CAPITULO VII
NUNCA estuvo seguro de lo que le hizo despertar bruscamente, con sobresalto.
Lo cierto es que despertó.
Y se enfrentó al horror. Con incredulidad. Con pasmo. Con auténtico asombro, sin dar crédito a lo que sus ojos estaban captando allí mismo, ante él, a la puerta de su tienda...
—No, Dios mío... —susurró, lívido, estremecido—. Eso..., ¡eso no es posible...!
Pero estaba sucediendo. Aunque no fuese posible, ni siquiera tuviera una mínima y remota explicación, estaba pasando allí, ante sus propios ojos maravillados y aterrorizados.
Roger Carrel se incorporó de un salto de su litera. Corrió a por el rifle de mira telescópica, aunque sabía que iba a resultar perfectamente inútil frente a semejante horror viviente.
No obstante, su instinto era lo que le guiaba. Al mismo tiempo, le hizo presionar el gatillo del arma, hacer un disparo al aire, que cuando menos serviría para que todos despertaran y vieran por sus propios ojos el delirante peligro que emergía ante ellos, como por obra de una terrible magia negra, sin precedentes incluso en el interior mismo de África, de donde era originaria.
El estruendo de su disparo arrancó ecos profundos en la noche. Allá, en la distancia, los aullidos de las fieras eran lastimeros, como presintiendo algo terrible, algo como lo que estaba sucediendo allí, ante sus ojos desorbitados por el pavor...
Luego, el grito espeluznante de Ivana, la muchacha enfrentada de súbito al horror viviente, se mezcló con un alarido ronco de su tío, el profesor Fedor Udanowsky, del Centro de Investigaciones Espaciales de Moscú:
—No... Esto no puede ocurrir...! —sonó la voz del sabio—. Dios mío, Ivana, criatura, no mires..., no te muevas... ¡Carrel, Carrel! ¿Qué podemos hacer?
—No sé —jadeó Roger, demudado, alzando su rifle—. No sé... Creo que sólo morir... aplastados por..., por todo eso...
Luego, aunque sabía que era inútil, comenzó a vaciar el nutrido cargador de su poderoso rifle de caza mayor, apuntando certeramente a todos y cada uno de los gigantescos cuerpos rojos y brillantes de sus enemigos.
Reventó muchas de aquellas formas gigantescas, de piel tirante y endurecida como la costra de un crustáceo...
Pero no pudo evitar que las hormigas, las hormigas rojas, carniceras, el más diminuto y terrible animal de toda la fauna africana, fuesen invadiendo su tienda.
Sólo que aquellas hormigas noctámbulas, agresoras siempre en la noche, por aborrecer la luz del sol (1), no eran ahora diminutas e insignificantes formas de insectos feroces. Su tamaño era gigantesco.
(1) Rigurosamente cierto. LA hormiga carnicera africana es uno de los animales más feroces del Continente, aunque también el más pequeño. Sólo come carne y viaja en pos de ella. Se desplazan en auténticos ejércitos, formando columnas de a cinco o seis en fondo, y cuando surgen lo arrasan todo. Nada las detiene. La fuga es lo único aconsejable ante su ataque inexorable, en masas de millones y millones.
Cada una de aquellas ávidas, implacables devoradoras de carne... tenía el tamaño de un lagarto.
Y había miles. Quizá millones de ellas en el exterior, emitiendo un chirrido continuado y atroz...
.* * *
Los disparos de rifle del profesor, las detonaciones de revólver de Ivana, valerosa y decidida, pese al dantesco adversario surgido de la noche, pusieron su nota de estruendo en el campamento. Eran numerosas las inmensas hormigas que recibían los proyectiles, reventando su dura epidermis.
Pero era como intentar detener una inundación con pequeños guijarros, o un alud de nieve con una cerca de tablas. Sólo que esta masa era infinitamente más horrible y estremecedora que todo eso. Era una masa viva, ingente, formada por un ejército que, ya en su tamaño insignificante, resultaba aterrador, y al que los africanos temían más que a las propias fieras sanguinarias.
Sólo que ahora... una sola de cada hormiga, abultaba por millares de ellas. Y su ferocidad y fuerzas, por tanto, estaban centuplicadas hasta el paroxismo.
—No entiendo lo que sucede... —jadeaba Carrel, demudado—. No tiene sentido... Pero está sucediendo... y es el fin. No hay nada capaz de extinguir a esa masa devastadora...
Los porteadores negros, pese a estar ya curados de espanto, huían amedrentados. Sólo Watai disparaba serenamente contra los gigantescos himenópteros, dominando su propio y desenfrenado terror, que desorbitaba sus redondos ojos y hacía chorrear transpiración de su oscura piel brillante...
—Roger, me temo..., me temo que esto es la prueba evidente del poder de ese «algo» llegado de los cielos... —jadeó el estremecido profesor Udanowsky, junto a la tienda de lona, disparando las últimas balas de su rifle de caza mayor sobre el repulsivo abdomen rojizo de los colosales insectos.
