El basilisco

Lung no estaba preocupado. Dormía profunda y apaciblemente. Fuera, el calor del sol aumentaba, pero la gruta seguía fresca y el dragón soñaba con las montañas, con enanos de las rocas que ascendían trepando por su cola, y con el canal sucio que fluía a través de la gran ciudad humana. De repente, alzó la cabeza. Algo le había sobresaltado sacándole de su sueño. Un hedor espantoso llegó hasta su nariz, derramándose sobre él como el agua sucia con la que soñaba momentos antes. El zarzal de la entrada de la cueva dejaba colgar las hojas marchitas.
El dragón se incorporó intranquilo, aguzando los oídos. Un silbido brotó de una rendija situada en el rincón más oscuro de la cueva. Un crujido de plumas, y unas garras arañaron el suelo rocoso. De pronto salió de la oscuridad el ser más espeluznante que Lung había visto jamás.
Parecía un gallo gigantesco, de plumaje amarillo y grandes alas erizadas de espinas. Los ojos del monstruo eran fijos y estaban inyectados en sangre, y sobre la espantosa cabeza parecía portar, a modo de corona, una guirnalda de espinas descoloridas. Su cola serpenteaba como el cuerpo escamoso de una serpiente, y en su extremo, una garra intentaba atrapar un botín invisible.
El monstruo avanzó con lentitud y torpeza hacia Lung.
El dragón contenía la respiración. Se sentía mareado por el hedor. Retrocedió hasta que su cola se enganchó en las ramas espinosas situadas delante de la cueva.
—¡Aaaah, me has despertado! —graznó la horrenda criatura—. ¡Un dragón! ¡Un dragón de fuego! Tu olor dulzón ha penetrado en mi sueño más oscuro y lo ha echado a perder. ¿Qué buscas aquí, en mi cueva?
Lung sacudió de su cola las ramas espinosas y dio un paso hacia el monstruo. La pestilencia que lo envolvía dificultaba su respiración, pero la fealdad de la extraña criatura había dejado de asustarle.
—No sabía que esta era tu cueva —respondió—. Perdóname, pero, si me lo permites, permaneceré aquí hasta que oscurezca. No conozco otro lugar en el que esconderme de los humanos.
—¿De los humanos? —exclamó el monstruo con tono sibilante; y abriendo su pico curvo se echó a reír—. ¿No me digas que te refugiaste en mi cueva huyendo de los humanos? Eso está bien. Pero que muy bien.
Lung miró al espantoso gallo con curiosidad.
—¿Quién eres? —quiso saber—. Nunca había oído hablar de una criatura como tú.
El gallo extendió sus alas espinosas con un graznido estridente. De su plumaje cayeron muertos escarabajos y arañas.
—¿Acaso no conoces mi nombre? —graznó—. ¿No lo conoces, dragón de fuego? Yo soy la mayor pesadilla de este mundo y tú me has arrancado de mi sueño. Tú eres la luz, pero yo soy la oscuridad más negra, y voy a devorarte. Nosotros no podemos estar juntos en el mismo sitio. Nos sucede igual que al día y a la noche.
Lung se había quedado petrificado. Intentaba moverse, deseaba hacer retroceder con su fuego al horrible gallo hasta la grieta de la que había surgido, pero sencillamente se había quedado petrificado. Los ojos del monstruo comenzaron a centellear. Las espinas de su cabeza temblaban.
—¡Mírame, dragón de fuego! —susurraba el gallo amarillo—. Mírame… muy… profundamente… a… los… ojos.
Lung quería apartar la vista, pero los ojos rojos se lo impedían, llenando su cabeza de una niebla negra en la que se desvanecían todos sus conocimientos.
De pronto, un dolor agudo le arrancó de su aturdimiento. Alguien le había pisado la cola, con toda su fuerza. Lung se volvió, y vio a una persona quieta en la entrada de la cueva, un hombre delgado como un palillo con pantalones cortos. En las manos llevaba un espejo, un gran espejo redondo que sostenía bien alto por encima de su cabeza.
Lung oyó a su espalda al gallo batiendo las alas.
—¡Apártate a un lado, dragón, salta! —gritó el hombre—. ¡Deprisa! ¡Salta hacia un lado y no lo mires, si aprecias en algo tu vida!
—¡No, mírame, dragón de fuego! —chillaba el gallo azotando las rocas con su cola de serpiente—. ¡Mira hacia aquí!
