El espía

19

Cuando el cuervo se elevó en el aire desde las murallas derruidas del castillo, Pata de Mosca lanzó la vista atrás, intranquilo. Hasta entonces, el homúnculo solo había abandonado la fortaleza cuando el ansia de cazar impulsaba a Ortiga Abrasadora hacia los valles para devorar vacas y ovejas. El Dorado viajaba por caminos subterráneos, nadaba por ríos que fluían por las profundidades de la tierra, y si alguna vez pisaba la superficie lo hacía de noche, protegido por la oscuridad. Ahora el sol lucía en el cielo, ardiente y cegador. Y Pata de Mosca no tenía más compañía que un cuervo.

—¿Queda mucho todavía? —preguntó intentando no mirar hacia abajo.

—Es la montaña de ahí enfrente —contestó el cuervo con un graznido—. La de la cima hendida. —Volaba hacia allí como una flecha.

—¿Tienes que volar tan rápido? —Pata de Mosca aferraba sus finos dedos a las plumas del cuervo—. El viento casi me arranca las orejas de la cabeza.

—Pensaba que teníamos prisa —respondió el cuervo sin aminorar la marcha—. Apenas pesas la mitad que ese enano, pese a no ser mucho más pequeño que él. ¿De qué estás hecho? ¿De aire?

—Tú lo has dicho. —Pata de Mosca, incómodo, resbalaba de un lado a otro—. De aire y de algunos sutiles ingredientes más. Pero la receta se ha perdido —miró con esfuerzo hacia delante—. ¡Ahí! ¡Ahí, en la hierba, brilla algo! —gritó de repente—. ¡Por la salamandra sagrada! —abrió los ojos como platos—. El bobo del enano tenía razón. Es un dragón.

El cuervo voló en círculos sobre el lugar donde Lung dormía, enroscado entre las rocas. Ben y Piel de Azufre, a unos metros de distancia, se inclinaban sobre el mapa. Tres enanos de las rocas permanecían a su lado.

—Posémonos en ese saliente de ahí —sugirió Pata de Mosca en voz baja al cuervo—. Justo encima de sus cabezas. Así podremos escuchar exactamente lo que dicen.

Cuando el cuervo se posó en el saliente, Piel de Azufre miró desconfiada hacia arriba.

—¡Lárgate! —siseó Pata de Mosca al pájaro—. Escóndete en ese abeto hasta que te haga una señal. A mí no me ve, pero tú pareces inquietarla.

El cuervo volvió a remontar el vuelo y desapareció entre las oscuras ramas del abeto. Pata de Mosca se deslizó con cautela hasta el borde del saliente.

—¡Vale, vale, lo reconozco! —decía en ese momento la duendecilla—. Nos hemos desviado un poquitín de nuestra ruta. Pero no importa. A pesar de todo, esta noche llegaremos al mar.

—¡La única duda es a cuál, Piel de Azufre! —replicó el humano.

Era un humano pequeño. Todavía un muchacho.

—¿Sabes una cosa, joven sabihondo? —replicó con un bufido la duende—. Esta noche el guía serás tú. Al menos, así no tendré que escuchar tus sermones si volvemos a perdernos.

—¿Adónde os dirigís, pues? —preguntó uno de los enanos.

Pata de Mosca aguzó el oído.

—Buscamos La orilla del cielo —respondió Ben.

Piel de Azufre le propinó tal empellón que estuvo a punto de caerse.

—¿Quién te ha dicho que se lo cuentes al primer enano que te salga al paso, eh?

El joven apretó los labios.

Pata de Mosca se deslizó un poco más hacia delante. La orilla del cielo. ¿Qué sería eso?

—¡Se despierta! —gritó de pronto uno de los enanos—. Mirad, se está despertando.

Pata de Mosca volvió la cabeza… y lo vio: un dragón plateado.

Era mucho más pequeño que Ortiga Abrasadora. Y sus ojos no eran rojos, sino dorados. El dragón estiró sus hermosos miembros, bostezó y luego contempló atónito a los tres tipos diminutos que se escondían detrás del joven humano.

—¡Oh, enanos! —dijo con una voz tan áspera como lengua de gato—. Enanos de las rocas.

El joven se echó a reír.

—Sí. Y están empeñados en conocerte —informó sacando a los enanos de detrás de su espalda—. Este de aquí es Barba de Yeso; este otro, Roca Amigdaloide, y el tercero, Brillo Plomizo —miró a su alrededor, sorprendido—. ¿Dónde está el cuarto? Ni siquiera sé su nombre.

