La rata de barco

11a

—¿Que almacén es? —preguntó Ben—. Si no sabes el número, perderemos mucho tiempo buscando.

Estaban sobre un puente estrecho. A ambos lados del canal, los almacenes se alineaban uno junto al otro, extraños edificios estrechos de piedra roja con ventanas altas y gabletes picudos. El puerto de la gran ciudad no estaba muy lejos. Soplaba un viento frío que a punto estuvo de arrancar a Piel de Azufre la capucha de sus orejas puntiagudas.

Mucha gente pasaba apiñada junto a ellos, pero nadie se sorprendió al ver la pequeña figura que se aferraba a la barandilla del puente al lado de Ben. Las mangas demasiado largas de la sudadera de Ben ocultaban las manos de Piel de Azufre. Los vaqueros, con dos vueltas, ocultaban sus patas y su cara de gato desaparecía entre la sombra de la capucha.

—Rata dijo que era el último almacén delante del río —respondió ella en voz baja—. Su primo vive en el sótano.

—¿Rata? ¿No será una rata de verdad, eh? —Ben miro dubitativo a Piel de Azufre.

—Por supuesto que es de verdad. ¿Qué te has creído? Y deja de quedarte ahí pasmado mirando con cara de bobo. Te sale a las mil maravillas, pero tenemos cosas más importantes que hacer.

Tiró de Ben con gesto impaciente. Al otro lado del puente, una estrecha calle bordeaba la ribera. Mientras caminaban presurosos por la acera, Piel de Azufre, inquieta, acechaba sin parar a su alrededor. El estruendo de los coches y las máquinas le hacía daño en los oídos. Ya había estado antes en ciudades pequeñas, robando verdura de los huertos, husmeando en los sótanos y enfadando a los perros. Pero allí no había huertos, ni arbustos tras los que uno pudiera acurrucarse. Allí todo era de piedra.

Piel de Azufre se sintió muy aliviada cuando Ben la condujo a un estrecho pasadizo entre los dos últimos almacenes, que conducía de vuelta al canal. En los muros rojos había varias puertas. Dos estaban cerradas, pero cuando Ben empujó la tercera, se abrió con un suave chirrido.

La cruzaron rápidamente. Una oscura escalera apareció ante ellos. La luz del día solo penetraba en el interior a través de una estrecha y polvorienta ventana. Un tramo de escaleras conducía al piso de arriba, y otro al de abajo.

Ben lanzó una mirada desconfiada por los oscuros peldaños inferiores.

—Bueno, ahí abajo seguro que hay ratas. La única cuestión es si entre ellas figurará la que buscamos. ¿Cómo la reconoceremos? ¿Lleva corbata o algo parecido?

Piel de Azufre no le contestó. Tras quitarse la capucha, bajó los escalones a saltos. Ben la siguió. Al pie de la escalera estaba tan oscuro, que Ben sacó su linterna de bolsillo de la chaqueta. Ante ellos apareció un alto sótano abovedado con más puertas.

—¡Tsst! —Piel de Azufre miró la linterna y meneó despectivamente la cabeza—. Al parecer, vosotros, los humanos, necesitáis maquinitas para todo, ¿no? Hasta para ver.

—Esto no es una máquina. —Ben deslizó el cono de luz de la linterna por las puertas—. ¿Qué estamos buscando en realidad? ¿La madriguera de un ratón?

—¡Qué tontería! —Piel de Azufre aguzó las orejas y, caminando despacio, husmeó—. Aquí es.

Se detuvo ante una puerta marrón que solo estaba entornada. Piel de Azufre la abrió lo justo para deslizarse por ella. Ben la siguió.

—¡Cielo santo! —murmuró el chico.

La estancia alta y sin ventanas en la que habían entrado, estaba atiborrada de trastos. Entre los estantes, repletos de archivadores cubiertos de polvo, había montones de sillas viejas, mesas apiladas, armarios sin puertas, montañas de ficheros y cajones vacíos.

Piel de Azufre levantó la nariz olfateando y se deslizó rauda hacia su objetivo. Al seguirla a oscuras, Ben se dio unos porrazos tremendos en las espinillas. Al poco rato, ya no sabía dónde estaba la puerta por la que habían entrado. Cuanto más avanzaban, más arriesgado se tornaba recorrer aquel laberinto. De pronto, unas estanterías obstruyeron el camino.

