Reunión en medio de la lluvia

6

Barba de Pizarra era el dragón más anciano del valle. Había vivido más de lo que podía recordar. Hacía mucho que sus escamas no brillaban, pero aún era capaz de escupir fuego, y los más jóvenes le pedían consejo cuando no sabían qué partido tomar. Cuando todos los demás dragones se apiñaban ya ante la cueva, Lung despertó a Barba de Pizarra. Se había puesto el sol. La noche, negra y sin estrellas, se cernía sobre el valle, y aún llovía.

Al salir de su cueva, el viejo dragón miró malhumorado hacia el cielo. Le dolían los huesos por la humedad, y el frío entumecía sus articulaciones. Los demás dragones retrocedieron con respeto ante él. Barba de Pizarra miró a su alrededor. No faltaba ninguno, pero Piel de Azufre era el único duende allí presente. Caminando con torpeza y arrastrando la cola, el viejo dragón cruzó por la hierba húmeda dirigiéndose hacia una roca que descollaba en el valle como la cabeza cubierta de musgo de un gigante. Subió a ella resoplando y miró en torno suyo. Los demás dragones alzaban la vista hacia él igual que niños asustados. Algunos eran todavía muy jóvenes y solo conocían ese valle; otros habían venido con él desde muy, muy lejos y recordaban que el mundo no siempre había pertenecido a los humanos. Todos ellos venteaban la desgracia y confiaban en que Barba de Pizarra la conjuraría. Pero él era un dragón viejo y cansado.

—Sube, Rata —dijo con voz ronca—, y cuenta lo que has visto y oído.

La rata subió de un salto a la roca, trepó por el rabo de Barba de Pizarra y se sentó en su espalda. Bajo el cielo oscuro reinaba tal silencio, que solo se oía el rumor de la lluvia y el merodear de los zorros que cazaban en la noche. Rata se aclaró la garganta.

—¡Vienen los humanos! —proclamó—. Han despertado a sus máquinas, las han alimentado y se han puesto en marcha. Están a solo dos días de aquí, abriéndose camino con esfuerzo por las montañas. Las hadas los detendrán un rato, pero tarde o temprano llegarán aquí, pues su meta es vuestro valle.

Los dragones suspiraron, levantaron la cabeza y se apretujaron todavía más en torno a la roca que ocupaba Barba de Pizarra.

Lung se mantenía algo apartado. Piel de Azufre, sentada en su espalda, mordisqueaba una seta seca.

—Parece mentira, Rata —murmuró—, ¿no podrías haberlo dicho con palabras más amables?

—¿Qué significa eso? —preguntó uno de los dragones—. ¿Qué buscan aquí, si ya lo tienen todo donde ellos viven?

—Ellos nunca tienen todo lo que quieren —respondió la rata.

—¡Nos esconderemos hasta que se marchen! —exclamó otro dragón—. Como hemos hecho siempre que uno de ellos se extraviaba por aquí. Están tan ciegos, que solo ven lo que quieren ver. Volverán a tomarnos por rocas y árboles muertos.

Pero la rata negó con la cabeza.

—¡Llevo mucho tiempo avisándoos! —gritó con voz estridencia—. Os he repetido cientos de veces que los hombres maquinaban algo. Pero los grandes no escuchan a los pequeños, ¿verdad? —miró enfadada a su alrededor—. Os escondéis de los humanos, pero no os interesa lo que hacen. Mi estirpe no es tan estúpida. Nosotros entramos en sus casas. Los espiamos. Por eso sabemos lo que se proponen hacer con vuestro valle. —Rata carraspeó y se acarició sus bigotes grises.

—Ahora vuelve a hacerse la interesante —susurró Piel de Azufre al oído de Lung, pero el dragón no le prestó atención.

—¿Qué se proponen hacer? —preguntó Barba de Pizarra fatigado—; habla de una vez, Rata.

La rata se retorcía nerviosa un pelo del bigote. La verdad es que no le hacía ninguna gracia ser portadora de malas noticias.