Pero Lung miró al humano, se apartó a un lado… y el monstruo contempló su propio reflejo.
Profirió un grito tan espantoso que días y días después aún resonaba en los oídos de Lung. Luego batió las alas hasta que sus plumas de color amarillo bilioso cubrieron todo el suelo de la cueva, se infló hasta que las púas de su cabeza rozaron el techo de la gruta… y explotó en mil pedazos.
Lung miraba incrédulo el lugar donde había estado el monstruo.
El hombre que estaba junto a él dejó caer el espejo, agotado.
—¡Cáspita, nos hemos librado por los pelos! —suspiró apoyando el espejo contra la pared de la cueva.
Lung estaba como anestesiado, con la vista clavada en los restos del monstruo. Nada quedaba de él, excepto plumas y un polvo fétido.
El hombre se aclaró la garganta y se aproximó al dragón con cautela.
—Permite que me presente —hizo una pequeña reverencia—: Barnabas Wiesengrund, catedrático de Arqueología, especializado en fenómenos fantásticos de cualquier tipo. Es para mí un gran honor conocerte.
Lung asintió obnubilado.
—¿Puedo rogarte —prosiguió Barnabas Wiesengrund— que escupas tu fuego de dragón sobre los despojos de esta horrenda criatura? Solo así podremos impedir que esta cueva quede contaminada durante cientos de años. De ese modo también nos libraríamos —se tapó su enorme nariz— del repugnante hedor.
Lung seguía mirando al hombre con bastante asombro, pero satisfizo su deseo. Cuando exhaló su fuego azul sobre los restos del monstruo, estos se transformaron en un fino polvo plateado cuyo resplandor inundó toda la gruta.
—¡Aaaah! —exclamó el profesor—. ¿No es maravilloso? Esto vuelve a demostrar una vez más que incluso del mayor de los horrores puede surgir algo bello, ¿no es cierto?
Lung asintió.
—¿Qué criatura era esa? —preguntó.
Barnabas Wiesengrund se sentó en una piedra y se pasó la mano por la frente.
—Eso era un basilisco, amigo mío. Un ser fabuloso, igual que tú, pero del lado oscuro.
—¿Un basilisco? —el dragón meneó la cabeza—. Nunca he oído hablar de un ser semejante.
—Por fortuna esos monstruos son muy, pero que muy escasos —explicó el profesor—. Normalmente matan con el mero sonido de su voz o con una simple mirada de sus horribles ojos. En tu lugar, cualquier ser mortal habría perecido, pero ni siquiera un basilisco puede aniquilar tan fácilmente a un dragón.
—Pues tú lo has aniquilado con un simple espejo —replicó Lung.
—Oh, sí, así ha sido —sonriendo tímidamente, Barnabas Wiesengrund se pasó la mano por su pelo canoso y desgreñado—. Aunque no tiene gran mérito, ¿sabes? Ningún basilisco sobrevive a la visión de su propio reflejo. Ciertamente, hasta este momento nunca había tenido ocasión de comprobarlo en la realidad, pero eso afirman todos los libros. Y a veces son de fiar.
El dragón lo observaba con aire meditabundo.
—Creo que me has salvado la vida, ¿verdad? —dijo—. ¿Cómo puedo agradecértelo?
—Oh, no hay nada que agradecer —el profesor dirigió una sonrisa a Lung—. Ha sido un honor para mí. Un extraordinario honor, incluso, créeme —contemplaba al dragón lleno de admiración—. Ni en mis mejores sueños habría osado imaginar que me toparía con un dragón durante mi corta vida humana, ¿sabes? Este es un día muy feliz para mí —el profesor, conmovido, se frotó la nariz.
—Tú sabes mucho sobre esos que vosotros, los humanos, denomináis seres fabulosos, ¿no es cierto? —Lung, curioso, inclinó su cuello hacia Barnabas Wiesengrund—. La mayoría de los humanos ni siquiera saben que existimos.
—Llevo ya más de treinta años investigando en ese ámbito —respondió el profesor—. A los diez años, tuve la suerte de encontrarme a un hada de los bosques que se había enredado en la red de un árbol frutal de nuestro jardín. Como es lógico, desde entonces nadie ha logrado convencerme de que las hadas solo existen en los cuentos. «¿Por qué», pensé entonces, «no van a existir todos los demás seres?». Y así, finalmente, convertí su búsqueda —la búsqueda de esos seres de los que hablan las historias más remotas— en mi profesión. He hablado con enanos de piedras raras; con trolls, del sabor de la corteza de árbol; con hadas, de la vida eterna, y con una salamandra, de brujería. Sin embargo, tú eres el primer dragón que me encuentro. Yo tenía casi la certeza de que tu especie se había extinguido.
