HISTORIA

Los niños latinoamericanos, eurolatinos y también, supongo, francoafricanos y francoasiáticos, estudiamos la historia universal en los libritos verdes de los señores Malet e Isaac que dividían las épocas muy nítidamente en Edad Media, Edad Moderna y Edad Contemporánea. La primera se iniciaba con la consolidación del Cristianismo tras la caída de Roma. La segunda, a escoger, entre el Descubrimiento de América y la Caída de Constantinopla. Y la tercera, qué duda cabe, con la Revolución Francesa de 1789.

Era una historia del Occidente para el Occidente. Pero detrás del catálogo de fechas y eventos se dibujaban tiempos y espacios más significativos. El sistema jerárquico medieval, ordenado verticalmente y fundado en la fe, debió su vitalidad a la tensión política entre el poder espiritual y el poder temporal. De esta tensión —ausente del mundo bizantino y ruso— nacería, al cabo, la democracia. El Renacimiento puso fin al fraccionamiento feudal y vio el nacimiento de los Estados-Nación, impulsados por la tradición comercial y mancillados por las guerras de religión. La conquista de los pueblos no europeos admitió a éstos en la historia universal, pero a condición de dejarse colonizar —es decir, «civilizar», es decir (sin comillas) explotar—. Fue la era de las monarquías absolutas por derecho divino, socavadas al cabo por el surgimiento de burguesías industriales y mercantiles cuyos gritos de emancipación fueron las revoluciones francesa y norteamericana. La era contemporánea, por último, era presentada como un siglo XIX de desarrollo material que prometía, al iniciarse el siglo XX, la sinonimia de progreso, libertad y felicidad: el sueño de la modernidad, el triunfo del optimismo de Condorcet.

El esquema milenario poseía, de esta manera, un espacio: el mundo entero colonizado por el Occidente —pero sólo un tiempo, precisamente el de la historia occidental como medida de lo propiamente humano: Hume, Herder, Locke—. Y qué duda cabe que un milenio occidental escrito por Dante, Cervantes y Shakespeare, cantado por Bach, Mozart y Beethoven, construido por Brunelleschi, Fischer von Eriach y Christopher Wren, pintado por Rembrandt, Velázquez y Goya, pensado por Tomás de Aquino, Spinoza y Pascal, esculpido por Bernini, Miguel Ángel y Rodin, novelado por Dickens, Balzac y Tolstoy, poetizado por Goethe, Leopardi y Baudelaire, filmado por Eisenstein, Griffith y Buñuel, y explicado por Kepler, Galileo y Newton, es un milenio que no sólo le da gloria al Occidente, sino a la humanidad entera.

¿Cómo es posible ser persa?, se preguntó, irónicamente, Montesquieu en un Siglo de las Luces que dejaba en la sombra —pese a Vico— a la mayoría no blanca, no europea, de la humanidad. La conquista o reconquista de la presencia histórica de los pueblos marginados de Asia, África y América Latina ha sido uno de los hechos fundamentales del milenio. Resulta que no había una sola historia. Había muchas historias. No había una sola cultura. Había muchas culturas.

Llegar con esta conciencia al fin del milenio es uno de los triunfos del milenio.

En cambio, el tiempo que termina tendrá la marca cainita de la violencia del hombre contra el hombre. El homo homini lupus de Hobbes maculó las grandes conquistas científicas y artísticas del milenio. La intolerancia se desplegó desde los tribunales católicos y protestantes hasta los tribunales de Vishinsky y de McCarthy. En medio, una historia universal de la violencia escribió páginas de dolor creciente en la conquista de América, en la Guerra de los Treinta Años, en la persecución y expulsión de las minorías árabe y judía de Europa, en el ataque colonial europeo contra el África negra, la India, China, pero también en la expansión económica gracias al trabajo forzado, al trabajo infantil, a la esclavitud racial y a la marginación del sexo femenino.

La capacidad del hombre para infligirle dolor al hombre culminó en nuestro propio, moribundo siglo XX.

