CAPITULO III

—SERES extraterrestres...

—Sí. Eso dijo el hombre. Seguro.

—¿El circuito de traducción mental funcionó bien?

—Correctamente. No hay duda alguna. Es lo que dijo. Y lo que pensaba.

—Parece un lenguaje fácil el suyo...

—Todos lo son. El de él, el de ese hombre viejo y la muchacha... e incluso el de los cargadores de piel oscura. Diferentes lenguas, distinta construcción..., pero fácil de traducir a nuestros medios de expresión.

Los Extraños se miraron en silencio, tras cambiar impresiones. Estaban sorprendidos. Y esperanzados. Todo era sencillo en aquel mundo tan diferente al suyo, pero poblado, cuando menos, por humanoides semejantes a ellos. Increíblemente semejantes...

Al menos, en apariencia.

—Hablaron... de seres extraterrestres —musitó ella.

—Sí...

—¿Nosotros?

—No sé. Pudiera ser que sí. Pero ¿cómo se enteraron ellos antes de llegar nosotros a este mundo?

—No sé. Quizá sean hipersensibles. O adivinan el porvenir. O... el Tiempo sea un concepto de diferente dimensión en este planeta... —aventuró ella.

—Quizá —convino secamente él. Luego, estudió la espesura, verde frondosa, y más allá los reflejos de luz, el campamento dormido bajo la noche ecuatorial—. Somos tan parecidos a ellos...

—Sí, pero... ¿lo somos en todo! —dudó ella.

—No..., no sé —argumentó su compañero—. No he aprendido lo suficiente sobre ellos. No sé cuál es su exacta naturaleza. Tiempo habrá de ello...

—Si nos buscan a nosotros con algún objeto, creo que ese tiempo nos faltará.

—Resulta extraño —meditó él—. ¿Cómo pudieron saber que estábamos nosotros aquí? No sé, hay algo raro en todo esto...

—¿Qué puede ser ese algo tan raro? Ellos están en su mundo. Nosotros, no. Y hablan de extraterrestres. Por tanto...

—Sí. Por tanto, parece que se refieren a nosotros —él desvió la mirada—. O a alguien como nosotros...

—¿Alguien? —repitió ella—. ¿Quién?

—No puedo responder a eso. No sé, pero... presiento algo. Mi mente capta algo raro. Algo que no puedo entender totalmente y que me preocupa. Me preocupa mucho.

Ella le miró sin entender. El no trató de aclararle el enigma. Quizá porque tampoco hubiera sabido hacerlo.

* * *

La expedición seguía adelante.

Ahora, la gran sabana de Kenya se extendía ante ellos, llana y despejada, salpicada de las acacias peculiares de las llanuras africanas. Se cruzaban con grupos asustadizos de cebras, antílopes o ñus de blanca barba y su peculiar cabeza y cuernos de vaca, crin y cola de caballo y cuerpo de ciervo, como se le acostumbraba a describir pintorescamente.

Los jeeps de viajeros y carga, moderno método de safari a través del continente africano, levantaban una seca polvareda del suelo desértico, entre matorrales y salpicaduras de acacias.

Rayadas cebras y jirafas, rivalizaban en rapidez y arrogancia, en su fuga vertiginosa de los vehículos «todo terreno». Okapis amedrentados, se hundían en la espesura que formaba su mundo, huyendo del ruido de motores de gasolina y de la vecindad siempre inquietante del hombre.

Por encima de todo eso, el azul terso del cielo africano. Y nubarrones blancos o grisáceos, formando dibujos estirados en el cielo cálido.

Allá, en los abrevaderos naturales de la sabana, mescolanza increíble de majestuosos, melenudos leones, jirafas de largo cuello y patas quebradizas, e incluso pequeños grupos de antropoides, asustadizos, saltando de rama en rama, hacia la jungla...

Era África,

África eterna, salvaje, misteriosa, inquietante...

Los ojos de Roger no perdían detalle. Cámara, rifle telescópico y revólver, permanecían quietos sobre su indumentaria típica de cazador en safari profesional. A su lado, Ivana contemplaba con asombro y admiración de niña grande todo aquel prodigio natural de la fauna africana.

