Ortiga abrasadora, el dragón dorado

16a

Los enanos tenían razón. El castillo en cuyas proximidades se había perdido Lung era un lugar oscuro… y mucho más peligroso para un dragón que para unos cuantos enanos de las rocas. A su morador le interesaban tan poco los enanos como las moscas o las arañas. Sin embargo, llevaba más de ciento cincuenta años esperando a un dragón.

La lluvia había corroído hacía mucho los muros del castillo. Las torres se habían desplomado, las escaleras estaban enteramente cubiertas por cardos y espinos. Pero nada de eso molestaba a su morador. Su coraza era insensible a la lluvia, al viento y al frío. Muy abajo, en las húmedas bóvedas del sótano, moraba él, Ortiga Abrasadora, el dragón dorado, añorando los años gloriosos en los que el tejado del castillo aún no tenía agujeros y él salía de cacería, en busca de la única presa que le divertía cazar: dragones.

La coraza de Ortiga Abrasadora seguía brillando como oro puro. Sus garras y dientes eran más afilados que esquirlas de cristal y su fuerza superaba a la de cualquier otro ser viviente. Sin embargo, se aburría. El tedio lo consumía, tornándolo salvaje e iracundo, agresivo como un perro encadenado y tan lunático que había devorado hacía mucho a la mayoría de sus servidores.

Solamente quedaba uno, un alfeñique delgado como un alambre llamado Pata de Mosca. Un día sí y otro también, desde la salida hasta la puesta de sol, bruñía la coraza de Ortiga Abrasadora, limpiaba sus dientes esplendorosos y afilaba sus garras. Un día sí y otro también, mientras el dragón dorado yacía en su castillo derruido esperando a que uno de sus innumerables espías le trajera al fin la noticia que llevaba esperando una eternidad: el paradero de los últimos dragones; lo que le permitiría al fin volver a salir de caza.

Esa mañana en la que Lung dormía entre las rocas apenas a unas cuantas cumbres de distancia, llegaron dos espías: uno de los cuervos de Ortiga Abrasadora procedente del norte y un fuego fatuo del sur. Pero sus informes carecían de interés. Solo cuestiones ridículas sobre un par de trolls por aquí, un par de hadas por allá, una serpiente marina, un ave gigantesca… pero ni una palabra sobre dragones. Nada de nada. En consecuencia, Ortiga Abrasadora se los zampó para desayunar a pesar de saber que las plumas de cuervo le provocaban atroces dolores de tripa.

17

Cuando Pata de Mosca, armado con bayeta y cepillos, se inclinó ante él, estaba de un humor espantoso. El alfeñique trepó al gigantesco cuerpo de Ortiga Abrasadora para bruñir la coraza de escamas doradas que recubría a su maestro de la cabeza a la punta de la cola.

—¡Cuidado, homúnculo cabeza hueca! —rugió Ortiga Abrasadora—. ¡Ayyy! No me pises la barriga, ¿entendido? ¿Por qué no has impedido que me zampara a ese miserable pájaro negro?

—No me habríais escuchado, maestro —respondió Pata de Mosca.

De una botella verde vertió en un cubo una pequeña cantidad del abrillantador de corazas que los enanos de las rocas preparaban ex profeso para su señor. Esa era la única forma de abrillantar las escamas y dejarlas como un espejo.

—¡Cierto! —gruñó Ortiga Abrasadora.

Pata de Mosca sumergió la bayeta en el agua limpiadora y puso manos a la obra. Pero en cuanto hubo limpiado tres escamas, su maestro se dio la vuelta entre bostezos y se tumbó de lado. El cubo de Pata de Mosca se cayó y fue a parar al suelo.

—¡Detente! —gritó Ortiga Abrasadora—. ¡Basta de restregar por hoy! Hace que empeore mi dolor de tripa. ¡Afílame las garras, vamos!

Con un soplido de su aliento helado expulsó a Pata de Mosca de su lomo. El minúsculo hombrecillo rodó y cayó de cabeza sobre las losas resquebrajadas del castillo. Se incorporó de nuevo en silencio y, sacando una lima del cinturón, comenzó a afilar las garras negras.

Ortiga Abrasadora lo observaba malhumorado.

18

—¡Vamos, cuéntame algo! —gruñó—. Cuéntame mis viejas y heroicas hazañas.

—¡Oh, no, otra vez, no! —farfulló Pata de Mosca.

—¿Qué has dicho? —bufó Ortiga Abrasadora.