—¡Barba de Guijo! —exclamó Barba de Yeso levantando su mirada respetuosa hacia el dragón—. No tengo ni idea de su paradero. Barba de Guijo es un poco especial.

Arriba, en su saliente rocoso, Pata de Mosca apenas podía contener la risa.

—Barba de Guijo es un mastuerzo —murmuró—, y de momento, el limpiacorazas de Ortiga Abrasadora.

Al asomarse el homúnculo un poco más sobre el borde de la roca, se desprendió una piedrecita. Una minucia que cayó directamente sobre la cabeza de la duende. Desconfiada, miró hacia arriba, pero Pata de Mosca retiró deprisa la nariz.

—Estos enanos creen que puedes olfatear tesoros, Lung —dijo el joven humano—. Desearían que olisquearas su montaña.

—¿Tesoros? —el dragón meneó la cabeza—. ¿Qué tipo de tesoros? ¿Os referís a oro y plata?

Los enanos asintieron, mirando expectantes al dragón. Lung se dirigió a la ladera de la montaña y acercó la nariz a las rocas, olfateando. Los enanos se apiñaron excitados alrededor de sus patas.

—Huele bien —dijo el dragón—. Distinto que las montañas de las que vengo, pero bien. Sí, de veras. Sin embargo, ni con mi mejor voluntad puedo deciros a qué.

Los enanos se miraron decepcionados.

—¿Hay más dragones en el lugar de donde procedes? —preguntó, picado por la curiosidad, Roca Amigdaloide.

—Eso también me interesa a mí —susurró Pata de Mosca desde su atalaya.

—Por supuesto —respondió el dragón—. Y espero que también en el lugar al cual me dirijo.

—¡Se acabó! —gritó la duende.

Justo cuando la cosa se ponía emocionante. A Pata de Mosca le habría encantado escupirle en la cabeza. La duende saltó entre los enanos y el dragón, espantando a los hombrecillos.

—Ya habéis oído lo que ha dicho Lung. No sabe si hay tesoros en la montaña. Así que coged vuestros martillos y picos y averiguadlo vosotros mismos. Lung necesita descansar. Nos espera un viaje muy largo.

Eso fue todo. Durante las horas siguientes, Piel de Azufre se encargó de que Pata de Mosca no se enterase de nada interesante. Los enanos hablaron al dragón de los buenos viejos tiempos, cuando sus abuelos cabalgaban todavía sobre los dragones. Lung dio con ellos una vuelta volando alrededor de las copas de los abetos, y después Barba de Yeso dio al dragón una conferencia interminable sobre el cuarzo y la plata. No había quien lo aguantase. De tanto bostezar, Pata de Mosca a punto estuvo de caerse de su atalaya.

Cuando el sol quedó suspendido muy bajo sobre las montañas, abandonó su escondrijo, hizo al cuervo una señal para que le siguiera, y trepó con esfuerzo por las rocas hacia la fuente que había descrito Barba de Guijo. Fue fácil de encontrar. El agua brotaba a borbotones de una hendidura en la roca y se acumulaba en un pilón. Los enanos habían colocado alrededor piedras semipreciosas que refulgían. El cuervo se posó encima graznando y picoteó los escarabajos que halló entre las piedras. Pata de Mosca, sin embargo, trepó a la piedra más alta y escupió al agua clara.

La lisa superficie se encrespó. El agua se oscureció, y en el pilón apareció la imagen de Ortiga Abrasadora. Barba de Guijo estaba sobre su espalda, quitándole el polvo a las púas de su lomo con un enorme pincel.

—¡Por fin! —le gruñó Ortiga Abrasadora a Pata de Mosca—. ¿Dónde has estado durante tanto tiempo? Con la impaciencia he estado a punto de comerme a este enano.

—Oh, no deberíais hacer eso, maestro —respondió Pata de Mosca—. Él tenía razón. Aquí ha aterrizado un dragón. Plateado como la luz de la luna y mucho más pequeño que vos, pero desde luego un dragón.

Ortiga Abrasadora miró fijamente al homúnculo con aire de incredulidad.

—¡Un dragón! —musitó—. Un dragón plateado. He mandado registrar el mundo entero buscándolos, hasta el último rincón infecto. Y ahora se posa uno casi delante de mi puerta —se relamió los dientes y sonrió.