Detrás, pensativo, examinando lo que le rodeaba con aire ausente, como si nada de lo que entraba por los ojos tuviera la menor importancia, el profesor Fedor Udanowsky...

Roger miró atrás, al jeep amplio, con techo de lona, donde iban los cinco porteadores nativos y los bultos de equipaje, víveres y toda clase de útiles. Watai dirigía al grupo. Buen chico Watai. Buen conocedor del inglés y el francés, buen auxiliar en todo caso. Era un habitual compañero de viaje, un buen camarada en tales lides. Pero aquel safari, evidentemente, no era del gusto del joven negro. Tampoco lo era del suyo. Buscar fieras, para cazarlas o para captarlas en filmación, era su tarea. Buscar extraterrestres... Aparte de ser un disparate, no era trabajo suyo. Pero Udanowksy pagaba bien, y no se le podía discutir. Existía un contrato legal, visado por las autoridades de Nairobi. No podría volver a contratar safaris en todo Kenya, si dejaba sin cumplir su misión actual. Y bien que lamentaba ahora haber aceptado aquel contrato de dementes.

—Sé lo que está pensando, Roger.

—¿Eh? —se sobresaltó, volviéndose al profesor, inquieto.

—Cree que estoy loco.

—No dije nada, profesor...

—No hace falta que lo diga. Cada día que avanza y nos vamos alejando de Nairobi, usted tiene menos fe en mis teorías, y se arrepiente de haber aceptado la tarea iniciada. No sea hipócrita, y acéptelo así.

—Nunca fui hipócrita —rechazó secamente Roger—. Admito que dudo mucho de sus teorías, profesor. No creo que encontremos extraterrestres. Pero sí creo algo: usted me paga, y existe un contrato legal entre ambos. Mi trabajo es éste. Cumpliré mi misión. No objetaré una sola palabra hasta llegar al punto señalado en el contrato: Tanganika. Donde, según usted, está aquello que busca.

—Y que no son fieras vivas. Ni muertas.

—No son fieras vivas ni muertas. Una especie distinta de trofeos. Eso es cosa suya, los encuentre o no. Yo cobraré allí mi última parte del contrato. Y asunto terminado.

Hubo un silencio. Rodaban por la cálida sabana, entre manadas de cebras, jirafas, antílopes y agrupaciones de acacias.

—Puede terminar ahora mismo —dijo bruscamente Udanowsky—. No me gusta que se burlen de mí y me consideren un chiflado. Volvamos, Roger.

—¿Qué? —Carrel giró la cabeza, contemplándole escrutador.

—Volvamos a Nairobi —suspiró el ruso—. Creo que me equivoqué. Le pagaré hasta el último dólar de su contrato. Vamos, Roger. No sigamos esta farsa ridícula.

—Tío, por favor... —Ivana, dolida, se volvió hacia su viejo pariente. Había humedad en sus claros ojos azules—. ¿Ya abandonas?

—Abandono, sobrina —declaró el sabio, vencido. Miró en torno, a la imponente extensión lisa y árida de la sabana—. Me cuesta mucho aceptar mi fracaso. Pero es de personas inteligentes y razonables admitir sus errores. Me costó un dinero. Y una humillación. Pero no me va a costar más tiempo perdido. Ni más burlas.

—Profesor, yo jamás me burlaría de usted. Stanley sirvió de escarnio a muchos, cuando hace cien años buscó por estas mismas regiones al misionero Livingstone, a quien todos dieron por muerto. Stanley estaba loco, decían. Pero Stanley tuvo fe. Y encontró a Livingstone.

—Livingstone era humano. Yo... ni siquiera busco nada humano.

—Ya —miró fijamente Roger Carrel a su viejo patrón moscovita. Aventuró una pregunta que bailoteaba en su mente—: ¿Qué busca usted, exactamente, profesor? Me gustaría saberlo...

—No busco a nadie —fue la apacible respuesta—. Tal vez busco... algo. No un ser, sino una..., una cosa.

—¿Qué cosa? —insistió Roger, apremiante, preocupado.