—¿Qué te ha traído a este lugar? —le preguntó Lung.
—La búsqueda de Pegaso, el caballo alado —repuso el profesor—. Pero en su lugar encontré esta gruta. Alrededor de la entrada hay jeroglíficos grabados en la roca que previenen claramente del basilisco. Has de saber que ya los antiguos egipcios conocían a estos monstruos. Creían que salen de un huevo venenoso de ibis. Pero también existe la teoría de que un basilisco nace siempre que un gallo de cinco años pone un huevo. Por fortuna, esto no sucede con excesiva frecuencia. Bueno, sea como fuere, esa es la razón por la que escondí fuera el espejo. Pero, a fuerza de ser sincero, no me había atrevido a entrar en la gruta hasta ahora.
Lung, al recordar los ojos rojos del basilisco, comprendió de sobra el miedo del profesor.
—Tú lo despertaste —afirmó Barnabas Wiesengrund—. ¿Lo sabías?
—¿Yo? —Lung meneó la cabeza con incredulidad—. Él me dijo lo mismo, pero yo me he limitado a dormir aquí. ¿Cómo he podido despertarlo?
—Con tu presencia —contestó el profesor—. A lo largo de mis investigaciones he averiguado un dato muy interesante: un ser fabuloso atrae a otro. Uno percibe la presencia del otro. Algunos notan un hormigueo en la cabeza, a otros les pican las escamas. ¿No has sentido nunca algo parecido?
Lung meneó la cabeza.
—A mí las escamas me pican muchas veces —contestó—, pero nunca le he dado importancia.
El profesor asintió, meditabundo.
—Supongo que el basilisco debió de olerte.
—Me dijo que perturbé sus sueños oscuros —murmuró Lung.
Se estremeció. Seguía sintiéndose mal por el hedor que había esparcido el monstruo.
El profesor Wiesengrund carraspeó.
—Aún me queda un ruego que hacerte —afirmó—. ¿Me permitirías pasar la mano por tus escamas? Es que los humanos solo nos convencemos de que algo es real cuando lo tocamos.
Lung estiró su largo cuello hacia el profesor.
Barnabas Wiesengrund acarició con respeto las escamas del dragón.
—¡Maravilloso! —musitaba—. Absolutamente maravilloso. Ah, y por otra parte, lo de tu cola, ejem, habértela pisado, lo lamento de veras. Pero no sabía de qué otro modo apartar tu mirada del basilisco.
Lung sonrió y meneó su rabo dentado de un lado a otro.
—Oh, no tiene mayor importancia. Un poco de saliva de duende de Piel de Azufre, y… —el dragón se detuvo y miró a su alrededor—. No han llegado aún —inquieto, se acercó a la entrada de la cueva—. ¿Dónde se habrán metido?
El profesor carraspeó detrás de él.
—¿Echas de menos a tu duende?
Lung se volvió sorprendido.
—Sí.
Barnabas Wiesengrund suspiró.
—Me lo temía —dijo—. Ahí enfrente, en el campamento de tiendas, han capturado a un duende de los bosques.
Lung dio tal coletazo que a punto estuvo de derribar al profesor.
—¿A Piel de Azufre? —exclamó—. ¿Que la han capturado? —se sintió mareado de furia y enseñó los dientes—. ¿Dónde está? Tengo que ayudarla.
—No, tú no —replicó Barnabas Wiesengrund—. Sería demasiado peligroso para ti. Yo la liberaré. De todos modos, hace tiempo que me proponía forzar esas jaulas —y sujetando con decisión el espejo bajo el brazo se encaminó hacia la entrada de la cueva—. Volveré pronto —aseguró—. Con tu amiga Piel de Azufre.
—Oh, Piel de Azufre ya está aquí —gruñó una voz desde los matorrales espinosos que crecían delante de la cueva, y la duendecilla se abrió paso entre los matorrales secos.
Ben la seguía con Pata de Mosca sobre el hombro. Parecían algo exhaustos, con arañazos de espinas, polvorientos y sudorosos. Lung se dirigió hacia ellos, lanzó a Pata de Mosca una breve ojeada de asombro y, muy preocupado, olfateó por todas partes a Ben y a Piel de Azufre.
—¿Te capturaron? —preguntó a la duende.
