Capítulo primero

La confesión del Líbio

Por Élmar

Vincia, 1999

 

 

Un hombre cualquiera daba comienzo su jornada de trabajo. El Libio arrimaba la vespa azul a la farola, para atarla como si fuera un perro; “ahí te quedas, pórtate bien”. Se estiró metiendo con fuerza los lumbares y diciéndose, como todos los días, que ya no estaba para esos trotes; pero el Libio sentía que la moto era una droga y que sus huesos acabarían sus días sobre las ruedas de la vieja escúter. Siempre con el pañuelo al cuello, icono de su figura el trozo de tela roja; después del nudo, dos pequeñas orejas hacían asomo, de las que tiraba y recolocaba cuando estaba nervioso o meditabundo. Era de esos pequeños pañuelos que hacían recordar a algún acuarelista en las orillas del Sena. Decía que lo lavaba por las noches, y antes de anudárselo por las mañanas lo perfumaba con ese rancio pachuli que tanto le gustaba. Lo del perfume fue un asunto tardío, al Libio no le gustaban esas mariconadas sobre la piel, pero alguna incondicional de la plaza del pesebre le atosigaba y acabó vistiendo cuero y oliendo a progre. Levantó la mirada al cénit, “hoy no lloverá”, dijo en voz alta el Libio.

Después de componerse el pañuelo, retorcerse y hacer chascar alguna vértebra del cuello, aparcó sus actos maniáticos para continuar con la rutina, le restaban menos de cinco pasos hasta alcanzar los peldaños que lo elevaron bajo el único lateral porticado de la plaza. Se acercó a la pescadería y saludó al hijo del pescadero que ya estaba tras las merluzas; parecía que iba a penetrar en el local pero lo hizo en un pequeño zaguán a su derecha. Manipular la gruesa manilla y el tirador demostró que la maniobra era tarea acostumbrada, y efectivamente así era. Sacar a la calle dos mesas plegadas de esas para camping, después bajar los tres peldaños corridos hasta situarse en la rúa, y asentar las endebles mesas, fue tarea menor; al momento vendría la importante, colocar los libros para ser bien expuestos, por ende sacó del zaguán tres cajas de plástico para la fruta hasta arriba de volúmenes, la mayoría de rústica con sus hechuras rancias y en abanico. El librero de baratillo y viejo parecía de buen humor.

— ¡Eh! … ¡Libio! Vaya mañana guapa, estarás contento después de tanta lluvia —, se escuchaban en toda la pequeña plaza las voces del hijo del pescadero.

— Vale — musitó el Libio sin levantar cabeza y a su asunto: la colocación meticulosa de los libritos, repartidos como consecuencia de aplicar una extraña razón matemática que ni siquiera él podría argumentar.

Y después, cuando entendía terminada la tarea y todo estaba en el sitio justo, se situaba delante del pequeño puesto dando un par de pasos hacia atrás. Contemplaba el negocio como si de un cliente se tratara, un suspiro y se iba a sentar en los escalones detrás de los libros. Era el momento de encender un cigarrillo, fumarlo con sumo placer y decirse como todos los días “a ver si hoy pican”, como si fueran peces. Pero chica carnada la lectura, pensaba en ocasiones, “esta sociedad está a otro rollo”. No desesperaba, sabía que la venta era “al tran tran y mucha calma” como apuntaba su amigo Poli estirando las palabras, un cojo pedigüeño de la plaza mayor que de vez en cuando hacía asomo a la del pesebre y se sentaba a fumar con el Libio, más de librillo y chocolate que del paquete. Poli era más Poli por la poliomielitis que por la pila, y de polichinela sensu contrario, que también frecuentaban el pesebre algún que otro confidente, pero a esos se les hacía el vacío por más que intentaran insertarse en la peña. “Ya picarán si son de ley Libio” le sonreía el cojo, y solo por esa sonrisa sucia pero verdadera el librero de baratillo lo animaba a sentarse sobre los escalones de los portales, pero poco rato que el olor del Poli no era de los que se aguantaban largo tiempo.

En las escaleras junto al Libio se sentaban muchos, cada uno de un pelaje: unos conocidos, que desaparecían a temporadas, otros merodeadores, interesados prestamistas para vicios, poetillas, gacetilleros, guitarristas en paro, escritorcillos de medio pelo, algún pintor, pasadores de costo más que camellos y bastantes drogatas disimulados de los de a ver si cae algo; y los menos: incondicionales como Eladio, un pijo aprendiz de escritor al que le caía bien y desde que se instaló el Libio allá por el 81 era uno de los asiduos. Se podría decir que entre ambos había amistad. Pero una amistad muy especial.

— No entiendo Libio cómo puedes tener los santos cojones de vender verdaderas obras bibliográficas a precio de cubata—. Era casi una reprimenda, aunque el tono de Eladio fuera jocoso.

— Ya sabes que a mí la pasta me la trae al pairo. Decía mi abuelo: “el último duro que lo gane otro y te irá bien en el negocio”, y ya ves, llevo sentado en estas escalinatas desde el 81 sin quejarme… del negocio claro, que de otras cosas ya sabes que estamos todo el día poniendo y quitando.

