CINE
Entre todas las artes del siglo XX, ninguna se presentó con novedad más representativa del tiempo que la cinematografía. Pintura, arquitectura, escultura, música: todas descienden del pasado, le rinden tributo, lo renuevan. Sólo el cine nace con el siglo, sólo el cine es sólo del siglo XX. Sus deudas estéticas y literarias son inmensas. Pero la presencia misma de la imagen cinematográfica, la creación que inspira y la mitología que crea son, acaso, las huellas más hondas de la identidad de nuestro tiempo.
Siempre he pensado que hay grandes escritores que pudieron ser de otro tiempo sin dejar de ser grandes y eternos. Marcel Proust me parece el mejor ejemplo. Situado en los siglos XVIII o XIX, el novelista de Combray no hubiese sido menos significativo. Y Laclos, del siglo XVIII, es un gran escritor del siglo XX. En cambio, hay escritores en cuya ausencia no entenderíamos «nuestro tiempo». Le son indispensables a la época que vivieron, son universales, se seguirán leyendo siempre, pero tienen la marca de su tiempo como sello indeleble. Dickens y Balzac sólo son del siglo XII. Y Kafka es el escritor indispensable del siglo XX. No entenderíamos nuestro tiempo sin La metamorfosis, El proceso, El castillo, América.
El cine, por su novedad misma, ha estado sujeto a transformaciones constantes que hacen viejo en poco tiempo lo que era novedad ayer apenas. Luis Buñuel se quejaba de la dependencia técnica del cine. Los avances son tan rápidos que hacen obsoletas la mayor parte de las películas del pasado. Vencer al tiempo de la instantaneidad con imágenes perdurables es el desafío del cineasta, y ya que hablo de Buñuel, empiezo por evocar imágenes de Un perro andaluz o La edad de oro, que están vivas aunque las técnicas hayan sido superadas.
Hablo de las películas mudas porque entre el cine silente y el parlante hay un verdadero abismo. El desarrollo de la cinematografía sin palabras alcanzó cimas de belleza y de elocuencia que jamás ha recuperado la era sonora. Dan ganas de darle la razón a Montaigne: «Tandis que tu as gardé silence, tu as paru quelque grande chose». Buena parte del cine cómico —Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, Laurel y Hardy— depende de la pura visualidad para que sus gags sean efectivos. El sonido los arruinó, rebajó o transformó. Arruinó a Keaton y a Lloyd. Rebajó al Gordo y el Flaco y transformó a Chaplin, quien sí dio dos obras maestras del cine sonoro cómico: El gran dictador y Monsieur Verdoux.
Pero la narrativa plástica de películas como La pasión de Juana de Arco de Dreyer, El acorazado Potemkin de Eisenstein, La caja de Pandora de Pabst, El viento de Sjóstróm, Capullos rotos[1] de Griffith, La muchedumbre[2] de Vidor y, finalmente, Amanecer de Murnau, acaso la más bella película de la era silente, fue brutalmente interrumpida por la (insípida) novedad de Al Jolson cantando Mammy y la sucesión de estáticos melodramas teatrales que no tuvieron más virtud que la novedad parlante. Las muy estimables aportaciones de Hollywood al «cine de género» —películas de vaqueros, de gángsters, de denuncia social, sin olvidar la screwball comedy o comedia loca ni el erotismo sublime de las ritualizaciones bailables de Rogers y Astaire— no se equiparan a la auténtica revolución técnica, narrativa y visual aportada por Ciudadano Kane de Orson Welles. En Kane, por primera vez, los techos se ven, el foco de primeros y segundos planos es igualmente nítido, la sonoridad y la imagen se integran, el tiempo y el espacio actúan, biografía y cinematografía se funden.
Los experimentos sonoros de Rouben Mamoulian le devuelven movilidad a la cámara. La libérrima extravagancia musical de Busby Berkeley. El impresionante uso documental del cine por Flaherty. La calibrada dirección de actores de cine, no de teatro, por George Cukor. O, por el contrario, la deliberada teatralidad de Los hijos del paraíso[3] de Carné, lado a lado con el miserabilismo urbano encarnado en figuras como Jean Gabin, Arletty o Michel Simón, van ampliando y dándole carta de naturaleza a una multitud de géneros dentro del género cinematográfico. Si la comedia hablada nunca vuelve a ser tan elocuente como la comedia muda (Cantinflas no es Chaplin; Abbot y Costello no son Laurel y Hardy), el diálogo para el cine sí logra ser diferente del diálogo teatral, sobre todo en la chispeante alianza de la palabra y la acción en las comedias de Lubitsch y Hawks, y en la actuación hablada puramente cinematográfica de actores como Cary Grant y James Cagney, Bette Davis y Barbara Stanwyck: los mejores.
Crear un estilo propio a partir de la normatividad genérica, a pesar del peso de las «estrellas» y de las exigencias comerciales de los «estudios», es lo que le da su rango superior a los pocos verdaderos creadores de obras de arte cinematográficas.
