Capítulo noveno y último

La confesión del Libio

Por Élmar

Vincia, 1999

 

 

El gentío fue grande en la plaza del pesebre. Bastó una breve nota. Un pequeño recuadro en el periódico convocaba a quien deseara hacer un homenaje al Libio. Eso ocurría unos días después de que Eladio acudiera con el Poli y el hijo del pescadero al crematorio. Ni una misa, ni un responso por aquellas dos almas gemelas. El Libio lo dejó todo bien dispuesto en la carta que guardaba la señora Obdulia.

Querido Eladio, como mi amigo y a falta de familiar directo, para cuando me haya ido te encomiendo mis últimas voluntades, pues nadie mejor que tú, responsable, serio y servicial, podrá acometer con diligencia lo que encarecidamente te encomiendo. En primer lugar, no quiero que por mi se diga misa alguna, tampoco que mi cuerpo una vez muerto sea bendecido, ni entre en lugar sagrado. Directamente se me conducirá al crematorio, allí, no se dirán responsos ni palabras de recuerdo y mis cenizas no serán entregadas a nadie. En segundo lugar, a ese acto de purificación por el fuego solamente podrás acudir tú, querido Eladio, y si hay alguna persona que desee acompañarte, deberás elegir a un máximo de dos que estimes sean merecedoras de mi compañía. Y en tercer y último lugar, un encargo que aunque supondrá un coste para ti y sé que no andas boyante, es sin embargo el último favor que te pido. Cargarás en un furgón todos los libros viejos del zaguán de la pescadería, los transportarás a cualquier lugar en campo abierto donde no suponga riesgo hacer una fogata, los quemarás y dejarás que las cenizas se las lleve el viento. Salvarás de la pira un volumen, el libro titulado: “El caso del doctor Mórtimer”, una novelita gastada que tengo el placer de regalarte, en la que encontré detalles de inspiración y que me gustaría que la conservaras siempre para perpetuar mi recuerdo en ti, y también como recompensa por todos los esfuerzos que has derrochado y derrocharás hacia mi persona a lo largo de tu vida. Por cierto, si el Poli se pone pesado diciéndote que le gustaría continuar con el negocio del Libio, ni caso. No tiene cultura ni arrestos para estar ahí en el cañón. Dile al cojo que aprenda un oficio y cuide de su madre. Como estoy seguro, querido Eladio, que cumplirás a pie juntillas mi voluntad, me despido más tranquilo deseándote lo mejor: mucha mierda al futuro escritor y un beso de hermano. Hasta siempre. Isidoro Ochaita (Librero del Pesebre).

Lo más extrañó para Eladio Martín fue que en ningún lugar de la misiva hiciera referencia a su mujer y a los supuestos bienes que ambos pudieran compartir, por tanto estimó que no se trataba de un testamento si no de un encargo post mortem. Es más, Eladio pensó que el Libio había tenido la intuición de aquel desagradable y desafortunado accidente, por eso se centra escuetamente en su persona, dando tal vez por sentado que sobreviviría a su mujer o desaparecerían juntos. Accidente sí, el informe final de la policía no dejaba duda: …daños ocasionados como consecuencia de una deflagración por combustión anómala de gas en la vivienda… por negligencia de alguno de los fallecidos… La intuición pudiera ser fruto del impulso inconsciente de querer sobrevivir al débil. O acaso esa negligencia no fue tal y resultó ser un suicidio colectivo, pero le horroriza pensar eso y con rapidez retira la imagen de su mente.

El gentío era cada vez más grande en la plaza del pesebre, se mezclaban los viandantes, los turistas y los curiosos con las personas que habían acudido a homenajear al Libio. No pocos disgustos le acarrearon a Eladio aquella convocatoria; precisamente erigirse en valedor de un sujeto del que decían que, además de ácrata, era para las gentes de bien vivir una escoria social, un vago de siete suelas que lo único que hacía era mendigar y dar mal ejemplo a la juventud de Vincia, además de ser mal encarado, ateo y faltón; en definitiva un regalito para la ciudad. Pero Eladio se fabricó una corteza a modo de caparazón de tortuga y pensó que todo eso pasaría como los grandes titulares que se olvidan con rapidez. Era consciente de que muchas personas no pensaban igual que el Libio, pero por una u otra razón querían estar ese día en la plaza del pesebre, máxime cuando no hubo funeral, y tendría que contemporizar. Tuvo que ser Eladio el que dinamizó esa reunión, el que puso los medios al alcance de la convocatoria y estaba satisfecho por ello, sentía que por una vez estaba siendo de gran ayuda, aunque el objetivo fuera denostado por la mayoría.