—Se acabó lo que se daba —dijo Ben moviendo en torno suyo el rayo de luz de su linterna. Pero Piel de Azufre se agachó, se deslizó entre dos estantes y… desapareció.

—¡Eh, aguarda! —Ben introdujo la cabeza en el agujero que ella había traspasado.

Contempló un pequeño despacho. Diminuto, como el de una rata, y situado apenas a un metro de distancia, debajo de una silla. El escritorio era un libro colocado sobre dos latas de sardinas. Una taza de café servía de silla. Los ficheros, llenos a rebosar de pequeñas fichas, eran cajas de cerillas vacías. Una lámpara de escritorio vulgar y corriente situada en el suelo, junto a una silla, iluminaba el conjunto a modo de reflector. El que no aparecía por parte alguna era el usuario de todo aquello.

—Por ahora, quédate ahí —musitó Piel de Azufre a Ben—. No creo que el primo de Rata se muestre entusiasmado al ver a un humano.

—¡Venga ya! —Ben se deslizó por el agujero y se incorporó—. Si no se pega un susto al verte, tampoco se lo pegará conmigo. Además, vive en una casa humana. Así que no seré yo el primero que ella se eche a la cara.

—Él —susurró Piel de Azufre—. Se trata de él. Recuérdalo.

La duende escudriñó en torno suyo. Debajo de la silla, además del despachito, había un escritorio humano, un armario de cajones gigantescos y un viejo globo terráqueo descomunal que pendía, un tanto torcido, de su soporte.

—¿Hola? —llamó Piel de Azufre—. ¿Hay alguien aquí? Maldición, ¿cómo se llamaba el tipo este? ¿Giselbert? ¿Guisantal? No, Gilbert Rabogris o algo parecido.

Por encima del escritorio se oyó un crujido. Ben y Piel de Azufre alzaron la vista y descubrieron una rata blanca y gorda que los contemplaba desde la polvorienta pantalla de una lámpara.

—¿Qué es lo que queréis? —preguntó con voz chillona.

—Gilbert, me envía tu prima —explicó Piel de Azufre.

—¿Cuál de ellas? —preguntó desconfiada la rata blanca—. Tengo cientos de primas.

—¿Cuál? —Piel de Azufre se rascó la cabeza—. Bueno, el caso es que nosotros siempre la llamamos Rata a secas, pero… ¡Un momento, sí, ahora caigo! Se llama Rosa. ¡Justo!

—¿Vienes de parte de Rosa?

Gilbert Rabogris dejó caer una diminuta escala de cuerda desde la lámpara, descendió apresuradamente por ella y, con un golpe sordo, aterrizó encima del gran escritorio.

—Como es natural, eso es otra cosa —se acarició la barba, blanca como la nieve, al igual que su piel—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—Busco un lugar —respondió Piel de Azufre—. Bueno, en realidad es una cordillera.

—¡Ajá! —la rata blanca asintió satisfecha—. Entonces has venido al sitio adecuado. Conozco todas las cordilleras de este planeta, grandes, pequeñas, medianas. Lo sé todo sobre ellas. Al fin y al cabo, mis informantes proceden del mundo en tero.

—¿Tus informantes? —preguntó Ben.

11

—¡Hmm! Ratas de barco, gaviotas y todo tipo de trotamundos. Además, tengo una parentela muy numerosa.

Rabogris corrió hacia una enorme caja negra situada sobre el escritorio, levantó la tapa y apretó un botón lateral.

—¡Es un ordenador de verdad! —se asombró Ben.

—Naturalmente. —Rabogris pulsó unas teclas y contempló la pantalla frunciendo el ceño—. Portátil, lo tiene todo. Lo encargué para poner en orden mis documentos. Pero —suspiró y volvió a pulsar el teclado—, este chisme no deja de fastidiarme. Bien, ¿de qué cordillera se trata?

—Sí, claro. —Piel de Azufre se rascó la tripa. Las prendas humanas le provocaban un terrible picor en la piel—. Al parecer es la más alta. La cordillera más alta del mundo. Y justo en el centro, en algún lugar, dicen que hay una sierra, La orilla del cielo. ¿Has oído hablar alguna vez de ella?