Orson Welles, durante un instante milagroso, logró reunir, gracias a un estilo, las posibilidades del cine sonoro, la biografía de un hombre y la dinámica de una sociedad en la que tenerlo todo es perderlo todo. Ciudadano Kane es, acaso, la mejor película del siglo. Pero a mí me parece inseparable de las películas que le hacen compañía para configurar la ilusión y el desvanecimiento de eso que ellos llaman «el sueño americano», «the American Dream». Cantando bajo la lluvia de Stanley Donen y Gene Kelly es quizás la más pura y deliciosa obra del optimismo norteamericano. Gene Kelly y la maravillosa, adorable, suspirable Cyd Charisse conforman el neocartesianismo de los Estados Unidos: «Bailo, luego existo». Pero Taxi Driver de Martín Scorsese es la pesadilla norteamericana, la pura violencia gratuita, desesperada porque todo está allí y todo es nada. Orson Welles ambicionaba. Gene Kelly celebraba. Robert de Niro mutilaba.
Las otras versiones personales de la belleza cinematográfica nacen de culturas menos seguras o autocelebratorias que la de los Estados Unidos. Jean Renoir es quizás el epítome del espíritu francés: la ironía aclara, salva de las ilusiones de la razón y de las desilusiones de la fatalidad. Una inteligencia humana, comprensiva, abarcadora, pálida, nos aleja del fácil maniqueísmo. Fierre Fresnay y Erich von Stroheim se entienden porque ambos son iguales, pero Jean Gabin y Marcel Dalio se entienden a pesar de ser distintos.
La gran ilusión es la película europea que compite por el laurel del siglo con Ciudadano Kane (muchos argumentarían a favor de otra gran cinta de Renoir, La regla del juego). Pero no están lejos de ellos los cineastas que fueron capaces, más allá de la gran imaginación política de Welles y Renoir, de darle imagen a la preocupación espiritual, formulada acaso como temperamento religioso sin fe religiosa: el católico a su pesar, Luis Buñuel, y el protestante a pesar suyo, Ingmar Bergman, sin olvidar al jansenista de todo corazón, Robert Bresson. ¿Y es devaluar a Alfred Hitchcock creer que el miedo —el gran tema del gran director inglés— no es la mejor dramatización moderna de la Caída, de la lejanía de Dios? Éste es el verdadero suspense de Hitchcock: ¿Dónde está Dios, por qué nos ha dejado tan solos en un mundo de asechanzas imprevisibles? ¡Qué miedo!
El cine ha sabido, excepcionalmente, ser poesía —L’Atalante de Vigo y La noche del cazador de Laughton—. Con más constancia, ha sabido reunir comentario social y narración dramática. Es la gran contribución italiana de Rossellini, De Sica y Visconti. Ha sabido, con excelencia, crear ambientes sombríos —el cinema noir americano— o luminoso —¿hay película con más luz, interna y externa, que El mago de Oz?—. Pero si el «género» ha lastrado incluso a grandes directores como Ford y Kurosawa, hay dos grandes directores asiáticos que han devuelto al cine la suprema libertad creativa frente a la tiranía genérica: el japonés Kenji Mizoguchi en una de mis películas favoritas, Ugetsu Monogatari[4], y el hindú Satyajit Ray en su trilogía de Apu. Mizoguchi logra el milagro de demostrarnos la emoción de lo fantasmal. Ray, el de la caridad de la mirada.
Hay algo, al fin y al cabo, que no puede dejarse fuera del amor del cine y es el amor y fascinación por los rostros del cine. Viendo con Buñuel la Juana de Arco de Dreyer, el gran aragonés me confesó su fascinación por la facies, el rostro cinematográfico. No hay más que una Falconetti, es cierto, y quizás por eso la Pucelle de Dreyer hizo sólo una película.
Pero repetidos, únicos, polvo enamorado, ¿qué sería de nuestras vidas como seres humanos del siglo XX sin la belleza, la ilusión, la pasión que para siempre nos dieron los rostros de Greta Garbo y Marlene Dietrich, de Louise Brooks y de Audrey Hepburn, de Gene Tierney y de Ava Gardner? Me encantan, por esto, las referencias a la mirada dentro de la mirada en el cine.
Bogart a Bergman en Casablanca: «Nos estamos mirando, muñeca».
Gabin a Morgan en El muelle de las brumas: «Tienes muy lindos ojos, ¿sabes?».
Éste ha sido el milagro mayor del cine: ha vencido a la muerte. El rostro de la Garbo en la escena final de La reina Cristina, el de Louise Brooks y su perfil con peinado de ala de cuervo en Pandora, el de Marlene entre las gasas y filtros barrocos de El expreso de Shanghai y La emperatriz escarlata[5], el de María Félix soñando despierta mientras oye una serenata en Enamorada, el de Dolores del Río viendo su propia muerte en la de Pedro Armendáriz en Flor silvestre, el de Marilyn descendiendo escaleras diamantinas o resistiendo el vapor veraniego de Nueva York entre sus muslos blancos y su falda blanca en La comezón del séptimo año[6]. Ellas son la realidad final y absoluta del cine: ninguna de ellas ha envejecido, ninguna de ellas ha muerto, el cine las volvió eternas, el cine venció a la vejez y a la muerte.
Ninguna teoría, ningún triunfo artístico supera o sustituye esta simple realidad. Es la nuestra, la de nuestro amor más íntimo pero más compartido, gracias al cine.