—Nada, nada en absoluto —respondió al punto Pata de Mosca—. Ya voy, maestro. Un momento. ¿Cómo era? Ah, sí —el hombrecillo carraspeó—. Una noche de invierno fría y sin luna del año 1423…

—¡Del 1424! —rugió Ortiga Abrasadora—. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo, sesos de escarabajo? —y enfurecido intentó golpear al alfeñique, que esquivó hábilmente el golpe.

—Una noche de invierno fría y sin luna del año 1424 —comenzó de nuevo—, el gran alquimista Petrosius de Beleño creó la mayor maravilla que haya conocido el mundo, el ser más poderoso que…

—El ser más poderoso y peligroso —le interrumpió Ortiga Abrasadora—. ¿Esfuérzate un poco, vale? O te daré un mordisco en tus piernas de araña. Continúa.

—… el ser más poderoso y peligroso —musitó Pata de Mosca, obediente— que haya puesto jamás sus garras sobre la tierra. Lo creó a partir de una criatura cuyo nombre nadie conoce, de fuego y agua, de oro y hierro, de dura piedra y del rocío que recoge en sus hojas la alquimila. Después lo despertó a la vida con el poder del relámpago y llamó a su obra Ortiga Abrasadora. —Pata de Mosca bostezó—. Oh, perdón.

—Sigue, sigue —gruñó Ortiga Abrasadora cerrando sus ojos rojos.

—Sigo, sigo. ¡Como ordene el señor! —Pata de Mosca, con la lima debajo del brazo, se dirigió hacia la zarpa siguiente—. Esa misma noche —prosiguió—, Petrosius creó además doce homúnculos, doce pequeños hombrecillos, el último de los cuales está aquí sentado limándoos las garras. Los demás…

—Sáltate eso —bufó Ortiga Abrasadora.

—¿Debo narrar quizá el fin de Petrosius, nuestro creador, entre los dientes de vuestras honorables fauces?

—No, carece de interés, refiere mis correrías de caza, mis hazañas de gran cazador, limpiacorazas.

Pata de Mosca suspiró.

—Ya al poco de su Creación, Ortiga Abrasadora, el Dragón Dorado, el magnífico, el invencible, el que resplandece eternamente, se dispuso a erradicar de la faz de la Tierra a todos los demás dragones…

—¿Erradicar? —Ortiga Abrasadora abrió un ojo—. ¿Erradicar, dices? ¿A qué demonios suena eso?

—Oh, ¿acaso he empleado una palabra distinta en otras ocasiones, maestro? —Pata de Mosca se frotó su nariz afilada—. Ha debido olvidárseme. ¡Ay, y ahora se rompe la lima!

—Ve a buscar una nueva —gruñó Ortiga Abrasadora—. Pero apresúrate o acabarás reuniéndote con tus once hermanos en mi panza.

—Oh, gracias —musitó Pata de Mosca incorporándose de un salto.

En el preciso instante en que se disponía a salir corriendo, un gran cuervo bajaba a saltos la escalera de piedra que conducía a las bóvedas ocultas del castillo.

La aparición del cuervo no sorprendió a Pata de Mosca. Aquellos muchachos de negro plumaje eran los espías más aplicados y fieles de Ortiga Abrasadora —a pesar de que, de vez en cuando, se zampaba a alguno de ellos—. Sobre el lomo del cuervo iba sentado un enano de las rocas. Solo de tarde en tarde osaba ir por allí alguno de ellos. Ni siquiera llevaban ellos mismos el pulimento de Corazas, sino que uno de los cuervos acudía a recogerlo.

Mientras el cuervo bajaba los escalones a saltos, el enano sujetaba con fuerza su descomunal sombrero. Su cara estaba roja de excitación. Al pie de la escalera, descendió presuroso del pájaro negro, avanzó unos pasos hacia Ortiga Abrasadora y se tiró al suelo ante él cuan largo era.

—¿Qué quieres? —preguntó malhumorado el maestro de Pata de Mosca.

—¡He visto uno! —balbuceó el enano sin levantar la cara del suelo—. He visto uno, Vuecencia.

—¿Un qué? —Ortiga Abrasadora se rascó el mentón, aburrido.

Pata de Mosca se acercó al enano y se inclinó hacia él.

—Deberías ir al grano —le susurró al oído—, en lugar de aplastar tu gorda nariz contra el suelo. Mi maestro está hoy de un humor realmente espantoso.

