiste no tiene gracia —rezongó Cravatt. Mordisqueó, impaciente, un cigarro habano. Sus ojos negros y estrechos centellearon. Su dedo tembló en el gatillo—. Bien, acabemos de una vez por todas... Oxman, tome su rifle. Vamos a coser a tiros a esos tres. Luego haremos las zanjas, y borraremos todo rastro. ¿Dispuesto?

—Dispuesto, patrón —afirmó Oxman, empuñando su poderosa arma de mira telescópica.

Se alzaron las armas hacia los tres sentenciados.

La luna emergió, redonda y plateada, allá encima del horizonte, iluminando, fantasmal, la trágica escena. Las ropas de los abatidos extraterrestres parecieron refulgir algo más, al recibir su extraño tejido aquella claridad lunar, nítida y lechosa...

Los gatillos iban a ser presionados. Roger apretó los labios.

—Lo siento, amigos —dijo al profesor y su sobrina—.

Esto se acaba...

* * *

El rugido fue estremecedor. Pavoroso.

Sonó tan cerca, que conmovió brutalmente a los dos hombres, a Oxman y a Cravatt. Ambos se volvieron, sobresaltados, temiendo tener un par de leones, cuando menos, a una yarda o dos de distancia.

También Lothar, el explorador de piel achocolatada, y

Cooley, el albino inglés, giraron sus cabezas, desorientados y alarmados.

Lo que sucedía fue demasiado terrible e insólito para que ninguno de los cuatro pudiera hacer algo medianamente sensato en aquel trance.

A cualquiera le hubiera ocurrido igual, ante un espectáculo tan dantesco e increíble como aquél.

Bajo la luz lunar, igual que en una pesadilla o en una fantasía mitológica, como si una leyenda medieval tomara forma inaudita..., ¡los cuerpos de platinadas ropas de Wolf y de Kat habíanse evaporado, ante las miradas incrédulas de todos!

En su lugar, un enorme, velludo, poderoso lobo, mostraba sus ojos ardientes, sus fauces babeantes, sus aceradas, corvas garras, y sus afiladísimos colmillos...

Y una negra, elástica, aterciopelada y sinuosa pantera, de poderosas zarpas y agudos colmillos, exhibía sus ojos malignos, en un relampagueo de odio, al tiempo que su cuerpo felino brincaba sobre los hombres armados...

Aterrorizados, Oxman y Cravatt volvieron sus armas hacia aquellas fieras inesperadas. También Cooley y Lothar echaron mano a sus revólveres...

Los rugidos crecieron de volumen. Las zarpas desgarraron carne humana. Brotó la sangre...

Roger Carrel aún no podía salir de su asombro.

Ante sus propios ojos, bajo la luz de la luna... ¡Wolf y Kat, los extraños, se habían transformado súbitamente en un lobo y una pantera feroces e implacables!