CAPITULO II
HABÍAN dado el Gran Salto.
Ambos lo sabían. Ambos miraron hacia delante, a las brumas que les envolvían, entre las que sus cuerpos se materializaban, trasladada la materia desde remotas distancias, por encima de Tiempo y Espacio, de lejanías en la distancia y en el devenir de las horas.
«Hemos llegado», pensó él.
«Estamos en alguna parte», pensó ella.
Se miraron los dos. Su mirada era una pura interrogación. Y también una pura duda, una incertidumbre profunda y terrible.
¿Qué iban a encontrar allí, en aquel mundo que ahora sentían, sólido y firme, bajo sus pies? ¿Qué formaba parte de su inmediato futuro, en alguna parte del Cosmos?
—Lo logramos —jadeó él, trémulo—. El ingenio funcionó. Yo estaba en lo cierto. Sabía que llegaríamos a alguna parte. Y hemos llegado...
—Sí, hemos llegado —asintió ella—. Pero... ¿adónde?
—No sé. Eso, tendremos que averiguarlo después. Lo importante es que seguimos con vida, que estamos en un mundo donde el aire es respirable, donde la vida parece posible para nosotros, cuando menos en principio...
—Donde hay un sol que alumbre los días. Y una luna que ilumine las noches... —señaló al cielo, nuboso—. Mira. Ese sol rojo, deslumbrante... Mira allá, ese cuerpo casi desvanecido en el azul... Debe ser un satélite nocturno.
—Nocturno... —él pestañeó—. Hay día y hay noche..., ¿por qué no puede ser todo lo demás igual a fin de cuentas?
—¿Todo lo demás? —dudó ella—. No sé...
—Sí, ¿por qué no?
—Claro. ¿Por qué no? —pero era evidente que ella no estaba muy segura de eso, aunque se dedicara a seguir el hilo de los comentarios de su compañero de evasión.
—Sea como fuere, sigamos adelante —musitó él—. Hay que ver qué lugar es éste, llegar a algún sitio habitado...
—Espera. ¿Hablarán nuestra misma lengua?
—No, claro que no. Aunque sean humanos, no pueden hablar lo mismo. Diremos que somos... extranjeros.
—Extranjeros... Sí, claro...
Y siguieron adelante. Esperando ver algo. Y ver a alguien...
No tardaron en lograr su objetivo.
* * *
Roger Carrel se volvió, pensativo. Colgó otra vez el rifle de mira telescópica al hombro, y comentó con indiferencia :
—No era nada, profesor. Solamente un reptil. Se alejó con rapidez. No era peligroso.
—Por un momento, creí que alguien nos acechaba —jadeó el profesor Udanowsky. Se enjugó el sudor de su húmedo rostro enrojecido por el sol—. Creo que empiezo a ponerme nervioso, amigo mío.
—No diga eso. Todos estamos algo nerviosos —dejó de hablar, para prestar atención a los agudos chillidos de un ave multicolor, que elevó el vuelo por encima de las acacias de copa alargada, plana y como perezosamente tendida bajo el azul sin apenas nubes—. África siempre pone nervioso a uno.
—Creí que usted era un experto en esta clase de expediciones, Roger —suspiró el profesor.
—Quizá por eso mismo —sonrió Carrel—. Uno nunca se habitúa por completo a este mundo. Es diferente a todo lo demás.
—Diferente... —reflexionó Udanowsky—. Es nuestro, amigo. Forma parte de nuestro mundo. Del planeta Tierra. Si supiera usted lo que realmente es diferente...
Y elevó los ojos al cielo, por debajo del ala blanca de su salacot. Roger asintió, reemprendiendo la marcha.
—Imagino lo que quiere decir —aceptó—. El espacio exterior... la Luna... No todos hemos tenido el privilegio de viajar a otros mundos, profesor.
—¿Privilegio? —dudó Udanowsky, encogiéndose de hombros—. Lo dudo mucho, Roger. Cierto que fui astronauta en mi país. Que visité la Luna, que he viajado en una nave espacial, en torno a la Tierra... Pero no creo que eso sea una ventaja para nadie. Desde entonces empecé a sentirme algo... histérico.
—¿Se califica de histérico porque busca algo en África? —sonrió Carrel—. Su teoría puede ser cierta, profesor.
—Puede que sí. O tal vez sea lo que dijo la NASA, lo
que afirmó el Centro Soviético de Exploraciones Espaciales... Una locura. Un disparate.
