CAPITULO V
IVANA miró atrás, preocupada. No era la primera vez que lo hacía.
—¿Preocupada?
Ella se sobresaltó ligeramente. Miró al que le hacía la pregunta. Se apresuró a responder:
—Oh, no, no... ¿Por qué lo pregunta, Roger?
—No sé —sacudió la cabeza el guía británico de safaris en Kenya—. Varias veces me ha parecido verla mirar... hacia atrás. Como si le inquietara algo.
—Bueno, la verdad... No sé si es aprensión, pero tengo la sensación de que alguien me mirase, de que me vigilan...
—¿Usted también?
—¿Qué? —ella pestañeó, clavando sus ojos en él—. ¿Cómo dijo?
—Le pregunté si usted también había advertido esa rara sensación —musitó Roger Carrel. Frunció el ceño al añadir, pensativo—: Yo la he experimentado varias veces, Ivana.
—¿Es posible? —ella reveló su sorpresa—. Pensé que se burlaría de mí cuando se lo dijese, Roger.
—No, no me burlo. Había llegado a pensar que la imaginación me hacía jugarretas últimamente, a causa del raro ataque de los felinos anoche. Pero veo que no soy yo solo. Usted también nota algo anormal, corno si fuéramos vigilados...
—¿Cree que lo somos, realmente? —dudó ella.
—No sé... —Roger se encogió de hombros. Su ojeada abarcó la sabana, los agrupamientos de vegetación, los árboles dispersos en el llano—. Lógicamente, no debería ser así. En estos lugares no acostumbra a haber más vida que la puramente animal. Pero la impresión que me da todo esto, dista mucho de relacionarse con la curiosidad de los animales cuando ven pasar un safari.
—¿Es... algo humano?
—Evidentemente, sí —confirmó Roger—. Y eso me preocupa.
—¿Hay algo que temer de los seres humanos, en este viaje? —I vana reveló inquietud—. ¿Acaso... nativos peligrosos?
—No, no es eso. En este viaje solamente encontraremos, razonablemente, pastores nómadas y tribus de arrogantes masai. Acaso algún watusi, ya más al Sur... Eso es todo. Tanto los pastores masai como los altos y solemnes watusi, no son de temer en absoluto.
—Entonces, ¿por qué se preocupa?
—Por eso mismo, Ivana. Porque no temo nada de los naturales de estas regiones, entre Nairobi y Mombasa, e incluso entre Kenya y Tanzania. No son probables dificultades con los africanos.
—¿Con quién, entonces?
—Con gente de nuestra raza. Con desaprensivos como Derek Oxman, por ejemplo.
—¿Derek Oxman? —la sobrina del científico ruso reveló curiosidad—. ¿Quién es?
—Un colega. Explorador, guía de safaris y expediciones de caza o de simple interés turístico. El reside en Mombasa, no en Nairobi. Y a diferencia mía, lo acepta todo.
—¿Todo?
—Todo cuanto pueda reportar dinero. Si es ilegal, mejor. Porque eso da más dinero. Desde traficar en marfil, pongamos por caso, hasta mezclarse en contrabando de cualquier cosa. Esa clase de tipo es Oxman. No le va mal, porque carece de escrúpulos. Acostumbra a ir con dos esbirros tan peligrosos y desaprensivos como él: un nativo llamado Lothar, y un inglés a quien la ley de mi país gustaría de tener a buen recaudo: Vic Cooley.
—No me gustaría encontrarme con esa clase de gente. ¿Teme usted algo de ellos?
—Temo todo lo peor. Especialmente, si coinciden con nosotros por alguna razón. Han llegado a trabajar para un científico medio loco, que administraba drogas alucinógenas a los animales salvajes de África, para estudiar sus reacciones. Algo monstruoso, que causó algunas víctimas.
—Eso es horrible...
—Lo es. Pero aunque el investigador recibió todo el peso de la ley africana, Oxman y su pareja de esbirros lograron salir bien librados, demostrando a las autoridades keniatas que ellos ignoraban por completo la clase de experimento a realizar. Naturalmente, mentían. Sólo que pudieron librarse de cargos. Y siguen impunemente su vida falta de escrúpulos, a sueldo de cualquiera que necesite gentuza de su especie.
—Le comprendo, Roger —la jovencita rusa le miró, intrigada—. Usted, por el contrario, tiene su propio código del honor...
