JESÚS
Busco en vano un personaje histórico más completo que Jesús, el Cristo. Las figuras que con paso más recio han cruzado el escenario del tiempo carecen, por su intensa actividad externa, del reino espiritual interno de Jesús. Los místicos mismos, dada la intensidad de su vida interior, no poseen el lugar en la plaza que ocupa Jesús, como ser histórico activo. Los más grandes científicos, por obediencia a la indispensable objetividad de los resultados creíbles, se abstienen de atribuibles dimensiones espirituales, ni siquiera morales. No se puede culpar a Albert Einstein de la muerte en Hiroshima, aunque sí se puede culpar a Himmler de la muerte en Auschwitz. Los defectos personales de los grandes creadores místicos son anecdóticos aunque interesantes, así como sus virtudes. Pero, al cabo, la obscenidad de Mozart, el desaliño de Beethoven, la descortesía de Gogol, la gula de Balzac, los vicios de Coleridge o de Baudelaire, en nada afectan nuestra admiración por sus obras. Nadie desearía tener de vecino a personaje tan neurótico como Dostoyevsky. Y seguramente, Bach sería el más sereno e invisible habitante de un condominio. Donde se mezclan más conflictivamente la personalidad pública y la privada de un artista es en el espacio ideológico. Aragón, Éluard, Neruda, Alberti como protagonistas del comunismo; Benn, Pound, D’Annunzio, Céline, Brasillach como soportes del fascismo, han merecido severas reprobaciones que, al cabo, no dañan intrínsecamente a su obra. En cambio, las víctimas de la intolerancia, la dictadura y el dogma, rebasan a veces el altísimo nivel de su obra para ser admirados, sobre todo, como mártires, de Vives a Lorca y Miguel Hernández, de Giordano Bruno a Osip Mandelstam e Isaac Babel, de Sor Juana Inés de la Cruz a Ana Ajmátova. La larga fila de los desterrados por la Alemania nazi, la Rusia soviética, la España franquista, las dictaduras latinoamericanas, el macartismo norteamericano.
La singularidad de Jesús es que la permanencia, fama o valor de su obra nace de la oscuridad y el anonimato. De no ser rescatado por los Apóstoles y propagandizado por San Pablo, es probable que el humilde predicador de Galilea se hubiese perdido, uno más entre los centenares de hombres santos que recorrieron las rutas del mundo antiguo. Pero nada, ni los Evangelios, ni San Pablo, ni la mismísima Iglesia cristiana, puede arrebatarle a Jesús su condición de hombre humilde, desprovisto de poder, desnudo de lujos, que gracias a su humildad y pobreza, se convierte en el más poderoso símbolo de la salvación humana.
¿Se debe ese poder a que, en efecto, Jesús es Dios Hijo, parejo sin embargo en poder y virtud al Dios Padre, y al otro, alado miembro de la Trinidad, el Espíritu Santo? La Iglesia ha condenado como herejías las seductoras y muy literarias teorías acerca de la relación entre Dios Padre —Yavé— y Dios Hijo —Jesús—. El gnósticocismo sirio de Saturnilio mantuvo que sólo hubo un Padre, totalmente Desconocido, quien al venir al mundo como Salvador, es un salvador increado, incorpóreo e informe. Sólo su apariencia (Jesús de Nazaret) es humana. ¿Por qué? Para que los demás humanos puedan reconocerle. Basílides y los gnósticos egipcíacos propusieron que el Padre jamás había nacido y nunca tuvo nombre. Cristo sólo fue una partícula de la mente del Padre. El patripasianismo monarquianista deriva su fascinante nombre de la creencia en que Dios es uno e indivisible. El Padre se introdujo en el cuerpo de María, nació de ella y sufrió y murió en la cruz. Los hombres, de este modo, en realidad crucificaron a Dios Padre. Los sabelianos juraron que Padre, Hijo y Espíritu Santo son el mismo Ser: un Dios único con tres manifestaciones temporales diferentes. Los apolinarios dualistas defendieron la existencia de dos Hijos, uno procreado por Dios el Padre y el otro por María la Mujer. El nestorianismo llevó aún más lejos esta teoría de la doble personalidad. Jesucristo es realmente dos personas, uno, el Hombre, y otro el Verbo. Debemos distinguir entre las acciones del Hombre Jesús y las palabras del Dios Cristo. Finalmente, los más influyentes de todos los herejes, los arríanos, consideraban al Hijo como mera afluencia, proyección o co-increación del Padre, derivada de la sustancia de éste.
