MÉXICO
Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha… [que] iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís… y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños…
(BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España).
El sueño del conquistador —su asombro— pronto se convirtió en la pesadilla del mundo indígena. De esa cosa de encantamiento que era Tenochtitlan no quedó piedra sobre piedra. El soñador se convirtió en el destructor. Pero en medio, no olvidemos, también fue el deseador: complejo deseo de fama y de oro, de espacio y de energía, de imaginación y de fe.
No hay deseo inocente porque no sólo queremos poseer, sino transformar, el objeto de nuestro deseo. El Descubrimiento desemboca en la conquista: queremos al mundo para cambiarlo. La melancolía de Bernal Díaz es la de un peregrino que encuentra la visión del paraíso y en seguida debe destruirla. El asombro se convierte en dolor y Bernal Díaz sólo puede salvar a ambos mediante la memoria. Es nuestro primer escritor: inaugura la narrativa en lengua española del Nuevo Mundo.
Inmenso país, cinco veces más grande que Francia, México quiere y se quiere, sin embargo, a través de lo pequeño. Y no es que los mexicanos sepamos vestir pulgas, sino que compensamos la inmensidad de la tierra y los paisajes con el decoro sensible, la ternura minuciosa de las tareas de la vida, desde una cocina que requiere una preparación de horas y a veces días —slow food— hasta el prolongado almuerzo de tres, cuatro, seis horas para darle palabras, memorias, fraternidad, humanidad gozosa y entrañable a los actos de la vida en común. País de contrastes, de acuerdo con el lugar común que es eso, comunidad de espacio, lugar de reunión. Las canciones más tristes y las más alegres. Los hombres más humildes y los más soberbios. La cortesía más natural y perfecta junto con la grosería más insoportable. Extremos de invisibilidad dolorosa y presencia aplastante.
—¿Quién anda ahí?
—Nadie, señor.
—¿Quién anda ahí?
—Su mero padre, hijo de la chingada.
—Para servir a usted.
—Váyanse mucho al carajo.
—Mi casa es su casa.
—Un paso más y me lo trueno.
—No soy quién.
—Usted no sabe con quién está hablando, muerto de hambre.
—En mi hambre mando yo.
—Mi dinero me lo gané yo, y no tengo por qué compartirlo con nadie.
—Lo que sea su voluntad, señor.
—Güey, aquí sólo se hace lo que yo diga.
—Qué voy a ser, sí yo soy el abandonado.
—Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata.
—Si ayer maravilla fui, ahora ni sombra soy.
—A mí me hacen los mandados.
—Mujer, mujer divina, tienes el veneno que fascina…
—Usted es la culpable de todas mis angustias, de todos mis pesares…
—Esto es un desmadre.
—Qué va, esto está muy padre.
—Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas…
—¿Qué me miras, pinche ojete?
La verbalidad mexicana, rica, mutable, serpentina, esconde tanto como revela. Si escojo extremos de la expresión hablada, de la humildad auténtica al insufrible orgullo, no excluyo ese término medio de cortesía, inteligencia, capacidad de decir y de oír, que son la zona templada entre los trópicos bullangueros y las serranías silenciosas. El mexicano medio habla con voz más bien mesurada, tendiendo, es cierto, a la voz baja. La energía verbal de los españoles nos escandaliza.
—¿Por qué habla usted tan fuerte? —le preguntó un día, en el café, un intelectual mexicano al poeta español León Felipe, quien además tenía un imponente aspecto de Júpiter tonante.
—Coño —contestó con su vozarrón el poeta—. Porque fuimos los primeros en gritar ¡Tierra!
(Nadie más gritón, advierto, que un grupo de gringos cuando se reúnen en público y tienen que demostrar que la están pasando bien a carcajadas ofensivas. Su dinero les costó).
