LECTURA

Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura de la lectura. Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y cuerdas de presos, rehúsa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo apalea.

A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver.

Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que él, el lector, también es leído.

Es el momento en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la historia de la literatura, entra a una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y decirle al mundo que él, el auténtico Don Quijote, no es el falso Don Quijote de la versión de Avellaneda.

En Barcelona, Don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice «Aquí se imprimen libros», entra y observa el trabajo de la imprenta, «viendo tirar en una parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla», hasta darse cuenta de que lo que allí se está imprimiendo es su propia novela. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho, se cuentan cosas que sólo él y su amo se dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto la escolástica. Ha nacido el libre examen.

No hay momento que mejor revele el carácter liberador de la edición, publicación y lectura de un libro, que éste. Desde entonces la literatura y, por extensión, el libro, han sido los depositarios de una verdad revelada no por Dios o el poder, sino por la imaginación, es decir, por la facultad humana de mediar entre la sensación y la percepción y de fundar, sobre dicha mediación, una nueva realidad que no existiría más sin la experiencia verbal del Quijote de Cervantes, o del Canto General de Neruda, o del Rojo y negro de Stendhal.

¿Es esta mediación íntima pero compartible, secreta pero pública, entre el lector y el libro, entre el espectador y la obra de arte, lo que se está perdiendo en la llamada posmodernidad? ¿Asistimos en verdad al fin de la era de Gutenberg y Cervantes, los cinco siglos de primacía cultural del libro y la lectura, a favor de la era de Ted Turner y Bill Gates, en la que sólo lo que vemos directamente en la pantalla de televisión o en la computadora es digno de crédito?

Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena del torero Manolete dicha por el locutor de la cadena de radio XEW, había que acudir a los periódicos a fin de cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era cierto porque estaba escrito. Hoy. el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es visto en la pantalla de televisión.

No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos.

El dilema del destino del libro y la lectura en nuestro tiempo: dos ilustraciones extremas.

Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres culturalmente desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana.

Con razón dijo Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los documentó exhaustivamente: cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca.

En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable. El libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, en el que una dictadura, ésta sí, perfecta, prohíbe las bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten, realmente, en la Odisea, La isla del tesoro, o Las mil y una noches.

Lo que ambas bibliotecas —una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral, otra en la memoria de un suprayupi posmoderno, poscomunista, poscapitalista, postodo— poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá de terminar para siempre.

Pero ¿no podríamos decir lo mismo de la imagen visual? ¿No cumplen análogas funciones vitales un cuadro de Goya, la escultura de la Coyolxauqui, una película de Buñuel o un edificio de Oscar Niemeyer? La pintura, dijo Leonardo, es cosa mental. ¿Lo es también la supercarretera de mil canales de televisión? ¿Lo son los llamados medios modernos de comunicación visual que, supuestamente, le están robando lectores al libro, sepultando la era de Gutenberg y Cervantes, y saturando la comunicación visual con tanta información que todos nos sentimos supremamente bien informados, sin preguntarnos si lo que se informa importa y lo que importa es lo que no se informa?

No estoy arguyendo a favor del libro y la biblioteca como elementos supletorios de las posibles —de las evidentes— deficiencias de la comunicación audiovisual en este final de siglo y de milenio.

Todo lo contrario: quisiera explorar ese territorio en el cual los medios de comunicación modernos auxilian, en vez de dañarla, la cultura del libro y la lectura. Es cierto: basta visitar cualquier hogar donde la antena de televisión se ha convertido en la cruz de la parroquia, para confirmar el fenómeno universal del couch potato, el espectador que mira televisión de manera puramente pasiva, en efecto como una papa yacente, adormilado, violado casi por la sucesión de imágenes de manera supina, sin respuesta crítica, creativa. Todo lo contrario de lo que nos exige un buen libro, un buen cuadro o una buena película.

Pero basta visitar un centro de estudios como el Instituto Tecnológico de Monterrey, para darse cuenta, también, del extraordinario auxiliar que es la información audiovisual para ampliar el radio de conocimiento de los estudiantes, enriquecer la interacción de maestros y alumnos y contrarrestar los aspectos más negativos de la recepción pasiva de imágenes en el hogar.

Debemos ahondar y abundar en las posibilidades de apoyo que la cultura audiovisual puede prestarle a la cultura del libro, y viceversa.

En primer término, aunque hayan aumentado gigantescamente los espectadores de audiovisual en el mundo, la disminución de lectores de libros no es consecuencia fatal ni absoluta de este hecho. No es fatal porque, nuevamente, es el uso de los medios lo que los califica, no su mera existencia. Los editores de la biblioteca de clásicos norteamericanos, The Library of América, hacen notar que las nuevas tecnologías pueden emplearse no sólo para preservar sino para ampliar una herencia literaria, promoviendo la apreciación de los grandes escritores a masas que antes los desconocían, de la misma manera que, musicalmente, hoy más personas escuchan el Don Giovanni de Mozart en un solo día que durante toda la vida del compositor. Asimismo, la biblioteca de clásicos norteamericanos, gracias al apoyo de los medios audiovisuales, ha vendido tres millones de ejemplares de sus primeros títulos, de Jefferson a Faulkner, en la última década.