De todas las herejías en torno a la personalidad de Cristo, la que más me atrae es la que, respetando todas las ficciones en torno a su naturaleza, se fija en el hombre que vivió entre los hombres y aquí, en la tierra, dio las pruebas más serias y perdurables de lo que significa ser humano entre los humanos. Jesús como núcleo vivo de las posibilidades y contradicciones humanas es para mí el más entrañable y constante de los Cristos. El hombre que predica simultáneamente la inocencia y la bondad, pero también la furia activa contra los fariseos y los mercaderes del templo. El Jesús que nos pide «dar la otra mejilla» y el que dice traer la guerra y no la paz. El Jesús que pide «dejad que los niños vengan a mí» y el que nos urge abandonar padre y madre para actuar en el mundo.
Ésta es la fuerza incomparable de Jesús. Desde la pobreza, la humildad y el anonimato, predica algo más que la salvación del mundo. Predica y practica la salvación en el mundo. Nos ofrece un mundo como oportunidad de salvación, no como tierra condenada fatalmente al mal. La vida eterna, así concebida, es en realidad una dimensión espiritual del deseo humano. La pérdida ultraterrena de Jesús se desvanece frente al poder de su ejemplo terreno. Éste es un hombre que lleva a su más alto estadio la aspiración humana como manera de vivir juntos, prestarnos atención unos a otros, no transigir con la hipocresía, el fariseísmo y el simonismo que al cabo mancharon a la Iglesia creada en su nombre.
La contingencia de Jesús es su grandeza. Su vida secreta y oscura es la condición de su eternidad. Su contacto personal es con los más indignos y los más incrédulos. No le predica a los convencidos. No dogmatiza. Sus contradicciones mismas se lo impiden. Y eso que no conocemos la adolescencia y juventud de Cristo. ¿A quiénes trató, fue hetero u homosexual, se abstuvo del sexo? ¿Fue, como los santos Agustín y Francisco, un pecador saciado y redimido? Porque actúa en el tiempo, Jesús nos empuja a creer en el tiempo. Hay en sus palabras una extraordinaria fe temporal, pues aun cuando la eternidad aparezca como horizonte de sus palabras, es el futuro humano la meta de la fe de Cristo. La fe de Jesús es una exigencia para que trabajemos en el mundo. El cielo de Jesús es la solidaridad con el prójimo, no un empíreo celeste. El infierno de Jesús es la injusticia en la tierra, no un averno profundo en llamas. Lo que Jesús extiende a la vida eterna son los valores de la vida en el mundo. «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber, peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestísteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme». «¿Cuándo te dimos todo esto?», le preguntan quienes lo escuchan. Y Jesús contesta: «En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores a mí me lo hicisteis».
La metáfora misma de la resurrección es la manera de decirnos que estamos obligados a completar la vida, no sólo a continuarla, y que la continuidad de la vida a pesar de la muerte es la realidad de la vida eterna. La salvación está en el mundo. El infierno está en el mundo. Y el mundo se ha encargado de darle la razón a Jesús. Jesús no resucitó a los muertos. Resucitó a los vivos. La relación entre Dios Padre y Dios Hijo, que tanto desveló a herejes y a padres de la Iglesia, no puede obviar el hecho de que nadie conoce al Padre, y el Hijo, en cambio, se dejó ver. Podemos urdir ficciones. Quizás el Padre no tolera al Hijo aunque Jesús se canse de decirle: Mira, hago lo imposible por darte a conocer. Pero el Padre puede resentir que el Hijo no sea visto como su delegado, sino como el Dios verdadero, puesto que es el Dios que encarnó. Para colmo, Jesús no sólo redime al hombre. Redime al mismísimo Dios Padre, salva de su fama cruel y vengativa al Dios de Israel. Le da, como se diría en las crisis del Comunismo, «rostro humano a Dios». ¿Lo resiente el Padre? ¿El desenlace del Calvario es el castigo de Yavé contra la humanidad insurrecta de Jesús? «Padre, ¿por qué me has abandonado?». Cuánto dolor encierran estas palabras, qué fatal es el desenlace, qué problemática se nos vuelve la muerte y resurrección de Jesús. Abandonado de Dios, ¿qué oportunidad le queda a su leyenda sino la Resurrección, que viene siendo la compensación por el abandono del Padre, la promesa de un retorno a su vera —confundido con Él, en trinitaria y perfecta simbiosis—, o para siempre castigado por el Padre, reducido al silencio, a la existencia menor, al silencio mismo?