—Sin honor, Ivana, no se puede ir a ninguna parte. Ni en África ni en sitio alguno del mundo. Por desgracia, el hombre va perdiendo cada vez más esa condición, pervertido por la facilidad en ganar dinero... Quizá por eso no me guste moverme de África. Ni me guste tampoco que la gente desaprensiva venga al África a aprovecharse de su condición. Con todos sus actuales problemas políticos, raciales y de todo tipo, este continente tiene algo hermoso y virginal, algo ingenuo y limpio, que no me gustaría ver ensuciado alguna vez por culpa de la gente de nuestra propia raza.
—Tal vez sueña imposibles.
—Tal vez —suspiró él—. Me gusta ser soñador. Por eso me quedo en África, cuando podría estar ya en otros lugares, lejos de aquí, ganándome la vida de un modo menos difícil y arriesgado.
—¿Piensa seguir aquí muchos años todavía, Roger? —se interesó ella.
—Mientras África me dé todo lo que necesito, si.
—¿Qué necesita, exactamente?
—Paz, confianza en mí mismo, fe en los demás, amor a lo que me rodea..,
—Amor... Ni siquiera tiene esposa, hijos, familia de alguna clase en Nairobi..,
—No hablaba de ese amor, sino del que la Naturaleza misma proporciona al hombre. Algo ya olvidado por todos en estos tiempos de tecnología, de prisas, de tensión constante por todo. Cuando en las grandes urbes, el hombre muere víctima de sí mismo, dejando que enferme su corazón, sus nervios, sus pulmones, su cerebro...
Siguieron adelante en silencio durante un trecho. Los vehículos todo terreno se movían rápidamente en la sabana, entre las salpicaduras perezosas de las acacias, y algún que otro animal salvaje que, rápidamente, emprendía su graciosa carrera para alejarse del ruido de los motores.
—Usted habló antes de..., de animales enloquecidos por experimentos con drogas y alucinógenos... —comen tó Ivana, tras un silencio prolongado—. ¿Cree..., cree que lo de anoche pudo ser consecuencia de algo parecido?
—No lo sé. Para ello hubiera sido preciso que analizasen los restos de animales en el Departamento de Sanidad de Nairobi, pero... lo que es evidente es que «algo» anormal les sucedía. Creo que aquellos animales ni siquiera tenían hambre cuando atacaron al profesor. Y eso, en buena lógica, no tiene sentido.
—¿No es factible que los animales salvajes se salten alguna vez la lógica alegremente, siquiera sea por puro instinto?
—Precisamente, la Naturaleza es siempre un ciclo lógico e inmutable. Los animales lo obedecen de modo ciego, intuitivo. No, no es factible lo que usted sugirió, Ivana. Algo fuera de lo corriente enloqueció a esos animales, hasta el punto de convertirles en feroces enemigos, en agresores sin motivo,., Algo que el animal de África rara vez hace...
—Casi me asusta usted —musitó Ivana, bajando los ojos con preocupación.
—¿Asustarla? No quisiera hacerlo —Roger Carrel sacudió la cabeza—. Pero si he.de serle sincero..., yo estoy asustado desde anoche. Y ni siquiera sé por qué...
Allá, ante ellos, en alguna parte de la sabana, restalló la seca, agria detonación de un arma de fuego, de un potente rifle. Se oyó un prolongado, extraño aullido de dolor animal.
Rápido, Roger tomó su propio rifle de precisión y potencia, dotado de mira telescópica, y maniobró, con la vista fija ante sí, empuñando el arma con una mano, la vista fija en el monótono paisaje.
Atrás, el profesor Udanowsky se incorporó, saliendo de su apacible somnolencia. Los nativos, en el otro jeep, hablaron entre sí, excitadamente. Watai cambió una mirada rápida con su jefe blanco.
—¿Qué ha sido eso, Roger? —quiso saber abruptamente el científico ruso.
—No lo sé, profesor —replicó él—. He oído lo mismo que usted. Un disparo de rifle, el aullido de un animal herido... y a poca distancia de nosotros.
—¿Cree que sea... cosa de Derek Oxman? —aventuró Ivana, con los ojos muy abiertos.
—No me sorprendería en absoluto —confesó Roger, mordiéndose el labio inferior.
Y aceleró la marcha de su jeep, en dirección al lugar donde una bandada de aves exóticas alzaba el vuelo sobre las copas planas de las acacias, emitiendo chillidos agudos de alarma.
* * *
El león estaba muerto.
Abatido junto al cachorrillo que gemía, asustado. La bala le había atravesado la cabeza.