— Pero si tienes ahí Quién mató a Durruti, de Olegario Seisdedos, creo que se imprimieron menos de trescientos ejemplares. Una rareza, sí señor. ¿Cuánto cuesta?

— Te lo regalo —. Despreciando el asunto, y el libro.

— No, si ya lo tengo, quiero saberlo por curiosidad.

— ¡Ah bueno! … Cuarenta duros.

— Ese libro puede valer más de veinte mil duros, y estoy convencido que lo sabes—. Señaló Eladio.

— Ya, pero el cliente que pueda pagar esa cantidad seguramente no pasará por aquí en la vida. Que se beneficie otro. Además, no ves que está muy viejo.

— Ya… eso es de tanto uso. Seguramente es un libro que ha corrido de mano en mano, cientos de veces. Está editado en Francia y los ácratas españoles se lo pasaban entre ellos hace años. Por eso está tan sobado, y creo además que esa circunstancia le da más valor.

— Ya quedamos cuatro anarquistas, una mierda —arrastrando las sílabas—. La dictadura del dinero los ha ido paralizando y encorchando… Y los buenos ya se han muerto.

— Déjate ahora de politiqueos que se nos agria el desayuno ¿has tomado café o te traigo uno?

— Ya tomé —. Lo dijo mientras se levantó a recolocar maniáticamente algún volumen.

— Nunca me has contado la razón última de meterte a librerillo del pesebre, con perdón.

— La culpa es de la Rusa. Una puta del barrio chino —el Libio se sentó de nuevo para hablar con más pausa y menos volumen—. Yo era un pipiolo más preocupado por el trapicheo que por cualquier otra cosa, lo compraba y vendía todo hasta que me hice legal, ya te he contado que gracias a esos pequeños negocios pude montar aquel tinglado anterior a la venta de libros. Más tarde dejé la empresa y me dediqué a este oficio, consecuencia de un asunto que todavía me quita el sueño, aunque eso es harina de otro costal.

— No te vayas por las ramas, háblame de la Rusa, que me empieza a interesar, ¿qué tiene que ver una puta del Chino con los libros?

— Es verdad, no lo tomes a coña, la culpa la tuvo aquella mujer. Compré un cajón de libros por diez duros. El tipo al que se los compré me dijo que estaban en ruso, en aquellas páginas no se entendía ni papa, y como conocía a la Rusa a ella me fui con el cajón y la esperanza de hacer doblete si echaba un polvo por la mitad y alguna copa que la feriara. Pero cuál fue el chasco, que aquella puta de rusa tenía lo que yo de sotanilla; más tarde vine a saber que la rusa, que por cierto estaba bien buena, era una rubia de bote de un pueblo de Zamora que se las daba del Bolshoi, y que los libros no estaban en cirílico si no en cirio, o sea griego de curato. Pero entonces yo era un panoli con más ganas que ciencia, y…

— ¡Para! para… —Eladio se ríe sin parar—. Y qué tiene que ver eso para dedicarte luego a los libros —. El Libio sonríe sin dejar de mirarse las botas, exprimiendo el cigarrillo.

— Coño, déjame que lo cuente. Esa mujer se había encaprichado de mí, no me cobró el revolcón y aquel cajón de libros se quedó en prenda. Así, pensó la Rusa que volvería a solazarme otra vez con ella. Y ocurrió de esa manera, pero mucho tiempo después. Años más tarde, desesperado por el asunto innombrable que aún me trae de cabeza, y que a nadie conté, volví a visitar a la puta del Chino, no sé bien porqué, tal vez por desahogar tantos problemas que se me acumularon de repente. Pensaba que aquella mujer ya no estaría en aquel bar del barrio, pero mi sorpresa fue verla apoyada en la barra del tugurio; las piernas blancas como la leche, sin medias, la falda corta, entrada en kilos, más mayor y un escote de balones. Seguía rubia pajiza con el pelo como la lanilla, quemado de los tintes de peseta. Me acerqué. Sus pestañas parecían de engrudo negro, los pómulos dos pegotes rosa y la boca con un carmín que rebosaba los finos labios… “Rusa, vengo a por los libros”, ella me miró de arriba a abajo, “ya te he conocido galán, sube” me dijo con su voz entre melancólica y aguardentosa mientras me llenaba de humo el rostro. Fue tal el desahogo que cuando cargué con el cajón griego, al bajar las escaleras me temblaron las piernas, y hasta los músculos de las orejas, si es que las orejas tienen músculos, que de eso tú sabrás más que yo. En ese preciso momento decidí vender los libros al menudeo, que la Rusa me lo hizo siempre gratis. Y luego fueron más cajones comprados en herencias, a raterillos o gente a la que no pregunté nunca las razones para deshacerse de tanta carga.

— Ya tuviste estómago Libio…Algo sabía, pero nunca lo contaste con detalle. Tienes una vida tan rica, tan llena de anécdotas, tan interesante, que seguramente da para escribirla. ¿Y el asunto innombrable? Me has dejado con gran curiosidad, aunque… seguramente no sea digno de tan importante secreto.