—Sí, sí, pero Ben me liberó. Junto con ese alfeñique de ahí. —Piel de Azufre examinó con desconfianza al profesor desde la cabeza a las botas polvorientas—. ¡Por el huevo del diablo!, ¿qué demonios hace aquí este humano?
—Por lo que veo, eso que tienes a tu lado también es un humano —constató Barnabas Wiesengrund con una levísima sonrisa.
—Él no cuenta —rugió Piel de Azufre, irritada, con las brazos en jarras—. Él es un amigo. Pero ¿qué eres tú? Medita bien la respuesta, porque en este momento los humanos me ponen enferma, terriblemente enferma. Me provocan retortijones, sarpullidos y dolor de muelas, ¿entendido?
Barnabas Wiesengrund sonrió.
—Entendido —repuso—. Bueno, yo…
—¡Un momento! —gritó Piel de Azufre, avanzando hacia el profesor con aire desconfiado—. ¿No te he visto yo a ti junto a las jaulas?
—¡Basta ya, Piel de Azufre! —la interrumpió Lung—. Él me ha salvado la vida.
La respuesta dejó a Piel de Azufre sin habla. Miró con incredulidad primero al dragón y después a Barnabas Wiesengrund.
—¿Él? —preguntó—. ¿Y cómo demonios lo ha hecho?
En ese momento, Pata de Mosca se inclinó desde el hombro de Ben, olfateó con su nariz afilada y levantó la cabeza, asustado.
—¡Aquí ha estado un basilisco! —susurró con expresión aterrada—. ¡Ay, que el cielo nos ayude!
Todos se volvieron asombrados hacia el hombrecillo.
—¿Eso qué es? —preguntó Lung.
—¡Bah, ese! —Piel de Azufre hizo un ademán despectivo con la mano—. Es un homuncoloso o algo parecido. Lo encontramos por casualidad en el campamento humano y ahora se ha pegado a Ben como una lapa.
Pata de Mosca le sacó la lengua desde el hombro de Ben.
—Es un homúnculo, mi querida duende —explicó Barnabas Wiesengrund, y acercándose a Ben estrechó con mucho cuidado la manita de Pata de Mosca—. Encantado de conocerte. Este día en verdad rebosa de encuentros notabilísimos.
El hombrecillo sonrió halagado.
—Me llamo Pata de Mosca —se presentó, haciendo una reverencia al profesor.
Pero cuando Lung alargó el cuello por encima del hombro de Barnabas Wiesengrund y lo miró, el homúnculo agachó la cabeza, turbado.
—¿Qué es lo que ha estado aquí? —preguntó Piel de Azufre impaciente—. ¿Qué es lo que ha dicho el alfeñique? ¿Un vaso listo?
—¡Chssss! —Pata de Mosca se puso un dedo delante de los labios—. ¡Un ba-si-lis-co! —susurró—. ¡No deberías pronunciar muy alto su nombre, cabeza peluda!
Piel de Azufre arrugó la nariz.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?
—Un basilisco —dijo Pata de Mosca con un hilo de voz— es la pesadilla más sombría de este mundo, el terror negro que acecha en fuentes y grietas hasta que alguien lo despierta. A los duendes como tú los mata con un simple graznido de su pico curvo.
Ben miró inquieto en torno suyo.
—¿Y algo así ha estado aquí? —preguntó.
—Sí —confirmó el profesor Wiesengrund con un suspiro—. Por fortuna yo estaba presente para ayudar a tu amigo el dragón. Sin embargo, ya va siendo hora de que me deje caer de nuevo por el campamento o si no seguramente enviarán un destacamento en mi busca. Ah, por cierto, ¿cuándo partiréis de nuevo? —preguntó desde la entrada de la cueva—. ¿O pretendéis quedaros aquí?
—¿Quedarnos? No nos faltaba más que eso —respondió Piel de Azufre—. Qué va, reanudaremos el vuelo en cuanto se ponga el sol.
—Entonces, si os parece bien, volveré por aquí antes de que oscurezca —comentó el profesor—. Seguro que necesitaréis provisiones para el viaje. Además, desearía haceros todavía un par de preguntas.
—Nos alegrará tu visita —contestó Lung dando a Piel de Azufre un empujón en la espalda con el hocico.
—Por supuesto que nos alegraremos —murmuró ella—. Pero ahora, ¿puedo contar mi aventura de una vez? ¿O es que a nadie le interesa que hayan estado a punto de disecarme?