Capítulo sexto
La confesión del Libio
Por Élmar
Vincia, 1999
El mejor ángulo para observar a aquellos dos personajes hubiera sido desde el aire, o desde un satélite enfocándoles directamente desde la distancia y escuchando la conversación. El Libio y Eladio Martín yacían sobre la hierba fresca junto a la ribera del río, siesta de primavera tibia junto a una aceña. Ambos con las manos unidas bajo sus cabezas, las piernas montadas una sobre la otra y mirando el cielo entreverado de blancos cirros. Apenas trascurrieron tres días desde que Eladio se marchara asqueado de la plaza del pesebre, revueltas las entrañas por las palabras del Libio. Pero el día anterior a esa siesta se besaron, se abrazaron veinte veces y remozaron con savia nueva su amistad.
— Dormía en una bañera descascarillada, en París, en casa de mi amigo Pepe, en una diminuta buhardilla infesta de la calle suflé. Así estuve una semana hasta que pude ubicarme en un colchón. Metido en aquella bañera soñaba con una cama y en ella una mujer francesa: elegante, dulce y esbelta como casi todas las parisinas, y que me susurrara al oído bellas palabras de amor. Pero a un currito español del 59 las únicas que nos hacían caso eran las putas de Pigalle. No quiero que me malinterpretes, me gusta la mujer española, nada tiene que envidiar a la francesa, pero no me negarás que son distintas, no sé por qué oscura razón idealicé al estereotipo francés nada más poner los pies en París. Tienes que comprender que aquí en provincias no era como en Madrid o Barcelona, y en el 59 en mi pueblo la mayoría de lo que había visto eran sayos de paño zamorano o enaguas profusamente almidonadas y mucho bigote, mujeres de poca estatura con gruesas caderas y brazos de levantador de pesas. Ahora es distinto, la mujer española ha evolucionado con la cultura, la mejora de la alimentación y esas cosas. Cuando vi por primera vez a María me enamoré de ella, aunque fuera mayor que yo; era ese tipo de mujer con el que siempre soñé, que tantas veces había contemplado en París. En el 81 pensaba que con cincuenta y un años mi sino sería quedarme soltero, pero ella me volvió loco. No era gran cosa, delgada con el pelo caoba, el rostro amable de nariz afilada y corta y los labios ni gruesos ni finos, unas manos delicadas y sobre todo unos ojos del color del ámbar que me embobaban. Escuchaba su voz y me transportaba a un estadio de tranquilidad. Parecía mentira que a pesar del rictus severo y triste por la muerte de su marido siguiera desplegando ese halo mágico que la envolvía, y cuando te acercabas te atrapaba en su interior, con esa voz calmada y dulce que me hacía cosquillas en la garganta. Pensé que, si ella lo deseaba, podía expiar mí culpa haciendo feliz a esa mujer. Y eso fue la gasolina que me permitió seguir viviendo con algo de paz interior. Ahora, precisamente ahora que sé que los días de María y los míos serán escasos, es cuando te cuento todo esto porque así creo encontrar el resto de paz que me falta para morir tranquilo.
— Libio, ¿por qué estamos aquí? ¿Por qué ese empeño en sentarnos sobre la hierba, en tumbarnos a contemplar las nubes?
— En este preciso lugar, después de un largo paseo le prometí amor infinito, ella lloraba, se tumbó en la hierba, y decía “las nubes, las nubes van deprisa como irán los pocos años que nos quedan para amarnos”. Una gran verdad teniendo en cuenta que transcurrido un corto espacio de tiempo perdió la mente; y ahora, aunque la ame con todas mis fuerzas es en vano, pues no se entera, Eladio, no puede darse cuenta que la sigo amando igual que el primer día.
— No he tratado de sacarte ningún recuerdo después de lo que pasó el otro día; no hace falta que me hables más de ella, entiendo tus sentimientos.
— Estoy con María como consecuencia de lo que le hice a su marido, lo reconozco; pero no maté a su esposo para intentar conseguirla. Después, una fuerza nos arrastró a los dos por un camino de pasión, aquello me daba la felicidad pero al momento me la robaba el miedo, el remordimiento, y me hacía más vulnerable a cualquier elemento ligeramente extraño que se interpusiera en nuestras vidas. Se trataba de una fuerza superior e irresistible, y cuando hicimos el amor por vez primera pensé que todo el cosmos se había confabulado para realizarse lo que pensé siempre irrealizable. María se convirtió de pronto en Marie, una delicada flor de otoño.