—Ahora tiene la ocasión de demostrar si estuvo en lo cierto. Es su dinero el que arriesga, no el de ellos. Ni su país ni Estados Unidos cooperaron en esta empresa, ¿no es cierto?
—En efecto. Mis libros y ensayos sobre esos vuelos espaciales, me han proporcionado el dinero suficiente —rió, sacudiendo la cabeza—. Mis colegas de Moscú están escandalizados. No comprenden mi actitud. Los americanos... me temo que también, Roger.
—Y aquí estamos nosotros —rió a su vez Roger—. Un científico que fue astronauta.., y un experto en safaris, partiendo de Nairobi... rumbo a alguna parte.
—Sí. Rumbo... ¿adónde? —suspiró el profesor—. Al fracaso, quizá.
—O a un descubrimiento increíble —señaló Roger, esperanzado, para darle alientos a su jefe de expedición. Luego, miró atrás, al campamento en torno al cual estaban ellos explorando la espesa jungla—. ¿Y su sobrina? ¿Qué dice ella a todo esto, profesor?
—¿Ivana? —el sabio moscovita se encogió de hombros, escéptico—. No sé... No dice nada. Ella tiene fe en mí. La tuvo siempre, desde niña.
—Pero ya no es una niña —señaló Roger, frunciendo el ceño.
—No, no lo es. Es una preciosa criatura, una muchacha encantadora y admirable. Pero sigue callando, esperando... y quizá confiando en mí. O acaso temiendo por mí, no sé.
—Curiosa expedición la nuestra —comentó Roger—. Escasos miembros, poca escolta de porteadores... y una misión insólita en un safari.
—Insólita... —resopló Udanowsky—. Sí, eso sí que es bien cierto, amigo mío... ¿De veras desea continuar el camino?
—Estamos apenas en su principio —sonrió Roger Carrel—. Mombasa aún queda lejos. Y más aún la divisoria de Tanganika...
—Tanganika... —suspiró Udanowsky—. Todo eso está aún tan lejos...
—África es grande. Inmensa. Todo está lejos. Y, a la vez, con paciencia, constancia y una gran dosis de suerte... todo puede estar cerca, profesor.
—¿Incluso... lo que yo busco? —dudó el científico ruso.
El joven guía británico asintió despacio, con expresión meditativa en sus ojos grises, penetrantes y fríos, clavados en la espesura que les separaba aún de las grandes sabanas meridionales de Kenya, con sus dispersas acacias de apaisadas copas, tan típicamente africanas.
—Incluso lo que usted busca, profesor —musitó—. Aunque sea de otro mundo...
. * * *
El aullido tuvo una larga resonancia en el silencio de la noche, cálida y tranquila, profundamente silenciosa.
Se estremeció la muchacha. Tomó un sorbo de café.
—Otro mundo... —susurró—. Sí. Esto lo parece. Es como vivir en un planeta desconocido y hostil.
Roger Carrel sacudió la cabeza. Su cabello rebelde, levemente ondulado, de un castaño con mechones rubios, se agitó al hacerlo. Los labios carnosos y firmes dibujaron una mueca burlona.
—Señorita Udanovna, África no es tan difícil, aunque
sí compleja. Tampoco es todo lo hostil que parece. ¿Sabe quién emitió ese aullido?
—No —susurró la joven—. En Rusia no se oye esa forma de aullar...
—Posiblemente nunca lo oyó usted. Ha escuchado a un leopardo.
—¡Un leopardo! —se estremeció, abriendo mucho los ojos. La rubia, suave belleza casi infantil, de puro ingenua y delicada, de Ivana Udanovna, sobrina del profesor Fedor Udanowsky, reveló temor, inquietud—. Un felino peligroso...
—Muy peligroso... si se le ataca, tiene hambre o está herido. No siempre ocurre eso. A veces se limita a vigilar a un ser humano. Y luego se va, despreciativo.
—¿Cómo podemos saber que está alimentado ese que aulló antes? —dudó la joven rusa.
—Es intuitivo. No se sabe, pero se presiente. Yo sé que no tiene hambre. No hay miedo. No atacará el campamento. Además, la fogata es fuerte. Arderá hasta el nuevo día. Los animales de la jungla rehúyen el fuego... Supongo que eso sí lo sabía.
—Una llega a olvidar lo que estudia en los libros o ve en el cine y la televisión... al hallarse enfrentada a los peligros naturales.
—En eso tiene razón —rió él—. Me costó mucho tiempo sentirme tranquilo en África...
Ella le miró, curiosa. Sus ojos claros brillaron, admirativos.