—Van a inundar vuestro valle —respondió con voz vacilante—. Muy pronto, aquí solo habrá agua. Vuestras cuevas se inundarán y de esos altos árboles de ahí —señaló con la pata a la oscuridad— no asomarán ni las puntas.

Los dragones la miraban en silencio.

—¡Eso es imposible! —profirió finalmente uno de ellos—. Nadie puede hacer eso. Ni siquiera nosotros, a pesar de que somos más grandes y fuertes que ellos.

—¿Imposible? —la rata rio sarcástica—. ¿Más grandes? ¿Más fuertes? No entendéis una palabra. Díselo tú, Piel de Azufre. Cuéntales cómo son los hombres. A lo mejor a ti te creen —ofendida, arrugó la afilada nariz.

7

Los dragones se volvieron hacia Lung y Piel de Azufre.

—Rata tiene razón —dijo la duendecilla—. No tenéis ni idea —escupió al suelo y arrancó un trocito de musgo que se le había quedado entre los dientes—. Los hombres ya no van por ahí con armadura, como en los tiempos en que os daban caza, pero siguen siendo peligrosos. Son lo más peligroso que hay en el mundo.

—¡Quía! —exclamó un dragón grande y gordo dándole la espalda con desprecio a Piel de Azufre—. Dejad que vengan esos bípedos. Ratas y duendes acaso tengan que asustarse de ellos, pero nosotros somos dragones. ¿Qué pueden hacernos?

—¿Que qué pueden haceros? —Piel de Azufre tiró su seta mordisqueada y se levantó. Ahora estaba enfadada, y con duendes enfadados no valen bromas—. ¡Tú no has salido nunca de este valle, cabeza hueca! —gritó—. Seguro que crees que los humanos duermen encima de hojas, como tú. Que no pueden causar más daño que una mosca porque apenas viven más tiempo. Que no tienen en la cabeza más que comer y dormir. Pero no son así. ¡Oh, no! —Piel de Azufre cogió aire—. Las cosas que pasan a veces por el cielo y que tú, botarate, llamas pájaros ruidosos son máquinas voladoras construidas por los humanos. Ellos pueden hablar entre sí aunque se encuentren en otro país. Pueden hacer cuadros que se mueven y hablan, formar recipientes de hielo que nunca se funde, iluminar sus casas de noche como si hubieran atrapado el sol, ellos, ellos… —Piel de Azufre meneó la cabeza— ellos son capaces de hacer cosas maravillosas… y espantosas. Si pretenden sumergir bajo el agua este valle, lo conseguirán. Tenéis que marcharos, tanto si os gusta como si no.

Los dragones la miraban fijamente. Incluso el que poco antes se había vuelto de espaldas. Algunos alzaban la vista hacia las montañas, como si aguardasen que al momento siguiente las máquinas hollarían las negras cumbres.

—¡Maldición! —murmuró Piel de Azufre—. Ese tipo me ha puesto tan furiosa que he tirado una seta deliciosa. Era una negrilla. Pocas veces se encuentra algo tan exquisito —enfadada, se bajó de la espalda de Lung y empezó a rebuscar por la hierba húmeda.

—Ya lo habéis oído —dijo Barba de Pizarra—. Tenemos que marcharnos.

Vacilantes y atenazados por el miedo, los dragones se volvieron de nuevo hacia él.

—Para algunos de vosotros —prosiguió el viejo dragón—, es la primera vez, pero muchos ya hemos huido con frecuencia de los humanos. Sin embargo, esta vez nos costará mucho encontrar un lugar que ya no les pertenezca —meneó compungido la cabeza—. Son cada vez más, me parece a mí. Con cada luna.

—Sí, están por todas partes —afirmó el que poco antes se burlaba de las palabras de Piel de Azufre—. Solo cuando vuelo por encima del mar dejo de percibir sus luces allá abajo.

—¡Entonces tenemos que intentar vivir con ellos de una vez por todas! —exclamó otro.

8

Pero Barba de Pizarra meneó la cabeza.

—No —replicó—. No se puede vivir con el hombre.