Eladio intentaba sonsacarle de Francia, de aquellos años que imaginaba no fueron nada fáciles para el Libio, intentaba hacerle olvidar por un momento a Marie, es decir a María…
— Recibí una carta de un amigo del pueblo que llevaba en París más de un año, Pepe, bueno entonces ya era Pepé; decía que el idioma no era problema y me enviaba las señas animándome a dejar las faenas del campo, pero yo no tenía dinero para marcharme, ni mis padres tampoco; tendría que pedirlo. Y ocurrió algo inesperado, el culpable de que fuera tan pronta la decisión de irme fue del rico del pueblo, el señor Dimas iba andando por un camino cerca de las últimas casas cuando le sorprendió una gran tormenta de verano, la caída de rayos a pocos metros de él en las cunetas encharcadas del camino le obligó a deshacerse de todos los objetos metálicos que llevaba; las llaves, el reloj de pulsera, y un bastón con la punta acerada. Dejó todo aquello al borde del camino. Corrió a refugio seguro y cuando cesó el fin del mundo, tornó sobre sus pasos a recoger lo que había dejado en prenda a los dioses. Allí estaban las llaves y el bastón, pero no el reloj. La búsqueda fue prolongada, como extensa la bocina que propinó a los vecinos por si alguien lo encontraba. Me acompañó la suerte a los pocos días de aquello, volvía de dar una peonada de una finca próxima cuando llegando al pueblo le sacudí una patada a una boñiga seca y el reloj del señor Dimas salió disparado al centro del camino; lo limpié de urgencia y guardé de inmediato aún con restos del cagajón. Sabía bien quién era el dueño pero al instante encontré una justificación para quedarme el reloj: ese hombre le había saltado las muelas a unos pocos en el pueblo, y a unos cuantos de pueblos cercanos los había dado el tiro de gracia cuando la guerra. Tuve pasta para el pasaje y mis primeros días en París. Al llegar a la estación de Austerlitz mi amigo Pepe se dedicó primero a oler la caja de cartón que le llevaba, después me saludó. Casi mareado del aroma, no aguantó hasta llegar a su casa, la abrimos en algún lugar a orillas del Sena y disfrutamos de la mejor longaniza, del mejor queso de oveja, y no recuerdo cuantas cosas más alegraron las horas que duró el festín.
— ¿Qué hacías en París? Me refiero al trabajo.
— Matarife Eladio, matarife.
Eladio Martín no supo si reír o llorar, pero se decantó de manera inconsciente por la carcajada, volteando su cuerpo hasta ponerse de lado para no ahogarse.
— ¡¿Cómo?! —Dijo trastabillado con una risa casi sorda y hacia adentro. Aunque realmente estaba nervioso por la respuesta del Libio.
— No lo tomes a broma, trabajé casi todos esos años en un matadero al norte de París, yo era el que terminaba con la vida de los animales que cruzaban la puerta de aquel oscuro lugar; sí, lo recuerdo oscuro y gris no sé por qué extraña razón, tal vez porque las batas que usábamos eran grises y rígidas, y encima de nuestro vientre un mandil negro siempre manchado. Los que más pena me daban eran los terneros con esos ojos grandes y esas pestañas también grandes que les daban un aire de bondad infinita. Me miraban pidiendo compasión. Prefiero no hablar de aquello, me pongo muy triste.
— Se va la tarde, hace fresco —dijo Eladio.
— Sí… hace fresco como en aquella bañera del viejo París.
Cuando el Libio regresó de Francia se dirigió directamente a Víncia, tan solo el entierro de su madre le hizo volver a su pueblo por unas horas, el padre había muerto cuando estaba en tierras galas, el día que recibió la noticia hizo una mueca y continuó electrocutando a las reses.
Los primeros tintineos ambarinos de las farolas comenzaban el juego de guiños al ocaso, los dos sujetos subían a media luz el terraplén que separaba la ciudad del río. Ya sobre el asfalto, continuaban la conversación mientras se les veía alejarse despacio, introduciéndose entre las casas del casco viejo camino de la plaza del pesebre donde el Libio mantenía amarrada la moto. Los últimos metros antes de llegar fueron de silencio, Eladio dijo que en el pesebre se despedirían, el Libio que había merecido la pena dejar la tarde libre, dejar los libros en el zaguán de la pescadería; que en dieciocho años no había faltado tanto al trabajo como en la última semana, y reían, reían con una risa sin estridencia y satisfecha. Cuando el Libio daba la espalda y agachado se disponía a meter la llave en el candado que amarraba la vespa a la farola, Eladio habló, estaba tieso y con las manos en los bolsillos de la chaqueta.
— ¿Cómo te acercaste a ella? —dijo Eladio casi avergonzado.
Sus propias palabras le causaron una sensación extraña, parecía como si el mundo que le circundaba se hubiera paralizado, como si todo lo que le rodeaba en ese instante se hubiera convertido en una fotografía esperando la respuesta del Libio. Se decía que no debería haberlo dicho, que habían hecho un pacto de silencio a no ser que el Libio rompiese a hablar de motu proprio, pero de repente el mundo volvió a rodar, se escuchaba el murmullo de la calle, el ruido de las gomas sobre el pavés, algún claxon y los acelerones de las motos, voces de algún niño, un ciego en la esquina de la calle mayor anunciando que restaban pocos minutos para poder comprar el gordo, el cierre metálico de un comercio cuando el tendero lo baja con la furia del que tiene ganas de irse a cenar o a besar a la novia que lo espera impaciente del otro lado de la rúa. Nunca antes Eladio Martín escuchó unas palabras tan claras.
— El cómo es lo de menos Eladio, lo importante es el por qué y eso ya te lo he dicho, tal vez te cuente algún día los detalles, tal vez.
Eladio Martín contemplaba y escuchaba pensativo el rugir del pequeño escúter, humeante mientras perdía al Libio entre las estrechas calles de Vincia. “Matarife, tiene cojones… matarife” pensaba sin moverse ni un centímetro del centro de la plaza del pesebre.