—Si lo supiera... —Udanowsky se encogió de hombros. Entornó los ojos, soñador. El polvo de la sabana keniata atacó sus ojos estrechos, claros y astutos. Pero no pareció importarle. Su suave inglés con acento extranjero, sonó leve, sereno, siempre correcto y frío—: Busco lo que en el espacio supe que había llegado un día a la Tierra... Algo que debía ser destruido... antes de que «ello» nos destruyera a nosotros. No me pregunte cómo lo supe ni cómo decidí llevar a cabo esta expedición, amigo mío. No me pregunte nada. No me gusta hablar de ello. Ni siquiera deseo seguir adelante. Por fuerza estuve loco para pensarlo. Volvamos, se lo ruego.

—¿Lo dice en serio?

—Sí. Totalmente en serio.

—¿No está engañándose a sí mismo, profesor? —dudó Roger Carrel.

—No, no. En absoluto, amigo mío. Por favor, vamos de nuevo a Nairobi.

—¿Es un ruego?

—No —negó Udanowsky, seco—. Es una orden, Roger.

—Bien. En ese caso... —suspiró, inclinándose. Viró el volante del jeep—. Regresemos a Nairobi, profesor. Sus 34 órdenes son las únicas que puedo obedecer. Usted es quien paga...

Con sorpresa, Watai también maniobró el segundo jeep. Siguió al de Roger Carrel.

Realmente, volvían a Nairobi.

Roger, de soslayo, observó que la joven, casi infantil Ivana, sollozaba en silencio.

* * *

El campamento dormía en forma apacible.

Un nativo vigilaba, arma en mano, paseando en torno al claro. La luz de la fogata, apenas rescoldos ya, dibujaba su figura borrosamente, recortándola, fantasmal, contra los arbustos del límite de la jungla ante el cual acampaba la expedición, en su regreso a Nairobi.

Entre la espesura, dos pares de ojos vigilaban, atentos.

Una voz susurró en el silencio, apenas audible, en un extraño lenguaje que nadie hubiera sabido traducir; que incluso a las fieras les hubiera resultado insólito:

—No lo entiendo... Vuelven atrás.

—Sí, regresan. Es evidente que se cansaron. O se dieron por vencidos.

—Pero el viejo buscaba algo en alguna parte... ¿Le oíste hablar? Algo, no alguien...

—Sí, lo sé —convino él—. Aun así, no lo entiendo. Son seres diferentes. No es fácil comprender sus reacciones. Puede que sea un fracaso... o sólo una retirada oportuna.

—Entonces... no nos buscaban a nosotros.

—No, no era a nosotros. Siempre estuve seguro de eso, ya te lo dije —musitó él.

—¿Qué buscarían?

—No lo sé. Algo —se quedó contemplando la noche serena del África oriental—. He entendido algunas de sus ideas y pensamientos. Les gusta la caza. Cazar animales salvajes, ¿entiendes? De esos que vemos correr por ahí.

—¿Cazar? ¿Para comer?

—No, no. Para comer, no.

—¿Para qué, entonces? —se extrañó ella.

—Bueno, me temo que no lo entiendas —él desvió la mirada—. Son gente rara. Matan por matar, no por necesidad. A veces, es un placer. Cobran trofeos. Es difícil de admitir, pero es así. Quizá tengan cosas buenas, pero tienen también muchas de la peor especie...

—¿Querían cazar también a ese... «algo»?

—Me imagino que sí. Sea lo que fuere, les interesaba mucho.

—Y ya no les interesa.

—No. Ya no.

—¡Extraña gente, en verdad!

—Muy extraña. Espero entenderlos alguna vez, si hemos de integrarnos en su mundo. Pero será difícil, estoy seguro.

—Volver atrás... No tiene sentido. Nunca tuvo sentido volver al sitio de donde uno viene. Se debe marchar siempre adelante. Siempre...

—Al menos, en lo que nosotros suponemos. El error puede ser de ellos o nuestro. Veremos...

Siguieron vigilando el campamento. No tenían sueño. No dormían nunca. No se fatigaban. Ellos, sin duda, tenían algo diferente. Encima de ellos, el cielo nocturno era azul oscuro, salpicado de astros.

—Mira —susurró ella de repente, señalando a esas estrellas—. No hay luna...

—No, no hay luna —convino él—. Pero mira aquella claridad distante, en el horizonte. Es..., es como si fuera a brotar una. Un satélite de la noche...

