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Vincia, 2011
Apenas ha comido, lo achaca a que empieza a estar absorto en la historia que se expande en la pantalla del portátil. Dedica casi todo el día a escribir, esto suele ocurrirle siempre en los primeros días de desenfreno creativo, hasta que comienza a tomar forma el manuscrito; después se relajará y continuará a paso lobero, dejándose llevar de la pluma virtual. Aunque también le ocupan el día muchos pensamientos relacionados con sus anteriores obras, sobre todo con la última. Comienza a analizarla desde otro punto de vista ¿y por qué analizarla? Lo lógico, por acostumbrado en Élmar, es no volver a pasar por las hojas del libro una vez publicado, olvidarse de él, convertirlo en agua pasada; y a partir de ahí comenzar a buscar otra historia que contar, o a rescatar una idea que dormía oculta a la espera de tener tiempo para desarrollarla. Con Los crímenes del pasadizo de la calle Volga es distinto, ese otro punto de vista le significa que trasladó a la novela elementos de su propia vida de manera inconsciente, y ahora, precisamente ahora se da cuenta de ello. Ser consciente de esto bloquea en parte la velocidad de creación de la nueva novela, la historia de su amigo el Libio; y de alguna forma le obliga a repensar muy muy bien lo que está escribiendo, pues comienza a sentir un cierto pudor y algún miedo hasta ahora desconocidos, piensa por alguna extraña razón, aún sin aclarar, que tiene que tener cuidado con el traslado de parcelas de su vida a la nueva obra.
Katia comenzó a sospechar del padre Otilio cuando desapareció sin dejar rastro la jovencita Olga Cotulina, una rumana que se dejaba ver por la parroquia, a la que el páter prometió lo mismo que a Katia. Dedicaba una pequeña parte del día a satisfacer los caprichos del apuesto cura. Olga cruzaba el pasadizo a diario para ir a la parroquia, el cuerpo apareció a los pocos días del otro lado de aquel enorme agujero de hormigón envuelto con dos sacos de plástico, desnudo y con la cabeza aplastada. Katia sabía de las andanzas del cura, y sospechaba que con las extranjeras tenía menos miramientos…
Claro que trasladó, que volcó estereotipos, incluso los nombres de muchos personajes eran nombres reales de los estereotipados. En estos momentos adquiere conciencia de todo eso, justo cuando confluyen los personajes e ideas de la nueva novela con la realidad vivida hace doce años, y aunque maquille las situaciones y el nombre de aquellas personas, en el fondo lo que ha comenzado es un apéndice de su autobiografía. Pero “Otilio” el cura que aparecerá en la nueva novela, ese no lo cambiará, tendrá el mismo nombre que en la novela anterior. Es evidente el bucle temporal, se basó en el cura que se pegará con el Libio para construir al asesino de Los crímenes del pasadizo de la calle Volga, tal vez como venganza a un presunto pederasta del que no se pudo probar nada en su contra. Katia se acostaba con él, y eso, en estos momentos le atormenta ¿por qué? Tiene que liberarse de todos estos fantasmas, aunque sea harto difícil, para poder continuar con el trabajo empezado, o convivir con ellos aunque suponga un sufrimiento.
Al final de Alanos, en el extremo opuesto a la entrada natural si se accede viniendo de Vincia, el pequeño pueblo parece mudar y se convierte en una apocada zona residencial al frescor y verde de una pobeda atravesada por un riachuelo de nombre “arroyo del búlgaro”. Unas cuantas viviendas de amplia factura y grandes jardines marcan el final del pueblo. Élmar pretende dar la vuelta, se encuentra cansado como para seguir a pie por la carretera. Contempla la llanura que se abre a sus ojos, en su esplendor. Tornar sobre sus pasos y buscar el abrigo del barcomercio de la Paulina será lo más adecuado. Justo en el lento giro de su cuerpo llama mucho su atención una casa tapada antes por otras que hacen fachada a la carretera, y ahora, en la posición actual, divisa la última planta que sobresale del resto de construcciones, forrada con piedra oscura brillante, sin ser estridente, el tejado también oscuro de pizarra vieja hace contraste con el resto de tejados del barrio, la mayoría de rancia teja árabe. Cambia el rumbo y se introduce en la última transversal del pueblo, al fondo a unos cien metros, donde termina el asfalto, se eleva imponente la fachada de la casa. Más bien una mansión, un palacete en contraste con el resto de edificaciones de la zona, y más en contraste aún con la humildad y austeridad de las viviendas de Alanos que se caracterizan la mayoría por una pátina externa de miseria, a excepción de algunas que se levantan junto al edificio del ayuntamiento y la iglesia. Entre esas distinguidas se encuentra el emporio de Paulina, casi ocupa una manzana. Élmar queda unos minutos sin apartar la mirada de aquella mansión, desde la distancia que le permite leer un cartelito en la gran puerta de acceso al jardín que reza “villa esmeralda”. Imagina que allí vive el rico del pueblo, el que más tierras heredadas atesora, que el único gasto importante que hizo en su vida fue mejorar la vivienda familiar; o que se trata de un rico comerciante de Vincia que construyó cerca de la ciudad un lugar para el descanso del guerrero y viva allí de manera permanente después de jubilado; a lo mejor la construyó un médico afamado de Vincia para pasar los fines de semana. En estas cavilaciones anda cuando una mujer abre la puerta principal y baja los cuatro o cinco escalones que separan el porche de la hierba. La tapia oculta a la mujer después de apreciar que era de mediana edad, más bien tirando a madura, mayor que él, rubia de agradables facciones desde la distancia.
