Capítulo quinto

La confesión del Libio

Por Élmar

Vincia, 1999

 

 

Una extraña fuerza impedía la conversación con el Libio sobre lo sucedido al cura y el cojo. Le faltaban fuerzas para sacar el tema, iniciar unas palabras que tal vez incomodaran a su amigo, y pensaba que ya habría ocasión para abordarlo. El Libio estaba raro, llevaba unos días indispuesto, incumplía su hasta ahora rígido horario de librero a la intemperie, parecía otra persona. Vino a decir que estaba enfermo, que le quedaba poco y que su mujer también se estaba apagando; parecía como si confluyeran ambos hacia un final sincrónico. Aquello dejó mal cuerpo en Eladio, este se entristecía pensando que tal vez dentro de poco pudiera perder a un amigo, a una persona de la que había aprendido mucho y con la que había pasado momentos inolvidables; y aunque le presuponía cosas oscuras en su vida, lo consideraba buena persona, aunque se tratara de una buena persona reciclada, alguien que expiaba a diario sus pecados con la vida que llevaba desde que era librero de baratillo. La pelea con el cura Otilio descolocó bastante a Eladio Martín, sin embargo, salvo el malestar por la incógnita enfermedad del Libio y la trifulca, sus sentimientos hacia el librero volvieron a ser los de antes.

— Alégrate Libio, hace un día maravilloso.

Devolvió en contestación una mirada sonriente, sin hablar, con esa bonanza de gesto amable bajando los párpados y volviendo la cabeza a la posición inicial, que era la que le permitía no apartar la vista de los volúmenes astrosos, extendidos delante de ellos sobre las dos viejas mesas de camping.

Era de esos domingos de primavera que todo vendedor al aire libre espera ansioso; luz, transparencia, frescor agradable; ideal para disfrutar del paseo matutino. Los días de fiesta eran la mejor jornada de la semana para la venta, y mejor aún si hacía buen tiempo. A medio día, los curiosos se arremolinaban junto al puesto del Libio, y aunque los festivos también compartía sitio con algún que otro quincallero, no se hacían estorbo; es más, daban un aire de mercadillo a la plaza del pesebre, como un mini rastro, y siempre en paz, si bien es verdad que alguna vez, en contadísimas ocasiones, hubo alguna pelea entre puesteros, nada grave, nazis despistados que no sabían, o sabiéndolo le echaban huevos, que ese pequeño recinto de la ciudad era patrimonio comercial de la acracia.

Entre despacho y despacho de papel viejo, el Libio ese día, con cierto pesar en el rostro y sin la socarronería acostumbrada, fue desgranando pensamientos que más bien se dirigían al aire que a los oídos de Eladio. Era como si hablara para sí mismo, aunque el gacetillero de Vincia tomara buena nota.

— Durante todos estos años justifiqué ante mi persona aquel crimen por… necesidad, pura necesidad. Después quise purgarlo y borrarlo con la dedicación a mi mujer y a esta profesión que me ofreció hacer votos de pobreza. También dediqué el tiempo a promocionar buenas obras… no sé si lo he conseguido, creo que no.

Su talante aún parecía afectado por el episodio con el cura, como si aquello hubiera supuesto en su carrera de contrición y buenos pensamientos, obras y omisiones, una mácula, un obstáculo fruto de la irreflexión; o tal vez no tuviera nada que ver y se tratara de un trabajo necesario que sintió como una obligación para bajarle los humos a ese clérigo al que quizá la justicia no lo pondría nunca en su sitio. Pero fuera lo que fuere, había producido un estado de apagamiento general en él, estado que le duró algún tiempo.

— El 81 fue un mal año, querido Eladio, un año para olvidar. No creas que solamente me refiero a aquel acto criminal, no; fue un año jodido… la eta mataba sin piedad, el intento de golpe de estado, la aplastante crisis económica, la crispación social, la intoxicación por el aceite de colza… Tú, ya me dijiste que vivías en una burbuja, la de los diecinueve años arropados por mamá, te entiendo; cuando tenía esa edad ya estaba crujido de trabajar. Tras mi particular atentado pagué las deudas, malvendí el negocio y me dediqué a los libros. Matar a aquel hombre me cambió la vida por completo, pero pasé miedo Eladio, mucho miedo, miedo a lo desconocido, a ir a la cárcel, miedo a la gente, miedo a morir, miedo a todo. Con el poco dinero que me quedó tenía para tirar una temporada, y sin esperarlo los libros me fueron pagando los pocos gastos que me permitían subsistir. Tenía que haberme marchado de Vincia, pero una fuerza superior siempre me ató a esta ciudad. Quería estar en la calle, no soportaba los fantasmas, el miedo, la soledad. Durante aquellos días estuve viviendo en una pensión de mala muerte muy cerca de aquí, y comencé a hacer nuevos amigos, amigos de verdad, no como los de antes, con los que corté radicalmente, aquellos que decían ser mi familia y me dejaron en la estacada cuando me fueron mal las cosas. Luego la conocí a ella, fue una bendición, una gran suerte, y terminé viviendo a su lado, me abrió su casa de par en par, otorgándome una gran confianza desde el primer día; era poseedora de una intuición fuera de serie, sabía desde el primer instante que mis sentimientos eran puros y sinceros. Es a la única persona que he querido y desde el momento en que nos miramos a los ojos por primera vez.