—¿Ocurrirá eso? —se preocupó ella.

—Pudiera ser —fue la respuesta de él—. Pudiera ser...

En la fogata, los rescoldos casi se extinguían ya. El keniata paseaba, adormilado, en torno al campamento.

De súbito, como si algo extraño le sucediera, se detuvo. Osciló. Intentó moverse, alzar su arma, decir algo. Todo fue inútil.

El rifle escapó de sus manos. Golpeó blandamente los arbustos. Se puso rígido el negro cuerpo musculoso, grasiento. Cayó despacio, como dormido en pie. Chocó de forma ahogada en tierra. No se movió.

—¿Qué le ha sucedido a ese hombre oscuro? —indagó la voz de ella—. ¿Duermen así en este planeta?

—No, ni mucho menos —declaró él, preocupado—. Algo sucede. Espera. Mira eso...

Ella miró. Empezaban a suceder cosas extrañas. Cosas que no entendía. El campamento continuaba dormido. Nadie había advertido la caída del vigilante nocturno. Ahora, los durmientes todos, estaban prácticamente indefensos ante lo que pudiera suceder.

Y algo sucedió.

—Mira... —susurró ella—. Esos animales... ¿Qué hacen?

Su compañero miró las formas elásticas, felinas, suaves y aterciopeladas, que, con sinuosos, silentes movimientos, iban entrando en el campamento. Ojos fosforescentes brillaban en la oscuridad. Se deslizaban como si fuesen de goma elástica. Pasaron junto al negro inmóvil, le olfatearon un instante, sin hacerle más caso.

El Extraño notó algo raro en eso. Su mente trabajó con celeridad.

—Eh, mira eso... —susurró.

—¿Qué? —quiso saber ella.

—Esos animales... Son felinos feroces. Leopardos, les llaman ellos... Ávidos de sangre y de muerte. Sin embargo...

—Sin embargo... ¿qué?

—Sin embargo, ni siquiera tocaron al caído. Raro, ¿no?

—¿Tú crees que es raro? No conocemos apenas nada de este mundo...

—Creo haber conocido lo bastante —replicó él—. No me gusta eso.

—¿Por qué no? Sería peor que lo despedazaran, ¿no crees?

—Sería peor. Pero sería natural, lógico. Es lo que ellos harían, en circunstancias normales.

—Y esto... ¿no son «circunstancias normales»? —se interesó ella.

—No, evidentemente... no lo son. Y no sé por qué... Eh, contempla eso.,. Todos los leopardos van hacia una sola tienda de campaña!

—Sí... —Ella contempló fascinada el desfile de felinos feroces, hacia la tienda iluminada en la noche—. Es..., es la tienda del hombre viejo.,.

—Si todos esos animales entran allí,.., nada ni nadie podrá salvarle. Uno solo de ellos puede destrozarle. Y ese grupo... ¡puede destrozar a toda la' expedición en unos instantes!

—Sería horrible... ¿Y qué podemos hacer nosotros para evitarlo?

—Me temo que nada, querida —susurró él—. Nada en absoluto... mientras luzcan esas estrellas en el cielo...

Ella miró al firmamento. Los astros eran destellos de luz lejana en el azul oscuro. Súbitamente, allá en el horizonte, el resplandor plateado se hizo más intenso. Ella gritó, a flor de labio solamente:

—¡Mira! Mira... Sale...!, sale una luna de este mundo...

El miró. Era cierto. Un gran disco plateado emergía sobre sus cabezas, súbitamente, alumbrando nítidamente el paraje. Y también sus humanas figuras de otro mundo, de otro planeta de humanoides, evadidos del terror y de la muerte... El disco era incompleto. Luna creciente. Pero ellos, era la primera vez que lo descubrían allí, en la sabana de Kenya..., en el planeta Tierra.

Los felinos feroces estaban ya entrando en la tienda del profesor Udanowsky. Emitieron repentinos rugidos de las fauces de las fieras... Gritó aterrorizado el sabio ruso. Se conmovió el campamento, atacado por una docena de leopardos, o quizá más...

El Extraño jadeó, incorporándose:

—¡Vamos! Es nuestra hora...

Ella asintió, siguiéndole hacia el campamento atacado por las fieras...