Pero como no gritamos, sino que nos gritaron ¡Tierra!, sufrimos, no tanto del complejo de pueblo conquistado, sino del complejo de pueblo desubicado frente a la «modernidad». Siempre llegamos tarde al banquete de la civilización, dijo Alfonso Reyes. Y es, en cierto modo, cierto. Fernando Benítez decía que no habíamos sido capaces de inventar un solo objeto servible para el mundo moderno. Somos, sin embargo, grandes improvisadores: componemos cosas rotas, conectamos cables y secuestramos luces, resucitamos gallos en los palenques y sabemos cocinar cuanto la naturaleza ofrece: somos los chefs de cuisine de la pobreza. Pero apenas se nos da la oportunidad, en un pozo petrolero, en una maquila fronteriza, en una fábrica moderna del centro de la república, en una empresa dinámica del Norte, en un set cinematográfico, nos revelamos como los seres trabajadores que más rápido aprendemos, que más facilitamos la premura técnica.
Nos damos cuenta, en nuestros mejores momentos, que mientras más auténtica es nuestra experiencia, más se hunde en las raíces de nuestro origen y más se abre a otra fórmula excelente de Alfonso Reyes: ser generosamente universales para ser provechosamente nacionales.
Admitamos que esta lección no está bien aprendida. Hay en México demasiados «sospechosistas», como los llamaba Daniel Cosío Villegas. México sería la víctima eterna de una vasta conspiración extranjera para explotarnos, ridiculizarnos, humillarnos. Hay muchas pruebas de que así es o ha sido. Mi libro de historia infantil en una escuela de los Estados Unidos decía textualmente: «El retraso de México se debe a la insuperable indolencia de una raza inferior…».
Pero depender del «qué dirán» extranjero es una forma de colonialismo mental, como lo es rechazar toda forma de apertura, o de importación, como peligro mortal a la esencia nacional. ¿Qué es, sin embargo, la supuesta «esencia» nacional sino un mestizaje de encuentros entre lo indígena, lo europeo, lo africano? Fijar estatuariamente la identidad nacional es convertirla en mausoleo. La modernidad es fatal pero también puede ser libertad, si la tomamos como oportunidad. Lo que no podemos es condenar toda novedad o todo lo que proviene de fuera, como enfermedad, desdicha o naufragio. México tiene muchas modernidades. Para el indígena, tzotzil, chamula o tarahumara, su cultura es su modernidad. Merecen respeto y hasta protección.
Pero no adulación que perpetúe su miseria, su ignorancia y su injusticia. ¿Seremos, en el siglo XXI, un país abierto que no le tiene miedo ni a su antigüedad aborigen ni a su modernidad mestiza? Como, demográficamente, no habrá al cabo ni un México puramente indígena ni un México puramente blanco, más nos vale valorizar dos cosas.
La primera es una identidad probada. Sabemos lo que es ser mexicanos, cuánto nos une y también cuánto nos separa. No nos confundimos con nadie. Pero no nos separamos de nadie. La búsqueda de la identidad nacional —la nación-narración— nos desveló durante siglos. Creer que no tenemos identidad es una forma precopernicana de vivir el universo. Es darnos un pretexto para no pasar de la identidad adquirida a la diversidad por conquistar. Allí es donde la identidad nacional y la identidad personal se convierten en desafío creativo. Conquistemos la diversidad política, religiosa, sexual, cultural. Pasemos de la identidad a la diversidad por la vía del respeto. Renunciemos al culto, como advierte Héctor Aguilar Camín, de «la epopeya de los vencidos» como reserva de nuestra admiración.
Siempre, sin embargo, hay que pagar el diezmo del riesgo para alcanzar el valor. Riesgo mexicano es la facilidad con que pasamos de la desesperanza al optimismo sólo para caer de vuelta en la desesperanza —o agarrarnos al siguiente salvavidas de la fe—. El PRI nos dominó porque fue nuestro espejo. Revolucionario, agrarista, obrerista, socialista, nacionalista, sectorial, corporativista, desarrollista, estabilizador, autoritario, aperturista, populista, neoliberal. Sucesión de reacciones a insuficiencias o fracasos anteriores, sufrimos el peligro de desechar todo lo logrado para entregarnos sólo a lo deseable. O, más trágicamente, obligarnos a amar sólo lo que nace de la pérdida y de la desesperanza. Como si tuviésemos un rosario de utopías perdidas a las cuales añadir nuestra propia cuenta nostálgica. Juárez y Cárdenas fueron grandes porque fueron de su tiempo, pero con memoria histórica. No podemos, asustados por el mundo actual (que tiene mucho de espantable) refugiarnos en la nostalgia de heroicidades irrepetibles. Optemos, mejor, por aprender lecciones y evitar errores. He expresado en mis libros la fe mexicanófila más extrema de ciertos compatriotas: rayana en el «Como México no hay dos». «México no se explica. En México se cree, con furia, con pasión…», dice Manuel Zamacona en La región más transparente.