El Libio dedicaba muchas horas a enseñar Historia de la Literatura a muchos jóvenes descarriados, les prestaba libros, les orientaba en las lecturas, comentaba las novelas sentado en corrillo sobre las escaleras de la plaza; intervenía en tertulias poéticas y leía poemas allá donde le requerían junto con los poetillas de moda en Vincia. Para la mayoría de los moradores de la plaza y aledaños “era un tío de puta madre”, y así, todos y cada uno de los asistentes tenían una razón, daba igual, para estar homenajeando al icono del pesebre. Allí estaba el Gerva con su peña, sentado a un extremo de las escaleras liándose un canuto. Cerca de ellos el Poli, que estaba exultante como si fuera el protagonista de la fiesta y haciendo las veces de anfitrión, cojera arriba cojera abajo remando entre las piernas quietas de los corrillos que se formaban. El hijo del pescadero había desplegado las oxidadas mesas de camping en el mismo lugar que lo hacía el Libio, pero en vez de llenarlas de libros las llenó de canapés y bocadillitos de sardinas en aceite. Los del bar el pesebre llevaron desinteresadamente el vino para todo el que quisiera pegar un trago. La señora Obdulia no dejaba de faenar, yendo y viniendo de la pescadería con acarreo de víveres. Las chicas de la pastelería cercana regalaron dos empanadas grandes. Y la gente en general, incluidos los que cayeron por allí fruto de la casualidad, no dejaban de arremolinarse y hacer tapón entre la plaza mayor y la calle mayor, todos con el único fin de disfrutar del convite. También acudió el Panocho con su despampanante novia, dieron el pésame a Eladio junto con algunos compañeros del periódico. El fotógrafo, al poco tiempo pasó una temporada entre rejas lo que confirmaba las sospechas del Libio, un hombre que con tanta experiencia en la observación no se le iba una. Eladio se sentía como si el librero hubiera sido su padre, pésame por aquí, condolencias por allá. En algún momento llegó a abrumarle tanto protagonismo. No dejaban de acudir incondicionales, sin embargo se echaba de menos a las mujeres, pocas salvo las paseantes. Decían las malas lenguas que, al principio, cuando se acababa de instalar el Libio, tenía mucha clientela femenina y progre, pero al poco tiempo solamente lo rodeaban hombres, al parecer corrieron voces que tía que se sentaba a su lado a charlar era presa del acoso. Las requería de amores a la primera de cambio y dicen que más de una vez observaron una bofetada mientras el Libio sacaba la mano de la entrepierna de una muchacha. Completaba la escena del tumulto y la algazara alguna enseña de la CNT, aquello comenzó a caldearse, corrían el vino y los bocatas de pringue mientras se observaba como el gozo era general a costa del librero muerto, hasta el cura Otilio departía con unos y otros evitando al Poli y sonriendo a Eladio que le pasó un vasito de papel lleno de vino y un trozo de empanada. Las palabras del cura hacia Eladio fueron sinceras, no tenía rencor al Libio y respetaba sus creencias, decía que nunca pensó que fuera mala gente, pero que debía entender que cada uno tenía que estar en su sitio y que el día aquel delante de la policía tenía que reafirmarse en su posición. Eladio, aunque escuchó las breves palabras, se disculpó de inmediato y continuó a su faena pero siempre con la mosca detrás de la oreja con respecto a aquel hombre que no hablaba como un cura al uso, más parecía un tratante de ganado, pero el detalle de acudir le pareció buena cosa a pesar de que el Poli le dijera que qué pintaba el clero en esta fiesta.

