En el Delta del Indo

Las nubes ocultaban la luna y las estrellas cuando la serpiente marina alcanzó la costa de Pakistán. En la oscuridad, Ben distinguió cabañas en la playa llana, barcas a la orilla y la desembocadura de un río formidable que se vertía en el mar a través de incontables brazos.
—Aquí es —siseó la serpiente al chico—. Aquí es donde venían los dragones hasta que el monstruo los ahuyentó. Ese río es el Indo, también conocido como el sagrado Sindh. Síguelo y os conducirá a las montañas del Himalaya.
Serpenteó junto al poblado, donde ardían linternas ante algunas cabañas, y se deslizó hacia la desembocadura del Indo. Entre los brazos del río, el terreno era llano y fangoso, cubierto de aves marinas blancas que ocultaban los picos en su plumaje. Cuando la serpiente deslizó su enorme cabeza sobre un banco de arena, el griterío de los pájaros rompió el silencio de la noche.
Ben saltó de la cabeza de la serpiente a la arena húmeda y miró hacia el pueblo, pero este yacía oculto entre las suaves colinas.
—Lung podrá esconderse allí, entre los juncos —dijo la serpiente marina levantando la cabeza con un sonido sibilante—, hasta que averigües si tus congéneres del poblado siguen siendo amigos de los dragones.
—Te damos las gracias —dijo Lung mientras dejaba que Piel de Azufre bajara de su lomo—. Me ha sentado bien descansar un rato.
La serpiente inclinó el cuello con un leve siseo.
—El río aquí es poco profundo —le explicó a Ben—. Puedes vadearlo si te diriges al poblado. Yo podría depositarte allí, pero mi visión asustaría tanto a los pescadores que no se atreverían a salir al mar durante días y días.
Ben asintió.
—Lo mejor será que me ponga en marcha ahora mismo —dijo—. Eh, Pata de Mosca —abrió su mochila—. Ya puedes sacar la nariz. Estamos en tierra.
El homúnculo, medio dormido, se arrastró fuera de las cálidas prendas humanas, asomó la cabeza por la abertura de la mochila para volver a esconderla en el acto.
—¡En tierra! ¡En tierra! —exclamó enojado—. Pues yo sigo viendo agua por todas partes.
Ben meneó la cabeza con aire burlón.
—¿Quieres acompañarme al pueblo o te dejo con Lung y Piel de Azufre?
—¿Con Piel de Azufre? ¡Oh, no! —respondió presuroso Pata de Mosca—. Prefiero ir contigo.
—De acuerdo. —Ben cerró la mochila.
—Nosotros nos esconderemos ahí detrás —dijo Piel de Azufre señalando un banco de arena sobre el que crecían juncos muy espesos—. Pero esta vez no te olvides de borrar nuestras huellas.
Ben asintió. Cuando se dio la vuelta para despedirse de la serpiente marina, la playa estaba vacía. En la lejanía, Ben vio asomar por encima del mar tres jorobas relucientes.
—Oh —murmuró desilusionado—, ya se ha ido.
—Quien viene deprisa, se va deprisa —sentenció Piel de Azufre, escarbando entre sus dientes afilados con un junco.
Lung levantó la vista hacia el cielo: la luna salía en esos momentos de detrás de las nubes.
—Espero que la mujer humana haya encontrado de verdad algo que sustituya a su luz —murmuró—. Quién sabe si no volverá a dejarnos en la estacada, igual que cuando volábamos sobre el mar —suspiró y dio un empujoncito a Piel de Azufre—. Anda, borremos nuestras huellas.
Rápida y silenciosamente emprendieron la tarea.
Ben, sin embargo, se marchó con Pata de Mosca a buscar a Subaida Ghalib, la especialista en dragones.