Da media vuelta albergando dos extrañas sensaciones producidas después de la visión de aquella gran casa; al atractivo del inmueble se le suma una ligera zozobra, más por ser fruto de la curiosidad, que de haber percibido alguna vibración buena o mala a la que nos tiene acostumbrados la vida. El segundo extraño sentimiento le invade cuando da los primeros pasos de regreso al barcomercio, se trata de una especie de paz, sensación placentera por recapacitar que no existe en ese momento ningún problema en su vida que lo conturbe. Piensa incluso que muchos de los que Élmar entiende como problemas provienen del pasado, como fantasmas impertinentes y contumaces que consiguen amargar su existencia; y ahora es capaz de afrontar su verdadero significado con una entereza que le permite desvelar a sus cuarenta y ocho años muchas de las claves irresueltas hasta ahora en su vida. De ahí el comenzar a darse cuenta del sentido verdadero de los personajes de sus obras; cuestión esta que en puridad no interesa a nadie, o presumiblemente a casi nadie, pero para Élmar es muy importante, se convence que minuto a minuto está encontrando un verdadero sentido a su vida, que está siendo consciente del rumbo que quiere marcar, que tal vez a partir de ahora no se deje llevar exclusivamente por la ola vital de la que se ha rodeado y le arrastraba, como a casi toda la gente que conoce. Y vuelve contento, rodeado de ese halo de paz interior, la cual ve representada en el cándido olor que se le ha impregnado en casa de Paulina. Son matices olfativos que nunca antes disfrutó, están en las sábanas de su cuarto, en el olor de la escalera, distinto del olor del barcomercio que es como almibarado en mezcla de pescado fresco y azúcares diluidos en cítricos, también un ligero toque de alcanfor. Y el olor de Paulina, que cuando está próxima huele a vainilla espesa, pero solo de manera tenue en una mixtura de sudor sin llegar a ser rancio y olor a champú de huevo. Élmar dice que es el olor de las mujeres pueblerinas que huelen bien.
Estima que el haber recalado en Alanos de Vincia ha sido un acierto, a pesar de sus dudas de inicio y quizá empujado a esta idea por los pensamientos pastelosos y un tanto cursis en los que se ha envuelto hasta entrar de nuevo en el barcomercio. Atardece, las luces del establecimiento están aún sin encender; jubilados y algún que otro labriego se han marchado a cenar a sus casas. Ella, sentada en una mesa, está sola con la mirada perdida en el cristal sobado del expositor de fiambres. Toma un café de reposo, sosiego tras la dura jornada en la soledad de estar al frente de todo aquello. El saludo de Élmar es despacioso y sutil, para no romper el mágico momento de la mujer que ahora lo mira sin despegar los labios, con un ligero movimiento de cabeza y la sonrisa más dibujada en los ojos que en la boca. Tarda un buen puñado de segundos en decidirse, en hacer cristales la burbuja de quién sabe qué recuerdo tan agradable.
— Parece que ha dado un buen paseo —dice ella.
— No por largo si no por dilatado, me recreé en algunos lugares del otro extremo del pueblo—, acude a sentarse junto a Paulina— el otro día no llegué hasta el final con el coche y he comprobado que el pueblo es más grande de lo que imaginaba.
— Se han cargado el parque de meriendas, pero debió ser una tónica habitual en otro tiempo, para construir nuevas viviendas, digo —. Gesticula con la cara una admiración.
— La misma historia de siempre —dice Élmar.
— ¿Quiere tomar alguna cosa ahora o espera a la cena?
— Quédese donde está, no quiero truncar sus minutos de descanso.
— No se preocupe, con los años me acostumbré a la actividad y es difícil que me sienta cansada si no salgo de las tareas habituales.
— Llevar toda esta carga en solitario tiene que suponer un trabajo muy cansado.