—Ah, se trata de eso. La orilla del cielo, vaya, vaya. —Rabogris observó con curiosidad a la duende—. El valle situado encima de las nubes, la patria de los dragones. No es fácil —se volvió y aporreó el teclado con ahínco—. Bueno, en realidad ese lugar no existe —explicó—, pero uno oye cosas. ¿Cómo es que os interesáis por ello? ¡Una duende y un chico humano! Se dice que hasta los dragones olvidaron hace mucho tiempo dónde está situada La orilla del cielo.

Ben abrió la boca, pero Piel de Azufre no le dejó hablar.

—El humano no tiene nada que ver con esto —le explicó—. He venido de viaje con un dragón para encontrar La orilla del cielo.

—¿Con un dragón? —Gilbert Rabogris contempló atónito a Piel de Azufre—. ¿Y dónde lo has escondido?

—En una vieja fábrica —contestó Ben antes de que Piel de Azufre pudiera abrir la boca—. No muy lejos de aquí. Allí está seguro. Hace años que no se ve ni un alma por esa zona.

—¡Ajá! —asintió Gilbert, y luego meneó meditabundo su cabeza blanca.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó impaciente Piel de Azufre—. ¿Sabes dónde está La orilla del cielo? ¿Puedes decirnos cómo podemos llegar hasta allí con cierta seguridad?

—Despacio, despacio —respondió la rata retorciéndose el bigote—. Nadie sabe dónde se encuentra La orilla del cielo. Sobre ese particular solo hay un par de vagos rumores, nada más. Pero la cordillera más alta del mundo es desde luego el Himalaya. Aunque… encontrar una ruta segura para un dragón es una tarea muy complicada. Los dragones —soltó una risita contenida—, los dragones no son precisamente discretos, si sabéis lo que quiero decir. Y sus cuernos y garras son muy codiciados. Además, la persona que matase a un dragón saldría semanas enteras por televisión. Reconozco que hasta yo mismo me siento tentado de echarle un vistazo a tu amigo, pero… —sacudió la cabeza y se volvió de nuevo hacia su ordenador—… jamás me aventuro más allá del puerto. Es demasiado arriesgado con tanto gato deambulando por ahí. Y no digamos lo que… —puso los ojos en blanco—, ¡perros, pies humanos pisoteándolo todo, raticida! No, gracias.

—¡Pues yo creía que habías recorrido el mundo entero! —exclamó Piel de Azufre asombrada—. Rosa dijo que eras una rata de barco.

Gilbert se tiraba del bigote, abochornado.

—Y lo soy, por supuesto. Aprendí el oficio con mi abuelo. Pero en cuanto zarpa una de esas barcas me mareo. En mi primer viaje salté por la borda antes de salir del puerto. Regresé nadando a la orilla y jamás he vuelto a poner el pie en una de esas bamboleantes latas de sardinas. ¡Vaya! —se inclinó tanto hacia delante que su hocico afilado chocó con la pantalla—. ¿Qué tenemos aquí? El Himalaya. El país de las nieves eternas, como también se le denomina. El techo del mundo, sí. Os espera un largo viaje, amigos míos. Seguidme.

Colgándose de una cuerda tendida desde el escritorio, que cruzaba la estancia, Gilbert Rabogris llegó hasta el enorme globo terráqueo. Se sentó encima del pesado soporte de madera y con las patas traseras dio un empujón al globo terráqueo. Este giró chirriando hasta que Gilbert lo detuvo con la pata.

—Bien —murmuró—. ¿Dónde lo tenemos?

Ben y Piel de Azufre le miraban con curiosidad.

—¿Veis esa banderita blanca? —preguntó la rata blanca—. Ahí nos encontramos más o menos en este momento, pero el Himalaya… —Gilbert se colgó del soporte y golpeó con la punta del dedo el otro lado del globo terráqueo—… el Himalaya está aquí. La orilla del cielo, al menos eso dicen las antiguas narraciones, se encuentra en algún lugar de la zona occidental. Por desgracia, como ya os he dicho, nadie tiene datos más concretos y el territorio del que hablamos es muy vasto e inaccesible. Allí por la noche hace un frío que pela y de día —dirigió una sonrisa a Piel de Azufre—, de día seguramente sudarías bastante dentro de tu pellejo.