— Qué va, tú eres el único al que podría contárselo, pero no hoy. Tal vez descanse al fin echando fuera mucha mierda de la que llevo dentro. Algún día… algún día.

— ¿Qué fue de la Rusa?

— No volví a verla, pero la recuerdo no solo por ser mi mentora en el negocio del papel. Y sobre todo, más agradecimiento le tengo por la cultura que adquirí después, leyendo de continuo sobre estas piedras de granito.

Sentado sobre los escalones, el Libio tenía los codos sobre los muslos, sus manos enlazadas cubrían el mentón y la boca. Pensativo. Se hizo el silencio. Al Libio le olían las manos a pescado, peor que eso, un olor rancio entre escama y fornitura eclesial, y se repetía para sus adentros “cómo leches voy a vender libros si huelen a peces”, y renegaba, pero era un renegar calmado y resignado, que otras veces los libros olían a aceite o gasolina de transportarlos entre gamuzas viejas y guantes pringosos en el cofre de la vespa. Aquel día a Eladio se le amontonaban las preguntas, el Libio estaba hablador, cosa rara, que con los años se estaba haciendo ahorrador de palabras y en ocasiones le costaba decir la hora, siempre sumido en pensamientos que le dejaban la vista transpuesta y los clientes lo tenían que chistear para pedirle un precio o el permiso para el ojeo.

 — Hace años que te conozco y nunca te pregunté el porqué de tu mote.

— No es un mote, —dijo el Libio— son las siglas del negocio. Aníbal… ¿Te acuerdas de Aníbal?

— Sí claro, como no había de acordarme.

— Era muy ocurrente, cuando me vio sentado por primera vez en estas escaleras, me voceó una mañana desde la puerta de la sombrerería: “¡Eh! ¿Ahora librero I.O.?…mal negocio has escogido, ya no se lee. ¿Sabes cómo vas a llamar a la librería? …¿No?... Libros I.O. Lib-I.O. Libio, Li-bi-o. ¡Libio cojones! ¿A que es bonito?” No habían transcurrido dos semanas y todos los que venían por aquí de tertulia me llamaban Libio, y cuando me quise dar cuenta había olvidado mi nombre y si alguna vez tenía que aportarlo oficialmente me esforzaba en pensar o acudía a la billetera, a por el carnet. Es curioso como una persona sin proponérselo deja de ser quién fue, solamente adoptando una actitud pasiva y se convierte en otro muy lejano, olvidando incluso casi todos los acontecimientos del pasado, y a las personas, y los nombres que han supuesto una carga negativa; menos, claro está, lo que se refiere a aquel acontecimiento que te referí, y que fue la espoleta que detonó mi nueva vida. Y no creo que ya cambie a otra, me queda poco tiempo para irme de ésta…

— No digas eso Libio, estás como nunca.

— Claro, es evidente, como nunca he estado de mal. Se bien lo que tengo dentro y ya me queda poco. Además, sesenta y nueve años han dado para mucho.

— Venga no digas tonterías ni te pongas triste. Todavía te queda correa.

— Ya veremos —, se hizo un silencio y repitió despacio— ya veremos.

Después de marcharse Eladio se oscureció, presagio de nueva lluvia, igual que el día anterior. Al Libio la lluvia le resbalaba como a piel de foca, acostumbrado a sortear chubascos bajo los portales de la plaza del pesebre; un lugar pequeño e irregular y acaso llamarlo plaza sea un lujo, pero lo consuetudinario manda. La flanquean por el oeste veinte huecos entre columnas, aunque a decir verdad habría que descontarle la mitad que son de calle hacia la plaza mayor. Al este, costado de una iglesia de las más antiguas de Vincia y casas adheridas al solar episcopal, con tiendas de guarnicioneros y otras mandangas menores. Al norte, calle con la Mayor y al sur calle con casas del otro lado que presumen del pesebre estando en otra calle. Por tanto, como plaza es fea, pero pintoresca y tan irregular en sus trazas y edificios que le dan un aire de burladero del viento y de pasaje obligado y pícaro. Lo mejor: sus personajes; él único sitio de Vincia donde hacían posadero los tipos más dispares y curiosos, las tribus más extremas y los buscadores de algo distinto. Y según el día de la semana, así crecía en ambiente o disimilitud. El turista no hacía asiento, solamente pasaba por allí experimentando la sensación de estar en una galería de retratos con su ambigú y sus tiendas de museo. Y a un extremo, medio escondido y entre plazas, un pasaje sin salida, calleja siniestra y vomitera.

Pasaron las horas y el Libio recogió los bártulos y los perfumados libros, no sin antes sacudir el plástico que los protegía del agua. Cerró la cancela del diminuto zaguán y se despidió con normalidad. Pero no se fue a por la vespa, no. La costumbre era quedarse a tomar unos vinos en el bar de la esquina sur, cuyo luminoso rezaba igual que el de la plaza: “Café-bar el pesebre”.