— Grande y mal remunerada la tarea. Menos mal que somos tres monos, si encontrara algo… fuera de aquí… me iría corriendo, sin pensarlo. Vendería todo esto, si es que encuentro comprador, o lo alquilaría; aunque no creo que nadie se interese por un lugar tan pequeño y cada día más despoblado. Montaría en el coche a la abuela y al chico, estoy segura que ella volvería la cabeza después de arrancar, pero Paulino y yo no la giraríamos al salir del pueblo para no volver. Hace diez años tenía que haberlo hecho, ahora con la crisis no encontraré nada a mi edad, ni existen compradores o alquiladores de este negocio; creo que estoy condenada a estar aquí de por vida y eso me angustia bastante. Todos se fueron hace años, me refiero a los de mi edad, pensaba que era una privilegiada teniendo el negocio familiar que además no estaba relacionado con el campo de manera directa, aunque ahora pienso que el trabajo en las tierras no es ningún estigma; me he dado cuenta con los años que lo que poseo es una mierda y que mi vida es aburrida y triste.
— Habla como si odiara este lugar.
— Odio no es exactamente la palabra. Otras veces vuelvo a pensar que soy una privilegiada por tener la vida medianamente resuelta, pero no quiero engañarme; mi hijo se marchará dentro de unos años, la abuela cerrará el ojo y yo me quedaré sola, todavía joven y sin esperanza.
— Me deja usted sorprendido, más por la confianza de contarme lo que siente que por sus palabras. Búsquese un compañero, alguien con quien compartir la vida…—le interrumpe.
— Malas experiencias he tenido, ya no estoy para pruebas, además, quien quisiera venirse conmigo es que seguramente estará desahuciado de todo… no me interesa—. Se hace un silencio—. Por cierto, y usted, ¿está casado?
La pregunta le remueve, y cuando mejor se está poniendo la conversación Élmar escucha los zapatazos del esquelético niño con cara de bobo y ojos gigantescos. El chico frena la carrera apoyando los brazos de alambre en el borde de la mesa.
— ¿Sabes jugar al ajedrez? — dice el mocoso interrumpiéndolo todo y mudando la atmósfera que envolvía a Élmar.
— Cuantas veces te he dicho que seas educado, que no interrumpas a los mayores —, dice Paulina dándole un manotazo sin estridencia, en el brazo.
— ¿Pero sabes o no sabes? — volvió a insistir el chico.
— Sí… por supuesto, ¿quieres jugar?
— ¡Enséñame!
— ¿Cuántos años tienes?
— Doce.
— Buscaremos una hora que nos convenga a los dos y te enseñaré, verás que no es difícil.
— No le haga caso, ¡a cenar! Vamos.
— ¿Qué es “convenga”?
— Una hora en la que ni tú ni yo tengamos nada que hacer.
— Pues ahora es la “convenga”, voy a por los muñecos —. Sale disparado a zapatazos.
— No haga caso por favor, el niño es un poco tardo y le dará la paliza, si le da confianza se pondrá muy pesado y no quiero que le moleste.
— Qué tontería, deje que el chico aprenda, a mí me servirá de distracción… ¿qué quiso decir con tardo?
— Que es un poco retrasado, bueno que no es muy listo, ya lo comprobará.
Paulina se levanta de la mesa, deja ese olor que agrada y adormece a Élmar, resuelta a disponer sobre las tareas que le restan al día. Escucha de nuevo los zapatazos del chico mientras contempla el orondo culo de la mujer ocultándose tras la barra del bar. Se dice a si mismo que hubiera sido buen momento para preguntar por el KM, el cuarto misterioso junto al suyo; también por la mansión a las afueras del pueblo; incluso intimar algo más, preguntar qué ha sido del padre del chico, que aunque le trae al fresco sin embargo le inspira una cierta curiosidad. Y mentir, como mintió a Katia, no tengo pareja, estoy solo, necesito una mujer con olor a alcanfor y champú de huevo, a ser posible gorda y entrada en años. Se ríe.
El chico con cara de bobo tiene apoyados los codos en la mesa y le mira desde escasos centímetros al rostro, Élmar piensa en Linda mientras coloca las piezas en el tablero, tal vez para no sentirse culpable de haber deseado entre comillas a Paulina hace unos momentos; como si fuera un acto de expiación. “¿Qué estará haciendo ahora Linda? Tengo que llamarla, lo nuestro no puede quedar así, con tanta incertidumbre. Si dejo que pasen los días, Linda se fortalecerá en la decisión que seguramente está a punto de tomar: mandarme a la mierda. Lo presiento. Pero cómo puedo hacer para volver a ganármela, conseguir que Linda vuelva a confiar en mí, y que renazca en ella el amor. Tengo que pensar bien todo esto, solucionarlo, si no tal vez me arrepienta el resto de mi vida, y pensaré que he tirado a la papelera, por mis caprichos, mi neurosis, mi inmadurez… lo mejor que me ha ocurrido.”