ODISEA

El lenguaje es creación del tiempo. El eterno presente es el tiempo del lenguaje mítico. Es el lenguaje de la aspiración a ser uno, completo, como en el origen: Antes del primer sacrificio, antes del primer asesinato, antes de la primera violación, antes del primer testimonio de la muerte. Todo, en las culturas del origen, es rememoración, representación del instante privilegiado anterior a la separación. Los mitos tratan de ilustrar, una y otra vez, el anhelo del retorno a la edad primera, «la edad de oro». El propósito del presente eterno —el mito— es religarnos (religión) con el mundo natural a punto de convertirse en el mundo humano.

De Vico a Lévi-Strauss, mito y lengua se identifican. La paradoja de que un sonido animal (el muuuu vacuno) dé origen tanto a la palabra que es (mitos, palabra) como a la que no es (mutus, mudo). Y es que los mitos son como el cristal entre las dos dimensiones de lenguaje. Decir o no decir. Regresar o no regresar. Pues si la nostalgia del lenguaje consiste en darnos una estructura reversible que nos devuelva a la unidad primaria del hombre, la fatalidad del lenguaje es depender de un medio sucesivo e irreversible, la palabra. En el origen mismo del lenguaje está el dilema del lenguaje: ¿Cómo emplear un medio fragmentado y secuencial para crear una impresión de presencia inmediata y completa? Dilema del primer chamán —María Sabina, que es todos los chamanes— y del último —James Joyce, que es todos los escritores.

La historia es el locus privilegiado del tiempo cronológico. De allí su fraternal paralelismo con el destino sucesivo del discurso. Cada paso adelante de la historia y de su servidora, la palabra (pues la historia es sólo lo que sobrevive, dicho o escrito, sobre la historia), es un paso que nos aleja de los orígenes. Las culturas llamadas «primitivas» (que no son primitivas, sino diferentes) rehúsan el acelerador de la historia. La vida y pasión de Cristo sucede, para la cultura de Occidente, entre dos fechas históricas: los reinados de Augusto y de Tiberio. Traspuesta a la cultura de los indios coras de Nayarit en México, la Semana Santa no celebra el sacrificio de un dios histórico, Jesús, sino el del dios del origen que, en el amanecer de los tiempos, vierte su sangre para que crezca el maíz. El precio de la unidad comunitaria de los mundos míticos es el aislamiento. El precio de la traducción individual del mito se llama libertad, y libertad significa falibilidad.

Como todas las culturas, la de Grecia se manifestó originalmente en el mito: memoria del alba, espacio del hogar, llama de las genealogías. Pero Grecia es la primera civilización que viaja. Y al desplazarse (salir de la plaza) debe enfrentarse a lo ajeno. En el desplazamiento, en la peripecia, en el trasplante, la cultura griega desplaza (cambia de sitio) al mito y le da dos oportunidades de crecer y transformar la vida humana. Una es la epopeya. Otra es la tragedia.

En la Odisea, son los héroes los que viajan y son los dioses quienes les siguen. La ética nace de una identidad normativa entre la sociedad y su manifestación o canto literarios. Los muertos son abandonados en las tumbas del hogar helénico. Son objeto de una memoria angustiada; son los guardianes de una cultura que está corriendo el riesgo de viajar hacia ciudadelas lejanas, reinos ajenos e islas de sirenas tentadoras.

Los dioses acompañan a los héroes y nace la epopeya. Pero el héroe es falible y nace la tragedia. Entre estos tres hitos —mito, épica y tragedia—, la libertad aparece como un valor inevitable. Porque si el héroe puede abandonar el mundo original del mito, no puede separarse del cosmos que lo envuelve, es parte del mundo natural pero se ve a sí mismo como un ser parte de la naturaleza, puesto que su misión es mantener un orden social y político que diferencia al hombre de la naturaleza. Cuando el héroe es capaz de soportar este peso, es un héroe épico: Aquiles. Cuando no lo soporta o lo transgrede, es un héroe trágico: Edipo.

¿Por qué transgrede el héroe trágico? Porque es libre. ¿Por qué es libre? Porque es parte de la naturaleza pero se aparta de la naturaleza. ¿Cómo sabe esto el héroe? Mediante la conciencia de sí. ¿Y cómo se conoce a sí mismo? Mediante la acción. Aristóteles advirtió que la tragedia es la imitación de la acción. Y la acción humana no sólo afirma valores. Los perturba y a veces los destruye. Hay que pagar la falta.

Edipo libera a Tebas de la esfinge. Se condena a sí mismo. Orestes asesina a su madre. Reestablece el orden de la ciudad. Prometeo libera a los hombres entregándoles el divino fuego de la inteligencia. Al hacerlo, se condena a sí mismo y propone el dilema trágico a su más alto nivel: ¿Hubiera sido más libre Prometeo si no usa su libertad, aunque al usarla la pierda? La filósofa andaluza María Zambrano, enamorada de su hermana moral Antígona, nos da la clave del alumbramiento trágico. Sin Antígona, sin su tragedia, el proceso de la ciudad no habría podido proseguir.

Y es que la tragedia, al fin y al cabo, propone un conflicto de valores, no de virtudes. Acostumbrados a vivir en un mundo melodramático donde el bueno y el malo se enfrentan, hemos perdido la sabiduría y la generosidad del mundo trágico, donde las partes en conflicto tienen, cada una, razón: Antígona, al defender el valor de la familia; Creonte, al defender el valor de la ciudad. Otorgarle la solución del conflicto a la comunidad que contiene al individuo y a la sociedad, a la familia y a la ciudad, es la misión del teatro trágico. Los valores no se destruyen entre sí. Pero deben esperar la representación que les permite reunirse, resolverse el uno en el otro y restaurar la vida individual y colectiva. Medea. madre y amante; Antígona, hija y ciudadana; Prometeo, dios y hombre, mediante la catarsis trágica, reconstruyen la vida de la comunidad. El teatro trágico, en la catarsis, permite que la catástrofe se transmute en conocimiento.

La pérdida de la tragedia, eliminada por un optimismo sobrenatural (la promesa cristiana de la felicidad eterna) y otro demasiado natural (la promesa progresista de la felicidad en la tierra), nos dio, en su lugar, el crimen. No creer en el Demonio es darle todas las oportunidades de sorprendernos, dijo André Gide. Beatíficamente confiados en que nuestro destino era el ascenso inevitable hacia la felicidad perfecta mediante el progreso irreversible, llegamos ciegos a la tierra del crimen: el Holocausto nazi, el Gulag soviético. Nunca más seremos los de antes. El mito ha huido de nuestro alcance. Estamos demasiado dañados, en las palabras de Adorno. No hay épica posible cuando las guerras desde el aire dejan indemnes a los soldados y sólo matan a los civiles. No hay tragedia cuando el melodrama maniqueo inunda sin resquicios nuestra vida entera, nuestros discursos, nuestras pantallas y nuestros sentimientos. Sabemos, de antemano, quiénes son los «buenos» y quiénes, los «malos».

Y sin embargo, encuentro un eco conmovedor y un perfil de la esperanza entre dos sentencias. Una es de Franz Kafka, el más grande escritor trágico de la modernidad. Otra es de Simone Weil, la mayor testigo judeocristiana de la validez concreta de la épica clásica. «Habrá mucha esperanza, pero no para nosotros», escribe Kafka. Y Weil, releyendo la Odisea, concluye que la lección contemporánea del poema clásico es que «quienes soñaron que el progreso había desterrado para siempre a la violencia, pueden mirarse aquí en el testimonio vivo de la fuerza».