—Oh, claro que se puede —la rata se acarició la piel mojada por la lluvia—. Perros y gatos lo hacen, y los ratones, y los pájaros, e incluso nosotras, las ratas. Pero vosotros —dejó vagar la mirada por los dragones—, vosotros sois demasiado grandes, demasiado listos, demasiado… —se encogió de hombros—… demasiado diferentes. Les daríais miedo. Y lo que asusta al hombre, este lo…

—… destruye —sentenció el viejo dragón con voz cansada—. Apunto estuvieron de exterminarnos una vez, hace muchos, muchos centenares de años —levantó su pesada cabeza y miró a los más jóvenes, uno detrás de otro—. Yo confiaba en que al menos nos dejasen este valle. Fue una insensatez.

—¿Pero dónde iremos entonces? —gritó desesperado uno de los dragones—. Este es nuestro hogar.

Barba de Pizarra no respondió. Alzó la mirada hacia el cielo nocturno, en el que aún se ocultaban las estrellas tras las nubes, y suspiró. Después dijo con voz ronca:

—Regresad a La orilla del cielo. La huida tiene que tener fin. Soy demasiado viejo. Yo me ocultaré en mi cueva, pero vosotros, los más jóvenes, podéis conseguirlo.

Los jóvenes le miraron asombrados. Los demás levantaron las cabezas y volvieron la vista con añoranza hacia el este.

—La orilla del cielo. —Barba de Pizarra cerró los ojos—. Sus montañas son tan altas, que rozan el cielo. Sus laderas ocultan cuevas de piedra de luna y el valle de su regazo está cubierto de flores azules. Cuando erais pequeños, os contábamos historias de ese lugar. Acaso las tomarais por cuentos, pero algunos de nosotros lo hemos visto de verdad —abrió de nuevo los ojos—. Yo nací allí hace tanto tiempo que desde entonces ha transcurrido casi una eternidad. Cuando me alejé de allí volando siguiendo la llamada del vasto cielo, yo era más joven que la mayoría de vosotros. Volé hacia Poniente, cada vez más lejos. Y desde entonces, nunca más me he atrevido a volar a pleno sol. He tenido que esconderme de personas que me tomaban por un pájaro infernal. Intenté regresar, pero ya no logré encontrar el camino —el viejo dragón miró a los más jóvenes—. ¡Buscad La orilla del cielo! Regresad a sus cumbres protectoras, quizá entonces no necesitéis huir de los hombres nunca más. Aún no han llegado aquí —señaló con la cabeza las oscuras cimas circundantes—, pero lo harán. Lo percibo desde hace mucho tiempo. ¡Volad! ¡Idos volando! Cuanto antes.

De nuevo reinó un completo silencio. Una lluvia fina como el polvo caía del cielo.

Piel de Azufre, tiritando, hundió la cabeza entre los hombros.

—Pues muchas gracias, caramba —dijo a Lung entre susurros—. La orilla del cielo, psss. Suena demasiado bonito para ser verdad. El viejo ha debido soñarlo, eso es todo.

Lung, sin decir palabra, levantó la vista meditabundo hacia Barba de Pizarra. De repente, dio un paso adelante.

—¡Eh! —siseó asustada Piel de Azufre—. ¿Qué te propones? No hagas tonterías.

Pero Lung hizo caso omiso.

—Tienes razón, Barba de Pizarra —afirmó—. De todas maneras, estoy harto de limitarme a volar en círculo sobre este valle —se volvió hacia los otros—. Busquemos La orilla del cielo. Partamos hoy mismo. La luna está en cuarto creciente. No hay noche mejor para nosotros.

Los demás retrocedieron ante él, como si se hubiera vuelto loco. Barba de Pizarra, sin embargo, sonrió por vez primera aquella noche.

—Eres bastante joven todavía —constató.

—Soy lo bastante mayor —respondió Lung alzando un poco más la cabeza.

Tenía un tamaño parecido al del viejo dragón. Tan solo sus cuernos eran más cortos y sus escamas brillaban a la luz de la luna.