—Está lejísimos —murmuró Ben.

—¡Vaya si lo está! —Rabogris se inclinó hacia delante y dibujó una línea invisible en el globo terráqueo—. Más o menos así, estimo yo, debería transcurrir vuestro viaje: primero un buen trecho hacia el sur, luego hacia el este —se rascó detrás de la oreja—. Sí. Sí, no hay duda. Creo que la ruta del sur es la mejor. Ahí arriba, en el norte, los humanos libran una nueva guerra. Además he oído un par de historias muy desagradables sobre un gigante. —Gilbert se arrimó tanto al globo que tropezó con el hocico—. Allí, ¿lo veis?, al parecer hace de las suyas en la cordillera Tan Shan. Nada, nada, en serio. —Rabogris sacudió la cabeza—. Es mejor que toméis la ruta sur. Bien es verdad que allí el sol os achicharrará la piel de vez en cuando, pero en cambio apenas lloverá en esta época del año, y la lluvia —soltó una risita contenida—, la lluvia, según he oído, abate a los dragones, ¿no es cierto?

—La mayoría de las veces —respondió Piel de Azufre—. Pero en el lugar de donde procedemos no queda otro remedio que acostumbrarse a ella.

—Cierto, cierto, lo había olvidado. Vosotros venís del lavadero de Europa. En fin, prosigamos. —Gilbert dio otro empujoncito al globo—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, aquí. Hasta este lugar —señaló golpeando el mapa con la pata—, puedo ofreceros informes de primera mano. Para entonces habréis dejado atrás la mayor parte del recorrido. Pero el territorio de más allá. —Gilbert suspiró meneando la cabeza—, punto y final, cero, nada, tabula rasa, signo de interrogación. Ni siquiera un grupo de ratones de templos budistas con que me topé hace un año en el puerto pudo proporcionarme un solo dato útil al respecto. Y mucho me temo que precisamente allí está el lugar que buscáis… si es que realmente existe. Pronto encargaré a una pariente mía que cartografíe ese territorio, pero hasta entonces… —se encogió de hombros apesadumbrado—. Si conseguís realmente llegar hasta allí, tendréis que ir preguntando por el camino. No tengo ni idea de qué y quién vive allí, pero apuesto… apuesto a que habrá ratas —afirmó pasándose la mano por sus bigotes blancos—. Estamos en todas partes.

—Menudo consuelo —murmuró Piel de Azufre contemplando el globo terráqueo con expresión sombría—. Parece que nos espera una vuelta al mundo.

—¡Oh, Nueva Zelanda aún está más lejos! —exclamó Gilbert descolgándose por la cuerda de vuelta al escritorio—. Sin embargo, admito que es un camino largo incluso para un dragón. Largo y peligroso. ¿Puedo preguntaros cómo se os ocurrió la idea de emprender este viaje? Sé por Rosa que los dragones no viven nada mal allí arriba, en el norte, ¿verdad?

Piel de Azufre volvió los ojos hacia Ben y lanzó una mirada de advertencia a la rata.

—¡Ah, ya entiendo! —Gilbert Rabogris alzó las patas—. No quieres hablar porque está delante el humano. Lógico. Nosotras, las ratas, también hemos vivido malas experiencias con los humanos. —Gilbert guiñó un ojo a Ben, que se sentía muy compungido sin saber hacia dónde mirar—. Esto no es nada personal. —Rabogris regresó junto al ordenador y comenzó de nuevo a teclear—. En fin, destino del viaje: «Himalaya», viajeros: 1 dragón, 1 duende. Solicito información sobre: ruta más segura, puntos peligrosos, lugares a evitar, mejor época para viajar. ¡Intro!

La rata retrocedió con expresión satisfecha. El ordenador zumbó como un abejorro encerrado, la pantalla parpadeó… y se quedó negra.

—¡Oh, no! —Gilbert Rabogris saltó sobre las teclas, aporreándolas como un salvaje, pero la pantalla siguió igual.

Ben y Piel de Azufre intercambiaron una mirada de preocupación. Gilbert saltó maldiciendo al escritorio y cerró de golpe la tapa sobre el teclado.

—Ya lo decía yo —despotricó—. Este trasto no deja de fastidiarme. Solo porque una vez le entró un poquitín de agua salada. ¿Acaso os estropeáis vosotros cuando os cae agua salada?