José Vasconcelos, el primer secretario de Educación de la Revolución Mexicana, publicó una biblioteca de clásicos universales en preciosas ediciones, allá por 1923. ¿Para qué publicar a Cervantes en un país con 90 por ciento de analfabetos?, se le preguntó, y se le criticó, entonces. La respuesta, hoy, es evidente: para que los iletrados, cuando dejen de serlo, puedan leer el Quijote en vez de Superman.

Igualmente hoy, la edición debe apostar a que los medios creen lectores en vez de ahuyentarlos. Para ello, nuevamente, hay que insistir desde el inicio, desde el salón de clases y, si fuese posible, desde el hogar, en someter la imagen audiovisual a la misma crítica a la que siempre han estado sujetas la literatura y las artes plásticas. Hay que enseñarle al espectador a hacerse cargo críticamente de la imagen que recibe.

Los optimistas nos dicen que en una sociedad con abundancia de medios audiovisuales, habrá al cabo mayor especialización, menos masificación y, en consecuencia, la posibilidad de crear una nueva comunidad entre los editores de libros y el público audiovisual, así como entre lectores y espectadores que podrán escoger entre ofertas cada vez más diversificadas.

En otras palabras, los medios masivos pueden contribuir a crear mayor y no menor número de lectores, gracias a posibilidades de promoción, venta y selección de libros incalculablemente superiores a las del pasado. Si a la dinámica audiovisual se le añade la dimensión crítica que arriba mencioné, es posible, incluso, que promoción masiva y alta calidad literaria no estén, forzosamente, reñidas.

Pero no nos ceguemos ante los peligros, no el peligro al cabo menor de la masificación como promotora de moda y mal gusto, cosa que siempre ha existido, sino el aprovechamiento de las nuevas tecnologías para darle certeza a los inciertos. En el mundo de la necesidad y del azar que siempre ha sido el de los seres humanos, un texto es necesario para hacer inteligible lo que sin él carecería de sentido. De esta necesidad puede surgir la Biblia —pero también el Mein Kampf—. Es en sociedades sin rumbo, en las que la satisfacción material deja insatisfecho al espíritu, y en el que los insatisfechos se cansan de esperar, donde los textos más dogmáticos se han apoderado de la imaginación de las mayorías. Imaginemos lo que Hitler hubiese hecho con una pantalla de televisión. Este es el peligro. Vivimos en la aldea global de comunicaciones masivas, adelantos técnicos e interdependencia económica, pero podemos fácilmente alimentar los temores e incluso la rebelión de la aldea local que no se ve reflejada en dichos medios, y que, como Tántalo, en vano trata de alcanzar los frutos que la tentación publicitaria ofrece en todas las pantallas del mundo.

Un capitalismo autoritario, ya sin enemigo comunista totalitario enfrente, se cierne como posibilidad desgraciada en algunos horizontes del mundo. Su amenaza no sólo a la lectura y al libro, sino al empleo libre y creativo de los propios medios audiovisuales, sólo puede ser contrarrestada por un orden democrático pleno, por una vigilancia política pluralista sobre el uso de los medios y sobre todo, por una decisión, política también y también social, de mantener en su grado más alto de abundancia, calidad y eficacia, los programas de educación pública, de bibliotecas públicas, de libros de texto gratuitos y de plena libertad para la creación escrita.

Hemos sido testigos y actores, durante el último medio siglo, de la creación de un gran círculo en cada país latinoamericano, un círculo que va del escritor al editor al distribuidor al librero al público y de regreso al autor.

Al contrario de lo que sucede en países de mayor desarrollo mercantil pero de menor atención intelectual, en México y la América Latina hay libros que nunca desaparecen de los anaqueles. Neruda y Borges, Cortázar y García Márquez, Vallejo y Paz, siempre están presentes en nuestras librerías.

Lo están porque sus lectores se renuevan constantemente pero jamás se agotan. Son lectores jóvenes, entre los quince y los veinticinco años. Son hombres y mujeres de la clase trabajadora, de la clase media o del tránsito entre ambas, portadores de los cambios y de las esperanzas de nuestro continente.

Hoy, las sucesivas crisis económicas sufridas por Latinoamérica desde los años ochenta amenazan esa continuidad de la lectura, reflejo de la continuidad de la sociedad. Varias generaciones de latinoamericanos jóvenes han descubierto su identidad leyendo a Gabriela Mistral, Juan Carlos Onetti o Jorge Amado. La ruptura del círculo de la lectura significaría una pérdida del ser para muchos jóvenes. No los condenemos a salir de las librerías y de las bibliotecas para perderse en los subterráneos de la miseria, el crimen y el abandono.

Que no se extinga un solo joven lector potencial en el desamparo de la ciudad perdida, la villa miseria, la población callampa o la favela.

En el panorama que voy describiendo, la biblioteca es una institución preciosa porque nos permite acercarnos a la riqueza verbal de la humanidad dentro de un espacio civilizado y bajo un techo protector.

Sin embargo, aun allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. La fatwa contra Salman Rushdie lo demuestra.

En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.

La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México, Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas, ¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy entendemos todos los mexicanos.

Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.

Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad —la polis— y el ser humano —la persona.

El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.

El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el deseo en experiencia y la experiencia en destino.

El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los demás —que nunca son lo de más—.

El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.

El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.

El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.

Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan voz al ser humano.

Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su oscura soberanía.