BALZAC
Creo en Balzac. Junto con Cervantes y Faulkner, es el novelista que más me ha influido. Y como todo gran escritor, posee muchas facetas. Pero acaso no hay otro que de manera tan deliberada dé su sitio a la realidad social («Moi, j’aurai porté toute une société dans ma tete») y, lado a lado, erija un espectro que es una advertencia: el relato fantástico. Realista y fantástico. Su realidad incluye la realidad de la imaginación. Sus personajes son ambiciosos trepadores sociales pero también los derrotados y humillados. Su obsesión es el dinero pero también el terror y el sueño. Sus pasiones son personales pero también colectivas. Los études de moeurs (Pére Goriot, Illusions Perdues, Eugénie Grandet) conviven con los estudios filosóficos (Louis Lambert, Séraphita, La Recherche de l’absolu).
«El novelista de la energía y la voluntad», como lo llamó Baudelaire, es también novelista de un duelo constante con el terror. La energía tan prodigiosamente gastada por los arribistas balzacianos tiene sus recompensas. Posición social, dinero, fama. Pero también presenta cuentas inevitables, desgaste, vejez, pérdida, rendición… La peau de chagrin —la piel de onagro, piel de la pena— es el símbolo balzaciano del mundo de los objetos. Es el objeto supremo, la-cosa-en-sí, la posesión capaz de aumentar la posesión mediante el simple deseo.
El precio es que, cada vez que deseamos y el deseo nos es concedido, la piel nos desposee de nuestra propia vida y nos ofrece, en cambio, la posesión final y eterna: la Muerte.
La posesión de las cosas es tema central en el Balzac social. Pero la pérdida de las cosas es el tema central del Balzac mítico. Y el mito es el de Tántalo, condenado para siempre a no tocar los frutos casi al alcance de su mano. «Delgada sombra, desangrada y fría, ves, de tu misma sed, martirizarte», escribió Quevedo, tantalizado. Aunque Balzac va más acá y va más allá del mito. Más acá está la actividad social. Raphael de Valentín, el protagonista que adquiere la piel de zapa como un regalo envenenado, es un jugador. Su apuesta es que la vida y la muerte son los únicos números dignos de jugarse en el casino del mundo. La ruleta de la vida y de la muerte da y quita lo que poseemos. Y en el mundo social de Balzac, lo que tienes es lo que eres.
Como una gran ópera, La piel de zapa tiene un primer acto que se desarrolla en un casino, el lugar donde las cosas se ganan o se pierden monetariamente. Un segundo acto en la casa de préstamo, donde Raphael es salvado de la ruina gracias al talismán. Y un tercer acto que es orgía prolongada de la propiedad y la muerte, en la que Raphael primero lo gana y luego lo pierde todo debido al objeto mágico que posee y lo posee.
El genio de Balzac se despliega en la tensión entre el tiempo y el espacio de sus novelas. En La piel de zapa, la piel misma es el espacio simbólico de la narración. Raphael desea: el objeto-espacio se va reduciendo con cada deseo. Pero junto con el espacio, se agota su tiempo. La voluntad del héroe será aniquilada por el cumplimiento de sus deseos. Pocos momentos de mayor terror y de absurdo mayor que el de la pregunta del camarero Jonathas: «Señor, ¿desea usted más espárragos?». «¿Quieres matarme»?, grita aterrado Raphael.
En esta novela desesperada, el tiempo y el espacio, la posesión y la desposesión, la vida y la muerte al cabo se funden en la pasión erótica. En Balzac, el sexo es prácticamente invisible. Raphael desea el cuerpo de la cortesana Foedora pero prefiere la piel de zapa a la piel de eros.
El deseo sexual podría destruir la piel y la vida de Raphael. La piel de zapa sería, en términos freudianos «la prueba del triunfo sobre la castración». También posee la cualidad fetichista de ser ignorada y en consecuencia de ser permitida. Nadie le prohíbe a Raphael que posea la piel porque el precio del objeto es desconocido. Nadie, en otras palabras, le prohíbe a Raphael ser el propietario de su propia muerte.