Inútil sería, de existir, la contienda del Padre contra el Hijo. El Hijo ya triunfó para siempre en la Tierra, diga lo que diga, piense lo que piense, exista o no, el Dios Padre. Por eso hay, en la gran intuición de William Blake, una «rabia en el cielo», a rage in heaven. Jesús es El Hijo Desobediente. Dios Padre está encabronado.
Digo que sin los Apóstoles, pero sobre todo sin Pablo de Tarso, Jesús pudo ser ignorado por la posteridad. San Pablo se encargó de que, más allá de los testimonios del Evangelio, Cristo reinase en una institución que es la Iglesia. Lo que asegura que Jesús siga en la historia es, sin embargo, lo mismo que le impide hacerse presente en la historia: la Iglesia cristiana, sujeta a los vaivenes de la vida política, de los compromisos y las excepciones, de las traiciones a Cristo, de la seducción de lo mismo que Cristo fustigó: simonía, fariseísmo, fe de mentirijillas, hambre de poder terreno… La Iglesia se convierte en la industria de Cristo, una industria que nos aleja de Cristo. La Iglesia es la venganza de Dios padre contra un Cristo intolerable. San Agustín, brillante sofista, prevé lo que vendrá. El sacerdote, como la Iglesia, puede ser débil o malo. Pero el sacerdocio lo dignifica. La Iglesia coloca a sus ministros por encima de su propia condición. Lo que el santo de Hipona no dice es que es la Iglesia la que se perdona a sí misma, colocándose, en nombre de Cristo, por encima de su propia condición. Orígenes fue condenado porque consideró que, siendo infinita, la misericordia de Dios acabaría por perdonar al Diablo. Debió añadir que perdonaría también a la Iglesia. No me voy a Lutero y la revolución protestante.
Me quedo en mi tiempo y mi vida para rechazar a la Iglesia de Pío XII, Pacelli, y su colusión con Franco y los nazis. Y, a partir del triunfo aliado, con la CIA, las mafias y el corrupto partido de la DC italiana. El honor de la Iglesia es rescatado, es cierto, por un papa como Juan XXIII, por obispos como Óscar Romero en El Salvador, pero la vergüenza vuelve a caer sobre la Iglesia argentina que bendijo a dictaduras de criminales, asesinos y torturadores…
Lo extraordinario es que dos mil años de traiciones no han logrado matar a Jesús. Qué poco duraron los imperios del mal, el Reich destinado a un milenio según Hitler, el futuro comunista prometido por la burocracia soviética… ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?, preguntó con sorna Stalin. Pues muchas más que el Kremlin. Pero esos ejércitos de la fe cristiana existen a pesar de, no gracias a, la institución vaticana. Ésta aprovecha, administra, pero no alcanza a apropiarse de la figura de Jesús, que constantemente rebasa a la Iglesia creada en su nombre. Jesús es el perpetuo reproche a la Iglesia. Pero la Iglesia tiene que tolerar a Jesús para seguir siendo. Jesús se le escapa a la Iglesia porque se convierte en un problema para los que están fuera de la Iglesia. A la caza de herejes e incrédulos, la Iglesia no ha podido, actualmente, reservarse a Jesús porque Jesús extiende los valores de la vida eterna a los valores de la vida en el mundo y allí se vuelve algo más que un frágil Dios que se hizo humano. Se convierte en el Dios cuya fuerza es su humanidad. Y es la humanidad de Cristo lo que lo mantiene vivo como problema para una modernidad que puede tener temperamento religioso sin fe religiosa. El católico relapso Luis Buñuel; el protestante fuera de la Iglesia, Ingmar Bergman; el religioso social y civil Albert Camus. Pero también los hombres de fe capaces de ponerla a prueba en el mundo, Francois Mauriac, Georges Bernanos, Graham Greene. Y sobre todo la mujer de la fe, Simone Weil, que se pregunta, ¿Se puede amar a Dios sin conocerlo?, y contesta: Sí. Es la respuesta terrible a la terrible pregunta de Dostoyevsky: ¿Se puede conocer a Dios sin amarlo? Stavroguin, Iván Karamazov, contestan: Sí. Éste es el dilema y sólo Jesús lo resuelve. Una persona no es Dios, pero Dios puede ser una persona. De allí que millones de hombres y mujeres crean en Jesús y sean su fuerza, más allá de las Iglesias y las clerecías. Jesús no resucita a los muertos. Resucita a los vivos. Jesús es el corrector de pruebas de la vida humana.