Cuando el evento estaba en su culmen, Eladio Martín subió al último peldaño de las escaleras de la plaza del pesebre, alertaba al personal para que se callara y prestara atención; tarea harto difícil en la abarrotada vía pública. Sin embargo, después de muchos silbidos y siseos pudo pronunciar unas palabras, mal escuchadas y breves, de agradecimiento a los presentes. Hizo una sucinta remembranza del Libio a modo de panegírico y terminó invitando a todos a que colaboraran con un pequeño donativo que podían dejar en una hucha ubicada en el bar el pesebre. Dicha dádiva serviría para comprar e instalar una placa de bronce, recuerdo indeleble del librero y que se pondría, si el ayuntamiento lo autorizaba, en una de las dos columnas que flanqueaban las escalinatas donde se instalaba cada día. Terminó su actuación leyendo el texto que deseaba grabar: Sobre estos peldaños ejerció su profesión contra todas las inclemencias del tiempo y los tiempos el librero Isidoro Ochaita (el Libio). Sus amigos y la ciudad de Vincia le tendrán siempre en el recuerdo. Vincia, junio de 1999. Sonaron algunos aplausos sueltos y Eladio bajó de allí percatado de que casi nadie le hizo caso. No obstante, Linda no había dejado de mirarle. La conocía desde hacía poco tiempo, pero ella tenía los ojos húmedos y el rubor pintado en las mejillas. Linda se enroscó al cuello de Eladio para decirle, casi al oído, que había estado fenomenal, que se había marchado un amigo pero que contara con ella, que había nacido una nueva amistad. Y aunque se besaron en cámara lenta, aquel beso prolongado no estaba exento de pasión y sinceridad ante los ojos y el aplauso de la señora Obdulia.

Era domingo. Transcurrió un día al medio y a Eladio le quedaba por hacer una de las encomiendas del muerto. El furgón prestado del hijo del pescadero estaba hasta arriba de libros olorosos en el garaje. Recién oculta la madrugada ya estaba aparcado en la puerta de la casa de Linda, encendió un cigarrillo, mientras esperaba a su novia, con el consuelo de atemperar el olor a pescado, pero consiguió un efecto que no imaginaba, su estómago se puso de vuelta y media. Y bajó del vehículo soltando la bilis más amarga de su vida.

— ¿Traes todo lo necesario? —dijo Linda mientras se ataba el cinturón de seguridad, y sorprendida añadió— ¿qué te pasa? Con esta luz pareces un vampiro.

— Estoy malísimo, me he indispuesto en un instante, creo que es el maldito olor.

— Sí, aquí apesta a pescado... y tabacazo, pero bueno, sea por tu amigo —dijo Linda olfateando el interior con asco.

— Creo que lo traigo todo, incluso pastillas de queroseno por si se da mal prender la fogata —. Al mostrar a Linda la caja de pastillas, el fuerte olor a nafta le volvió a batir las tripas—. Vámonos de aquí cuanto antes, hay que acabar este trabajito.

— Dijiste que te recordara que debías de apartar un libro, que ese no iba a la hoguera.

— Ya lo hice, me costó encontrarlo, lo puse en la guantera. Guárdalo en tu bolso, así no se olvidará en la furgoneta.

— ¡Buff! Apesta, esto no lo meto en mi bolso. Pero no te preocupes me acordaré de que está ahí; además, tratándose de la única herencia del Libio… ¿A dónde vamos?

— A un pelao que llaman el volcán, a las afueras, una elevación donde no será peligroso hacer la quema. Por cierto, ese librito no es la única herencia que me dejó el Libio, me dejó además tantas cosas intangibles…

— No te enfades y salgamos cuanto antes que no aguanto el olor —dijo Linda frunciendo todo el rostro.

Después de una hora estaban sentados junto a la hoguera leyendo algunos pasajes de aquel librito oloroso y policiaco: —Eh Frank! ¿Te acuerdas de Dana Tercio, aquella prostituta de Baltimore? La han encontrado muerta en su apartamento… ¿Sabes lo mejor? Adivina quién estaba junto a ella sentado sobre la cama sin poder decir palabra... Efectivamente, el doctor Mórtimer.

Linda se juntaba más a Eladio y metía sus delgados brazos bajo la axila, mientras escuchaba lo que decía el viejo policía de Nueva York en palabras de Eladio. Dana había prometido amor eterno al anciano doctor de Brooklyn que mató a su mujer para marcharse a Florida con la prostituta, pero al poco tiempo conoció la realidad, la prostituta lo había engañado. El viejo tiró del velo que cubría su rostro y mató a Dana Tercio quedando sentado en aquella cama hasta la eternidad.

— Me gusta la historia Eladio. ¿Tú no me harás eso cuando seamos viejitos verdad? Quiero decir, lo de ponerme los cuernos…

— No Linda, te amaré siempre.

— Mentiroso.