Jamás, en toda la historia, murieron tantos seres humanos tan cruelmente. Súmese los millones de muertos en las dos guerras mundiales y en las subsecuentes guerras coloniales —Argelia, Vietnam, el Congo, Rhodesia, Centroamérica— a las víctimas del terror interno, el exterminio ordenado por Adolf Hitler contra judíos, católicos, comunistas, gitanos, eslavos y homosexuales; el exterminio sistemático de sus propios camaradas primero y de millones de ciudadanos después, en las prisiones de Josip Stalin y, en escala más modesta pero no por ello menos dolorosa, las víctimas de las dictaduras militares latinoamericanas, prohijadas y protegidas por los gobiernos de los Estados Unidos de América.

Lo extraordinario de este recuento es que el milenio del mayor progreso técnico y científico de la historia coincidió con el milenio del mayor retraso político y moral, comparativamente, de la historia. Ni Atila ni Nerón ni Torquemada fueron menos crueles que Himmler, Beria o Pinochet. Pero tampoco tuvieron que medirse con Einstein o Freud. La tragedia del milenio al morir el milenio es que, contando con todos los medios para asegurar la felicidad, los hayamos violado empleando los peores métodos para asegurar la desgracia. Fleming, Salk, Crick y Wasson, Pauling, Marie Curie. Todos los grandes benefactores del siglo que termina deben convivir para siempre con las sombras de los verdugos fatales pero innecesarios, los criminales históricos que no tuvieron necesidad ni justificación alguna para matar a millones de seres humanos.

La violencia de la tragedia antigua se presentaba como parte de la lucha ética de la humanidad: somos trágicos porque no somos perfectos. Las tiranías del siglo XX convirtieron la tragedia en crimen: tal es el crimen trágico de la historia contemporánea. Los monstruos políticos le negaron a la historia la oportunidad de redimirse conociéndose. La víctima del Gulag, de Auschwitz o de las prisiones argentinas fue privada del reconocimiento trágico para convertirse en cifra de la violencia, víctima número nueve, nueve mil o nueve millones… El significado profundo de algunos grandes escritores del siglo que termina —pienso sobre todo en Franz Kafka y en William Faulkner, en Primo Levi y Jorge Semprún— ha consistido en devolverle dignidad trágica a las víctimas de una historia criminal.

Criminal o trágica, se nos informó que, al terminar la guerra fría hace diez años, terminaba también la historia. Las violencias crecientes en los Balcanes y Chechenia, en Argelia y el África subsahariana, en la Tierra Santa, más la violencia como norma y no excepción de la vida citadina contemporánea, debían advertirnos contra una excesiva celebración el último día de diciembre de 1999 o el primer día de enero del 2000. Ni la grandeza ni la servidumbre humanas saben de calendarios. En los días luminosos, crearemos comunicaciones, artes, adelantos médicos asombrosos, y penetraremos los espacios que aún desconocemos en un universo infinito, sin principio ni fin. Crearemos amistad y amor. Pero en las noches más turbias, dejaremos que se muera de hambre la tercera parte de la humanidad, le negaremos escuela a la mitad de los niños del planeta y le cerraremos el acceso a la libertad corporal a la mitad del género humano, las mujeres. Continuaremos expoliando a la naturaleza como si nuestra arrogante saña llegase a negarle al aire, al agua, a los bosques, el derecho a sobrevivirnos.

Milenio en que la historia dejó de ser una sola —la de Occidente— para incorporar a muchas historias y a muchas culturas.

Milenio en que el extraordinario progreso científico, material y técnico no alcanzó a superar el terrible retraso moral y político.

¿Será mejor el que ahora se inicia?

Es la pregunta que me hace mi gran amigo Jean Daniel y se la contesto con estas palabras:

Querido Jean Daniel,

El siglo XX abrazó por igual la promesa de una humanidad perfectible y la promesa de una libertad que, para serlo, incluiría también la libertad para el mal. Siglo de Einstein y Fleming, pero también de Hitler y Stalin. Siglo de Joyce y de Picasso, pero también de Auschwitz y el Gulag. Siglo de las luces científicas, pero también de las sombras políticas. Universalidad de la tecnología, pero también de la violencia. Progreso inigualado, incluso en su desigualdad. Jamás, en la historia humana, fue mayor el abismo entre el desarrollo técnico y científico y la barbarie política y moral. ¿Nos reservará algo mejor el siglo XXI? Tenemos derecho a ser escépticos. O por lo menos, a definir como Oscar Wilde al pesimismo como un optimismo bien informado.