—Una fuerza semejante... aniquilará a la Tierra —susurró Roger, despavorido—. Dios salve a todos nuestros semejantes, profesor... Nunca debimos acercarnos tanto a..., a la «cosa» maldita, llovida del espacio..., sea ello lo que sea...
Y viendo que la lucha terminaba, que las hormigas penetraban por doquier, triturando lonas y objetos entre sus terribles pinzas y dientes, Roger Carrel supo que, desgraciadamente, todo terminaba allí.
Iban a ser festín del terrorífico enemigo invencible, surgido de la noche como la peor y más abominable de todas las pesadillas...
* * *
El y ella se miraron en silencio.
—¿Resultará? —preguntó él con voz ronca.
—Tiene que resultar —replicó ella—. O será el fin de todos. De ellos... y de nosotros.
—Tal vez la «cosa» sea más fuerte que nosotros...
—Tal vez. Sólo lo sabremos... atacando. Yendo en ayuda de esos infortunados humanos;...
—Conforme. ¡Vamos ya!
Y los dos seres, hombre y mujer, varón y hembra, supervivientes de una civilización extinguida allá lejos, en remotas galaxias, en un mundo de terror, se lanzaron decididos a luchar contra un nuevo error viviente, manifestado en el planeta Tierra, en el que ellos eran forasteros recién llegados...
Ni siquiera llevaban armas en sus manos.
Pero se acercaron, impávidos, a los millares de gigantescas hormigas carnívoras...
* * *
Roger Carrel pestañeó. Miró, incrédulo, más allá de la legión delirante de enormes himenópteros. El aire todo olía fuertemente a ácido fórmico. Y a muerte también...
—Eh... —jadeó—. ¿Qué significa...? ¿Quiénes son ésos?
Junto a él, el profesor Udanowsky, su sobrina Ivana, Watai, el jefe de porteadores... Todos dejaron de disparar para contemplar, estupefactos, al hombre y la mujer surgidos como de la nada y de la oscuridad, con sus ropas extrañas, ajustadas, resplandecientes, sus rostros apacibles, hermosos e inexpresivos, sus figuras humanas, altas y arrogantes, extrañamente armoniosas...
—Que me ahorquen si lo entiendo... —masculló el sabio ruso—. ¿De dónde salieron esos dos seres?
—Vean sus ropas... —gimió Ivana—. Parecen hechas de plata, de luz acaso...
—¡Y no llevan armas! —rugió Carrel—. ¡Es un suicidio...! ¡Las hormigas van a destrozarles!
—¿De qué servirían las armas? —pateó con ira Watai a dos o tres enormes hormigas, cuyos vientres desgarró con sus botas claveteadas—. También nosotros vamos a ser su festín, patrón...
Roger no dijo nada. Descargaba brutales culatazos sobre antenas y putas, sobre pinzas y cabezas de los ventrudos insectos superdesarrollados. Pero como dijera Watai, todo estaba ya decidido. Nada ni nadie podía salvarles del mayor horror imaginable.
Y aquellos dos locos, aquellos dos seres fantásticos, allá afuera... ¡estaban metiéndose entre las hormigas gigantes, sin siquiera esgrimir un objeto defensivo en sus manos!
—Cielos... —musitó Ivana, admirada—. Miren... ¡Miren eso...!
Roger lo estaba viendo ya. Y no daba crédito a sus ojos.
Era increíble.
Sin embargo, estaba sucediendo ante sus ojos. Como un milagro. Como el mayor y más inexplicable de todos los prodigios de aquella jornada insólita y fantástica.
¡Los dos extraños de ropas luminiscentes, los hermosos seres de sexo diferente, surgidos de la noche africana... estaban aniquilando a las hormigas gigantes sin arma alguna!
Era el mayor prodigio que Roger viera jamás. Sus ojos incrédulos asistían a la maravilla que la lógica y la razón hubieran rechazado de plano sólo unos segundos antes...
Sencillamente, a su paso, el aire parecía llenarse de unas vibraciones luminosas, de unos temblores brillantes que, al tocar a las hormigas, no sólo las ennegrecía, carbonizándolas, sino que las reducía a su habitual tamaño natural, aquel que la Naturaleza les concediera en su principio.
La masa informe se hacía, así, una simple alfombra negruzca, abrasada, como calcinada, que las botas luminiscentes, livianas y ajustadas, de los pies de aquella hermosa pareja humana, iban pisando insensiblemente, en su avance impávido, sereno, confiado, hacia las destrozadas tiendas de lona.
A los pies de Watai, de Ivana, de Udanowsky y de él mismo, los insectos desorbitados se empequeñecían, vibrando y emitiendo extraños sonidos quejumbrosos, como chirridos de chicharras... Luego, se ennegrecían, convulsos, quedando inmóviles.
La inteligencia natural del pavoroso ejército carnívoro actuó entonces. O quizá un raro instinto o un influjo sobrehumano. Lo cierto es que una oscura y silenciosa masa de hormigas carnívoras retrocedió, dispersándose, acaso por vez primera en la historia de sus aterradoras incursiones en territorios africanos.