Iracundo, saltó del escritorio a la silla bajo la que se encontraba el despachito, bajó deslizándose por una de sus patas y comenzó a rebuscar en las cajas de cerillas-ficheros.

Ben y Piel de Azufre se tumbaron en el suelo mientras contemplaban su quehacer.

—Entonces ¿ya no puedes ayudarnos? —le preguntó Piel de Azufre.

—Sí, sí. —Rabogris sacaba de los ficheros fichas del tamaño de una uña y las arrojaba sobre el escritorio—. Si este maldito trasto se niega, tendré que hacerlo a la antigua usanza. ¿Podrá un gigante de vosotros abrir el tercer cajón de ese armario de ahí arriba?

Ben asintió.

Al abrirlo, cayeron hacia él mapas de todas clases, pequeños y grandes, viejos y nuevos. A Gilbert Rabogris le costó un rato pescar el adecuado. Tenía un aspecto extraño, completamente distinto a los mapas que Ben conocía; parecía más bien un librito doblado incontables veces, con delgadas cintas blancas que asomaban balanceándose por los lados.

—¿Un mapa? —preguntó Piel de Azufre decepcionada cuando Gilbert desplegó orgulloso ante ellos el extraño objeto—. ¿Un mapa? ¿Eso es todo lo que puedes ofrecernos?

—Pues claro, ¿qué te habías creído? —respondió ofendida la rata con las patas en jarras.

Piel de Azufre no supo qué responder. Con los labios apretados, bajó los ojos al mapa.

—Mirad esto. —Gilbert pasó delicadamente la pata por los mares y montañas—. Aquí tenéis la mitad de la Tierra. Y muy pocas manchas blancas sobre las que no he logrado averiguar una palabra. Como ya he dicho, por desgracia la mayoría se encuentra precisamente en el territorio al que os dirigís. ¿Veis estas cintas de aquí?

Guiñándoles el ojo tiró de una de ellas. En el mapa se abrió una especie de ventana y apareció otro mapa.

—¡Genial! —exclamó Ben.

Pero Piel de Azufre se limitó a torcer el gesto.

—¿Qué significa eso?

—Eso. —Gilbert se retorcía el bigote, henchido de orgullo— es un invento de mi cosecha. Así podéis ver aumentado cualquier sector del mapa. Práctico, ¿verdad? —y con gesto de satisfacción, cerró de nuevo el mapa y se dio un tironcito de la oreja—. ¿Qué me quedaba aún? Ah, sí. Un momento. —Gilbert cogió de su escritorio una bandeja sobre la que había seis dedales llenos de tinta de colores y al lado una pluma de pájaro con el cañón afilado—. Os anotaré además el significado de cada color —les explicó Gilbert dándose importancia—. Seguramente conoceréis ya los más habituales: verde para el terreno llano, marrón para las montañas, azul para el agua, etcétera, etcétera. Esos son archiconocidos, pero mis mapas os informarán de algo más. Me explico: en dorado, por ejemplo… —hundió la pluma en el brillante color—, trazo la ruta de vuelo que os recomiendo. Con rojo —limpió la pluma con cuidado frotándola en la pata de la silla y la sumergió en el dedal rojo— rayo las zonas que deberíais evitar porque los humanos están en guerra. El amarillo significa que me han referido extrañas historias sobre esos lugares, unos lugares a los que la desgracia se pega como baba de caracol, ¿entendéis? Bueno, y el gris… el gris significa que es un buen sitio para descansar —concluyó Gilbert, limpiándose la pluma en la piel y mirando inquisitivo a sus dos clientes—. ¿Queda claro?

—Sí, sí —rezongó Piel de Azufre—. Como el agua.

—¡Magnífico! —Gilbert metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó una almohadilla de tinta y un sello diminuto y lo estampó con toda su fuerza en la esquina inferior del mapa—. ¡Sí! —exclamó contemplando de cerca el sello y asintiendo satisfecho—. Se distingue bien —lo secó por encima con unos toquecitos de la manga y miró esperanzado a Piel de Azufre—. Bueno, y ahora hablemos del pago.

—¿Del pago? —preguntó Piel de Azufre estupefacta—. Rosa no me dijo una palabra al respecto.

Gilbert puso en el acto una pata encima del mapa.