El enano, sacando fuerzas de flaqueza, alzó la mirada hacia Ortiga Abrasadora y a continuación, con dedo tembloroso, señaló la pared situada a su espalda.

—Uno de esos —dijo con un hilo de voz—. He visto uno igual.

Ortiga Abrasadora giró la cabeza. De la pared pendía un tapiz tejido por los humanos hacía cientos de años. Sus colores se habían desvanecido, pero incluso en la oscuridad se percibía lo que el enano señalaba: un dragón plateado perseguido por caballeros.

Ortiga Abrasadora se incorporó. Sus ojos rojos se clavaron desde arriba en el enano.

—¿Que has visto un dragón plateado? —preguntó, y su voz retumbó por las vetustas bóvedas—. ¿Dónde?

—En nuestra montaña —balbuceó el enano, incorporándose—. Se ha posado allí esta mañana. Acompañado por un duende y un humano. Yo he volado enseguida hasta aquí a lomos de este cuervo para comunicártelo. ¿Me darás ahora una de tus escamas? ¿Una de tus escamas doradas?

—¡Silencio! —gruñó Ortiga Abrasadora—. Necesito reflexionar.

—¡Pero me lo prometiste! —exclamó el enano.

Pata de Mosca lo apartó a un lado.

—¡Calla, cabeza hueca! —murmuró—. ¿Es que no tienes sesos debajo de ese sombrero tuyo tan grande? Alégrate de que no te coma. Monta en el cuervo y lárgate con viento fresco. Seguramente lo que habrás visto será un lagarto grande.

—¡No, No! —protestó el enano—. ¡Es un dragón! Sus escamas parecen hechas de luz de luna, y es grande, muy grande.

Ortiga Abrasadora contemplaba el tapiz. Estaba inmóvil. De pronto se volvió.

—¡Ay de ti —anunció con voz sombría—, ay de ti, si te equivocas! Si me haces albergar vanas esperanzas, te aplastaré como a una cucaracha.

El enano de las rocas hundió la cabeza entre los hombros.

—Acércate, limpiador de corazas —gruñó Ortiga Abrasadora.

Pata de Mosca se sobresaltó.

—¡La lima, la lima, maestro! —gritó—. Voy a buscarla ahora mismo. Corriendo, volando.

—¡Olvida la lima! —bramó Ortiga Abrasadora—. Tengo un trabajo más importante para ti. Vuela a lomos del cuervo hasta la montaña de la que procede este mentecato. Entérate de lo que ha visto. Y si es verdad que hay allí un dragón, averigua entonces por qué está solo, de dónde viene, qué hacen a su lado el humano y el duende. Quiero saberlo todo, ¿me oyes? ¡Todo!

Pata de Mosca asintió y corrió hacia el cuervo, que seguía esperando pacientemente al pie de la escalera.

El enano le siguió con los ojos, desconcertado.

—Y yo, ¿qué? —preguntó—. ¿Cómo voy a volver?

Ortiga Abrasadora sonrió. Fue una sonrisa horrenda.

—Tú puedes afilarme las garras mientras esté ausente Pata de Mosca. Puedes sacarle brillo a la coraza y limpiar el polvo a las púas, lavarme los dientes y quitarme las cochinillas de la humedad de las escamas. ¡Te nombro mi nuevo limpiacorazas! Este es mi agradecimiento por la buena noticia que me has traído.

El enano de las rocas le miró horrorizado.

Ortiga Abrasadora se pasó la lengua por el morro y gruñó satisfecho.

—Me apresuraré, maestro —dijo Pata de Mosca montándose a lomos del cuervo—. Regresaré pronto.

—De eso, nada —replicó irritado Ortiga Abrasadora—. Me informarás por el agua, ¿entendido? Es más rápido que todos esos revoloteos de ida y vuelta.

—¿Por el agua? —Pata de Mosca frunció el ceño—. Pero en la montaña puede costarme mucho encontrarla, maestro.

—Pregunta al enano dónde hay agua, cerebro de insecto —rugió Ortiga Abrasadora dando media vuelta.

Despacio, con pasos pesados, se dirigió hacia el tapiz en el que, tejido con mil hilos, brillaba débilmente el dragón plateado. Ortiga Abrasadora se plantó ante él.

—A lo mejor han vuelto de verdad —murmuró—. Después de tantos, tantísimos años. Aaah, sabía que no podrían ocultarse eternamente de mí. De los humanos, quizá, pero no de mí.