La sorpresa erótica de la novela de Balzac es que la plenitud sexual le es reservada a la heroína pura, Pauline. Es esta mujer virginal del melodrama populista la que esconde y demanda una entrega sexual tan completa, que, deseándola, Raphael agota su destino, evapora la piel de zapa y muere —escena final atroz— mordiendo el seno de Pauline. La dulce Pauline, no la cruel Foedora, mata a Raphael porque no le permite vivir sin desearla —o, más bien dicho, no le permite morir sin desearla. Cuesta arrancar el cadáver de Raphael del seno de Pauline que el héroe muerde como una bestia feroz.
Hay otras dos obras del Balzac visionario que me resultan particularmente inquietantes. En Séraphita, el/la protagonista, a veces hombre, a veces mujer, o mitad mujer, mitad hombre, hace de la ambigüedad sexual un objeto inalcanzable, y por ello anhelado sin fin y sin fortuna, del deseo. El de Wilfrid por Séraphita es tan inalcanzable como el de Minna por Seraphitus. Y es que Wilfrid, deseando a la mujer Séraphita, corre el riesgo de abrazar al hombre Seraphitus y Minna. en su propio abrazo, puede encontrar el cuerpo de la mujer Séraphita. Nuevamente, el mito de Tántalo ilumina la iconografía fantástica de Balzac y tiene la razón Mme. Potocka, una de las ilustradas amantes y corresponsales del escritor, cuando le dice, a propósito de Séraphita, que no se trata de una «criatura», sino de una «creación». ¿Cómo podrán poseerla Wilfrid o Minna si no comprenden que se acercan, no a un hombre o a una mujer, sino, plenamente, a una creación que les exige, a cada amante, unirse sin reservas a un movimiento del alma en el que nos jugamos —personajes y lectores— la vida? Ésta es la diferencia, digamos, entre Séraphita y la muy bella e ingenua novela de Virginia Woolf, Orlando, maravilloso juego de las metamorfosis constantes del tiempo y el sexo. Pero Woolf no nos compromete ni se compromete. Orlando traspasa los tiempos en soledad. Séraphita nos exige ser algo que no queremos ser al mismo tiempo que, ardientemente, deseamos ser Él o Ella. Nos exige abandonar la vida para poseerla más allá del sexo. Es decir, nos exige el erotismo.
Louis Lambert, que es la novela más autobiográfica de Balzac, contiene otra anticipación asombrosa. El brillante joven Lambert es, en palabras del propio Balzac, «un mártir del pensamiento». Se equivocó Flaubert quien, leyéndola como una pesadilla, la juzgó la historia de un loco. Tan loco como Nietzsche, pues Louis Lambert, encerrado en una habitación en penumbra, sin nunca más decir palabra, no está loco. Ha sido vencido por la velocidad de su pensamiento. Su pensamiento es más veloz que su palabra. Tan veloz, que no alcanza a manifestarse en palabras. El pensamiento aniquila al pensador. Louis Lambert es la más asombrosa prefiguración de Friedrich Nietzsche.
¿Puede derrotar la literatura a la muerte? Ésta es la pregunta insidiosa de Balzac y acompaña a Lucien de Rubempré y a Eugéne de Rastignac en su ambiciosa escalada social, o a Papá Goriot, moderno Lear, victimizado por la cruel vanidad de sus hijas ingratas, o a la Prima Bette, urdiendo la trama siniestra que la libere, en la venganza, de la humillación, o al gran titiritero de La comedia humana, Vautrin —Abate Herrera / Collin / Trompela-Mort—, manipulando todos los destinos para dejar de tener, él mismo, un destino propio, esa carga insufrible. A todos ellos los acompaña un espectro. Pero a nadie como al coronel Chabert cuando se presenta a sí mismo en la casa de la esposa vuelta a casar porque lo creía muerto: «Soy el coronel Chabert, muerto en Eylau».
En una respuesta a la Duchesse d’Abrantes quejándose de que Balzac no la visitase con más frecuencia en el campo, el novelista dice: «No me culpéis. Trabajo noche y día. Y asombraos de sólo una cosa: aún no muero».
La piel se reduce, pero la novela crece. Balzac ha nombrado a la Muerte. Ha visto que la posesión ofrece vida y al cabo la quita. Pero sólo ha podido hacerlo en la medida en que ha sabido identificar su novela como un texto, una estructura verbal que da permanencia y contenido a todo lo que se rehúsa a tener la una o lo otro, es decir, la fugacidad de la vida y la posesión de las cosas.