—¿Que no lo hizo? Típico. Pues a mí se me paga. El cómo lo dejo a elección de mis clientes.

—Pero yo… yo… no tengo nada —tartamudeó Piel de Azufre—. Salvo unas cuantas setas y raíces.

—Por mí, puedes quedártelas —replicó Gilbert con tono impertinente—. Si eso es todo, nuestro negocio se quedará en nada.

Piel de Azufre apretó los labios y se levantó de un salto. Gilbert Rabogris le llegaba justo a la rodilla.

—¡Me gustaría encerrarte en uno de tus cajones! —rugió la duende inclinándose sobre él—. ¿Desde cuándo se pide el pago por un pequeño servicio amistoso? ¿Sabes? Si quisiera, podría quitarte tranquilamente el mapa de debajo de tu gordo trasero de rata, pero me da igual. Incluso sin él llegaremos a ese Hamiliya o como se llame… Nosotros…

—Un momento —la interrumpió Ben.

Y apartando a la rata a un lado, se arrodilló delante de ella.

—Como es lógico, pagaremos —anunció—. Seguro que la elaboración del mapa ha sido un trabajo muy costoso.

—¡Desde luego! —afirmó con voz nasal un ofendido Gilbert.

Le temblaba la nariz y su largo rabo blanco se enroscaba de puro nerviosismo.

Ben metió la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó dos tiras de chicle, un bolígrafo, dos cintas elásticas y una moneda de cinco marcos y lo depositó todo en el suelo, delante de la rata.

—¿Qué prefieres de todo esto? —preguntó.

Gilbert Rabogris se pasó la lengua por los dientes.

—No es fácil —dijo, escudriñándolo todo con sumo detenimiento. Al final, señaló los chicles.

Ben los empujó hacia él.

—De acuerdo, venga ese mapa.

Gilbert apartó la pata y Ben guardó el mapa en la mochila de Piel de Azufre.

—Si me das también el bolígrafo —añadió la rata blanca con voz gangosa—, os revelaré otra cosa más que quizá no carezca de importancia.

Ben empujó el bolígrafo hacia Gilbert y guardó el resto de las cosas.

—Suéltalo —dijo.

Gilbert se inclinó un poco hacia delante.

—Vosotros no sois los únicos que buscáis La orilla del cielo —musitó.

—¿Qué? —preguntó Piel de Azufre desconcertada.

—Desde hace años no dejan de aparecer cuervos por aquí —susurró Gilbert—. Cuervos sumamente peculiares, en mi opinión. Preguntan por La orilla del cielo, pero lo que de verdad les interesa son los dragones que, según dicen, se ocultan allí. Como es lógico, no les he dicho ni una palabra de los dragones que conoce mi querida prima Rosa.

—¿De veras que no? —preguntó desconfiada Piel de Azufre.

Gilbert, ofendido, se irguió cuan alto era.

—¡Pues claro que no! ¿Por quién me tomas? —arrugó la nariz con aire despectivo—. Me ofrecieron un montón de oro, oro y bellas piedras preciosas. Pero esos tipos negros no me gustaron.

—¿Cuervos? —quiso saber Ben—. ¿Cómo que cuervos? ¿Qué tienen que ver con los dragones?

—Oh, ellos no preguntan con un interés personal. —Gilbert Rabogris volvió a bajar la voz—. Vienen por encargo de alguien, pero aún no he averiguado de quién. Sea quien fuere, vuestro dragón debería guardarse de él.

Piel de Azufre asintió.

—El Dorado… —musitó.

Gilbert y Ben la miraron con curiosidad.

—¿Qué has dicho? —preguntó el chico.

—Bah, nada.

Meditabunda, dio media vuelta y se dirigió al agujero del estante.

—Que te vaya bien, Gilbert —se despidió Ben siguiéndola.

—¡Saludad a Rosa de mi parte, caso de que regreséis a casa algún día! —les gritó la rata mientras se alejaban—. Decidle que tiene que venir a visitarme otra vez. Hay un transbordador muy cerca de vosotros en el que no esparcen raticida.

—¿Ah, sí? —Piel de Azufre se volvió de nuevo—. ¿Y qué me darás por decírselo?

A continuación, sin esperar respuesta de Gilbert, desapareció entre los estantes.