Unos instantes tan sólo, y volvió la calma, el silencio, la extraña paz mortal, a la sabana africana, tras el azote monstruoso de aquella fuerza viva y voraz de la selva misteriosa, cruel, devastadora.
Se miraron todos entre sí. Los extraños sonreían. Sus rostros eran armoniosos v perfectos, hermosos y serenos. Había majestuosidad y arrogancia en sus cuerpos. Musculoso el de él, elástico el de ella. Ojos claros los de él. Más oscuros, más aterciopelados y rasgados los de ella...
—Buena noches, terrestres —saludó ella con sencillez.
—Buenas noches, amigos —corroboró él.
Los componentes de la expedición se miraron, atónitos. El inglés de la pareja, meloso y dulzón, era casi perfecto, con un leve matiz extranjero, casi cristalino.
—¿Terrestres? —jadeó Roger, confuso.
—Terrestres... —repitió Fedor Udanowsky, pálido aún, brillando sus ojos con excitación renovada. Casi había olvidado ya a las horribles hormigas y su espantosa experiencia cercana—. Entonces, son...
—Extraños —afirmó él—. Sí, lo somos. Extranjeros en su mundo, amigos.
—Amigos... —repitió Ivana. Contempló, admirada, la suave y a la vez firme musculatura del hombre altivo y hermoso, como una estatua de perfecto cincelado—. Nos llamaron... amigos...
—Esperamos serlo —sonrió ella—. Hemos intentado ayudarles. Les salvamos ahora de ese peligro terrible...
—¿Entonces... no fue cosa suya? —indagó Udanowsky, perplejo.
—¿Nuestra? No, oh, no... —rechazó suavemente él—. Al contrario. Íbamos a presentarnos a ustedes, a establecer contacto amistoso... cuando eso sucedió. Evidentemente, no era una cosa natural, ¿verdad? Desconocemos su mundo, pero sus pensamientos nos llegan con claridad. Así hemos aprendido su idioma en estos días. Ustedes pensaban que las hormigas son mucho más pequeñas... Como son ahora...
—Cierto —asintió el científico. Sus manos temblaban
de excitación al ir hacia ellos dos—. De modo que ustedes..., ustedes son los que llegaron de otros mundos. No son «cosas», sino seres vivientes... con apariencia humana... ¿O es sólo... espejismo, imaginación?
—No es espejismo. No alteramos nuestra apariencia. Somos así. Como ustedes.
—Pero mucho más hermosos... —suspiró Ivana.
—Han dicho que aprendieron nuestro idioma en estos días, captando nuestros pensamientos... —les miró Roger Carrel—. ¿Son telépatas?
—Sí, lo somos.
—¿Nos seguían ocultamente?
—No teníamos otro remedio. No sabíamos qué decisión tomar.
—¿Presenciaron el ataque de..., de los leopardos?
—Sí —ella bajó, sus ojos rasgados, exóticos, insondables.
—¿Fueron... quienes no salvaron también entonces? —sugirió Ivana.
—Sí —aseguró él, mirando fijamente a la jovencita, hasta que ésta enrojeció.
Roger Carrel avanzó unos pasos, sintiendo el agrio, desagradable crujido de los miles de cuerpos de insectos, bajo sus pies, inmóviles y abrasados por aquella misteriosa fuerza que emanaba de los extraños. Los ojos grises y agudos de Carrel se clavaron sin rodeos en los de ella.
—Entonces..., ¿quién mueve a esos animales contra nosotros? —preguntó, abrupto—. ¿Qué o quién hizo aumentar de tamaño a esos insectos? ¿Acaso tratan de jugar ustedes con nosotros?
—No, no es lo que imagina —rechazó ella, altiva, arrogante—. Sólo tratamos de ayudar, aunque no seamos de su mundo. Pertenecemos a una especie semejante. Todos somos humanos por un azar, una coincidencia asombrosa, pero factible en el número infinito de mundos habitados de las galaxias... Roger Carrel, nosotros no somos culpables de nada de cuanto les ocurre. Por el contrario, estamos a su lado, luchando contra los mismos peligros, ¿no lo entiende?
—No, no lo entiendo —rechazó Roger, desconfiado—. El profesor dijo que esas mutaciones, esas alteraciones en lo natural y lógico, podían provenir de alguien extraño en la Tierra. Y ustedes son los extraños...
—Creo entender las cosas, Roger, amigo mío —suspiró cansadamente el soviético.
—¿Usted? —se volvió Carrel, sorprendido—. ¿Entiende algo?
—Me parece que sí, por asombroso que le resulte...
—¿Qué es lo que entiende, profesor?
—Que ellos..., ellos son de otro mundo lejano..., pero son amigos y tratan de ayudarnos, mientras que hay otra «cosa» también extraña, que trata de destruirnos... ¿Va entendiendo, Roger? En suma, creo que por una circunstancia inaudita, estamos ante dos clases diferentes de visitantes llegados de otros mundos,.. Unos humanos que tratan de ser amigos... y algo que sólo trata de aniquilarnos.
—Exacto, profesor —suspiró el Extraño, serenamente—. Usted lo ha adivinado. Eso es lo que sucede....