Tapaba su rostro emocionado para fraguar un silencio entre ambos que se volvía espeso. Bullía el domingo en la plaza del pesebre.

— Libio, creo que cada día te aprecio más —. Aunque le hubiera gustado decir que le quería, pero le hubiera resultado embarazoso continuar después de aquella palabra. El Libio seguía como ausente.

— Después de liquidarle pensaba cada minuto que en cualquier momento alguien mandado por Frutos Tergáns aparecería de pronto para matarme, era horroroso pensar aquello constantemente. A los dos días de cometido el crimen alguien llamó a la policía, un electricista, se identificó, y relató con pelos y señales el asesinato, dijo que se había enamorado de la mujer del muerto y que se volvió loco, que no tuvo más remedio que hacerlo; el chispas había trabajado una temporada para aquel hombre. Cuando llegó la policía a su casa, se había ahorcado. Se colgó de la reja de una ventana que daba al corral de su casa en el arrabal. Lo llamaban Chispín. Cuando me enteré de lo ocurrido le eché cojones y me presenté una tarde delante de Frutos en el Chester, ya no podía aguantar más, le dije, temblando, que si ese era el final que me esperaba. Intentó tranquilizarme sin gran resultado. Cuando le veía desde lejos en la calle me cruzaba de acera, o daba media vuelta si la calle era estrecha.

— ¿Cómo llevaba tu mujer aquella situación?

— A mi mujer la conocí un tiempo después… No pude pegarle dos tiros a la víctima, parece como si lo estuviera viendo ahí delante, recuerdo que tenía los ojos claros pero no sabría decirte si verdes, azules…, Solicité una pistola con silenciador y Frutos me dijo que me dejara de mariconadas, que eso era de señoritos, que tenía que parecer un crimen pasional, o por lo menos que pareciera algo improvisado, el resultado de una pelea. Tenía que ser algo silencioso y en un lugar donde nadie me impidiera la maniobra. Me coloqué un chubasquero largo y viejo que luego dejé junto al cadáver; era la protección que buscaba contra la sangre, para poder salir de allí pitando sin estar manchado. Me crucé con él en el portal, al rebasarlo me di la vuelta y lo acuchillé. Matar a cuchillo es difícil Eladio, muy difícil, sientes su aliento, los gemidos, los espasmos; tienes que cerciorarte bien que ya no es persona… y lo peor, mandarle el recado, que se enterara de quién me enviaba; tenía que decirle “de parte del Frutos”, pero no tuve cojones, o se me olvidó, ya no me acuerdo.

— ¡Para ya!... ¡Por favor, no sigas!... ¿Por qué me cuentas los detalles? No quiero que me cuentes los detalles. Lo hiciste y basta, ya lo sé. No quiero que me vuelvas a contar nada de ese asunto… ¿¡Entendido!?

— Tienes que saberlo todo… ¡Todo! —Se le encendieron los ojos—. Si no revivo aquello no podré sacudirme este sufrimiento que me ahoga, es una confesión ¿¡No lo entiendes?! ¡Una confesión! —A voces, pero eran voces casi mudas, perdidas entre el jaleo de la pequeña plaza.

— Calla Libio, habla más bajo cojones, no soporto escuchar los detalles…

Le interrumpió el Libio con el deseo desenfrenado de concluir lo que estaba dispuesto a contar desde un principio.

— Y luego, dormir en su cama… eso fue al principio lo peor, pero me fui haciendo poco a poco, por ella, Eladio, ¡por ella! —, lo dijo con los ojos húmedos.

— Estamos dando un espectáculo, serénate coño, estás desvariando, ¿de qué cama hablas?

— De la mía Eladio, bueno no, de la suya, de la del muerto. Ella era la viuda de aquel hombre.

Eladio se levantó de las escaleras como un resorte, comenzó a andar cada vez más deprisa sin saber hacia dónde, y desde lejos escuchaba entre el rumor de la multitud “¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡No me dejes tú también!”