—¿No nació aquí? —indagó Ivana.
—Cielos, no. Soy un extraño más en este continente misterioso, terrible y magnífico a la vez. Nací en Londres, y me crié en todo el mundo. La India, el Sudeste asiático... y luego el Continente Negro: Madagascar, Zanzíbar, Sudáfrica, la costa Oriental africana... Y aquí me tiene. Guía profesional de safaris en Nairobi o Mombasa. Un oficio como otro cualquiera...
—Un oficio apasionante, ¿no cree?
—Depende de cómo se vean las cosas —sonrió él. Se encogió de hombros—. Todos los oficios del mundo tienen algo de rutinarios, algo de apasionantes... Incluso el de su tío, el profesor creo yo que es así...
—Astronauta... —Ivana asintió con énfasis, agitándose sus rizosos cabellos dorados—. Un hermoso trabajo. Yo llegué a pensar que era como ser un superdotado, un hombre diferente a todos, un héroe de los espacios... Y luego...
Inclinó la cabeza, pesarosa. Roger miró a la tienda del profesor. Seguía iluminada. La lámpara de gas butano ardía dentro. Udanowsky trabajaba en la noche, mientras los porteadores nativos dormían. Ya no eran esclavos sometidos como antes, ni negros medrosos y llenos de supersticiones primitivas. Pero eran ciudadanos keniatas que cobraban buen salario como porteadores, y gustaban de ese trabajo. Para ellos, la expedición era apacible. Más aún que un safari. Ni siquiera había que cazar o fotografiar animales salvajes en la jungla o en la sabana.
—Luego... ¿qué? —quiso saber roncamente Roger Carrel, frunciendo su ceño.
Ivana hizo un gesto evasivo, en el que había algo evidentemente triste y pesaroso.
—Tío Fedor era un hombre alegre, jovial y lleno de inquietudes, antes de ir a la Luna y de circunvalar varias semanas la Tierra, a mucha altura en el espacio... —habló con lentitud, pensativamente—. Luego, regresó... y ya no era el mismo. No pensaba igual. Apenas sonreía.
Surgió su extraña idea, su obsesión... Lo que nos ha llevado aquí, señor Carrel.
—¿Sólo... una obsesión? —puntualizó Roger, enarcando las cejas.
—He llegado a pensarlo. Pero tío Fedor es demasiado inteligente para dejarse dominar por una manía absurda. Tiene que haber algo... Algo científico, razonable..., no sé.
—Científico y razonable... —suspiró Roger. Entrelazó sus dedos, apoyando los brazos en sus rodillas. Contempló la fogata vivaz, haciendo bailar sombras en la noche verde y densa de la jungla de Kenya, a pocas docenas de millas de Nairobi todavía. Alzó la cabeza. Miró fijamente a la muchacha rusa. Y le espetó casi con brutalidad, tan rudo fue su tono—: ¿Usted cree que es posible que aquí, en África... su tío Fedor Udanowsky, astronauta y científico espacial de la Unión Soviética... llegue a encontrar a un ser extraterrestre?
Ivana no respondió a eso. Sus azules ojos eslavos se llenaron de humedad, de llanto cuajado. Luego, inesperadamente, se irguió. En las sombras selváticas africanas, ululó algún animal nocturno. Y ella se alejó hacia su propia tienda, vecina a la del profesor, conteniendo un llanto humillante.
Cuando la lona cayó tras ella, Roger Carrel se encontró solo en el campamento, ante la fogata. Repentinamente, pese al húmedo calor de la noche, el guía sintió frío. Se incorporó. Caminó hasta uno de los porteadores que, rifle al hombro, cubría su turno de guardia, sin revelar aprensión alguna, en torno al reducido campamento.
—¿Alguna novedad, Watai? —indagó.
—Todo en orden, bwana —fue la respuesta casi risueña. Los ojos y los dientes del porteador brillaron en la oscuridad, en contraste con el tono oscuro de su piel.
No hay problemas...
—Ni creo que los haya —suspiró Roger—, Es un safari tranquilo, Watai.
—Muy tranquilo —asintió el keniata—. ¿De verdad tiene algún objeto este viaje, bwana?
—Eso me pregunto yo... —sacudió la cabeza Roger, volviendo a sonreír calmosamente. Se encaminó a su propia tienda, con un bostezo, desperezándose de fatiga. Y musitó para sí, con tono escéptico, casi escandalizado—: ¡Bah...! ¡Seres extraterrestres... en África! ¡Eso es cosa de locos...!