Algo más allá, una leona corría a ocultarse en la jungla, emitiendo un largo ronquido inquietante, de odio y de violencia latente.
Roger Carrel clavó sus ojos en los hombres erguidos ante el animal sin vida. Sus palabras brotaron entre los labios crispados, casi rabiosamente:
—Oxman... Tú tenías que ser...
—Hola, Roger —saludó jovialmente la voz del otro. Pero aun así, denotaba cierta preocupación, tras su tono alegre, algo cínico, y la sonrisa amplia, en el rostro largo, caballuno, enjuto, de cabellos muy rojos, erizadas cejas color panocha, y largos bigotes de guías caídas, formando como un paréntesis en torno a la boca grande y adusta—. ¿Te asustó esto?
—Me inquietó —la mirada fría del hombre de Nairobi se clavó en el león abatido—. ¿Por qué hiciste eso, Oxman?
—Diablo, el león me atacó. ¿Qué esperabas? ¿Que me dejase devorar impunemente?
—¿Te atacó? —dudó Roger fríamente, dirigiendo ahora los ojos al antílope muerto, virtualmente devorado y sangrante, allá entre los matorrales—. Extraño, Oxman... Debían estar muy satisfechos él y la leona, con ese festín, para pensar en atacar a nadie...
—Es lo que dije yo —convino secamente Oxman, desafiándole con la mirada. Se apoyó en el humeante rifle recién disparado. Giró la cabeza, hacia el gigantesco negro y el enjuto explorador rubio albino que tenía tras de sí—. ¿No ocurrieron así las cosas, muchachos?
—Cierto —admitió el rubio Cooley, contemplando burlón y desafiante a su compatriota Carrel—. Será todo lo raro que quieras, Roger, pero así pasó. Yo estoy tan sorprendido como tú. Los leones no atacan estando hartos.
—Ni deben ser atacados sin existir peligro en su presencia —les recordó Roger—. Es la ley en Kenya, Oxman. Si te ve la patrulla, podrías perder tu licencia de guía.
—Que el diablo se lleve a la ley y a la patrulla —refunfuñó el hombre caballuno, con disgusto—. Juraré mil veces, si es preciso, lo que ha ocurrido. En buena lógica, el león estaba harto de carne. Pero rugió al vernos, saltó para atacarme... y tuve que disparar. Estoy dispuesto a repetir la historia ante cien tribunales, si hace falta, No me atrae andar capturando pieles de león, Roger.
—¿Qué té atrae, entonces? Es una piel costosa. Da buenos dividendos —Roger Carrel arrugó el ceño—. En otro caso, ¿qué andas haciendo por aquí ahora?
—Oh, trabajo, simplemente.
—¿Trabajas? ¿En qué? —dudó Roger.
—Como tú. Tengo un cliente. Le sirvo. Es lo habitual, ¿no?
—¿Dónde está tu cliente? —Roger escudriñó en torno, intrigado, sin ver a nadie.
—Bueno, eso es lo que yo quisiera saber también, maldita sea —se irritó Oxman—. El tipo ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —Roger enarcó las cejas, escéptico, desconfiado, sin desviar sus ojos penetrantes del rostro de su desaprensivo colega—. ¿Y tú trabajas para él? Mal cuidaste de su seguridad, en tal caso. ¿0 es un tipo que lleva mucho dinero encima... y le ha ocurrido algún desgraciado «accidente»?
—Algún día, Roger, podré arrancarte la piel a tiras por tus sucias insinuaciones —se enfureció Oxman—. Bien sabes que yo no actúo así, maldita sea. Sencillamente, mi cliente se evaporó. Ando tras él, por si le ha ocurrido algo. Lothar y Cooley pueden confirmarte eso.
—Es la verdad, Carrel —afirmó el negro.
—Estamos buscando al señor Calvados —confirmó Cooley, el albino.
—Calvados... ¿Portugués, acaso? —estudió a los tres exploradores, con desconfianza.
—Brasileño —se apresuró a explicar Oxman—. Nos contrató en Mombasa, para ir hasta Nairobi inicialmente, y luego en dirección a Kampala y Sudán.
—Un largo viaje tierra adentro y por el lago Victoria —ponderó Roger—. ¿Busca acaso filmar una película documental de África?