Porque he dado voz, también, a la desilusión de muchos mexicanos: «No te dejes arrastrar por el entusiasmo, en México la desilusión castiga muy pronto al que tiene fe y la lleva a la calle». (Los años con Laura Díaz).
Regreso entonces al reino de las pequeñas cosas de México porque son las más grandes. La modestia de un artesano y el orgullo de una cocinera. La melancolía de un cantante y el grito de un rebelde. La discreción de los amantes. La belleza, sin excepciones, de todos los niños de México. La cortesía innata de los buenos mexicanos.
La duradera, inmarchitable belleza de las más hermosas mexicanas. La paciencia cuando es sabia reflexión. La impaciencia cuando es meditada rebeldía. Los triunfos aislados del paisaje en medio de una naturaleza abrupta, impaciente, demasiado frondosa a veces, demasiado estéril otras, inalcanzable en su altura solar, indeseable en sus profundidades de infierno… (sólo en las mitologías mexicanas Mictlan, el inframundo, es cielo e infierno: un averno florido). México es estar en la contienda entre lo bello y duradero, arte, escultura, ciudades y templos hechos para la eternidad, y la progresión perniciosa de la fealdad, la basura, el desorden urbano, la desolación del campo…
Mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo, y en verdad no sé cuál es cual, pues ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana a la memoria de la noche que le dio origen?… Por eso las victorias de lo humano son mayores en México. Por extrema que sea nuestra realidad, no negamos ninguna faceta de la misma. Intentamos, más bien, integrarlas todas en el arte, la mirada, el gusto, el sueño, la música, la palabra… México es el retrato de una creación que nunca reposa porque aún no concluye su tarea. (Los cinco soles de México).
País inconcluso, México, paciente y sereno, esconde sin embargo la rabia de una esperanza demasiadas veces frustrada. Éste es un país que ha esperado durante siglos, soñado, el tiempo de su historia. Su mueca y su sonrisa se han vuelto inseparables. México es tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea. Todos sus tiempos son uno, el pasado ahorita, y el futuro ahorita, el presente ahorita. Ni nostalgia, ni desidia, ni ilusión, ni fatalidad. Pueblo de todas las historias, México sólo reclama con fuerza, con ternura, con crueldad, con compasión, con fraternidad, con vida y con muerte, que todo suceda, de una santa vez, hoy, ya, ese ya que es a la vez suspiro, exclamación, lápida y convocación: Ya me vine. Ya estuvo suave. Ya se murió. Ya nos juntamos. Mi historia, ni ayer ni mañana, quiero que hoy sea mi eterno tiempo, hoy quiero el amor, el paraíso y el infierno, la vida y la muerte, hoy, ni un solo disfraz más, acéptenme como soy, inseparable nuestra herida de nuestra cicatriz, tu llanto de tu risa, mi flor de mi cuchillo. Nadie ha esperado tanto, nadie ha combatido tanto contra la fatalidad, la pasividad, la ignorancia que otros han invocado para condenarle, como este pueblo de sobrevivientes, pues hace tiempo debió haber muerto de las causas naturales de la injusticia, la mentira y el desprecio que sus opresores han acumulado sobre el cuerpo llagado de México. Tantos milenios de lucha y sufrimiento y rechazo de la opresión, tantos siglos de invencible derrota, México surgido una y otra vez de sus propias cenizas. ¿Hasta cuándo? ¿Cuál será el plazo de nuestra siguiente esperanza, cuál la intensidad de nuestro próximo deseo?