—¿Lo veis? —exclamó Barba de Guijo desde su lomo; del nerviosismo dejó caer el pincel—. Yo lo encontré para vos. ¡Yo! ¿Me daréis ahora la escama? ¿O quizá dos?

—¡Cierra la boca —le ordenó Ortiga Abrasadora con aspereza—, o te enseñaré ahora mismo el oro de mis dientes! ¡Sigue limpiando!

Barba de Guijo, asustado, se deslizó por su espalda hasta el suelo y recuperó el pincel. Ortiga Abrasadora se dirigió de nuevo a su antiguo limpiacorazas.

—Dime, ¿qué has averiguado sobre él? ¿Hay otros de su especie en el lugar del que procede?

—Sí —respondió Pata de Mosca.

Los ojos de Ortiga Abrasadora refulgieron.

—Aaaah —suspiró—. ¡Por fin! ¡Por fin empezará de nuevo la caza! —rechinó los dientes—. ¿Dónde puedo encontrarlos?

Pata de Mosca se frotó su nariz afilada y contempló, nervioso, el reflejo de su maestro.

—Bueno, eso… —encogió la cabeza entre los hombros—, eso no lo sé, maestro.

—¿Que no lo sabes? —Ortiga Abrasadora vociferó tanto que Barba de Guijo cayó de cabeza desde su lomo—. ¿Que no lo sabes? ¿Y qué demonios has estado haciendo todo este tiempo, incompetente pata de araña?

—¡Yo no tengo la culpa! ¡Esa duende es la culpable! —gritó Pata de Mosca—. Procura siempre que el dragón no cuente una palabra sobre su origen. ¡Pero sé lo que busca, maestro! —se inclinó solícito sobre el agua oscura—. Busca La orilla del cielo.

Ortiga Abrasadora se incorporó.

Estaba inmóvil. Sus ojos rojos miraban a Pata de Mosca, pero veían a través de él. Barba de Guijo alisó las abolladuras de su sombrero y, despotricando, trepó por el rabo dentado.

El homúnculo carraspeó.

—¿Conocéis ese lugar, maestro? —preguntó en voz baja.

Ortiga Abrasadora seguía mirando a través de él.

—Nadie lo conoce —gruñó al fin—, excepto quienes allí se esconden. Desde que se me escaparon, hace más de cien años, se ocultan en esos parajes. He buscado ese lugar hasta desollarme las patas. A veces estuve tan cerca que creí olerlos. Mas nunca encontré a esos dragones, y la gran cacería concluyó.

—¡Pero ahora podéis cazar a este! —gritó Barba de Guijo desde su lomo—. Ha sido tan bobo como para posarse justo delante de vuestras narices.

—¡Bah! —Ortiga Abrasadora lanzó un zarpazo despectivo a una rata que se deslizaba veloz por allí—. Y después, ¿qué? Sería una diversión muy efímera. Aparte de que jamás me enteraría de dónde ha venido. Nunca sabría dónde están los demás. No, se me ha ocurrido una idea mejor, mucho mejor. ¡Pata de Mosca!

El homúnculo se estremeció, asustado.

—¿Sí, maestro?

—Lo seguirás —gruñó Ortiga Abrasadora—. Lo seguirás hasta que nos conduzca hasta los otros, a los que busca o a los que ha dejado atrás.

—¿Yo? —Pata de Mosca se golpeó su pecho escuálido—. ¿Cómo que yo, maestro? ¿No vendréis vos conmigo?

Ortiga Abrasadora rugió.

—No me apetece nada volver a desollarme las zarpas corriendo. Me informarás cada noche. Cada noche, ¿entendido? Y cuando él haya encontrado La orilla del cielo, me reuniré contigo.

—Pero ¿cómo, maestro? —inquirió Pata de Mosca.

—Soy más poderoso de lo que imaginas. Y ahora, desaparece. Pon manos a la obra —la imagen de Ortiga Abrasadora comenzó a desvanecerse.

—¡Alto! ¡Alto, maestro! —gritó el homúnculo.

Pero el agua del pilón se fue aclarando hasta que Pata de Mosca solo percibió su propio reflejo.

—¡Oh, no! —musitó—. ¡Oh, no, oh, no, oh, no! —después, con un profundo suspiro, dio media vuelta y se dispuso a buscar al cuervo.