—Es un viaje de placer y deportivo. Un railly, o poco menos. Viene desde Sudáfrica, donde tiene intereses mineros y cosas así. Pero no lleva encima nada de valor. Cheques de viajero, cuentas corrientes en los Bancos africanos, y cosas así. No hay nada oscuro en el asunto, aunque desconfíes de nosotros. Me porto honestamente con Calvados, Roger, por mal que ello te pueda sentar. Y es un buen cliente. En Sudán me pagará, una vez lleguemos a Kartum, la segunda y mayor parte por este servicio. A nadie le interesa deshacerse de la gallina de los huevos de oro, amigo.
—Tal vez tengas razón, pero no me fío de ti —refunfuñó Roger—. Y menos aún de tus esbirros. Para ellos, la palabra de Derek Oxman es «la voz de su amo», simplemente. Pero no soy quién para meterme en tus asuntos, mientras no seas tú quien se mete en los míos. Buen viaje, y que tengas suerte. Pero procura no ir matando leones por ahí. La fauna salvaje no abunda ya en nuestros tiempos, ni está autorizada su caza sin control.
—Vete al diablo —se irritó Oxman. Contempló al cachorrillo que gimoteaba, pegado al cuerpo del león muerto—. Ni siquiera tenemos interés en desollar al león. Que otro lo haga, si quiere. Mi cliente, Calvados, hace varias horas que salió en solitario, y no me gusta que siga sin aparecer. Sobre todo, actuando tan extrañamente los animales feroces... De modo que adiós, Roger Carrel. Y que las cosas te vayan bien en tu expedición.
Echó una fría ojeada al profesor, y otra bastante menos fría a los pantalones cortos de Ivana y a sus bonitas piernas de muchacha adolescente, bien formada y esbelta. La sobrina de Udanowsky enrojeció, y Roger sintió deseos de borrar del rostro de su colega aquella expresión lasciva que tan bien conocía.
Sin responder a la salutación, Roger puso de nuevo en marcha el vehículo. También su fiel Watai, y los dos jeeps se alejaron entre una polvareda, mientras Oxman y sus dos compinches, igualmente, subían a su vehículo, para seguir adelante, sin tocar al león muerto ni a su cría superviviente.
Ivana miró atrás, dolorida. Su comentario lo esperaba ya Roger:
—Pobre cachorrillo... —musitó—. ¿Por qué no lo recogió usted o ese hombre?
—Porque ninguno queremos llevar tras de nosotros a una leona enfurecida, que busca a su cría —respondió—. Un animal despojado de su cachorro es el peor enemigo imaginable, por muchas millas que uno recorra sobre ruedas. No, Oxman hizo en ese caso lo adecuado. Es demasiado listo para hacer otra cosa.
Rodaron unas millas en silencio. El profesor Udanowsky se inclinó, preocupado, hacia su guía.
—¿Cree que es cierta la historia del león? —preguntó.
—No sé... En circunstancias normales, no le creería a Oxman una palabra. Pero después de lo de anoche, con esos leopardos... hay motivos para la duda. Un león bien alimentado, rara vez ataca, y menos a profesionales del safari y de la exploración africana. Eso es lo que no entiendo.
—Se repite el fenómeno, Roger —sentenció sordamente Udanowsky.
—Sí, eso parece —se volvió un momento, mirando a su cliente, mientras el jeep avanzaba en línea recta sabana adelante—. ¿Qué opina de todo esto, profesor?
—Que algo está sucediendo —resopló el soviético—. Algo anormal, Roger.
—¿Anormal? ¿En qué sentido?
—El ente extraterrestre, Roger. Sea ello lo que sea... ejerce influencia sobre los animales salvajes. Los altera. Acaso altera también todo el orden establecido, no sé...
—¿Existe algo capaz de conseguir una cosa así? —dudó Carrel, arrugando el ceño.
—En la Tierra, posiblemente no —Udanowsky señaló al cielo, sobre su cabeza—. Pero allá arriba..., ¿quién puede saberlo, amigo mío?
—Allá arriba... —resopló Carrel, preocupado. Meneó la cabeza—. Usted y su obsesión cósmica, profesor... Si realmente hay «algo» capaz de alterar la vida habitual de África y sus leyes naturales..., será cosa de echarse a temblar. Y de huir de ello lo antes posible, en vez de ir en su busca...
—¿Tiene miedo, Roger?
—Sí, profesor. Se lo decía hace poco a su sobrina. Creo que, por vez primera en mi vida, algo me asusta... No es África, ni sus fieras, ni sus peligros, sino algo que no entiendo. Y no hay nada que asuste tanto a un hombre como aquello que no entiende...
Udanowsky no respondió. Pero había un brillo peculiar en el fondo de sus pupilas, fijas y alucinadas.