—¡Alto, alto, un momento, por favor! —Piel de Azufre trepó presurosa por el cuello de Lung—. ¿Pero qué locura es esta? Tú quizá hayas volado diez veces más allá de estas colinas. Tú, tú… —extendió los brazos señalando las montañas a su alrededor—, tú no tienes ni idea de lo que hay detrás. ¡No puedes echar a volar sin más ni más y cruzar el mundo de los humanos en busca de un lugar que a lo mejor ni siquiera existe!

—¡Cállate, Piel de Azufre! —le ordenó Lung irritado.

—¡De ninguna manera! —bufó la duendecilla—. Mira a los demás. ¿Tienen pinta de querer salir volando? No. Así que olvídate del asunto. Cuando lleguen los humanos, encontraré una hermosa cueva nueva para nosotros.

—¡Escúchala! —recomendó uno de los dragones avanzando hacia Lung—. La orilla del cielo solo existe en los sueños de Barba de Pizarra. El mundo pertenece a los humanos. Si nos escondemos, nos dejarán en paz. Y si de verdad vienen hasta aquí, tendremos que ahuyentarlos.

La rata rio. Con una risa ruidosa y estridente.

—¿Has intentado alguna vez ahuyentar al mar? —gritó.

Pero el dragón no le contestó.

—¡Venid! —les dijo a los demás.

A continuación, dio media vuelta y regresó a su cueva bajo una lluvia torrencial. Uno tras otro le siguieron. Hasta que solo quedaron Lung y el viejo dragón. Barba de Pizarra descendió de la peña con las piernas entumecidas y miró a Lung.

—Puedo entender que tomen solo por un sueño La orilla del cielo —dijo—. A mí me sucede lo mismo algunos días.

Lung sacudió la cabeza.

—Yo la encontraré —dijo echando un vistazo en torno suyo—. Aunque Rata se equivoque y los humanos sigan donde están… ha de existir un lugar en el que no tengamos que escondernos. Y cuando lo haya encontrado, volveré a buscaros. Saldré esta misma noche.

El viejo dragón asintió con un gesto.

—Ven a mi cueva antes de partir —le dijo—. Te contaré todo lo que sé. Puede que ya no sea mucho. Pero ahora tengo que resguardarme de la lluvia, o mañana no podré mover estos viejos huesos.

Regresó a su cueva caminando pesadamente y con esfuerzo. Lung se quedó solo con Rata y Piel de Azufre. La duende estaba sentada en su espalda con expresión enfurruñada.

—¡Merluzo! —le riñó en voz baja—. Jugando a hacerte el héroe, buscando algo que no existe. Tsst.

—¿Qué demonios farfullas? —le preguntó Lung volviéndose hacia ella.

Entonces Piel de Azufre explotó.

—¿Y quién te despertará cuando se ponga el sol? —le gritó—. ¿Quién te protegerá de los humanos, te cantará mientras duermes y te rascará detrás de las orejas?

—Eso, ¿quién? —preguntó Rata con tono impertinente.

Aún seguía sentada en la peña que había ocupado el viejo dragón.

—¡Pues yo, naturalmente! —respondió con un bufido Piel de Azufre—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¡Voto a la oronja mortal!

—¡De eso nada! —Lung se volvió con tanto ímpetu, que Piel de Azufre estuvo a punto de resbalar de su espalda mojada por la lluvia—. Tú no puedes venir.

—¿Ah, no? ¿Y eso por qué? —Piel de Azufre se cruzó de brazos muy ofendida.

—Porque es peligroso.

—A mí me trae sin cuidado.

—Pero si tú odias volar. ¡Te pone enferma!

—Me acostumbraré.

—Sentirás nostalgia.

—¿De qué? ¿Te has creído que voy a esperar aquí hasta queme muerdan los peces? No, iré contigo.

Lung suspiró.

—Bien —murmuró—. De acuerdo. Pero no se te ocurra quejarte por haberme acompañado.

—Seguro que lo hará —soltó Rata. Y con una risita contenida, brincó de la roca hasta la hierba húmeda—. Los duendes solo se sienten felices cuando rezongan. Pero ahora, reunámonos con el viejo dragón. Si vas a partir esta misma noche, ya no te queda mucho tiempo. Desde luego, no el suficiente para acabar de discutir con esta comesetas cabeza dura.